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viernes, 11 de enero de 2019

La pesadilla de Sergio Alejandro Amira

Visión tras el sermón, de Paul Gauguin

Editorial Pudú
Sweet Dreams, Sergio Alejandro Amira
1era Edición 2018, 250 páginas. 

¿Es real el realismo?

Joris-Karl Huysmans se quejaba en Francia a fines del siglo XIX que los mecanismos del naturalismo, y toda su joyería anclada en el realismo, ya se estaba agotando, y que por lo tanto era necesario indagar en la ficción a través de nuevas formas La novela decimonónica ya estaba dominada y sujeta a esquemas pequeñoburgueses que no hacían más que repetir la misma historia pero con diversos elementos: el cortejo, las nupcias, la infidelidad, el crimen, máscaras de una misma obra que podían adoptar el mozo de cuadra, el marino mercante o el conde arruinado. Algo había que hacer, y así fue como los decadentes (movimiento no programático con el que se asoció la figura de Huysmans) pusieron la primera piedra de algo que se aproximaba, de algo que dejó su constancia telúrica y que arrasó como una bomba atómica los floridos campos de Europa. Aquel impulso redundó en que durante la primera mitad del siglo XX, y sólo en el país galo, se concentrara una pléyade completa de movimientos y artistas que desafiaron las convenciones de la realidad, quedando sus frutos regados por todo el continente. Nombres como Jarry, Proust, Céline, Breton o Roussel, aún estallan y resuenan, y eso fue sólo el comienzo de una larga tirada de escritores coronados por una nueva aura que venía a desafiar las convenciones del realismo.

Algo muy diferente sucedió en Chile. Algo de lo que por suerte supo sustraerse la poesía, pero no la narrativa. Se trata del excesivo peso que ha ejercido el realismo en la balanza creativa, poniendo en primera fila a un grupo de autores que sólo se han contentado con repetir los mismo esquemas narrativos de hace doscientos años, y cuando estos mismos autores han tanteado caminos divergentes, rápidamente han regresado al camino seguro, todo con el fin de no evitar rechazos y frustraciones. ¿Por qué será que en Chile aún se siga valorando la literatura como un medio utilitario o de denuncia? ¿No es posible avocarse sólo al placer estético? Pero no se trata de enarbolar una concepción del arte por el arte mal comprendida; se trata de sacudir a la literatura, desempolvarla y removerla de las mismas formas probadas y gastadas, de terminar con la modorra de provincia y ombliguista,  para abrirse paso hacia lo desconocido, a los infértiles terrenos de la incomodidad, a la selva de los temas que nadie habla o quiere tocar como la violación, el incesto, o la misma ambigüedad que unen la muerte con el sexo. 

Si hubiese existido un Huysmans chileno a fines del siglo XIX (¿pero cuántos  lo leen fuera de Francia en la actualidad?), o si la obra de Juan Emar durante la década de los treinta hubiese despegado, probablemente estaríamos ante otro paisaje literario, uno que no señalase con el dedo a la literatura fantástica tratándola de irreal o evasiva, porque precisamente lo seminal de la literatura fantástica no es evadir la realidad (y si lo hace siempre resulta triunfante, porque como decía Teófilo Cid, es necesario derribar esta asquerosa realidad para ser libres) sino para mostrarnos una realidad aumentada y especulativa en la que caben dentro de sí las variaciones de la historia, los símbolos arquetípicos, el misterio de la creación, el enigma, y por supuesto, los sueños, variables que la literatura realista-convencional, en su misma simpleza y chatura, es incapaz de integrar armoniosamente la disrupción de lo desconocido. 

El centro silencioso y la mágica cortina de humo

Sweet Dreams tiene como centro la voz de un narrador que nos muestra la fisura y  descomposición de su mundo personal, mundo en que ni el trabajo ni el amor han servido como anclajes para evitar el desastre: ¿debo seguir viviendo o mejor apretó el gatillo? El narrador se hace cargo de todas esas fuertes pulsiones autodestructivas mostrándonos que nada tienen que ver con la posición social, el éxito mediático o la ostentación de bienes. De hecho, el narrador-protagonista ha sorteado los principales obstáculos como para lograr conquistar su propio metro cuadrado: está casado, tiene una hija, una mujer bella y adinerada, hogar propio, e incluso es escritor y no le va nada de mal con las ventas.

Mandrake el mago
Como toda novela que se alza por sobre las convencionales, el libro discurre por múltiples carriles en las que las interpretaciones y las lecturas van corriendo dispares al interior de los ríos y las aguas que arrastra la prosa de Amira. No es exagerado decir que la novela se trata nada más y nada menos que de un escritor que ha extraviado el camino y que gran parte de lo que (le) sucede ocurre en su mente; pero lo que ocurre en su mente, las dislocaciones e idas y venidas por distintos recuerdos y fantasmagorías, contaminan e invaden la noción de plenitud y unidad del sujeto narrativo, dejando al descubierto algo que siempre hemos sospechado de los demás, e incluso de nosotros mismos: que no somos más que marionetas ancladas en un escenario de utilería.
La mente es igual a un biocomputador, es un biocomputador que funciona de acuerdo a un programa. Actuamos de acuerdo a nuestra programación, de acuerdo a determinada forma de presentarnos al mundo. Pero debajo de esa programación (…) hay un centro silencioso.
Sweet Dreams es una novela que se torna obsesiva, que está salpicada de referencias a otras obras y artistas, pero a diferencia de esos textos donde sus autores intentan exhibir vulgarmente sus conocimientos librescos, como en un espectáculo de fuegos de artificio, Amira hace lo contrario; agrupa en bosques incendiados diversas líneas de pensamientos y conocimientos dispersos que van siendo hilados y tamizados al son de la trama, acumulación de los días que nos va relatando esa misma voz que cada vez sentimos más cercana, como la de un amigo que a veces nos relata algo importante, y a veces lejana, cuando de repente delira y comienza a discurrir en torno a la soledad, al fracaso, la angustia, la locura y el inexorable paso del tiempo.

