viernes, 24 de agosto de 2018

El material humano de Rodrigo Rey Rosa

Ed. Anagrama
El material Humano. Rodrigo Rey Rosa.
1era Edición 2009: 181 páginas.

Pintura de Jay Rechsteiner
Rodrigo Rey Rosa nos recuerda  una frase de Borges (citado por Bioy Casares), donde afirma lo monstruoso que puede llegar a ser el destino: basta dar un mal paso, como elegir el camino izquierdo en vez del derecho, para que ello redunde en la muerte. El autor guatemalteco es poseedor de una vasta obra, en la que mixtura lo onírico, con el hiperrealismo y la violencia (destacando Lo que soñó Sebastián y las piezas de cuentos Ningún lugar sagrado y Otro Zoo), teniendo como tema repetitivo su obsesión por la inseguridad y las constantes lucha fratricidas al interior de su natal Guatemala. La peligrosidad que le obsesiona no es gratuita, no se trata de una pose o un manierismo: al revés, se deriva de una experiencia cercana con una Centroamérica turbulenta regada de estados débiles o títeres, situaciones políticas en las que ha predominado los caudillismos, los movimientos populistas y demagógicos y el eterno problema de la segregación e integración indígena. Pero también hay una historia personal: el secuestro de la madre de Rey Rosa cuando éste era joven, su posterior huida hacia el extranjero, y su hasta cierto punto comprensible retorno. 

El material humano es un intento por desentrañar la violencia creciente en Las Antillas. ¿Es la herencia sangrienta del colono? Sí, no, a veces. Es difícil de precisar. La cantidad de negros e indios que se exterminaron durante el proceso de asentamiento y conquista, y los sobrevivientes que fueron quedando como mano esclava o de explotación indirecta, escapan a cualquier estadística. Incluso existiendo un número (las cifras oscilan entre los 800 mil nativos exterminados, hasta los 13 millones y medio, sólo en Centroamérica), la barbarie no puede ser entendida matemáticamente. Tampoco la violencia es patrimonio de alguna etnia o cultura: no olvidar la gran matanza en Haití de 1804, en la cual se asesinó a toda la población blanca, sin considerar que muchos eran criollos, es decir de padres blancos y madres negras, y que por una cuestión genética tuvieron la mala suerte de nacer con la piel blanca.

Fuera de cualquier consideración numérica, basta con imaginarnos un machete, una cabeza rodando, y detrás de la cabeza rodando, un río turbulento y grumoso de sangre, para horrorizarnos. ¿Es tan grande el horror que frente a su poder cualquier voz se puede desplazar a zonas de murmullos, y ese murmullo terminar finalmente en el silencio? ¿Se gana algo con describir el horror? Rey Rosa va más allá, y la interrogante que parece sostener a su libro -que mixtura novela, ensayo y autobiografía- es si se puede hacer justicia visibilizando la memoria escondida, si escarbando en patios ajenos o propios, pueda ser útil que nos encontrarnos de sopetón con la visión del esqueleto apaleado. 

VOLTAIRE

En la página 73 de El material humano, leemos la siguiente cita de Voltaire:

“La necesidad de hablar, la dificultad de no tener nada que decir, y el deseo de tener ingenio son tres cosas capaces de poner en ridículo al hombre más grande”.

Pero, ¿qué tiene que decirnos Rey Rosa en El material humano? Mucho. Y jamás quedando en ridículo. El libro abre con una advertencia, y nos dice que aunque no lo parezca, estamos ante un libro de ficción. No es pues una autobiografía de lleno, pero sí podríamos hablar directamente de una autoficción, que en términos genéricos vendría a poner al narrador como protagonista central de los hechos, y aquel narrador -y este podría ser el truco de magia- coincide con el del autor del libro: sí, es como si el autor se duplicase por medio de un espejo articulado por palabras, pero no se pone en un escenario que busque calcar e imitar la realidad, sino que busca imitar la realidad del reflejo: es decir, utiliza pasajes de hechos que le acontecieron a este autor/narrador, y otros los modifica, los altera o surgen de la vana o elaborada invención. 

Ese es el pacto que se busca establecer con el lector, y se afirma en los hechos centrales de que la vida del narrador coincide con la de su autor (han escrito los mismos libros, tienen un pasado con el escritor Paul Bowles), se narra además el angustiante secuestro de la madre del narrador, no se sabe si por la guerrilla o por agentes del Estado, pero finalmente todo, como las aguas de un río,  apunta a un constructo donde las distintas conexiones que entabla el narrador van convergiendo a través de un archivo, real o fantasma, que contiene un fragmento del pasado violento de Guatemala: es pues, la historia de un libro fallido, la constatación de alguien que intentó algo, pero como no le resultó, lo dejó patentado a través de libretas, cuadernos y hojas adjuntas que testimonian aquel fracaso.

La necesidad de tener algo que decir se expresa en la introducción, y estriba en que su autor solicita a las autoridades el acceso a una serie de archivos desclasificados, todo con el fin de averiguar qué intelectuales y artistas fueron objeto de investigación policíaca. Aquellos papeles, expedientes que suman millones de carpetas, fueron encontrados dentro de un edificio en un sitio denominado como La Isla (un lugar siniestro que albergó un hospital, pero que en realidad  habría operado como centro de tortura), en medio de un recinto policíaco, un depósito de autos chocados y una perrera municipal.  

¿Cómo se puede contar una historia así? ¿Con qué ingenio? No son los muertos los que hablan, son apenas fragmentos descosidos, deshilvanados, de alguien (porque todos los laberintos tienen en su centro a un minotauro), que se encargó de catastrar y de cercar la realidad. Y esa obra son los expedientes del archivo. Ese alguien es el que habla por los que ya no están, los que sin ojos, con las bocas rasgadas, parecería que nos dijeran:

—¡Acá estamos!

Detalle de la portada del libro

Quizás el ingenio nazca de las mismas limitaciones, pues el autor se da cuenta, nada más en llegar hasta el edificio que alberga a esa Biblioteca del Mal, que buscar fichas de intelectuales y artistas conllevaría una tarea titánica de años, tantos como vidas posibles que pudiera vivir un ser humano común y corriente. Entonces ¿Qué hacer?

ZWEIG

En la página 138 de El material humano, leemos la siguiente cita de Stefan Zweig:

“Increíble periodo, ominoso y homicida, en que el Universo se transforma en un lugar peligroso".

El autor que revisa el expediente, consciente de la escasez del tiempo (y de recursos), decide filtrar de forma muy somera el archivo; entonces ahí se produce el hallazgo, la materia humana con la cual elaborará su libro. El material humano, es, en un primer plano, la narración sobre un intento narrativo, la novela sobre cómo armar un proyecto fallido, pero en un plano más profundo es un intento por expurgar del olvido la violenta memoria de Guatemala. Durante casi quince páginas van cayendo como cascadas los nombres de víctimas de la represión, son resúmenes de fichas que incluyen nombres completos, ocupaciones, y las formas en que fueron fichados, ya sea por motivos políticos, algunos tan risibles como “fichado por propalar ideas exóticas”, o surrealistas, como “fichado por practicar la quiromancia”, o “por ejercer el amor libre”.

En algún momento el autor se da cuenta de lo kafkiano de la situación: ingresar a los archivos policiales de actos atentatorios contra la humanidad, cometidos por la autoridad y por algunas facciones guerrilleras, pero también custodiados por la misma autoridad. Sabe que su presencia no es bienvenida, que detrás de las máscaras y los guantes que usan los archiveros se pueden esconder delatores, que a pesar de que operar bajo una lógica investigativa (vamos a ver qué intelectuales fueron investigados), el peso ideológico flota como una nube tóxica que puede cobrar vida y cernirse sobre su cuello. ¿Es realmente una contradicción que la misma autoridad se deje observar desde adentro, desde sus recónditas entrañas, para que ese conocimiento pueda ser usado en su contra? Nada más lejos de la realidad, nada más lejos de la mecánica con la que se rige este mundo.


Rey Rosa recoge una cita que muy bien podría ilustrar el temperamento del mundo:

“No hay contradicciones en nosotros, ni en la naturaleza en general. Lo que hay por todas partes son contrariedades.”

