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viernes, 13 de noviembre de 2020

La ballena de Aldo Berríos: sombras y espectros del Japón

Wayward whale in the city de Maggie Hurley

Editorial Áurea. La Balena. Aldo Berríos. 
1era edición Octubre de 2020. 127 páginas.

En su Tesis sobre el cuento, Ricardo Piglia resume una anotación de Chéjov que contiene el núcleo de un relato que nunca desarrolló:

Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida.

La anotación, que puede servir perfectamente como una ficción breve (hay un personaje, hay una trama y un final), tiene la peculiaridad de que puede abrirse como un abismo infinito de interpretaciones. ¿Quién se suicida teniendo dinero? Pero lo cierto es que todo suicidio tiene un fondo de enigma: no son más enigmáticos los que dejan notas, como el polémico suicidio ritual japonés (seppuku) que cometió el italiano Emilo Salgari, dejando más preguntas que respuestas con sus hipotéticas razones para llegar a tan drástica situación.  

Porque quizás, como plantea la magnífica novela japonesa El grito silencioso de Kenzaburo Oé, probablemente lo más macabro de terminar con la vida no sea el acto en sí mismo, sino el descubrimiento que puede llegar a hacer un suicida para tomar tan drástica situación. En Japón hay una tradición ilustre de escritores que se auto-eliminaron, Mishima, Kawabata, Akutawaga, todos de distintas maneras y es muy sabido que además de ser una cultura de fuerte raigambre guerrera, con un pasado imperialista y militar, el suicidio en Japón es un pozo de nunca cavar.

Una novela chilena ambientada en Japón

El gesto de Aldo Berríos, de utilizar como telón de fondo a una realidad más lejana a la nuestra, recuerda la actitud de otros artistas para escenificar sus ficciones, como el chileno Paulo de Jolly, que le cantó a los jardines de Louis XIV, o el español Jesús Ferrero con su Bélver Yin ambientada en los puertos de Shanghái. La ballena tiene como narrador y protagonista a un mestizo mitad chileno, mitad japonés, quien viaja hasta el país del sol naciente con una tarea muy clara: investigar al bosque de Aokigahara para escribir un reportaje sobre la zona, lugar que en la realidad es tristemente célebre por albergar a una gran cantidad de suicidas, quienes año a año eligen a esta zona boscosa como tumba para acabar con sus vidas.

Aldo Berríos,
autor de La Ballena
El estilo que despliega Aldo es sutil, como bien se emplearía aquel adjetivo para describir las formas que mejor conocemos de la literatura japonesa: trazos delicados para introducirnos a cada escena, descripción breve y poética, una utilización constante de la figura de la sinestesia, esto es amalgamar sonidos, sensaciones o sabores con recuerdos, y diversos recursos propios de la literatura parenética y proverbial oriental, con pequeños consejos morales propios de la sabiduría universal. En La Ballena no hay juegos de perspectivas, ni fracturas en el tiempo, recursos que la obra no necesita, pero sí constantes monólogos internos con superposiciones a la voz narrativa de otra voz, como si la mente de quien nos narra estuviera invadida por un fantasma. La trama que nos relata Aldo es introspectiva y se relaciona con tratar de entender por qué el hijo del protagonista decidió suicidarse.

El hijo del protagonista es menor de edad

Y ahí radica el quid de la búsqueda, ¿por qué un niño decide acabar con sus días? Los motivos para que un adulto decida morir descansan en factores innumerables, pero por lo general se trata de una decisión tomada racionalmente porque la vida se ha convertido en una carga: sí, no suelen estar locos ni bajo efectos de una droga los que deciden partir, de hecho estadísticas elaboradas respecto al momento del día en que se comete el acto, lo ubica entre mediodía y antes de la noche, horas en que el sujeto en cuestión está más lúcido, libre de sicotrópicos o de cualquier sustancia. Las razones son tan infinitas como seres humanos existen, por deudas, debido a una enfermedad catastrófica,  cuestiones políticas o remordimientos tras cometer un hecho delictivo o reprobable.

