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viernes, 17 de octubre de 2025

Narrar desde el pliegue: memoria y fotografía en «El sol en la escalera» de Juan Ignacio Colil

Publicado originalmente el 24 de julio de 2025 en Lector.Cl

Relatar una historia, la más nimia, requiere espacio, el físico que se despliega en la página o entre los bytes de un ordenador; y el tiempo, desde inmensos novelones hasta el haikú, esas curiosas miniaturas japonesas que concentran en pequeños fragmentos el paso de los días, las estaciones o incluso una vida entera. 

Como una hoja plegada sobre sí misma, El Sol en la escalera, de Juan Ignacio Colil, es la historia de cómo se construye una historia: la de Santiago, un narrador intimista de prosa sencilla y cuidada, que abre las páginas del libro hablándonos de su despido. Es un hombre cercano a la jubilación, que contempla las escasas posibilidades que la vida le ofrece a esa edad. 

En esta novela de Colil nada es estentóreo, ni exagerado, ni dramático. Hay una contención en su escritura, muy medida, y que en vez de irse por vericuetos y digresiones atolondradas, exprime al máximo la anécdota y la termina convirtiendo en arte, arte en el sentido último: hay una técnica, un saber hacer, que minimiza al máximo el impacto del relato, entregándonos esta suerte de nouvelle que comprime una vida completa en menos de cien páginas. 

Hay un personaje principal, que es el narrador, y una realidad circundante, histórica, que coincide ficcionalmente con los hechos ocurridos durante el estallido social en Chile durante el 2019. Más allá de que el narrador se sienta identificado con una postura y una situación concreta, no hay una deriva que exprima sociológicamente el hecho histórico, como lo haría un historiador o un filósofo, y que sin embargo, contiene en sus bordes, en sus capas ocultas, una manifestación patente de algo que pasó y que colectivamente nos atravesó a todos: Colil sabe que esos campos minados los recorrerán otros; los señala, arriesga alguna explicación, pero no se detiene, no hay tiempo, el flujo del relato narrativo puede descansar en hechos reales o inventados, pero detenerse a examinar con lupa sería salirse del molde literario, y que no se mal entienda, no es seguir una ruta específica repitiendo clichés y lugares comunes, ahogando cualquier rasgo de originalidad, sino de encarar la trama desde un ángulo minimalista, que para disfrute del lector, nunca es un ángulo muerto o vacío, está repleto, es denso y ligero a la vez. 

 Como en el arte del haikú, se necesita concentrar una vida entera para contemplar el abismo de una flor desfallecida. El sol en la escalera comprime veinte años del narrador, quien es desvinculado de su empresa, lo conecta con los hechos del 2019, pero lo sigue introyectando a los años de la dictadura: nunca llegamos a saber muy bien quién es Santiago, el que cuenta la historia; sabemos su gusto por la fotografía, hay retazos de la historia de la fotografía en Chile, que se conecta a su vez con el gran terremoto que asoló a Valparaíso en 1906, pero el valor de esta novela no descansa en la sociología o en la propia anécdota, sino que vuelvo a la palabra que puse más arriba, “introyección”, que en psicología, es un mecanismo de defensa inconsciente donde una persona incorpora aspectos del entorno (como valores, creencias, o rasgos de personalidad) a su propia estructura psíquica. 

 El narrador, la historia misma, condensa hechos comunes que nos atraviesan a todos, la desmemoria (algo que se asoma al comienzo, luego cobra más importancia), el arte de la fotografía (todos las hacemos, sin excepción, en este siglo XXI), la cesantía (le va a llegar a cualquier trabajador, tarde o temprano) y por supuesto, el tiempo, incluso como una posibilidad de revertirlo o viajar hacia atrás, destruyendo la metáfora y abriéndose al campo de la especulación o de la locura. Así Santiago expresa convencido, casi al final de la obra: 