Y en ese caos que es Guatemala, nos dice Rey Rosa, el reguero de sangre corre con la forma de la paranoia: un guerrillero muere ajusticiado por un pelotón de la policía militar, pero luego corre una versión contraria, en verdad ese mismo guerrillero fue asesinado por sus propios camaradas, acusado de traición. No hay bandos que no tengan sus manos manchadas, peor aún, no existen bandos claramente diferenciados como en cualquier contienda civil: da la impresión de que a ciertos inescrupulosos les conviene que la situación continúe, pues han encontrado una manera de lograr lucrar con la miseria humana.

Como en un diario de vida (imposible no pensar en Los diarios de Kafka, cuando no son un ejercicio de estilo, sino que sólo buscan registrar la realidad) los rastros que va dejando su narrador reducen la anécdota a breves pinceladas: no hay descripciones, no hay caracteres desarrollados, pero sí hay sombras, huellas, la historia de Benedicto Tun, el creador del Frankestein que representan los archivos, la situación sentimental del narrador con una mujer que se acerca y que se aleja, el día a día con su hija, sus titubeos, su vida atravesando el proyecto que a cada tramo va echando aguas por todas partes, las opiniones del pasado, tan actuales:unos piden que los indígenas se levanten en armas, otros quieren que se integren como ciudadanos; los menos, que sean eliminados sistemáticamente, como propone el premio Nobel de Literatura Miguel Ángel Asturias, escritor guatemalteco que corre como una mancha de sangre a lo largo del libro.

El tiempo hace variar la opinión de la gente, apunta Rey Rosa citando a Voltaire. Pero ¿existen cosas inamovibles? ¿Cuando, en qué momento se jodió Guatemala? Las patadas, los puños y las balas no se acaban. Es la moneda corriente del país de Rey Rosa, el mismo país del cual busca escapar, pero del que no (se) puede salir, porque probablemente, parafraseando a Enrique Lihn “nunca salió del horroroso Guatemala”.

lunes, 30 de julio de 2018

Quiero la cabeza de sir Arthur Conan Doyle (antología del nuevo policial chileno)

Algunos autores de la antología. De izquierda a derecha: JL Flores, Pablo Rumel,
Beda Estrada, Juan Calamares e Ignacio Fritz
Pocos meses después de conocernos personalmente con Ignacio Fritz, y compartir nuestras lecturas, era irremediable que no saliera a la palestra el nombre de Roberto Bolaño. Quizás a muchos lectores mayores de cuarenta años no les parezca tan importante su gravitación en las letras, y está bien que no les pueda gustar, tampoco somos apóstoles de Bolaño, pero para nosotros, que dábamos nuestros primeros pasos, que teníamos veinte y pocos años, su irrupción significó una ampliación y revisión del campo literario. Bolaño diseccionó el boom latinoamericano, nos habló del espíritu de la ciencia-ficción, y también escribió novelas teñidas de sangre y violencia, novelas que no eran policiales al uso, pero que la figura del investigador —de sus “detectives salvajes“— cobró dimensiones colosales, en particular con su voluminosa y vigorosa 2666 y La parte de los crímenes.  

Bolaño no sólo nos entregó literatura. También nos entregó una moral: nos enseñó que una literatura vigorosa (y esto tuvo que haberlo leído en El Quijote, donde Cervantes mencionaba que el costo de una obra de calidad requería desvelos, fatigas y entuertos) se fortalecía a la intemperie, sin becas, sin academia, casi sin lectores. Recordemos sus palabras cuando compara al escritor no con un detective, sino con un samurái, y en la visión de Bolaño los samuráis no suelen batirse a duelo contra otros samuráis, sino que lo hacen contra un monstruo, generalmente gigantesco, de titanio, de múltiples brazos y cabezas, y este samurái-escritor, que creía en el honor y que tenía sus códigos de lucha, salía a dar la pelea, sabiendo de antemano que perdería. Entonces eso era para él la literatura, se trataba de salir a pelear, aunque el monstruo nos reventara a patadas.

Sergio Alejandro Amira.
Otro autor de la muestra
Eran esas conversaciones que teníamos con Ignacio, en un heladísimo julio de 2017, aunque quizás fue en verano y vestíamos chalas y pantalones cortos, y lo del “heladísimo julio” lo pongo para darle mayor dramatismo. Pero me desvío del tema. Lo que quería contarles era cómo había nacido la idea de hacer una antología policial, y el punto cero fue el nombre de Bolaño. ¿Por qué no inventamos un grupo de escritores desalmados y hacemos la revolución en la literatura chilena? Me propuso Ignacio Fritz, con el fin de tributar a Los detectives salvajes. ¡Estás loco! Le contesté, ya estamos cerca de los cuarenta, y a nuestra edad nos está faltando salvajismo y también tiempo, ya no somos aquellos jóvenes imberbes que fuimos, que veníamos a revolver el gallinero y ponerlo todo patas para arriba. Nos habíamos aburguesado, pero el llamado de la selva seguía persistiendo en algún punto perdido de nuestras psiques.

No obstante la idea quedó flotando. Quizás una de las ambiciones de la literatura sea recrear un tipo de realidad, o al menos el de generar una visión alterna de los hechos cotidianos y estereotipados. Piglia decía que el escritor podía transformarse en un revolucionario si le arrebataba al Estado el “relato”, en el sentido de que el Estado es el órgano que fabrica y produce narrativas que envuelven y amordazan a la realidad.

Le propuse entonces a Ignacio la idea de crear una antología de textos de autores nuevos, y no tan nuevos, algo así como Antología del nuevo cuento chileno, trabajo que pudiese dar cuenta de que existían más escritores que los promovidos y amparados por algunas instituciones privadas o por el mismo Estado, y que la prensa vocifera como si fuesen unos genios. Entonces Ignacio me propuso que el crimen había que perpetrarlo desde el relato policial. Si no podíamos crear un grupo de escritores desalmados que operaran en la realidad, sí podíamos convocarlos en torno a una antología.

Desde un comienzo nos propusimos que esta antología iba a tener dos ejes: el principal, que contuviese relatos de calidad, y el segundo, que sus autores hayan ensayado previamente la escritura de relatos policiales, ya sea como cultores del policial duro y clásico, o bien conociendo los patrones y las reglas del policial, las desdeñaran con textos limítrofes o paródicos, donde la muerte por homicidio o la investigación policial estuvieran presentes.

Con Quiero la cabeza de Sir Arthur Conan Doyle, quisimos entregar un fresco actual con las versiones posibles de un género, ampliamente explotado y trabajado en otras latitudes, pienso en EE.UU, Inglaterra, Japón o Suecia, pero que en Chile a lo largo de los años apenas ha reunido a un decena de escritores, que contra viento y marea han conseguido publicar sus obras y crear un público cautivo. Es importante aclarar que nuestra antología no busca abarcar la totalidad de los autores policiales chilenos, que tienen méritos de sobra para figurar en cualquier muestra, sino la de mostrar el trabajo de escritores que se están abriendo camino; salvo tres o cuatro excepciones que ya tienen proyección internacional, el resto aún lustramos nuestras placas y revólveres.

Alfredo Lewin y Marcelo González en la presentación.
Trabajamos con nuevos y antiguos materiales para construir nuestras narrativas. Edgar Allan Poe es un referente inevitable. Con dos cuentos seminales, de los cuales deriva gran parte de la narrativa policíaca, me refiero a Los crímenes de la rue Morgue y La carta robada, quedó la pista dispuesta para que otros autores ejecutaran sus crímenes. Ya entrado el siglo XX, la segunda deriva fue inaugurada por Dashiell Hammet, quien nos muestra el caos y la locura que giraba en torno a los cuarteles policiales, y sobre todo el quijotismo lacónico de los irreflexivos y muchas veces arrojados detectives privados, como lo encarna su personaje Sam Spade, y que luego perfeccionaría Raymond Chandler con su serie basada en Philip Marlowe.