El mundo de los niños es distinto. El narrador intenta esbozar alguna explicación, porque sin duda lo que experimenta un suicida, no es otra cosa que una ruptura entre su yo y el mundo:

El mayor defecto de nuestro sistema está en ocultar el sufrimiento. En tapar el sol con un dedo insensible. Hoy por hoy, la mayoría padece alguna enfermedad mental no tratada, pero la ocultamos con nuestras fuerzas, porque es más sencillo callar que dar explicaciones.

Una observación similar realiza Carl Gustav Jung, al diagnosticar que vivimos en un mundo esquizofrénico haciendo una dura crítica a nuestra modernidad, la cual ha edificado un mundo con gruesas bases ancladas en la ciencia, pero que ha perdido el contacto natural con sus fenómenos, y así hemos dejado de oír la voz de los dioses en los truenos o de asimilar la belleza y la sabiduría en el símbolo del árbol: descreídos totalmente de los dioses, depositamos nuestras esperanzas en sistemas políticos y económicos manejados por hombres, que con todo el progreso de la técnica han facilitado, en efecto, nuestras vidas, pero no la han profundizado, quedando una superficie costrosa y deslizante en la cual es muy fácil resbalar y caer, y muchas veces para siempre.

Una guía de espectros de bolsillo


El marco realista de la novela se desborda en las primeras páginas, una vez que su protagonista hace contacto con el guía que lo conducirá hasta los bosques de Aokigahara. El trayecto que realizan ambos se asemeja mucho al recorrido de Dante por el infierno en la Comedia, y así como una vez se traspasa el umbral, es mejor abandonar toda esperanza. El viaje hacia los bosques queda deslindado con la impactante descripción del actuar de un extranjero, que haciendo caso omiso a cualquier gala de cortesía, marcará el decurso del libro con un hecho extraordinario y cruel. A lo largo de la novela, constataremos que el paisaje interior se funde con el paisaje exterior, y la relación entre iniciado e guía se mixturan, dando paso a un mundo fantasmal donde los espectros y seres del mundo espiritual de Japón hacen su aparición: todo habla y se comunica, los meandros del camino, la neblina que cae entre los árboles, los mismos personajes fantasmales, que repiten ininterrumpidamente su sufrimiento, muchas veces de manera sadomasoquista, y en efecto, eso los liga con los círculos dantescos. 

En un diálogo entre el padre del hijo muerto y su guía, éste le relata la historia, a modo de acertijo, de un hombre que recibe una llamada telefónica muy de noche, y le cuentan que en un accidente fallecen muchas personas. Tras escuchar esto, el hombre se levanta, prende la luz, y se suicida. Ese pequeño relato condensa en gran medida la relación del yo con el resto: no estamos tan solos como podríamos creer, y si llegásemos a estarlo, seríamos como los dioses, acaso los más soberbios, pues ellos tienen la autodeterminación de saber cómo y cuándo abandonarán este mundo.  Y probablemente aquella imagen del hombre que se levanta y prende la luz resuma todo esto, pues como dice el narrador de La Ballena, cuando se enciende una luz en algún lugar, hay una que se apaga en otro.

viernes, 9 de octubre de 2020

La mujer escarlata: un folletín hirviendo en su máximo grado de ebullición

Whore of Babylon, ilustrada por William Blake
Whore of Babylon, por William Blake

Editorial Áurea
La mujer escarlata: el rito de Bábabol. 
Sergio Alejandro Amira y Martín M. Kaiser. 
1era edición, abril de 2020. 

Por alguna curiosa disposición, las obras escritas a cuatro manos tienden a la sátira, a lo policial y al pastiche. Es como si esta disposición autoral se decantara mejor por obras en un tono burlesco, aún cuando los hechos que se narran sean tan terribles como la violación, el asesinato o el incesto. Sabemos que Borges y Bioy Casares hicieron lo suyo con Honorio Bustos Domecq, autor inventado para dar rienda suelta a relatos detectivescos que homenajeaban y ridiculizaban a partes iguales al género tributado, poniendo delante de estas ficciones a Isidro Parodi, que desde su nombre mostraba su clara intención: Parodi, parodiar, que como sabemos, lo paródico no es otra cosa que copiar un modelo (precisamente Modelo para la muerte es otra novela del par) pero desfigurándolo con una intención satírica, evidenciando sus flaquezas y pretensiones.