 He visitado nuevamente a mi madre. Le cuento algunas de las cosas que me han sucedido, sé que ella no me va a entender. Le cuento la historia de don Ricardo y doña Hortensia, pero me percato que la historia se escucha aún más absurda. Mi madre me oye, pero no me entiende. (…) se aferra al lenguaje. A veces le vuelven palabras que hace tiempo no le oía. Expresiones muy propias que no sé dónde se almacenan. (Pág. 86) 

La historia de Ricardo, un hombre aficionado a la caza deportiva, y su mujer Hortensia, están ahí como prueba palpable de otro tiempo: son ancianos, conocieron al protagonista durante su adolescencia, y por algún motivo profundo, éste se acercó a ellos porque busca comprender un trozo de su propia vida que ha quedado sin explicar. Y como las palabras, las personas, los hechos, también a veces regresan, quedan encapsulados en algún recoveco del mundo y sin que lo pidamos, suelen regresar, no como los fantasmas, sino como fuerzas reales que nos suelen remover por dentro. El sol en la escalera es una obra breve y modesta pero que logra una resonancia profunda: su narrador, en apariencia anodino, logra una conexión íntima con lo histórico, lo personal y lo colectivo, sin sermonear ni teorizar, sino dejando que la propia cadencia del relato —como un haikú extendido— revele los estratos que conforman nuestra memoria compartida. Colil propone que narrar no es iluminar con reflectores sino encender pequeñas luces en la oscuridad, que no se trata de explicar el mundo sino de hacerlo presente, con sus capas, sus olvidos y sus retornos. La novela condensa, introyecta y devuelve: una historia mínima, como una fotografía desvaída, que sin embargo nos mira de vuelta.

miércoles, 25 de enero de 2023

Claro de arena, de Paul Lion

Publicado originalmente en El Ciudadano, septiembre de 2022


Claro de arena (
Ediciones Altazor, 2022) tiene el gran mérito de estar escrita a contrapelo de lo que se enseñaría en cualquier curso de escritura, eliminando la elaboración de una trama o arco argumental, prescindiendo incluso de los personajes: el orden de la ficción es atravesada por un Valparaíso soterrado, que no puede figurar en ninguna postal ni guía turística..."

Si hay algo en que la literatura supera ampliamente al best-seller, es en que puede permitirse el lujo de crear objetos perfectamente inútiles, que pueden transitar fuera de los grandes mercados y eventos feriales: la literatura no tiene más sello y marca que la propia tradición cuando se enmarca en una corriente clasicista, o de la experimentación, cuando dialoga con la vanguardia. El best-seller está atado al buen gusto y, como producto comercial, sus consumidores tienen todo el derecho a reclamar cuando el producto les parece defectuoso o mal escrito, y entiéndase por «buena escritura» cuando una obra, como en los eventos deportivos, cumple las reglas y funciones que el mercado mismo ha fijado: trama coherente, arcos argumentales delineados, personajes creíbles, etcétera.

La literatura (siempre a secas, porque cuando es literatura, implica en su enunciado riesgo y oficio), siempre se desentiende de la urgencia que proclaman los libros del momento, esa urgencia que solo pueden asimilar bien los individuos que necesitan sentirse incluidos, «informados», arrastrados por el fárrago de las mesas de saldos y de novedades, para tener un tema de conversación y lucirlo frente a las amistades. Pero el lector que ha escogido, de entre todas las posibilidades existentes que ofrece el marketing, acogerse al calor de la literatura, es porque busca erigirse en soledad y trazar su propio camino; es como dijera Pessoa, un solitario que justifica su manera de estar solo.