Desde sus comienzos, la puesta en escena del policial tenía como figura central al detective, quien de manera intelectual, como en un juego de ajedrez, resolvía los delitos valiéndose de la lógica y la deducción. Fueron emblemáticos los casos del cuarto cerrado, donde era imposible entrar o salir de la escena del crimen, o el asesinato en público, el cual convertía a todos los testigos en sospechosos. La ficción policial se llenó de hombres delicados y elegantes, otros más rústicos y primitivos, pero siempre con sus ojos puestos más allá de las apariencias. Aún los leemos con admiración, porque se valían sólo de la razón, el órgano más acucioso para resolver paradojas y sinsentidos. Eran hombres limpios, que no necesitaban irse a los combos, ni pagar testigos falsos ni recurrir a ninguna artimaña para esclarecer sus casos. Todo estaba en la cabeza, y cualquier situación se podía resumir a un buen puñado de variables, dirimiéndose como en una buena ecuación.

Esta visión romántica del policial fue cambiando a través del tiempo; acá es donde emergen Hammet y Chandler, a quienes se les suele citar casi como si fueran un dúo dinámico, tipo Batman y Robin, aunque en realidad podríamos decir que el primero fue el que abrió la puerta para ventilar el olor del cadáver, y el segundo fue el que abrió las ventanas para que terminase de expirar el hedor. La figura del detective intelectual fue reemplazada por la de un detective dubitativo, cansado y cínico, la escena se amplió en forma de denuncia, y se pasaron a retratar  elementos como la corrupción, el narcotráfico o la violencia sexual, ámbitos en los cuales la figura detectivesca coqueteaba con los códigos del hampa.

Resumiendo; del cuarto cerrado, donde se conjugaban elementos delictivos casi como en un insectario o en un laboratorio, el policial avanzó hacia el laberinto, donde el caos, la burocracia, y el hampa impidió que un detective limpio, a la antigua, pudiera sobrevivir en ese ambiente. El detective tuvo que contaminarse, adoptar las malas prácticas.

Pero el policial es un género mutante. No se agota en unos pocos esquemas, es tan variado y extraño como la misma realidad.  Está la novela de espionaje y contra-espionaje, que tuvo su auge y caída durante la Guerra Fría, o la popular whodunit (contracción de Who has done it?), en las que la trama se centra en develar quién cometió el asesinato, todo centrándose en una especie de literatura-juego, en la que el autor entrega datos y pistas falsas, proponiéndole al lector un puzle que debe resolver antes de que se acabe el libro. Hay obras que están interesadas en los aspectos judiciales, trasladándose la acción de las calles a la burocracia de los tribunales de justicia. En Latinoamérica, ya podemos hablar sin problemas de un policial de denuncia social, libros principalmente dedicados a revelar los mecanismos de represión de las dictaduras de turno, o de retratar el mundo del narcotráfico, con la denominada narcoliteratura.

Como decía en un comienzo, el cuerpo del género policial es enorme, corren muchos ríos de tinta y sangre sobre su cadáver, detrás de sus engranajes podemos encontrar delincuentes de diversa monta y catadura, detectives delicados, elegantes, y otros no tan delicados y elegantes. Y no debemos pensar o suponer que la literatura policiaca, por ser una literatura de género, es una recreación menor de la Literatura con mayúsculas. Muchos, durante bastante tiempo, la vieron como una cosa pasatista, una literatura hecha para las clases proletarias —y en efecto lo fue en un momento gracias a las publicaciones pulps —, historias donde se explotaba el morbo, mostraban sexo descarnado y asesinatos escabrosos. Pero no nos engañemos: el policial tiene puestos los pantalones largos hace rato. El género se masificó gracias al trabajo del escocés Arthur Conan Doyle, o a la perspicaz labor de Agatha Christie. También fue vindicada por Borges y Bioy Casares con numerosas antologías y relatos.  Pero esos son los nombres de antaño. ¿Qué hay de nuevo viejos? Quizás no tanto, un puñado de crímenes del pasado, del presente y del futuro, alucinaciones de psicópatas al acecho, detectives petrificados por cortinas de humo, muchas víctimas al acecho y por supuesto, la antología que presentamos ante ustedes. Muchas gracias.

Portada de la antología

viernes, 6 de julio de 2018

La mirada prístina de un paseante: Robert Walser


A los que no (se) abandonan.

Existen escritores que hacen todo lo posible para salir a relucir y darse a conocer,  todo el esfuerzo y la concentración y las mil y un penurias, con el fin de conseguir la sacrosanta fama y el estrellato. Hacer todo lo posible, incluye, entre otras prácticas, la de realizar un lobby eterno, conseguir suculentas firmas con editoriales, apariciones televisivas estelares, redacción de columnas sobre sus últimas obras en las páginas centrales de los suplementos culturales, y todo esto, aderezado con una intensa actividad pública, la cual redunda en maratónicas jornadas de firmas de libros, participación en ponencias, charlas, coloquios, homenajes, elegías, bautizos, casamientos, todo, todo, tanta lágrima, sudor y esfuerzo, para intentar estar en el puesto de los más vendidos y en la boca de todos los críticos.

En la era de las redes sociales lo importante es estar siempre presente. Para ello vale opinar de lo que venga, política, economía, religión, el más acá y el más allá, la santería y la última película, el escándalo de moda de la semana, la última frase que dijo Trump. La red, configurada en sintonía con el artista, son la quintaesencia de la figura del escritor “antena cultural” que debe estar absorbiendo todo lo que circunda a su alrededor, porque de lo contrario corre el riesgo de caer en el olvido, y un escritor invisibilizado es un cero a la izquierda, alguien que no se ve y que no existe, por ende, su escritura corre el mismo peligro.

No obstante, hubo un escritor legendario al que no le importó hacer lobby, ni tener una poderosa red de contactos, ni tener que recurrir al periodismo de su época para mostrar con orgullo (el inefable y el pesado fardo del orgullo) sus muchos libros, los que publicó mayormente entre las dos primeras décadas de los años veinte en Suiza. No. La falsa modestia no fue una postura o un simple tópico, fue para este escritor legendario un modus vivendi, y es muy difícil encontrar casos en que obra y autor calcen como mano y guante, en el sentido más lato de la palabra: coherencia absoluta entre el devenir de una literatura y el de una vida misma, que dialogando se complementan, para formar ese oscuro hermano gemelo que alguna vez elucubró Sergio Pitol.

UNA LEYENDA SIN HEROÍSMO

El escritor legendario se llamó Robert Walser, nació en Suiza en 1878 y murió internado en un psiquiátrico del mismo país en 1956. Si se le hubiese visto entremedio de una gran multitud, no se le habría reconocido por nada inusual: vestía como un hombre de su época, era siempre reservado, y opinaba que un hombre que buscaba demostrar sus conocimientos o su valía le parecía la práctica de alguien detestable e indigno. Walser era un maestro de la lentitud, y para él, hablar de grandezas y proyectos era propio de seres que no se detenían, que sólo cotorreaban porque carecían de un poder de observación que los hiciera detenerse y mirar un poco mejor a su alrededor. Escribe en Jakob von Gunten
“¿Qué es uno realmente en medio de ese oleaje, de esa abigarrada corriente humana que no tiende cuándo acabar? (…) Aquí todo el mundo busca, todos sueñan con riquezas y bienes fabulosos. Caminan muy deprisa.”
Jakob von Gunten (1909) trata sobre las impresiones de un joven estudiante, y ese es el hilo conductor de todo el libro. En la literatura de Walser hay por sobre todas las cosas impresiones, principalmente sobre las cosas cotidianas de la vida, como la graciosa forma de los zapatos de la mujeres (Los hermanos Tanner), la insulsa velocidad de los automóviles (El paseo), o la necesidad de que los niños tengan que ir a estudiar (Los cuadernos de Fritz Kocher).  

Los cuadernos de Fritz Kocher (1904) es su primer libro impreso, y ya se prefigura en él todo lo que vendría a continuación. Un prólogo, casi a modo de advertencia, nos informa que el libro que tenemos en las manos se trata de unas sencillas redacciones escolares de un tal Fritz Kocher, el cual ha fallecido tempranamente y que por voluntad de la madre se ha publicado íntegramente. Walser atribuye su escrito a este falso Fritz, arguyendo que se le deben perdonar sus incorrecciones, pues si buen un  joven puede tener ideas maravillosas, a renglón seguido es esperable que también suelte alguna estupidez. Y sin duda, en esta primeriza obra de Walser se deja ya sentir toda la frescura y la elegancia que recorrerán sus futuras páginas, remarcado por un lado su gusto por describir las nimiedades de la vida en formatos que son casi estampas, pero que también funcionan como una suerte de ensayos desplazados, observaciones sobre la futilidad del tiempo o la importancia de hacer gimnasia en el colegio, miradas donde se engarzan con maestría la ingenuidad y la visión profunda, conviviendo ambas bajo una misma máscara, como un dios bifronte con los rostros del niño y del anciano abismados y perdidos. 