En Chile no tenemos una tradición de escritura a cuatro manos, pero vale la pena mencionar a la dupla hispano-chilena compuesta por Bolaño y A.G. Porta con su Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, que desde el título mismo se evidencia el homenaje y el pastiche, poniendo como protagonistas a una pareja compuesta por un narrador catalán y su novia sudamericana en plan Bonnie y Clyde: violencia, delincuencia y muerte corren como la sangre por sus páginas. Otro caso digno de mencionar es La dupla compuesta por Bartolomé Leal y Eugenio Díaz, quienes han inventado al autor Mauro Yberra, creador de los hermanos Juan y Jorge Menie, protagonistas de una trilogía compuesta por La que murió en Papudo, ¡Mataron al don juan de Cachagua! Y Ahumada Blues, las que tratan sobre diversos crímenes escabrosos donde no faltan las brujas, los donjuanes, temibles sectas satánicas, políticos fanáticos y vueltas de tuerca en cada página, muy propias de las clásicas novelas de misterio.

En esta misma línea paródica, con elementos más cargado al kitsch, se inscribe La mujer escarlata,  de los escritores chilenos Sergio Alejandro Amira y Martín Muñoz Kaiser. De entrada hay que aclarar que la novela ya había sido publicada, en 2014 por Editorial Forja bajo el nombre de WBK (siglas de Warm Blooded Killers), y en los años que circuló no tuvo gran repercusión mediática (como suele pasar con las obras singulares), pero que urgía actualizar y poner nuevamente al alcance de los lectores con una segunda vida.
Al fondo, Sergio Alejandro Amira.
En primer plano, Martín Muñoz Kaiser
.

La mujer escarlata se trata de una edición remozada y actualizada de esa WBK, y que si bien gana en algunos aspectos, pierde cierto equilibrio en otros. Por fortuna los puntos débiles son menores: cierto atolondramiento en apresurar las escenas sexuales, extensión de algunos diálogos baladíes, sobre todo entre los personajes femeninos del libro, y un snobismo a veces innecesario al poner en boca de los personajes frases completas en francés, alemán, inglés o hasta ruso (con caracteres cirílicos), lo que si bien podría considerarse como un gesto de vanguardia, esta obra no pretende lo mismo que una obra como La montaña mágica de Thomas Mann, sino que pone en primer plano el hecho de entretener y en un segundo más retirado, crear un entramado de referencias ficticias apoyadas en la magia, la religión, la ciencia y como no, la literatura. 

Uno de los cambios favorables que compensan estos lastres señalados, es que el armazón de la novela se siente más destilado, las transiciones entre las escenas están mejor logradas, los personajes mejor caracterizados y las claves iniciales se entregan desde el comienzo, con alusiones a la magia thelemita y el rito de Bábalon, las cuales guiarán al lector en una historia en quinta y a toda velocidad.

Una trama disparatada llena de disparos

La novela sitúa la acción en un Chile aparentemente aburrido donde no pasa nada, pero que tras su cartografía se esconde una ambiciosa historia de asesinos protagonizada por Andrés Kassler y Jamal Amirov, hombretones que responden al prototipo de macho alfa, no solo por ser musculados y violentos, sino también porque manejan muchas lenguas, una cultura universal que cualquier enciclopedista querría, y vamos hilando fino, el sueño húmedo de toda mujer (y hombre) que valore por sobre cualquier cosa la inteligencia y la testosterona. La bella pelirroja Sofía actúa como contrapunto entre ambos personajes masculinos, y como toda femme fatale, no pierde su tiempo en seducir y lanzar sus calzones ante la menor insinuación de Andrés, el galán de turno que sin ninguna clase de complejos volteará y pondrá patas para arriba a la bella en maratónicas jornadas de sexo, goces verbales que cualquier lector del Kamasutra agradecerá a rabiar.  



Comparativa de ambas portadas. En la primera se resaltaba más el protagonismo de Sophie, mientras que la segunda se decanta más por el vínculo peligroso entre Andrés y la pelirroja. 