Pablo León Acevedo (1977), como el escritor lisboeta, es autor de una obra múltiple con múltiples nombres. ¿Busca emular una heteronomía pessoana o ensaya eliminar la noción de autor como Juan Luis Martínez? No es este el lugar para discutirlo. Lo fundamental es que su nueva novela Claro de arena (Ediciones Altazor, 2022) tiene el gran mérito de estar escrita a contrapelo de lo que se enseñaría en cualquier curso de escritura, eliminando la elaboración de una trama o arco argumental, prescindiendo incluso de los personajes: el orden de la ficción es atravesada por un Valparaíso soterrado, que no puede figurar en ninguna postal ni guía turística, sencillamente porque el lenguaje poético choca de plano contra los lugares comunes que elabora el periodismo y la publicidad: «Valparaíso, lugar de encanto, Valparaíso, lugar maravilloso», y toda esa retahíla de exabruptos concebidos para mentes superficiales y poco entrenadas en la lectura. Pablo León, o Paul Lion, en esta encarnación, por supuesto que huye como la peste de aquellos lugares.

El autor, o mejor dicho, el narrador de esta obra, se enfrenta a Valparaíso desde una perspectiva materialista impregnando su visión poética de la ciudad hasta sus últimas consecuencias: lo que impresiona no es la mirada que tendría un turista sobre su patrimonio (una noción nematólogica made in Unesco), sino, al contrario, planea sobre las páginas del libro una mirada abarcadora y abstracta, a ratos arquitectónica, donde las líneas imaginarias se superponen sobre el plano oblicuo de la ciudad real. Persiste la idea de una «borradura» o «palimpsesto», en la que Valparaíso se escribe y se reescribe a sí misma, muchas veces desechando parte de su antigua fisionomía que posteriormente es ignorada por sus nuevos ocupantes al borrar vestigios.

No obstante, siempre quedan marcas, indicios; el narrador establece un núcleo desde el cual entender a la ciudad, destacándose el hecho de la edificación actual de un Valparaíso abandonado a su suerte se emplaza sobre un borde playero desaparecido, que fue eliminado de la ecuación por medio de arterias y edificaciones rígidas que minaron lo que durante milenos prevaleció: un Valparaíso arcaico que no era una costra de cemento escupida sobre sus bordes, sino que era una bahía que se abría al océano (al mundo) como un espectáculo vibrante de la naturaleza, un anfiteatro donde transitaba por su escenario marino el fulgor de las antiguas embarcaciones.

En Claro de arena importan tanto los órdenes que la ciudad ha generado, como sus elementos naturales: el viento, la arena y las olas, desaparecidas bajo capas de asfalto:

«La playa era un lugar solitario, expuesto a una Naturaleza inhóspita y salvaje. A la ciudad no había más que figurársela vacía de construcciones y de calles para comprender que sin ellas todo sería una pesadilla deshabitada», nos dice el narrador, refrendando lo que dijera el maestro argentino Carlos Catania como consejo a todo aspirante a escritor: si no conoces tu ciudad, abandona cualquier proyecto literario serio. Y vaya que sí conoce bien Pablo León su ciudad, al grado tal de encauzarla en una escritura que colinda muy de cerca con el tratado urbanístico.

Pero acá se trata de una ficción, de un habitante que busca descubrir, si la hay, una ciudad real. Hay momentos donde campea la melancolía, signada en la pérdida de una mujer, de una compañera que se juzgó vital para sobrellevar el tedio del día a día, pero no hay atisbos de una nostalgia por un pasado mejor: no existe un alegato sostenido contra la modernidad, hay más bien una constatación, una mirada como la que haría un entomólogo sobre un insectario, para deducir que antes, mucho antes de los mil tambores del progreso y sus construcciones espurias, los lazos entre las personas, entre los habitantes de un puerto, se organizaban por sus idas al balneario, lazos que se iban potenciando con el tiempo, cristalizándose en la playa, en los claros de arena, generando una noción de comunidad, de pertenencia a un orden mayor y sacro, ya disuelto en los tiempos actuales de liberación para la esclavitud del individualismo volátil.

Pruebe usted a recorrer las calles de Valparaíso para comprobar in situ cómo la gente que ocupa el mismo espacio no solo es incapaz de saludarse, sino que, de mirarse, es invisible una a otra, van a trompicones, se chochan unos con otros, y cualquier configuración identitaria es reemplazada por tribus urbanas y modas imperantes desarraigadas de un territorio y, por ende, de una tradición. No hay espacio ni para el cortejo ni para la amistad.