ROSTRO Y OBRA

De las fotos que existen y que circulan de Walser, en muy pocas se le ve centrada su mirada al objetivo, y cuándo lo hace, pareciera que sus ojos traspasaran el tiempo y el espacio, pero sin esa solemnidad de quien se sabe pagado de sí mismo. Quizás sea una exageración, probablemente Walser ni siquiera tuviera conciencia de que luego de cien años sus libros iban a seguir floreciendo entre nosotros, sus lectores, pero lo que es indudable, examinando su prosa, es que la voz que se impregna en sus escritos nunca deja de pensar, siempre lleva adelante una reflexión, por mucho que un personaje vegete o se pare ante una puerta para contemplar el mobiliario de una cocina o de una alcoba. Incluso esa voz no cesa de pensar, cuando por ejemplo habla de las ventajas de no pensar, dejándose llevar por los empleos sencillos como las manualidades, en las que un hombre puede sentirse realmente útil y práctico, porque si bien por la vida desfilan personas importantes, distinguidas, de alto trato social, la gran masa de ciudadanos y desconocidos del mundo -la mayoría de nosotros- están ahora mismo, ahí, suspendidos en la inercia del trabajo remunerado, ensamblando una pieza en una fábrica, enhebrando el hilo en una aguja, realizando transacciones tras la caja registradora en alguna empresa del retail, o en el mejor de los casos, vegetando en alguna buhardilla con un libro en la mano, preparando los últimos exámenes que tendrá que dar. 



Walser anota en un fragmento titulado Los poemas, recopilado en su libro Sueños, una observación respecto a la experiencia:
Yo aún ignoraba muchas cosas; las primeras experiencias me hicieron feliz. Tal vez la más preciada de mis posesiones fuese la ignorancia. El desconocimiento engrandece. Yo era como una planta en flor que constituye un misterio para sí misma.
Walser no fue un escritor de multitudes, más bien fue el escritor del ciudadano gris que se esconde en las multitudes. Sus personajes siempre son los que no tienen el ímpetu necesario o los recursos materiales para surgir ni para triunfar en nada, y si es que tienen la posibilidad de ascender socialmente, se dejan caer por el despeñadero, como si la caída fuera parte sustancial de ese viaje hacia la nada. Sin embargo Walser no se solaza de la derrota; no hay vindicación ni apología de ella. Más bien, en medio de la vorágine que puede conllevar el fracaso, la desesperación está ausente y siempre hay rastros para la dulzura:
“La pobreza incluía alegre movilidad y libertad. El frío calentaba. Quien nunca estuvo inseguro, ni sufrió por algo, ni tembló por amor, sabía poco de la felicidad, y quien vencía siempre, aún no había sido nunca el verdadero vencedor”.
Es lo que nos dice en El primer poema, breve relato que describe el asombro y la sencillez de quien se encierra por primera vez a escribir un poema, desconociendo si la empresa pueda dar algún fruto: no obstante, en ese silencio es capaz de oír el sonido de la naturaleza, pese a que en realidad no se oye nada, por lo que podemos desprender que el verdadero rumor siempre viene desde adentro, como si un verdadero poema no vendría dado por lo externo, sino que tuviera que florecer desde adentro hacia afuera.

Muchas veces, ante una gran obra, no podemos dejar de interrogarnos si ésta se parece al autor que la concibe. Algunos creen que un autor sin máscaras ni manierismos, escribiría más o menos como habla: existiría un reflejo condicionado entre la lengua adquirida y su uso, tejiendo entre la boca y la mano un puente armado por aquella artificialidad que es la escritura misma. 

Pero hablar del rostro es otra cosa. 



Parece haber en la mirada de Walser, y esto se nota ya muy tempranamente, una forma de ver no sólo periférica y fijada en el detalle, sino que en dirección hacia abajo, como la de alguien que conoce muy bien su lugar en el mundo, alguien que ante cualquier hecho o pensamiento nimio debe mirarse los zapatos, porque sólo los príncipes o los que se creen príncipes miran con altivez y arrogancia, pero él, que nada tiene y que solo busca extraviarse, sabe que a pesar de todas las circunstancias, sigue siempre fiel consigo mismo, acaso el único gesto de libertad al cual puede aspirar cualquier hombre.

Las conclusiones de Walser suelen cerrarse siempre en la futilidad y en la fragilidad de las cosas, como si la vida estuviese ahí delante de nosotros para experimentarla, para vivirla por el mero hecho de que se está vivo. El desprendimiento es uno de los signos constantes en las reflexiones de sus personajes, desprendimiento que él practicó en carne propia, pues nunca se le conoció domicilio fijo, ni contó con importantes bienes materiales, más que la ropa que iba trayendo y el último libro que leía, más de las veces prestado que comprado con su propio bolsillo. La misma ternura por los humildes y los desprotegidos que siente, es inversamente proporcional a las personas carentes de tacto y cultura, personajes casi siempre venidos de una burguesía en alza que sólo tiene por delante la plata y el materialismo. Anota en El Paseo (1917), su obra más célebre, exhortando a toda esa gente que considera despreciable:
“Sé con certeza que usted forma parte de esas gentes que se creen grandes por ser irrespetuosas y descorteses, que se creen poderosas porque disfrutan de protección, y que se creen sabias porque se les ocurre la palabrita "sabio". La gente como usted se atreve a ser dura, descarada y grosera y violenta frente a la pobreza y frente a la desprotección. La gente como usted posee la extraordinaria sabiduría de creer que es necesario estar en lo más alto de todo, poseer un gran peso en todas las partes y triunfar a todas las horas del día.”
Para luego rematar, con mucha convicción:
“La gente como usted no respeta ni la edad ni el merito, ni sin duda el trabajo. La gente como usted respeta el dinero, y el respeto al dinero le impide respetar cualquier cosa".
El Paseo se podría considerar como una de sus obras más notables, no porque en ella se destile un gran argumento: se trata precisamente de un hombre que sale a pasear y comienza a observar a sus semejantes y a la realidad circundante, para ir poco a poco abismándose en pensamientos desconsoladores sobre la condición humana, y esto, en poco menos de 80 páginas.

El desprendimiento, que aparece como marca característica en sus personajes, a veces llegaba a ser exagerado en la vida del propio Walser. Nunca le interesó viajar, y es sabida una anécdota referente a un editor, el cual le pidió que eligiese Turquía o cualquier ciudad europea para conocer, ante lo que él respondió, entre bromas, que no le interesaba viajar a ningún lugar, pues un escritor con imaginación no necesitaba salir a mirar el exterior. Lo que le importaba a Walser eran las cosas que sucedían adentro, y aquello se refleja en El Paseo cuando realiza una defensa de la lentitud; se desmoraliza ante aquellos hombres que van veloces y sobre automóviles recorriendo con rabia el mundo. La manera más adecuada de reconocer una ciudad es caminando, afirma, lentamente, y aún así nunca se le conoce del todo, pues un detalle, como la sombra de un árbol o una fisura que antes no estaba en el camino, puede redimensionar totalmente un paisaje.

No se le conocieron mujeres: si bien trató con sus hermanas y con su madre durante mucho tiempo, e incluso se cuenta un intento fallido con una viuda, parecía que algo en su interior no funcionaba del todo correctamente, lo que le impedía llevar relaciones duraderas o estables con sus semejantes, hecho indesmentible pues casi no le conocieron amigos, a excepción de unos pocos, como Carl Seelig, su albacea, con quien caminó durante 20 años en las cercanías del internado psiquiátrico de Herisau donde estaba internado. Porque así ocurrió: a mediados de enero de 1929 sufrió una seguidilla de crisis nerviosas que terminaron por empujarlo al psiquiátrico, lugar del que no saldría más hasta su muerte.

