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viernes, 8 de mayo de 2020

En los oscuros lugares del saber de Peter Kingsley

En todas partes buscamos lo incondicionado, y lo único que encontramos siempre son cosas. Novalis

¿Podría ser que nuestra noción de realidad, largamente acuñada, amasada, y convertida en objetos, ideas, ciencias y saberes, carezca de un eslabón o pieza faltante? Para occidente hay una línea sucesoria establecida que comienza con los griegos (aquellos que dotaron de esqueleto y estatura al hombre occidental al decir de Ortega y Gasset), se materializó en un imperio con Roma, cristalizó bajo una religión con un Cristianismo hundido en raíces paganas y judaicas, avanzó por una Edad Media luminosa y oscura a tramos desiguales (el amor cortés y las órdenes de caballería siguen resonando con sus ecos hasta la actualidad), se detuvo un momento en el renacimiento, situación bisagra que recogió nuevamente saberes de la Antigüedad, avanzó hacia el periodo de las reformas y las revoluciones, y se cruzó en una época dominada por una mentalidad positivista, cientificista y materialista, que no obstante ha tenido como contracara el desarrollo de la metafísica, la poesía o la física cuántica, y que al decir de Coleridge, no hay momento de la historia o de una discusión cualquiera en la que alguien encarne a Platón (el mundo de las ideas) y otro oficie de Aristóteles (el mundo sensible o de las cosas).

¿Qué es la realidad entonces? Pero más atrás, o en la misma tangente, ¿qué es un filósofo?  Peter Kingsley, doctor en filosofía por la Universidad de Londres, en Los oscuros lugares del saber, libro que nos ocupa, afirma sentir una gran decepción de su propio ámbito, al reconocer que la filosofía contemporánea se ha convertido en interminables citas al pie de página, en la que es casi imposible generar cualquier pensamiento o idea nueva que no tenga que estar condicionado por otra precedente, convirtiendo la filosofía en un camisa de fuerza de citas; camisa constrictora, porque no deja ventilar lo nuevo, y desagradable, porque sólo recibe en su cenáculo a “profesores” o “estudiantes” que no filosofan, sino que apenas se limitan a glosar y comentar, por lo general en un lenguaje especializado que aleja a legos y no iniciados.

PARMÉNIDES, PIEDRA CENTRAL DE SU EXPLORACIÓN

En los oscuros lugares del saber nos adentra en un viaje que nos obliga a torcer lo que sabemos sobre la filosofía y su origen: ahí donde descansa la trinidad Sócrates-Platón-Aristóteles, Kingsley retrocede y pone como punta de lanza a Parménides y su Poema, obra que por estar teñida de símbolos y extrañas metáforas, ha desafiado durante más de 2 mil 500 años a quienes han intentado interpretarlo, viendo muchos en el Poema una entrada hacia la luz y al pensamiento lógico, acaso la primera piedra donde se cimentará todo la estructura que sostiene nuestra realidad, o la postura contraria, que es la que defiende Kingsley, en la que Parménides no busca la claridad, sino que de adrede la oscuridad y todo lo que la rodea: la muerte, el sueño, y lo extraño.

La obra de Kingsley no es un tratado filosófico, sino más bien la reconstrucción de una época, y por consiguiente la reconstrucción de un pensamiento y de un saber perdido. El libro se abre con una advertencia al lector, afirmando que la obra tratará sobre el engaño en el cual se ha cimentado el mundo, y por consiguiente en cómo aquel engaño se ha perpetuado hasta nuestros tiempos. Su hipótesis es cuando menos temeraria; la humanidad, en su devenir histórico, ha acumulado durante milenios saberes y objetos que la han conducido de forma paradojal al mito del progreso, paradojal porque vivimos en una época de constantes desmitificaciones (pero como examina Mircea Eliade en Los Aspectos del Mito éstos se han enmascarado), en la que muchas religiones se han desprovisto de lo sobrenatural para ser reconducidas por el camino de la ética o de una moral (esto bien lo saben los teólogos de la liberación y los jesuitas), en la que los milagros son puestos a la luz de la ciencia como supercherías: la vida misma ha tomado la forma de una superficie plana: no hay un orden establecido por Dioses o fuerzas desconocidas, la inmediatez y la aventura están a un click o un enlace, los objetos son entes inanimados y las ideas, nada más que emanaciones de principios racionales incapaces de integrar a lo irracional, su opuesto. El principal corolario es que la existencia ha perdido cualquier atisbo o vestidura que podría representar un sino trágico, abundando las frases y las filosofías optimistas centradas en el bienestar, siendo los finales felices los más anhelados. ¿Alguien en la actualidad desearía morir peleando en una trinchera o de una dolorosa enfermedad? Al contrario, se intenta por todos los medios, artificiales o naturales, de alargar la existencia humana, y siempre que sea posible sumergiéndola en un estado de hedonismo perpetuo, vivir pletóricos de placer y anatemizando en todas sus formas y variantes al dolor, al sufrimiento o incluso al aburrimiento (¿no es común medir con la vara de lo entretenido prácticamente a cualquier producto cultural?).