La ciudad como organismo viviente, la descripción de una suerte de laberinto creciente, la postulación de que antes, debajo del pavimento, existía una playa, son las claves que plantea este hermoso y único libro en el panorama actual de las letras nacionales. 

miércoles, 20 de abril de 2022

Reflexiones en una silla de ruedas, a propósito de El oráculo de la Fortuna

“Crucé laberintos de oscuridad infinita para llegar a ti. Yo iba a cumplir el rol que me pidieras, ese era mi fin: que me quedara contigo a pesar de todo. Sé que tienes pena, porque me duele, y es culpa tuya, porque me duele y pude haberme soltado mucho antes. Preferí quedarme aquí. No hay suficiente amor en el mundo para cubrir esta pena, pero haré lo posible para abrazarla. (…) Ahora sé que puedo cruzar océanos negros”

Junto a la guerra, detrás, adelante, o de costado, siempre viene el amor. La literatura nace con la narración de una conflagración, pero la guerra entre aqueos y troyanos se declaró por el rapto de Helena, y que haya sido o no por amor, fue por amor que se libró su rescate, y fue también por amor a una sacerdotisa que se desató la cólera de Aquiles. El oráculo de la fortuna, la novela de Aldo Berríos, no trata sobre griegos, pero su herencia palpita en sus páginas. Alberto Bruna, su protagonista, es un escritor sumido en la melancolía, sin mujer ni hijos, se mueve por el mundo en una silla de ruedas,  confinado a vivir una vida postrado tras sobrevivir a un trágico accidente automovilístico. Sin poder levantar una obra literaria que le permita vivir con holgura, ha renunciado de momento a su tarea, para dedicarse a escribir los curiosos, muchas veces ilógicos y divertidos, mensajes que vienen al interior de las galletas chinas de la fortuna. Esta imagen es repetitiva, porque nos recuerda que en efecto, toda cosa, persona o lugar, esconde dentro de sí un mensaje, muchas veces un mensaje que llena de vergüenza o de dolor a su portador.

La novela trata sobre roturas, sobre heridas irrecuperables, pero también sobre las configuraciones y los tiempos que determinan las relaciones entre personas. Alberto Bruna guarda unas muñecas rusas, unas matrioskas coloridas y bellas, enviadas por su padre, quien tras el golpe de Estado del 73 en Chile debió exiliarse en Moscú, y que en su persistencia para que su hijo no lo olvide, se las hace llegar una tras otra ¿pero qué quieren decir estos envíos? Probablemente lo mismo que las galletas de la fortuna, que las personas se van encapsulando, y que al ir retirando cada muñeca para llegar hasta el interior nos encontramos en última instancia con la sustancia de lo que estamos hecho: polvo y arena.

El punto central de la novela es una larga reflexión entre la relación más intensa que pueden sostener dos personas: el amor, que trae a su vez aparejado el odio, la envidia, el desdén, y finalmente el desengaño, que —siguiendo la metáfora que propone Aldo con las matrioskas—sería la rotura de la última muñeca que sostiene el armazón de un sentimiento, siempre frágil, siempre al borde del abismo, siempre tan condicionado por el tiempo y el espacio, monstruoso, porque es capaz de engendrar una traición o una muerte, o divino, porque puede redundar en la creación de un nuevo ser. Y entre ese mar de reflexiones y evocaciones, la figura del escritor Alberto, cada vez más desvanecida, se propone como último intento recuperar a Helena (sí, como la Helena de Troya, y una vez más podemos evocar la figura del caballo de madera, recordándonos que todos somos interioridad y misterio), pero lo que encontrará en su viaje será algo muy distinto. Y en ese encontrar, es cuando emerge de la sombra un amor, un proyecto que pueda darle sentido a su vida: su novela La luz fantasma.