En las obra de Walser el humor está presente. Son conmovedores los pensamientos de alguien que se sabe tan existente, tan ubicado en medio del marasmo y de la violencia de la vida, que no podemos menos que reírnos cuando describe a los profesores del instituto Benjamenta que aparecen en Jakob Von Gunten, aquel instituto al cual no se enseña nada, porque el destino de sus estudiantes es ser formados para ser útiles a personas de mayor rango. Ve a los profesores todos dormidos, con sus cabezas apoyadas contra los muros, simbolizando el sopor y la inutilidad de un sistema educacional tan familiar para las clases medias y bajas, no sólo de antaño, por cierto. Dice en este mismo libro:
“Cuando los hombres empiezan a contabilizar éxitos y reconocimiento, se ponen casi gordos de autosatisfacción saturadora, y la fuerza de la vanidad los va inflando hasta convertirlos en un globo casi irreconocible. ¡Libre Dios a un hombre honrado del reconocimiento de la masa!”
Y así fue como escapando del brillo de los flashs, de la admiración de los incautos, fue relegándose, o mejor dicho, replegándose más y más en el psiquiátrico, a tal punto de que abandonó la escritura, para dar paso a garabatear en hojas apretadas y estrechas, rayas, líneas intentendibles que vistas de lejos no eran más que manchones o pisotones sobre una hoja en blanco. Un 25 de diciembre de 1956, en uno de sus habituales paseos, se internó por la nieve, más y  más, hasta que de pronto, aterido por el frío, o afiebrado por alguna ocurrencia que solía calentar su corazón, se desplomó y cayó sobre la nieve.


Esta fotografía fue tomada cuando se encontró su cuerpo desplomado sobre la nieve. 

Hay escrituras que prefiguran eras completas. Otras que miran hacia adelante, y ven de cerca la llegada de los bárbaros y el fin de una época. Hay otras, acaso más íntimas, que sólo hablan desde el presente, pero que sin duda van moldeando la vida de su autor. Y muchas veces vida y obra dejan de ser oscuros hermanos gemelos, para al final, ser lo que quizá siempre tuvo que haber sido: una sola cosa. Walser escribió en El Paseo:
“Estar muerto aquí, y ser enterrado sin llamar la atención en la fresca tierra del bosque, tendría que ser dulce. ¡Ah, si se pudiera sentir y gozar de la Muerte en la Muerte! Quizá es así. Sería hermoso tener en el bosque una tumba pequeña y tranquila. Quizá oyera el canto de los pájaros y el susurrar del bosque sobre mí. Lo desearía.”

Y el que siempre quiso perderse, tuvo su tumba señorial en los bosques nevados.

viernes, 22 de junio de 2018

El parroquiano del mundo: una visita al Walden de Thoreau


Ed. Cátedra.
Walden: una vida en los bosques. Henry David Thoreau
1era ed. 1854.  Esta edición: 2016.
Traducción: Javier Alcoriza y Antonio Lastra

¿En qué momento un ser humano, de cualquier época, tribu o nación, determinó que para encontrar su propia voz y ver la autenticidad de la vida, con sus hechos desnudos y sin mediaciones, necesitaba aislarse del resto? La idea nunca fue nueva. En los casos de la fe, los ejemplos se cuentan a raudales: la soledad de Zoroastro, el peregrinaje de Siddharta, los cuarenta días y cuarenta noches de Jesús en el desierto, el pastoreo solitario en las montañas de Mahoma, sólo por nombrar a los grandes profetas, sin mencionar a sus consiguientes imitadores, en diversos grados de soledad, como los estilititas, monjes que pasaron años o incluso hasta la muerte viviendo sobre columnas sin poner un pie en el suelo, o la fervorosa meditación de anacoretas y monjes errantes que buscaron la divinidad o la iluminación en páramos desolados, yendo tras la verdad en lugares poco aptos para la vida.


El caso de Henry David Thoreau es diferente, y ya por su sola singularidad y anomalía, vale la pena analizar su experimento sin precedentes, el cual culminó con su libro Walden: una vida en los bosques. Estamos a mediados del siglo XIX, en pleno proceso capitalista de expansión industrial, con nuevas líneas férreas que se van emplazando en los EE.UU, con el auge del servicio postal y el desarrollo de la telegrafía, con nuevos empleos surgidos por la creciente subdivisión y especialización en el trabajo, y un hombre, en medio de esa vorágine creciente, un hombre serio, descrito como severo, muy poco dado a las bromas, decide dar un paso al costado y sumergirse en los bosques, para construir su propia cabaña y vivir dos años ahí, para ver qué pasaba. 

UN SISTEMA SIN SISTEMA

Thoreau encarnó una visión filosófica y literaria de la soledad; si antes el problema radicaba en que la soledad era un medio para trascender hacia la divinidad (a través del ayuno, la meditación o tormentos, por separado o todo junto), el escritor estadounidense aterriza los conceptos y a través de un pragmatismo teñido de naturalismo, experimenta y escribe sobre la soledad desde la soledad. La soledad pues, no es un problema o un mal, sino que es vista como un don:
"Considero saludable estar solo la mayor parte del tiempo. Estar acompañado, incluso por los mejores, pronto resulta fatigoso y disipador."
Pero la soledad para Thoreau no se mide por las millas de espacio que separan un hombre de otro, sino por la manera de estar en el mundo. La necesaria soledad del hombre que cumple jornada en trabajos agrícolas, o la del estudiante que se pasea en las bibliotecas, son las fundamentales para llevar a cabo cualquier tarea digna de provecho. Pero aún así, en los momentos de esparcimiento y distracción, Thoreau aboga por reducir los contactos entre los hombres, tan pueriles y normados, que difícilmente puede extraerse una experiencia verdadera estando en compañía. Esta idea es una piedra fundamental en la poética de Thoreau, que nos interpela directamente: ¿cómo vivir una experiencia real en un mundo que ha comenzado a dilapidarse por acción de la técnica? La respuesta no parece encontrarse a través de la sombra de los setos, ni contemplando el lago, ni siquiera oyendo el rumor de la locomotora, y menos sintiendo el crujir de las mofetas y las ardillas pisoteando las hojas otoñales. Hay en Thoreau una melancolía por una vida útil, pero libre de cargas innecesarias, vidas como las que llevaron los antiguos sabios, a quienes cita constantemente, en especial a los chinos, hindúes, griegos y romanos, pero hay algo más en su pensamiento: el principal alegato de Thoreau es una prédica respecto al tiempo, y si el tiempo se sustenta y se ancla en la materia —pues la corroe y la desfigura a su antojo— existe un sistema al cual el hombre no puede sustraerse, debe encararlo tarde o temprano, y no es otro que:

LA ECONOMÍA

El trabajo, como principal método de subsistencia, y la posesión de bienes, como los dos ejes cardenales que estructuran a un hombre, una familia o una comunidad, son examinados con lupa y puestos en entredicho en Walden. ¿Qué tenía en la cabeza Thoreau cuando decidió irse a vivir apartado de la civilización en los bosques, construyendo él mismo su propia cabaña? Quizá buscaba mejorar su escritura, puesto que era necesario liberarse de muchos yugos para lograr la concentración necesaria y así observar el ambiente y describirlo de forma certera; esa fue su principal herencia para los naturalistas que vinieron después, no sólo literarios, sino también científicos y sus diversas ramas. Pero su escritura implicaba un cuándo y un dónde, y esa ubicación temporal y espacial probablemente naciera por el afán de Thoreau de imitar a los antiguos, a los buenos antiguos, quienes vivieron bajo una suma de principios autoimpuestos, lo que les permitió llevar una vida holgada y centrada, escasa en bienes materiales, pero rica en hechos y en espíritu.   