Una de las claves esotéricas del libro, es que la peligrosa atracción entre la pelirroja y uno de los agentes, Andrés, puede provocar una suerte de rotura en la realidad, idea que se sustenta en la antigua creencia del Orgón, una unidad energética espiritual que dota de vida a todos los organismos, algo así como el éter, el ki, o el élan vital de Bergson. Esta poderosa atracción hormonal entre Sophie y Andrés es el conflicto inicial que desencadenará una oleada de muertes, irrupción de asesinos inspirados en procesos alquímicos y hasta la referencia a una misteriosa Compañía que opera en los márgenes del tiempo y del espacio para intentar reunir los fragmentos de múltiples universos que estallaron en miles de pedazos tras la Segunda Guerra Multiversal (sí, bien leyó), y preservar a la gran Trama, algo así como el mecanismo que permite el continuo espacio-temporal, o sea el funcionamiento del todo.  

Por otro lado, La mujer escarlata se apropia de una violencia muy al estilo de la fantasía heroica post Tolkien (Michael Moorcock, R.A Salvatore, George R.R Martin), una violencia descarnada y detallista, con muchos aderezos modernos, como armas de fuego, persecuciones de automóvil y diálogos punzantes:
–Estás muy confiado, ¿no crees que vas a morir?
No, pero en esta línea de trabajo uno aprende a vivir cada minuto como si fuese el último.
O en esta descripción que concentra todo el fulgor de un combate:

Andrés da tres pasos y salta con potencia, sostiene la nuca del agente y le revienta el rostro de un rodillazo; la sangre salta a chorros de la cara del hombre que se desploma con convulsiones por el trauma encéfalo craneal.
Dentro de este tinglado no puede faltar lo monstruoso, con personajes que deslindan la verosimilitud, herederos de la tradición del manga japonés, pero también del grand guignol y el circo freak, presentándonos lo impresentable: gigantes con piel de acero, vampiros  con habilidades psiónicas, osos polares transformados en ciborgs con poderosas garras de acero,  comunidades de locos que creen vivir en el mundo de Alicia en el País de las Maravillas, o un agente que es capaz de materializarse y desmaterializarse a voluntad.

La mujer escarlata se puede leer perfectamente como un sinóptico que reúne en un todo a las artes marciales, las historias de espías, las tramas de ciencia-ficción interdimensionales, las paradojas espacio-temporales, las conspiraciones mágicas y un mixturado variopinto de disciplinas y seudociencias estrafalarias: sí, puede que su composición y las temáticas no tengan nada que ver con lectores de perfil más serio, pero así como los antiguos libros de caballería gozaron de mucho éxito y fueron desdeñados por la academia (y tras 400 años recién recuperados), La mujer escarlata es una obra que exuda músculos, impensados giros de tuerca, y muchas veces elementos de la mejor y más aguerrida literatura. 

viernes, 7 de diciembre de 2018

Curialhué: con sangre en el ojo, de Rodrigo Muñoz Cazaux



Editorial Áurea
Curialhué: con sangre en el ojo. Libro I
1era Edición. 215 páginas.

Parece ser que toda utopía encierra dentro de sí su propio fracaso: es necesario mutilar al ser humano para conseguir que un espacio sea gobernado en términos idílicos de justicia y equidad, sin desmerecer ni favorecer a ninguno de sus ciudadanos. Para lograr la anhelada utopía terrenal, es necesario que una sociedad en conjunto deje de lado las discrepancias, el conflicto, para caminar de manera colectiva hacia un bien común, pero esa idea encierra una trampa, pues ello conlleva a que “en una ciudad sitiada, se considere que toda disidencia sea una traición” cita atribuida a San Agustín —y también a Stalin—y por eso no nos debe extrañar que dentro de una isla o tras los muros de la ciudadela utópica, se construyan cárceles, o que aparezca la tortura y el asesinato, y la deportación sea una manera “humanitaria” de lograr encauzar por un buen camino a la utopía.