El amor ha dado una serie de géneros objetivados en obras y composiciones presentes en toda la literatura universal, como las églogas, los cancioneros de amor y obras tan raras y vastas como El Sueño de Polífilo o El Decameron. Los antiguos poetas del medioevo tenían muy en alta estima el amor, a grado tal que si un poeta no estaba enamorado, al menos debía fingir estarlo. Por amor se ha matado y se ha muerto, se han edificado reinos y se han destruido dinastías, pero fuera del marco de la tragedia (que esta obra no lo es), no podemos dejar de recordar los versos inmortales de Virgilio, omnia vincit Amor; et nos cedamus Amori (El amor todo lo vence, entonces demos paso al amor), porque no solo lo podemos concebir como una fuerza arrolladora que arrebata a los sentidos, sino también como una luz que va creciendo, y que esa luz enmarañada escode gestos y momentos imperceptibles, que tarde o temprano eclosionan y se liberan, y más allá de una pasión desbocada, termina siendo la piedra angular de lo nuevo, de lo que vendrá.

Con una escritura pulcra que recuerda a los simbolistas franceses, Aldo Berríos propone en poco más de cien páginas, el devenir completo, con su pasado, su misterio y la irresolución oracular de una vida, del escritor Alberto Bruna, un hombre a la que la Fortuna, aquella dama que muchas veces da a quien menos merece y quita a quién más necesita, busca un lugar (y un tiempo) en un mundo marcado por la pérdida y el desengaño. ¿Es posible trazar un nuevo camino cuándo se han extraviado todos? Es lo que intenta desentrañar esta novela, tender puentes entre abismos, registrar esos estados mentales desvanecidos que provocan una ilusión más terrible que la realidad, aquella necedad de pensar que la vida se ha detenido mientras el mundo sigue y avanza hacia un fin, y entre medio el amor, el amor juvenil y frágil que visto en retrospectiva, por un personaje ya maduro, representa un oasis, un lugar al cual aferrarse en medio de una vida que se hunde, pero lentamente.

martes, 22 de marzo de 2022

Yoshimi Paradox o la paradoja de la máscara

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“Procura de ir con cautela en el ver, en el oír y muchas más en el hablar. Oye a todos y de ninguno te fíes. Tendrás a todos por amigos, pero guardarte has de todos como de enemigos" Baltazar Gracián

Yoshimi Paradox es una gran mascarada. En primer lugar, porque su trama —que podemos reducir en pocas líneas—trata sobre la búsqueda de un personaje, una tal Yoshimi Komatsu, bloguera de comienzos del siglo XXI, que en algún momento publicó en una gran editorial para luego desaparecer, y en segundo lugar, porque todos los personajes que desfilan a lo largo de las páginas del libro, están basados en personas reales que sentaron y desarrollaron las primeras bases de la ciencia-ficción chilena de los últimos decenios.  No obstante, los trasuntos escondidos en nombres diferentes y metamorfoseados no son identidades que coincidan plenamente con sus referentes: hay máscaras sobre máscaras, retazos o fragmentos biográficos. Es el poder que entrega la ficción. Si Amira se hubiese limitado a historiar una época, habría tenido que limitarse a cotejar cada publicación o evento en un estilo periodístico que habría empobrecido el relato; al revés, puede alterar biografías, cronologías e introducirse en recovecos íntimos que sin el pacto ficcional es imposible.

¿Pero qué es una máscara? Para referirnos a ella, también tenemos que hablar del concepto de persona, porque en sus inicios, persona se le decía en el mundo griego a la máscara que llevaban los actores para interpretar un rol en el teatro, per-sonare, el que suena, el que habla. No en vano decimos de alguien que es sincero porque no actúa, es decir no lleva cera, uno de los materiales predilectos de estas antiguas máscaras. En las sociedades preestatales, las máscaras eran utilizadas de manera ritual por los chamanes para conectarse con entidades metafísicas o seres espirituales, representaban una conexión, una llave, entre el mundo terrenal y divino. Hay mucho de aquello en la configuración de una persona: asumimos máscaras ya sea para mimetizarnos con el entorno, para seducir, para generar temor o para adentrarse en el trabajo. Una de las imprecisiones más grandes, por no decir falsedades, es cuando alguien dice ser siempre igual, que se comporta y trata a todo el mundo de una misma manera, señalando esta actitud como un valor per se. ¿Pero realmente una identidad determinada puede ser siempre la misma persona? ¿Acaso un adulto que trata con un niño de cinco años, y que luego va al bar para confidenciarle sus problemas íntimos a su amigo es la misma persona, la misma máscara?