Thoreau afirma que muchos viajeros se sorprenden al ver las ruinas de Egipto, Roma o Grecia, y no se extraña que les surja la interrogante: "¿quiénes habrán construido tan vastos imperios y monumentos?" Thoreau, con un sentido del humor casi siempre involuntario, afirma que él hubiese preguntado lo contrario: "¿quiénes no construyeron esos monumentos?" Esta ironía revela su tesis central económica, la cual desdeña la superabundancia y la espectacularidad  de las riquezas, a tal modo de afirmar que:
“La mayoría de los lujos, y muchas de las llamadas comodidades de la vida, no sólo no son indispensables, sino que resultan verdaderos obstáculos para la elevación de la humanidad”
¿En qué se basa para afirma esto? La respuesta radica en la observación:

“Cuando el granjero tiene su casa, puede que no sea más rico ni pobre por ello y que sea la casa lo que lo tenga a él”.
Identifica, de forma audaz y adelantada a su tiempo (en una época, debemos recordar, donde aún no existía el lujo desbordante gracias al superávit del capitalismo furioso y mutante), que uno no posee posesiones, sino que es al revés, son las posesiones las que nos poseen, que ser heredero de un pedazo de tierra o de una casa puede conllevar muchas más obligaciones, gastos y sacrificios, que una vida holgada en una cabaña unipersonal y estrecha, pero con todo el vasto horizonte y el espacio como escenario natural. A Thoreau no le impresionan las vulgares demostraciones colosales de poderío y riqueza, le interesa la naturaleza y sus escenarios, y también le impresiona la vida de los antiguos indios que eran capaces de montar y desmontar sus propias rucas, llevando sus casas en sus propias espaldas, sin la atadura de tener que ejercer control sobre una zona de tierra: un nomadismo en estado puro. Dice con su ingenio característico: 
“Mientras que la civilización ha ido mejorando nuestras casas, no ha mejorado de igual modo los hombres que han de habitarlas. Ha creado palacios, pero no era tan fácil crear nobles y reyes”.
Thoreau, el hombre grave y adusto que se burla de la gravedad y la adustez de los mortales. Ahí sus impresiones sobre el vestir y la moda: ¿tanto importa ir vestido con una ropa de punta si quién las viste vale menos que sus ropajes? Pero también cuestiona a los pobres, los sujetos de caridad que visten harapos para demostrar lástima y cumplir con su cometido de conseguir limosna. Para Thoreau, nadie puede ser tan miserable y pobre que no pueda valerse por su propio esfuerzo, aún con el trabajo más sencillo y humilde, y que sea capaz de comprar un vestido mínimamente presentable. Pero la gente le presta demasiada atención a lo accesorio, y la ropa, como símbolo de lo accesorio, es algo que está ahí para entorpecer la vista hacia otras realidades. Thoreau enfatiza que las personas serían capaces de ir por los campos y tomar por un ser humano a un espantapájaros, sólo porque viste ropa de hombre, saludándolo de manera afectuosa. Concluye que la moda, aquella pasajera que se impone por razones de mercado y de disponibilidad de materiales, le tiene sin cuidado. Si va a un sastre y le pido una chaqueta determinada, y éste se niega por pasada de moda, Thoreau le increpa y le dice que se ponga de inmediato a confeccionarla, pues se pondrá de moda en ese mismo momento. Esa es su economía individual, otro tanto le dedica a la comida, a la vivienda y a los bienes. El ojo de Thoreau es soberbio: sobre las minucias es capaz de levantar un tratado completo, dejándose muy pocas cosas afuera.

EL ENTORNO, LA LECTURA, LOS ANIMALES

Thoreau no necesita imponer sus ideas a la fuerza; no habla desde el púlpito, ni tampoco se solaza en su experiencia. Sobre los predicadores, opina con desdén que son hombres que han monopolizado a Dios como si fuera parte de su patrimonio, analogía certera, porque eso es lo que hace un predicador en primera y segunda instancia, negociar, sacar réditos económicos del bolsillo de los desesperados. Respecto a la experiencia, afirma que a sus treinta años nunca ha recibido un consejo valioso ni serio de sus mayores, porque no da la vida como algo sentado (¿alguien debería?), y porque la experiencia tiene el cariz de que se sustenta en el fracaso.

Pocos libros concentran en tan pocas páginas descripciones memorables; la mayor parte del tiempo leeremos pasajes que están atravesados de pensamientos, pensamientos fuertes y decidores con una fuerte deriva filosófica, siempre en un plano concreto, con ideas que sin duda fueron precursoras del pragmatismo y del objetivismo estadounidense. No obstante, de forma paralela, hay un Thoreau místico que comienza a desligarse de las percepciones cotidianas, como si estuviera ebrio, borracho por la naturaleza, fundiéndose en ella en una suerte de estado psicótico en el que los árboles cobran vida, las huellas de los roedores dejan marcas que se perciben tras días, el sonido de la noche se funde con el silbato de la locotomotora y el pisar de los caminantes emergen como sombras. Un punto aparte merece su descripción de la laguna Walden, a la que le dedica un capítulo completo para hablar de ella, pero también de otras lagunas, dejando de manifiesto su estética provocativa, un verdadero monumento a la lengua:
“Un lago es el rasgo más hermoso y expresivo del paisaje. Es el ojo de la tierra; al mirar a su interior, el observador mide la profundidad de su propia naturaleza. Los árboles acuáticos de la orilla son las finas pestañas que lo bordean y las colinas boscosas y los acantilados que lo rodean sus salientes cejas.”
Su vertiente naturalista le obliga a preguntarse por el origen de las cosas, y la toponimia es también parte de su mirada que busca abarcar todo un espacio: el nombre del lago Walden es rastreado entre el folclor y los libros, y en su origen parece remontarse a la de una antigua mujer india que vivió en esa zona, o quizás a la contracción del vocablo walled-in, que quiere decir empedrado, lo que podría ser por la forma de lago.  Pero donde no perdona, por considerarlo una práctica de mal gusto, es la de nombrar una zona geográfica con el nombre propio de una persona, como es el caso del lago Flint. ¿Por qué se enfurece tanto? Porque, según su opinión, es una arbitrariedad obscena utilizar el nombre de algún granjero o campesino cualquiera, analfabeto probablemente, que por el sólo hecho de tener tierras y dinero —una cuota nada simbólica de poder— se le otorgue el derecho de utilizar su nombre o apellido para nombrar una porción de tierra, una nadería si consideramos que la posesión transitoria de un terreno no tiene parangón al lado de los diez mil años de civilización, los doscientos mil años de humanidad y la eternidad del universo.

Uno de los apartados más breves, pero más intensos de todo Walden, se intitula leer, y ahí se sintetiza en pocas páginas cuánto de provechoso existiría en la lectura, y qué reglas o normas deberíamos considerar a la hora de enterrar nuestras narices sobre una superficie de letras.
"Creo que después de aprender las primeras letras deberíamos leer lo mejor de la literatura, y no repetir siempre a,b, abs y demás monosílabos de las clases de cuarto y quinto, sentados en los primeros bancos toda la vida."
Para Thoreau la dificultad siempre es una virtud; de lo fácil no se desprende nada, porque sólo hay obtención y contento, y eso redunda en más repetición, más de lo mismo. Lo difícil incluye disciplina y erudición, y para conquistar esas cimas se precisa de voluntad y tiempo, y aquello se puede aplicar a todas las áreas de la vida. Por eso caracteriza la lectura de libros difíciles como un reto, pero también introduce la idea de que un tiempo de lectura debe ser casi equivalente al tiempo en que un autor tardó en escribir un libro, desgranando codo a codo el mismo esfuerzo que costó escribirlo, como si las páginas tuvieran que ser desenrolladas antes de ser interpretadas. Pero, ¿cómo discriminar un libro bueno de los malos? ¿Qué hace que un libro como Walden perdure tras ciento cincuenta años? Un buen libro tendría al menos lo siguiente:
“No defienden una causa propia y, mientras ilustren y mantengan al lector, su sentido común no los rechazará.  Sus autores son una aristocracia natural e irresistible en toda sociedad y ejercen mayor influencia sobre la humanidad que reyes y emperadores.”
Probablemente esta frase no tenga mucho sentido hoy, en una época en que se lee poco y nada, en que los reyes y emperadores han sido devorados por la farándula, y en que las listas de ventas de libros se engrosan con libros sobre las causas propias y ajenas, del tipo de derechos humanos (explotando la miseria) o de género y minorías, y toda las variantes y subvariantes de la escuela del resentimiento. No obstante, pese a las listas de ventas y a todo lo pasajero, el estatuto de libro clásico no ha sido pervertido ni por las modas ni por los mercados ni por la ideología de moda; siguen gozando de buena salud, y aunque mayormente reposan en nuestras bibliotecas, acumulando el polvo para que nuestras manos se impregnen por el olor y la tierra de las centurias que nos separan de su creador; no van a caducar por mucho que nos demoremos, pues no son libros urgentes, estos que son descritos y alabados por cierta prensa cultural como necesarios, no, los clásicos no fueron escritos de forma urgente y frenética para una era determinada, y quizá sólo por eso tengan mucho más que decirnos, más que cualquier porquería actual que se apila en los saldos y en las novedades:
“¿Qué son los clásicos sino el registro de los más nobles pensamientos del hombre? Son los únicos oráculos que no han decaído y brindan tales respuestas a la investigación más moderna como nunca dieron Delfos y Dodoma.”
Cada sección de Walden nos lleva a un  recoveco de lugares impensados; así como nos habla de la lectura, la soledad, las visitas inesperadas, el ruido de las locomotoras, también describe la fauna del lugar con una precisión milimétrica, y en esto no hay exageración, como cuando nos habla de los peces y los tipos que existen en la laguna, la forma en que deben ser atrapados, o cuando nos narra (y este es uno de los momentos más hilarantes de todo el libro),  una cruenta batalla entre hormigas negras y rojas, en la que una valiente hormiga que arremete contra todo, es comparada con el soberbio Aquiles.