¿Qué clase de seres humanos puede producir este actual estado de cosas?  “La vida, para nosotros, se ha convertido en un interminable afán de mejora: necesitamos siempre conseguir más, hacer más, aprender más, conocer más cosas”, anota en algún lugar Peter Kingsley, por lo que no nos puede extrañar que la enseñanza y el aprendizaje, monopolizado por la universidad o la academia, se ha transformado en un intercambio y asimilación de datos de cosas totalmente ajenas a nosotros mismos. Conocimiento muerto, sin aplicación inmediata. Somos como jarras con una rotura en su base: por más que intentemos llenarla de cosas, siempre hay algo que se pierde, y nunca nos sentimos satisfechos, siempre queremos más y más: ávidos de experiencias y objetos que no nos pueden llenar nunca.

DE ESO SE TRATO ESTO: DE LA ROTURA, DEL VACÍO

En los oscuros lugares del saber, es como dijimos, la reconstrucción de una época, lo que incluye un repensar a la antigüedad griega. Ya no la veremos más como un bloque continuo y armonizado de polis comerciando y cooperando entre sí, al revés, hubo competencia enconada e incluso cosmovisiones opuestas. Se nos recuerda que las guerras médicas no sólo fueron entre persas y griegos, sino que también entre griegos contra griegos que apoyaron el lado de los persas: en un pasaje del libro se recuerda unas palabras de Parménides de Elea respecto a Atenas: “prefiero la sencillez de mi tierra antes que toda la soberbia ateniense”.  Esta postura de Parménides es una clave, pues como afirma el libro, el panhelenismo es una idea a posteriori, una construcción cómoda para estudiar una de las culturas más ricas y valiosas de Occidente.

Pero no perdamos el hilo. La figura central de la obra es Parménides, y la visión que tenemos de Parménides está sujeta a la interpretación de su poema, pero también a la visión de Platón en sus diálogos, donde lo convierte en un personaje en uno de sus escritos, y que para Kingsley, gran parte del equívoco, de la interpretación que ha llegado de Parménides hasta nuestros días, pasó por el filtro platónico. En cierta forma Platón utilizó al filósofo de Elea, y luego de ocultarlo y desfigurarlo a sus anchas, lo sacó de su camino como un obstáculo.

Entonces ¿cuál es el legado desaparecido de Parménides? Es necesario leer el libro para absorber lo que nos presenta Kingsley, la historia de un conocimiento descabezado y mal entendido que el descubrimiento de recintos funerarios y otros vestigios arqueológicos han arrojado nueva luz. Muchos califican a Parménides como un pensador más que un filósofo, o incluso se crea una suerte de subcategoría que divide a los que están antes de Sócrates y después de él: los presocráticos, quienes serían una suerte de pensadores intuitivos y primitivos, la previa al pensamiento filosófico pleno: Kingsley nos alerta y dice que no, que la filosofía en sus inicios era otra cosa, que los primeros pensadores no se emparentaban sólo con la razón o el logos, sino que también con la magia y la sanación, pero también con la capacidad de alcanzar estados estáticos o místicos para alcanzar una visión diferente a la realidad.