Intimidad y misterio son dos ejes sobre los cuales descansa la idea de persona. Lo íntimo, porque a diferencia de los animales y las cosas los individuos tienen una vida interna privada, y lo misterioso, porque teniendo la complejidad y el potencial creador de un Dios, somos finitos, pronto nos iremos para dar espacio a otros individuos. Yoshimi Paradox, como bien decíamos, es la búsqueda de una persona, pero también implica la fijación de una identidad. Identidad, no es un término unívoco, sino más bien análogo, porque su uso posee muchas acepciones según el contexto, podemos hablar de identidad de género o identidad nacional, lo “identitario”. En el caso de una persona, de la psique para ser más precisos, tiene como características la fijación de la existencia en el tiempo, además de tener un principio de auto- sustentabilidad. A diferencia de la idea de persona, que nació con la máscara, el origen de identidad es más difuso, pues originalmente fue un término en latín que provenía de identitas, id-ente, “qué es una cosa”, es decir, una palabra para preguntarse por la naturaleza de algo. Es, en efecto, una palabra que se desarrolló durante la escolástica, un término de origen religioso, el que Santo Tomás lo utilizaba para referirse a una unidad, la unidad de algo, de una persona o una cosa, una identidad.  La identidad, para la ley, es una asociación expresada en un número respecto a una persona natural o jurídica, y para la psiquiatría moderna, una unidad psíquica que de ser disgregada o disuelta, puede generar trastornos, como el famoso trastorno de personalidad múltiple, mejor conocido como trastorno de identidad asociativa, o el Alzheimer, que implica la desintegración progresiva de una unidad.

La novela de Amira posee dos estructuras que bien vale la pena señalar. La primera es la entrevista, formato en la que una estudiante de letras propone como trabajo de tesis indagar en la obra y figura de Yoshimi, para lo cual interrogará a una serie de personajes que trataron directa o indirectamente con la desaparecida autora; el segundo formato es el blog mismo de Yoshimi, y que como todo diario, no solo busca inventariar el día a día, sino que es una búsqueda interna, pero al revés de la privacidad de un diario inédito, el blog es un ejercicio abierto de introspección y retrospección voyerista; en la que se configura una identidad, la cual se busca fijar en el tiempo y en el espacio; y una personalidad, que va con sus vaivenes y múltiples mareas.

Masked de Rebecca Wood
Pero también es la indagación de una generación concreta, enmascarada en Yoshimi, una generación que levantó un movimiento en Chile con una serie de publicaciones y autores, que durante ocho años se encargó de articular un movimiento que sirvió como centro de creación y semillero de talentos; hasta el 2022 aún no ha cristalizado en una obra maestra o señera que pudiera aglutinar múltiples caminos y desarrollos a posteriori: sus principales referentes han muerto o se han retirado de este tronco, algunos por considerar a la ciencia-ficción como un lugar de paso, de turisteo, otros por pensar que es un producto de manufactura anglosajona —imposible de replicar en Chile— el cual tiene para sí un aparataje materializado en tiradas sobre 100 mil ejemplares, premios dotados en miles de dólares, además de estar engarzada en centros productivos y científicos vanguardistas, al grado tal que ni siquiera durante la Guerra Fría tuvo a rivales a su altura ¿dónde están los grandes escritores de ciencia-ficción soviéticos o japoneses? Existen, pero en antologías marginales y cuyos nombres no impactaron con la misma densidad en la cultura popular como H.G Wells, Asimov, Orwell o Huxley, o en la literatura como Vonnegut, Le Guin o Greg Egan.