UNA PUERTA DE SALIDA, UNA PUERTA DE ENTRADA

El terrible Thoreau, el juez, como fue apodado por sus compañeros de estudios, murió a los cuarenta y cuatro años: sin duda fue visto por sus contemporáneos como un excéntrico, y quizás más de las veces, más como un loco que como un raro. Su desobediencia civil se tiñó de leyenda cuando se negó a pagar unos impuestos, argumentando que no iba a pagar a un Estado que financiaba la guerra contra México y que tuviese como sostén económico a la esclavitud negra: aquellas prácticas le parecían abominables y actuó en consecuencia. Pasó una noche en la cárcel, y luego de la furia y el arrebato, argumentó de forma muy sapiencial, que si alguien consideraba a una sociedad enferma y demente, no debía perder el juicio y actuar como un loco, al revés, había que lograr desesperar a la sociedad y que ella actuase como loca. 

Cuesta imaginar a alguien que estudió en Harvard (en sus inicios, cuando aún no era una institución de prestigio internacional), optara por llevar una vida austera, que no se dejara seducir por los lujos, en una época en que el lujo era estrictamente secundario, pues se estaba formando una nación, era la niñez de una nación, de hombres que iban y probaban fortuna, y muchas veces fallaban, y muy jóvenes, intentando plantar su semilla.

Henry David Thoreau, como Kant (como tantos otros), no fue un gran viajero, pero tuvo consigo el espíritu del pragmatismo: en vez de abatirse por la soledad, la incomprensión o la enfermedad (sufrió de tuberculosis), tomó sus ahorros, se consiguió un  hacha y se construyó una cabaña con sus propias manos. Luego escribió su experiencia. Otros habrían ideado fórmulas intrincadas y violentas para asediar la realidad. Thoreau, como cualquier pensador, sí le interesaban las ideas y la metafísica, pero con asideros, con posibilidades reales de vivirlas, al alero de una experiencia, de una vida que no fuera dada.

Henry James, cosmopolita, de afinada pluma, dijo sobre él —respecto a su escaso tránsito espacial— que no había sido un provinciano, peor, ¡había sido un parroquiano!  Pero vaya qué parroquiano. Walden sintetiza el pensamiento de un hombre que empuja a despejar las variables de la vida, a buscar una forma personal, nunca un método, para que podamos tener la libertad para dedicarnos a lo que más amemos, entregando pistas para que podamos sacudir de nuestras vidas los pesados fardos del trabajo, a vivir una vida con lo necesario para no tener que atarnos a compromisos ridículos que nos siguen restando y restando, y al afán de tener que tener más y mejor, sin ningún motivo más que la obtención. Harold Bloom dice que Thoreau podría haberse convertido en el gran ingeniero de Estados Unidos, pero finalmente ese puesto lo alcanzó Henry Ford, y la imagen de una cabaña frente a un lago fue reemplazada por una industria y por automóviles, nada más profético de una nación que pudo haber sido una Suiza aumentada, pero que terminó altamente industrializada y extraviada en la pólvora y el acero.

Pero la cabaña y el lago persisten, aguantan en alguna parte, se esconden de nosotros, sin duda, pero fulguran como una imagen posible:
“No permitas que ganarte la vida sea tu oficio, sino un esparcimiento. Disfruta de la tierra, pero no la poseas. Por falta de iniciativa y fe los hombres están donde están, comprando y vendiendo y gastando sus vidas como siervos”.
Y no hay peor servidumbre que la del amo que la ejerce contra sí mismo, convirtiéndose en su propio esclavo.

viernes, 8 de junio de 2018

Sobre el origen de Thomas Bernhard y la originalidad

Ed. Anagrama
El Origen. Thomas Bernhard
1era Ed. 1975. Esta edición: 2011
Traducción: Miguel Saenz

Existe una faceta que un escritor, o un aspirante a escritor, debería detenerse un momento para analizar y sopesar. Difícil, se me dirá, que un escritor o un aspirante a escritor de la actualidad se detenga un momento, si se pasa la mitad de su vida auto-promocionándose y ocupando su tiempo en conversatorios, charlas, books-tours, avisos publicitarios, entrevistas, confundiendo, en suma, el arte de la literatura con la industria del libro. Aquella actitud recuerda una anécdota que relata Thoreau en su espléndido Walden. Un indio, viendo que los hombres blancos se asentaban con sus nuevos negocios, con la llegada del ferrocarril y el comercio, creyó que si tejía hermosas cestas las vendería de inmediato, pues la cestería también debería ser absorbida por el progreso y con eso bastaba, razonó. Pero no pudo vender ninguna cesta, porque todos los hombres blancos le decían ¿y para qué quiero yo una cesta? El indio se equivocó, precisamente, porque no acertó a ver que debía entregar razones para que los hombres blancos compraran las cestas. Tenía que vender un producto que por sí solo jamás se vendería. Lo mismo ocurre con un libro. O el autor dedica tiempo, esfuerzo, y ganas en tratar de convencer al resto de que compre su cesto, porque es el mejor y el más lindo, o bien se libera de la necesidad de vender sus cestos, y se preocupa de lo fundamental: de encontrar entre la selva de posibilidades una solución de continuidad para su escritura, es decir, un proyecto que sea original y que se entronque como un eslabón nuevo en la cadena de la originalidad. Porque la originalidad, y así lo prueban las biografías de los escritores que hemos conocido, llegaron a ese punto liberándose de todos los fardos posibles, en especial del pesado fardo de tener que agradar y ser inteligible para un público.

EL ORIGEN DE THOMAS 

Originalidad, otro término que habría que repasar, pero que excede el alcance de esta nota. Sin entrar en la mecánica de Bloom y su angustia de las influencias, es patente que no existen autores que saquen conejos desde un sombrero sin tener que deberle nada a nadie. Si ya estamos insertos en un lenguaje y en una tradición, la creación literaria no puede darse en un ambiente inocente, en la que un autor pretenda ser original en algún planteamiento o estilo. Escribí sobre Kafka y la escritura mutante, donde postulaba que sus últimas creaciones estaban transformándose en algo nuevo, en algo que aunaba forma, estilo y contenido, hecho que se podía vislumbrar en su último relato Der Bau (La Madriguera).

Kafka fue un escritor fuera de norma, no por escribir con un estilo soberbio o enrevesado, sino porque no se limitaba a traducir la realidad, sino a deformarla, o a escarbar en ella para ver lo que nadie podía ver. Fue un autor que agotó su tiempo en investigar y ensayar un camino hacia dentro para pulir su escritura, como lo atestiguan sus Diarios, un documento maestro salpicado de observaciones y ejercicios de estilo que asustan, porque muchas veces aparece una pesadilla repetida una y otra vez con ligeras variaciones o entonaciones. Era como si Kafka estuviera viviendo una pesadilla lógica y lúcida, y eso es lo que nos ha legado: una pesadilla. Y también una directriz.