Desmitificar la utopía y afirmar que la divergencia es innata en el ser humano es un paso terrible, principalmente porque sin el conflicto no habría guerras, pero tampoco habrían procesos históricos, ni conocimiento científico o artístico,  y el desarrollo de una cultura quedaría petrificada bajo un ideal o bandera. La utopía quiere a un hombre nuevo, pero ese hombre nuevo no puede tener historia, no discierne, es un autómata, un zombi, es finalmente un agente de la revolución, y la revolución siempre tiende al desorden y al caos de un orden ya establecido.

La novela de Rodrigo Muñoz Cazaux, Curialhué, se ensambla al tópico literario del locus amoenus en un escenario post-apocalíptico: un grupo de personajes de diferentes edades y extracciones sociales se ven envueltos en un acontecimiento real que tuvo lugar en Chile: el terremoto del 27 de febrero de 2010, el cual alcanzó una cifra cercana a los 9 grados Richter y que tuvo consecuencias inmediatas en cuanto al deterioro de transportes, comunicaciones, interrupción de servicios básicos y daño estructural, además de pérdidas de vidas humanas cifradas en cerca de 500 habitantes. Esto conlleva a la reflexión de que en Chile, pese a sus condiciones ambientales, aún no se inaugura una tradición de la literatura catastrófica o sísmica; pareciera ser que si bien estamos preparados para recibir estos sacudones de la naturaleza, rápidamente nos olvidamos que somos un país de terremotos, y en vez de exorcizar nuestros horrores como lo harían en Japón con robots gigantes, explosiones y monstruos del espacio para constatar un trauma, nuestra narrativa aún se concentra en relatar las heridas y cicatrices de otro trauma: la dictadura.

Curialhué no escapa de la sombra de la dictadura: en sus páginas aparece Joaquín, un hombre viejo, atormentado por un pasado de torturador; se trata de un solterón que lleva consigo un expediente enorme escrito por él mismo, titulado El Manual del Usuario, una suerte de diario de vida nihilista que combina crónica, con reflexiones, hipótesis, e ideas vagas, y no tan vagas, como la que plantea respecto a la raza humana:

La Tierra (…) siempre va a encontrar los medios para hacer que todo vuelva a su cauce natural. Ya sea el río desviado por la mano del hombre, ya sea el árbol que al crecer ha cubierto de sombra la planicie donde estaban esas flores. (…) Aun cuando creemos que somos los reyes del mundo y nos vanagloriamos que nuestras construcciones y las luces de nuestras ciudades son visibles desde el espacio, no hemos siquiera tenido el tiempo suficiente en la superficie como para poder registrar en nuestros libros los verdaderos efectos de la deriva continental”.

El accidente cósmico

Entender nuestro pasado geológico nos puede llevar a postular que la raza humana no sea más que un accidente cósmico -y de no serlo- que seamos muy similares a un parásito extraterrestre que no parece guardar armonía con los más de 4 mil millones de años que tendría nuestro hogar, si consideramos especialmente que sólo aparecemos en la Tierra hace poco menos de 200 mil años, sin contar que la civilización parece ser otro accidente en el tiempo, pues con su llegada no se suman ni 10 mil años. 

Curialhué se estructura de forma coral, con varios personajes que sin responder a un arquetipo, dan cuenta de la sombra y la luz de la humanidad: está Sergio, un hombre de familia común y silvestre, separado, que oculta un secreto que va más allá de la trata de blancas; está Clara, una ninfómana que no parece tener parámetros morales pero que detrás de si esconde una infancia derruida; Aurora, una enfermera que aún siendo hermosa y apuesta, causa una repulsión inexplicable entre sus pares o el citado Joaquín, que además de guardar una relación cercana con la dictadura, lleva una vida velada como homosexual. El punto de partida de la novela es el terremoto ya mencionado, pero antes se relata otro hecho histórico, El incendio de la Compañía de Jesús en 1863, ocurrido un martes 8 de diciembre, cuando en plena misa repleta de fieles, se originó un incendio que arrasó con toda la estructura y sus parroquianos, quienes no pudieron escapar pues las puertas se abrían hacia adentro, y los cadáveres de los caídos apilados en las entradas obstaculizaron cualquier tipo de salida.