Yoshimi es una novela artefacto para repensar los mitos, el mito de la misma Internet, por ejemplo, la cual alguna vez se le entregó cualidades de ubicuidad infinita, cuando en realidad a cada minuto se pierden miles de datos y páginas web cierran irrevocablemente. Y también es el mito de la amistad, una red de máscaras, en las que el lector, al poco correr de las páginas, podría reconocer máscaras sobre máscaras, que protegiendo o desdibujando identidades verdaderas, buscan sacar a la luz el doble fondo, el revés de las ficciones de lo que podemos intuir apenas un atisbo lumínico, bajo pliegos y agujeros de oscuridad ilimitada.

viernes, 13 de noviembre de 2020

La ballena de Aldo Berríos: sombras y espectros del Japón

Wayward whale in the city de Maggie Hurley

Editorial Áurea. La Balena. Aldo Berríos. 
1era edición Octubre de 2020. 127 páginas.

En su Tesis sobre el cuento, Ricardo Piglia resume una anotación de Chéjov que contiene el núcleo de un relato que nunca desarrolló:

Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida.

La anotación, que puede servir perfectamente como una ficción breve (hay un personaje, hay una trama y un final), tiene la peculiaridad de que puede abrirse como un abismo infinito de interpretaciones. ¿Quién se suicida teniendo dinero? Pero lo cierto es que todo suicidio tiene un fondo de enigma: no son más enigmáticos los que dejan notas, como el polémico suicidio ritual japonés (seppuku) que cometió el italiano Emilo Salgari, dejando más preguntas que respuestas con sus hipotéticas razones para llegar a tan drástica situación.  

Porque quizás, como plantea la magnífica novela japonesa El grito silencioso de Kenzaburo Oé, probablemente lo más macabro de terminar con la vida no sea el acto en sí mismo, sino el descubrimiento que puede llegar a hacer un suicida para tomar tan drástica situación. En Japón hay una tradición ilustre de escritores que se auto-eliminaron, Mishima, Kawabata, Akutawaga, todos de distintas maneras y es muy sabido que además de ser una cultura de fuerte raigambre guerrera, con un pasado imperialista y militar, el suicidio en Japón es un pozo de nunca cavar.

Una novela chilena ambientada en Japón

El gesto de Aldo Berríos, de utilizar como telón de fondo a una realidad más lejana a la nuestra, recuerda la actitud de otros artistas para escenificar sus ficciones, como el chileno Paulo de Jolly, que le cantó a los jardines de Louis XIV, o el español Jesús Ferrero con su Bélver Yin ambientada en los puertos de Shanghái. La ballena tiene como narrador y protagonista a un mestizo mitad chileno, mitad japonés, quien viaja hasta el país del sol naciente con una tarea muy clara: investigar al bosque de Aokigahara para escribir un reportaje sobre la zona, lugar que en la realidad es tristemente célebre por albergar a una gran cantidad de suicidas, quienes año a año eligen a esta zona boscosa como tumba para acabar con sus vidas.

Aldo Berríos,
autor de La Ballena
El estilo que despliega Aldo es sutil, como bien se emplearía aquel adjetivo para describir las formas que mejor conocemos de la literatura japonesa: trazos delicados para introducirnos a cada escena, descripción breve y poética, una utilización constante de la figura de la sinestesia, esto es amalgamar sonidos, sensaciones o sabores con recuerdos, y diversos recursos propios de la literatura parenética y proverbial oriental, con pequeños consejos morales propios de la sabiduría universal. En La Ballena no hay juegos de perspectivas, ni fracturas en el tiempo, recursos que la obra no necesita, pero sí constantes monólogos internos con superposiciones a la voz narrativa de otra voz, como si la mente de quien nos narra estuviera invadida por un fantasma. La trama que nos relata Aldo es introspectiva y se relaciona con tratar de entender por qué el hijo del protagonista decidió suicidarse.