Surge la pregunta: ¿qué habría ocurrido si Kafka hubiese seguido avanzando en esa dirección? La  muerte lo encontró en su mejor  momento, y aventurar hipótesis no sería más que especular. No obstante, pienso que en cierta manera Thomas Bernhard, como un corredor, fue quien tomó el testimonio de Kafka y lo relevó para seguir la loca carrera hacia el abismo. Pero Bernhard en su carrera no se estrecha contra un muro ni tampoco se cae, al contrario, va saltando los abismos, y nos va entregando su visión de primera fuente, sin temor a que el abismo le devuelva la mirada.

Hojear cualquier libro de Bernhard revela a simple vista la consistencia de su prosa: una prosa de estructura rígida y de acero, cacofónica, repetitiva, que la han querido emparentar con cierta musicalidad (la hay, Bernhard fue un escritor con gran oído debido a su formación musical), pero que exuda mucho más que sólo música, hay ruido de martillazos, de palabras que van sonando una y otra vez, encabalgándose de manera violenta y no siempre armónica, a veces de forma sincopada, de conceptos que reaparecen y se atraviesan con otros, para volver  a surgir en otra página. La página de Bernhard es cuidadosamente descuidada:

“No hay padres en absoluto, sólo hay criminales como procreadores de nuevos seres, que actúan contra esos seres procreados por ellos, con toda su insensatez y embrutecimiento, y en esa criminalidad son apoyados por los gobiernos, que no están interesados en un ser humano ilustrado y, por tanto, realmente acorde con su época, porque, como es natural, ese ser es contrario a sus fines, y por eso millones y millares de millones de débiles mentales producen una y otra vez y probablemente producirán todavía durante decenas de años y, posiblemente, durante centenas de años, una y otra vez, millones y millares de millones de débiles mentales.”

El párrafo escogido de El origen, ilustra lo que quiero decir, y va dando una idea de por dónde van los tiros de este francotirador. La mayor parte del tiempo fue un solitario, con fracturas familiares a raíz de los tiempos que le tocó vivir (nació poco antes de la II Guerra Mundial), gozó de pésima salud y para colmo de males, vio truncada una carrera como músico que su abuelo Johannes Freumbichler (también escritor) alentó desde que fue pequeño. El origen es parte de sus libros autobiográficos, aunque lo biográfico está tamizado por la ficción, pudiendo existir exageración o alteración de cronologías, que poco y nada le deben importar a un lector, porque a fin de cuentas vamos a leer una historia, apócrifa o no, que sea capaz de calar hondo en nosotros. Y las historias de Bernhard calan, porque sus temáticas son variaciones sobre lo mismo: la destrucción y la ruina. Ahí donde Kafka vio el sinsentido de la existencia, Bernhard es el que intenta desentrañar el sinsentido de todas esas ruinas.

El origen trata de la niñez. Un niño (que coincida con la niñez de Bernhard poco aportará a la experiencia) inserto en el peor de los ambientes que podrían existir: en el punto más álgido de la II Guerra Mundial, con bombardeos a diario y operativos donde reina la paranoia; súmele a ello que se trata de un niño alejado de su familia, pues se encuentra alojado, o mejor dicho, incrustado, en un internado nacional-socialista, y tras el fin de la guerra, en uno católico: ambos se revelan como espacios cerrados donde la incomprensión y la violencia son las rectoras.

El  origen trata sobre la niñez, como decíamos, pero sobre una niñez malograda. La novela abre con un epígrafe, una noticia de época, que sitúa a Salzburgo, lugar donde transcurre la historia, como la ciudad con la mayor tasa de suicidios en Austria, y esa es la tónica del libro, es la mirada descarnada de un adulto que rememora su niñez casi sin espacio para los afectos, para la magia o para la alegría. La mirada de Bernhard es torva, apática (ser apático y aguafiestas es su marca, como afirma en El Sótano: soy a pesar de mí y del resto un aguafiestas), en blanco y negro, casi sin dejar espacio para el asombro o para la respiración: es una mirada asfixiante, pero no son los ojos de alguien cruel que se solace con el dolor y el sufrimiento humano. Al contrario, en un momento de la novela —que carece de diálogos y casi de interacciones entre personajes— el narrador, la voz que nos va desgranando la tragedia que le ha tocado experimentar, habla del sistema educacional, y de las mofas que se le realizan a las personas diferentes. Ve, observa con una mirada atenta, cómo una persona va siendo degrada y señalada por un grupo, que siendo presa de toda la crueldad es pisoteada y anulada, una y otra vez, de forma sistemática: personas buenas e inteligentes, que tienen dones y mucho que aportar, pero debido a cierta debilidad en el carácter, o alguna peculiaridad física, son acribilladas y convertidas en sujeto permanente de burla. 

LA MIRADA DE THOMAS

Bernhard, al revés de la prosa sociológica de Houellebecq (el cual plantea una tesis y una hipótesis y disecciona la realidad para buscar alguna explicación o solución de continuidad), es de los que mira a la sociedad no para intentar hallar respuestas, sino para abrirle la piel y mostrar el cáncer que la está carcomiendo. Así, barre contra todos y contra sí, no desperdiciando la oportunidad de darle con un mazazo al sistema educacional:

“Los propios profesores, como yo sentía, eran espíritus pobres y vencidos, ¿cómo hubieran podido decirme algo? Los profesores mismos eran la inseguridad y la inconsecuencia y la mezquindad, ¿cómo hubiera podido serme útil, aunque fuera en medida insignificante, lo que explicaban? (…) Despreciaba a aquellos profesores, y con el tiempo sólo los aborrecí más, porque su actuación consistía sólo para mí en que, todos los días y de la forma más desvergonzada, me vaciaban en la cabeza toda su maloliente basura histórica, en calidad de, así llamados, conocimientos superiores, como un gigantesco cubo de basura inagotable, sin dedicar ni el resto de un pensamiento al efecto real de ese proceso.”

Este tipo de realidad, que se vuelve repetitiva y obsesiva, va mellando el espíritu del pequeño, que asustado por los constantes bombardeos de los aliados, la enseñanza estricta y castigadora de las autoridades y profesores, la ausencia del padre y la suplencia de un tutor que no lo quiere adoptar y darle la paternidad legal, el clima conspiranoico y enfermizo con el fin del III Reich, va perdiendo incluso el miedo y comienza a pensar de una u otra forma que sólo existe un escape real para todos sus males: el suicidio. Y esto lo piensa en sus momentos de mayor calma, cuando se va a un cuarto donde están los zapatos de los estudiantes del internado, y con el violín en sus manos va entonando la música, que se va difuminando y encadenándose con sus pensamientos.

Bernhard vivió en una época de peligrosidad y de grandes males: quizá se asemeje a la nuestra, pero se debe recordar que en esa época un joven de dieciséis años, con o sin problemas existenciales, era o bien arrojado a un internado y educado en el rigor y en la disciplina, o bien llamado al frente y lanzado de cabeza en las fauces de la guerra. No existían especialistas que se dedicaran a los traumas sicológicos, ni padres comprensivos que trataran de encauzar a través del amor y la paciencia a sus hijos por el buen camino. Imperaba un espíritu apocalíptico, de sobrevivencia permanente, donde no se sabía si mañana ibas a despertar en medio de un prado desolado por las bombas o ibas a encontrar tu casa en ruina con todos tus seres queridos adentro fallecidos. Y es la tirantez que se va apoderando del libro, que sin guiones ni diálogos ni puntos aparte, se vuelve hipnótico al punto de jalarnos de la cabeza hacia adentro para no dejarnos respirar.

Pero en medio de esa oscuridad, de esa ciudad poblada por los cadáveres que van cayendo a tierra, de la sensación permanente de ahogo, hay momentos de calma, de reflexión, y esa reflexión llega de mano del abuelo y los paseos que dan -acaso su último bastión-, encarnándose en la figura del único que ha depositado su amor en él, quien sin miramientos, debajo de toda esa selva de huesos y de fealdad y de lamentos, le entrega un importante legado, un salvoconducto de por vida: el dolor de la reflexión y la belleza de Montaigne
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