“Tras la extinción del fuego, miles de cuerpos calcinados quedaron al descubierto. Frente a la imposibilidad de identificarlos y al riesgo sanitario que implicaba, se decidió darles sepultura en una fosa común del Cementerio General. El amanecer gris del 9 de diciembre estuvo acompañado del viaje al cementerio de 146 carretones llenos de cadáveres rociados de cal que abarrotaron la fosa cavada por más de 200 hombres. Cuatro días demoró el entierro. Pasados ocho días de la catástrofe, se pronunciaron las exequias en la Iglesia Metropolitana. Días más tarde las autoridades decidieron trasladar el templo de su lugar original, dejando en la tradicional esquina un monumento en honor a las mártires.” (extraído de Memoria Chilena)

Esta inserción primaria se complejiza en el entramado novelesco, principalmente porque no parece tener ninguna relación con los hechos que se van relatando. La estructura es coral y en tercera persona, recordando la narrativa de Juego de Tronos (pero sin la desmesura-río de cascadas y cascadas de sucesos que van cayendo), pero en especial su narrativa nos remite al Apocalipsis, de Stephen King. Si en la novela de King se trata de un virus que se esparce a la velocidad de la luz, en Curialhué se trata de los efectos de un terremoto y las mutaciones mentales que experimentan los personajes y no menor, la aparición del nombre en el horizonte psíquico de los personajes de una ciudad misteriosa que se llama Curialhué. En las desventuras que correrán los protagonistas se irá conformando un ambiente hostil muy en la línea de los road movies, habrán obstáculos, bandas rivales y violencia, todo narrado con un pulso fuerte y trepidante, conformando una premisa que es fundamental en un libro que respira de cerca a los best-sellers, las películas clase B o las historias pulps, que es la de no parar y avanzar con inesperados giros, dejando el listón de las expectativas cada vez más arriba.

La ciudad de los Césares



Las novelas de ciencia-ficción, la mitología, el folclor, los diarios de expedicionarios, han tratado desde diversas perspectivas la posibilidad de que exista una ciudad o un mundo invisible, como lo es en el caso paradigmático de Viaje al centro de la Tierra, de Julio Verne, que propone la existencia de una civilización perdida enterrada a miles de kilómetros de la superficie: estas narraciones intentan desentrañar una posibilidad que tiene muchas caras, pudiendo ser un nuevo Edén bajo la tierra (el imperio de los mil años del III Reich de Miguel Serrano), el avanzado pueblo de los hiperbóreos que plantea Bulwer-Lytton en su La raza futura, o la vertiente horrorosa que nos presenta H.G Wells con La máquina del tiempo, donde nos muestra a los morlocks, una raza maligna y bárbara que busca esclavizar a los habitantes de la superficie.

Lo cierto es que la creencia de civilizaciones perdidas se remonta a relatos tan antiguos como los de Platón y su postulación de La Atlántida, el continente mítico que quedara sumergido luego de un cataclismo. Muñoz Cazaux actualiza esta deriva, para presentarnos una ciudad de piedra y cavernosa, en la que sus habitantes reciben a los protagonistas que vienen escapando de algo (¿pero de qué? La paranoia de sus personajes es otro ingrediente central), y que por medio de unas aguas milagrosas los van subyugando lentamente. La ciudad de Curialhué, es pues, descrita como apacible, con condiciones aptas para la vida, pero a medida que los personajes centrales empiezan a recorrer y descubrir sus complejas galerías atravesadas por ríos subterráneos, sienten que algo, que una fuerza desconocida opera en ese espacio, siendo el tiempo la primera variable en dislocarse: una hora podría ser un día completo en la superficie, y el embarazo de una de las mujeres protagonistas parece acelerarse, siendo otro elemento que causa el pavor y el desconcierto.

El choque entre lo conocido y lo desconocido, entre la luz y la sombra, entre la vida y la muerte, circula una vez más como lo que planteamos al comienzo: parece ser que para llegar hasta un lugar perfecto y sin conflictos, es necesario despojarse de muchas cosas, y que finalmente todo paraíso, natural o artificial, siempre parece cobrar un precio para quienes buscan alojarse en su seno. Y ese precio parece ser no otro, que el de aceptar que el infierno sí puede ser un lugar idílico y confortable.
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