Publicado originalmente el 24 de julio de 2025 en Lector.Cl
Relatar una historia, la más nimia, requiere espacio, el físico que se despliega en la página o entre los bytes de un ordenador; y el tiempo, desde inmensos novelones hasta el haikú, esas curiosas miniaturas japonesas que concentran en pequeños fragmentos el paso de los días, las estaciones o incluso una vida entera.
Como una hoja plegada sobre sí misma, El Sol en la escalera, de Juan Ignacio Colil, es la historia de cómo se construye una historia: la de Santiago, un narrador intimista de prosa sencilla y cuidada, que abre las páginas del libro hablándonos de su despido. Es un hombre cercano a la jubilación, que contempla las escasas posibilidades que la vida le ofrece a esa edad.
En esta novela de Colil nada es estentóreo, ni exagerado, ni dramático. Hay una contención en su escritura, muy medida, y que en vez de irse por vericuetos y digresiones atolondradas, exprime al máximo la anécdota y la termina convirtiendo en arte, arte en el sentido último: hay una técnica, un saber hacer, que minimiza al máximo el impacto del relato, entregándonos esta suerte de nouvelle que comprime una vida completa en menos de cien páginas.
Hay un personaje principal, que es el narrador, y una realidad circundante, histórica, que coincide ficcionalmente con los hechos ocurridos durante el estallido social en Chile durante el 2019.
Más allá de que el narrador se sienta identificado con una postura y una situación concreta, no hay una deriva que exprima sociológicamente el hecho histórico, como lo haría un historiador o un filósofo, y que sin embargo, contiene en sus bordes, en sus capas ocultas, una manifestación patente de algo que pasó y que colectivamente nos atravesó a todos: Colil sabe que esos campos minados los recorrerán otros; los señala, arriesga alguna explicación, pero no se detiene, no hay tiempo, el flujo del relato narrativo puede descansar en hechos reales o inventados, pero detenerse a examinar con lupa sería salirse del molde literario, y que no se mal entienda, no es seguir una ruta específica repitiendo clichés y lugares comunes, ahogando cualquier rasgo de originalidad, sino de encarar la trama desde un ángulo minimalista, que para disfrute del lector, nunca es un ángulo muerto o vacío, está repleto, es denso y ligero a la vez.
Como en el arte del haikú, se necesita concentrar una vida entera para contemplar el abismo de una flor desfallecida. El sol en la escalera comprime veinte años del narrador, quien es desvinculado de su empresa, lo conecta con los hechos del 2019, pero lo sigue introyectando a los años de la dictadura: nunca llegamos a saber muy bien quién es Santiago, el que cuenta la historia; sabemos su gusto por la fotografía, hay retazos de la historia de la fotografía en Chile, que se conecta a su vez con el gran terremoto que asoló a Valparaíso en 1906, pero el valor de esta novela no descansa en la sociología o en la propia anécdota, sino que vuelvo a la palabra que puse más arriba, “introyección”, que en psicología, es un mecanismo de defensa inconsciente donde una persona incorpora aspectos del entorno (como valores, creencias, o rasgos de personalidad) a su propia estructura psíquica.
El narrador, la historia misma, condensa hechos comunes que nos atraviesan a todos, la desmemoria (algo que se asoma al comienzo, luego cobra más importancia), el arte de la fotografía (todos las hacemos, sin excepción, en este siglo XXI), la cesantía (le va a llegar a cualquier trabajador, tarde o temprano) y por supuesto, el tiempo, incluso como una posibilidad de revertirlo o viajar hacia atrás, destruyendo la metáfora y abriéndose al campo de la especulación o de la locura. Así Santiago expresa convencido, casi al final de la obra:
He visitado nuevamente a mi madre. Le cuento algunas de las cosas que me han sucedido, sé que ella no me va a entender. Le cuento la historia de don Ricardo y doña Hortensia, pero me percato que la historia se escucha aún más absurda. Mi madre me oye, pero no me entiende. (…) se aferra al lenguaje. A veces le vuelven palabras que hace tiempo no le oía. Expresiones muy propias que no sé dónde se almacenan. (Pág. 86)
La historia de Ricardo, un hombre aficionado a la caza deportiva, y su mujer Hortensia, están ahí como prueba palpable de otro tiempo: son ancianos, conocieron al protagonista durante su adolescencia, y por algún motivo profundo, éste se acercó a ellos porque busca comprender un trozo de su propia vida que ha quedado sin explicar. Y como las palabras, las personas, los hechos, también a veces regresan, quedan encapsulados en algún recoveco del mundo y sin que lo pidamos, suelen regresar, no como los fantasmas, sino como fuerzas reales que nos suelen remover por dentro.
El sol en la escalera es una obra breve y modesta pero que logra una resonancia profunda: su narrador, en apariencia anodino, logra una conexión íntima con lo histórico, lo personal y lo colectivo, sin sermonear ni teorizar, sino dejando que la propia cadencia del relato —como un haikú extendido— revele los estratos que conforman nuestra memoria compartida. Colil propone que narrar no es iluminar con reflectores sino encender pequeñas luces en la oscuridad, que no se trata de explicar el mundo sino de hacerlo presente, con sus capas, sus olvidos y sus retornos. La novela condensa, introyecta y devuelve: una historia mínima, como una fotografía desvaída, que sin embargo nos mira de vuelta.
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