Pero Sweet Dreams no es sólo una enciclopedia del mal o del buen gusto estético, porque por fuera y por dentro de las reflexiones de este yo, que se torna cada vez más enigmático, van desfilando sus experiencias en el matrimonio y en el amor, institución y sentimiento socavados por las malas experiencias, emergiendo claro está, la figura de la femme fatale, de la mujer manipuladora y maligna, que absorbe como un parásito al narrador, aparece su hija, con la cual establece una relación de odio-amor incestuosa, y el mismo narrador, que no se nos muestra como un ser angelical o como una víctima de las circunstancias; al contrario, muchas veces se golpea a sí mismo con la misma virulencia con la que golpea a los demás. Y así como el narrador tiene una idea sobre qué podría ser la mente, también tiene más de una sobre qué es el mundo:
Hay pistas en todas partes, pero el creador de este rompecabezas es astuto. Las pistas, aunque a nuestro alrededor, están confundidas entre otras cosas. Y a esas otras cosas, a la incorrecta lectura que hacemos de las pistas, la llamamos mundo. Nuestro mundo es una mágica cortina de humo.
Así como el vidente o el psicótico experimentan que muchas veces se pueden ver las costuras y lo artificioso de la realidad —como en la matrix—, el que ve, también intuye que tras esa realidad ilusoria puede que exista algo más que no necesariamente sea un lugar idílico como el Jardín del Edén, sino que acaso algo intoxicado, enfermo y patológico.

El escritor es el monstruo y el patólogo a la vez

Así como existen pocas obras que buscan explorar el otro lado del espejo, la parte más visceral y monstruoso de nosotros mismos, pocas también tienen como centro las motivaciones y las vivencias de un artista. Ejemplos lo podemos encontrar en la obra de Enrique Vila-Matas, donde mixtura ficción y ensayo literario, o los diarios de Cesare Pavese o Kafka, constataciones de los días y las pesadillas, aunque más próximo a la constelación de Sergio Alejandro Amira encontramos a Philip K Dick (en especial con Valis), o Mircea Cartarescu y su Solenoide, todas novelas teñidas no sólo por la búsqueda de encontrar alguna respuesta entre los cortinajes y las tarimas de lo novelesco, sino que también por las implicancias metafísicas y filosóficas de lo que presupone consagrar una vida a una actividad que no suele entregar réditos, ni económicos ni sociales. Esto es cierto no en el caso de los best-seller, con escritores-fábrica que homologan la actividad literaria a una industria de crear libros, sino que se trata cuando la actividad literaria se transforma en una religión o en una droga, en una manera auténtica de estar solos.

Sergio Alejandro Amira
Pero ese estar solo, lo que discurre entre afirmarse como un yo, con una historia y una memoria, como un alguien desprovisto y desnudo de máscaras, implica asumir una identidad, y la identidad es una constante en la literatura de Amira. Lo que nos sugiere el narrador de Sweet Dreams, es que no sólo es importante y vital el ¿hacia dónde vamos?, sino que hay algo más estricto que se debe desentrañar, y es el ¿quiénes somos?, porque sin identidad no puede haber camino, pues se necesita de una voluntad y un propósito para andar. Es el horror vacui, el miedo a la zombificación, el ir y venir entre las mareas siguiendo los dictados de la moda o apropiándose de frases hechas y slogans como inspiraciones de vida, es el horror a navegar como una carcasa vacía que luego será enterrada y cifrada bajo un número y un código, es el pánico de sentir que al momento de morir darán en el funeral un sentido y lloroso discurso, no para elevar la memoria de un individuo para diferenciarlo para siempre del resto, sino que sólo para aplanarlo, comprimirlo, y terminar aniquilándolo igual que como quedarán los huesos y la carne, presas de la putrefacción y el olvido. No es pues, el miedo a la muerte, sino que es el miedo a no ser nadie, peor aún, es el miedo más íntimo de mirarse al espejo y ratificar que efectivamente no somos nadie porque no sabemos qué somos, de qué estamos compuestos, cuál es nuestro origen, y por qué existen fuerzas secretas que nos atormentan.

En Sweet Dreams no todo es monólogos o digresiones; como en todo universo original, alrededor de la voz principal aparece su hija Agustina y su mujer Mónica, el núcleo familiar y claustrófobico a la vez, pero también discurren por la vida del narrador otros escritores y lectores, que van sucediéndose para constatar diversas teorías sobre el arte y la novela. No obstante, como suele suceder en la realidad, no siempre las conversaciones más explosivas o intelectualmente atrevidas suelen darse entre artistas; puede venir desde una alumna que le pregunta al protagonista por el sentido o sinsentido de leer a Joyce, o la siempre en sospecha y bajo la lupa (y léase con letras de neón y pequeños chispazos) ciencia-ficción, o la posibilidad que sugiere un hombre apodado "Soviet", en la que los escritores ven a la literatura tan sólo como un mecanismo, como una droga para alejarse de los sueños, más letales que la vida misma. ¿Hay que vivir o escribir? La pregunta es tramposa, porque...
No hay que escribir, hay que vivir. Pero la vida es parte de una escritura hermética... ¿Dejar mi pluma para abrazar el fuego blanco? Eso jamás.
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