Y todo eso nos conduce al vacío. ¿Por qué nuestras nociones de progreso categorizan la soledad, la rotura, el aislamiento o el dolor físico de forma negativa? Incluso el aburrimiento se ha desprestigiado, la peor plaga que podríamos experimentar, que muchos no se demoran en aplicar sobre alguien o algo cuando quieren echar por tierra y sepultarlo en el olvido. Y tenemos, luego de esta lista de inevitables, a la enfermedad y a la muerte. ¿Alguien en su sano juicio nos diría que ante una depresión o un sinsentido súbito de la vida no sólo dejásemos las cosas tal como están, sino que abracemos más esa depresión o ese sinsentido? Al revés, nos envían al manicomio o nos empastillan con drogas aturdidoras y somníferas, mutilando cualquier capacidad que podríamos desarrollar de pleno. De todo esto se desprende que vivimos en la época de la velocidad y el movimiento: no podemos dejar de movernos nunca, ni menos de estar en silencio: viajamos, mental o físicamente hacia todas direcciones, farfullamos y opinamos sobre todo, muchas veces con escaso juicio o preparación, y esa misma incapacidad para detenernos nos lleva a pensamientos erráticos, que a su vez conllevan palabras erráticas y cómo no, a actos erráticos.

ABRAZAR LA OSCURIDAD Y LA MUERTE

El viaje de Parménides que propone Kingsley, es en efecto, un viaje a una Grecia inexistente y a un conocimiento extraviado. Fuera de las religiones monoteístas abrahámicas (Islam, Cristianismo y Judaísmo), Occidente no ha producido de forma preclara y rigurosa un conocimiento vital que permita deslindarnos de la realidad para producir conocimiento directo: el conocimiento debe ser útil, debemos vivir en él, de lo contrario se convierte en una carga que puede incluso destruirnos. El sufismo, el misticismo, el gnosticismo, pero también otros sistemas de pensamientos como el budismo o el hinduismo, ponen de relieve que el hombre occidental en su búsqueda por acceder a otras formas de entender el mundo, ingresa a tradiciones ajenas, en lenguas desconocidas, lo que de suyo no es negativo, pero teniendo los métodos que se utilizaban en la Grecia desconocida, no podemos más que concluir que hemos tenido un gran manantial vedado, manantial que ha estado siempre ahí mismo, muy de cerca, y que sólo descubrimientos arqueológicos tardíos nos han revelado sus bajorrelieves.

Porque Parménides no sólo fue un filósofo presocrático (amamos las etiquetas), sino también fue un mago y un sanador. El rito de la incubación es rescatado y explicado en el libro con sus detalles,  muy sutiles: hubo alguna vez un culto a Apolo y Asclepio que implicaba sumergirse en profundas cuevas, lugares sagrados donde el iniciado se refugiaba en la oscuridad para recibir sueños, sueños a la postre que eran enviados por entidades o seres más allá de nuestra percepción, otorgándole al soñador no sólo una visión nueva de la realidad, sino que conocimientos puros que podían tener aplicación para la propia sanación o para generar leyes que permitieran una mejor convivencia, justicia y orden en la polis. Este proceso no era en solitario por cierto, sino que era conducido por los iatromantes, sacerdotes dedicados al culto de Apolo que detentaban los saberes para aquietar el espíritu de los iniciados y de entregarle las herramientas al iniciado para que comenzara su viaje: así como hay quienes experimentan una suerte de mística salvaje (epifanías, uso y abuso de drogas, meditación), en este caso se experimentaba un viaje al interior de la oscuridad y de la muerte, que contrastado con el poema de Parménides, se completaba lo que él quería expresar cuando comenzaba con su recitación:

Las yeguas que me llevan me condujeron hasta la meta de mi corazón, pues que en su carrera me trasportaron hasta el famoso camino de la deidad que, solo, lleva a través de todo al hombre iniciado en el saber. Hasta allí fui llevado, pues hasta allí me llevaron las muy inteligentes yeguas que tiran de mi carro, mientras que unas doncellas me enseñaban el camino.

Cuesta creer que Parménides, considerado como el padre de la lógica y de la metafísica, haya sido un mago: alguien capaz de transmutar la realidad. Kingsley nos recuerda a los fata, o los javanmard, hombres de cualquier edad que abandonaban por un momento el tiempo y el espacio y asaltaban a la realidad para llegar al corazón mismo de las cosas, encontrando ahí lo que nunca muere o envejece. Ellos aparecen en el mundo árabe, en las enseñanzas del sufismo, pero no hay que desconocer las estrechas relaciones que hubo entre Grecia y Persia.

Nuestro pensamiento errático no nos deja en paz. Por eso después de 2 mil años de teorizar, discutir y racionalizar, nadie puede estar de acuerdo con nadie sobre nada importante durante mucho tiempo.

Y todo lo referido hasta acá es sólo el comienzo: parece ser que la puerta ya está entreabierta, y que de una vez por todas, podríamos atrevernos a abrirla para salir desde nuestro cómodo umbral.

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