El hijo del protagonista es menor de edad

Y ahí radica el quid de la búsqueda, ¿por qué un niño decide acabar con sus días? Los motivos para que un adulto decida morir descansan en factores innumerables, pero por lo general se trata de una decisión tomada racionalmente porque la vida se ha convertido en una carga: sí, no suelen estar locos ni bajo efectos de una droga los que deciden partir, de hecho estadísticas elaboradas respecto al momento del día en que se comete el acto, lo ubica entre mediodía y antes de la noche, horas en que el sujeto en cuestión está más lúcido, libre de sicotrópicos o de cualquier sustancia. Las razones son tan infinitas como seres humanos existen, por deudas, debido a una enfermedad catastrófica,  cuestiones políticas o remordimientos tras cometer un hecho delictivo o reprobable.

El mundo de los niños es distinto. El narrador intenta esbozar alguna explicación, porque sin duda lo que experimenta un suicida, no es otra cosa que una ruptura entre su yo y el mundo:

El mayor defecto de nuestro sistema está en ocultar el sufrimiento. En tapar el sol con un dedo insensible. Hoy por hoy, la mayoría padece alguna enfermedad mental no tratada, pero la ocultamos con nuestras fuerzas, porque es más sencillo callar que dar explicaciones.

Una observación similar realiza Carl Gustav Jung, al diagnosticar que vivimos en un mundo esquizofrénico haciendo una dura crítica a nuestra modernidad, la cual ha edificado un mundo con gruesas bases ancladas en la ciencia, pero que ha perdido el contacto natural con sus fenómenos, y así hemos dejado de oír la voz de los dioses en los truenos o de asimilar la belleza y la sabiduría en el símbolo del árbol: descreídos totalmente de los dioses, depositamos nuestras esperanzas en sistemas políticos y económicos manejados por hombres, que con todo el progreso de la técnica han facilitado, en efecto, nuestras vidas, pero no la han profundizado, quedando una superficie costrosa y deslizante en la cual es muy fácil resbalar y caer, y muchas veces para siempre.

Una guía de espectros de bolsillo


El marco realista de la novela se desborda en las primeras páginas, una vez que su protagonista hace contacto con el guía que lo conducirá hasta los bosques de Aokigahara. El trayecto que realizan ambos se asemeja mucho al recorrido de Dante por el infierno en la Comedia, y así como una vez se traspasa el umbral, es mejor abandonar toda esperanza. El viaje hacia los bosques queda deslindado con la impactante descripción del actuar de un extranjero, que haciendo caso omiso a cualquier gala de cortesía, marcará el decurso del libro con un hecho extraordinario y cruel. A lo largo de la novela, constataremos que el paisaje interior se funde con el paisaje exterior, y la relación entre iniciado e guía se mixturan, dando paso a un mundo fantasmal donde los espectros y seres del mundo espiritual de Japón hacen su aparición: todo habla y se comunica, los meandros del camino, la neblina que cae entre los árboles, los mismos personajes fantasmales, que repiten ininterrumpidamente su sufrimiento, muchas veces de manera sadomasoquista, y en efecto, eso los liga con los círculos dantescos. 

En un diálogo entre el padre del hijo muerto y su guía, éste le relata la historia, a modo de acertijo, de un hombre que recibe una llamada telefónica muy de noche, y le cuentan que en un accidente fallecen muchas personas. Tras escuchar esto, el hombre se levanta, prende la luz, y se suicida. Ese pequeño relato condensa en gran medida la relación del yo con el resto: no estamos tan solos como podríamos creer, y si llegásemos a estarlo, seríamos como los dioses, acaso los más soberbios, pues ellos tienen la autodeterminación de saber cómo y cuándo abandonarán este mundo.  Y probablemente aquella imagen del hombre que se levanta y prende la luz resuma todo esto, pues como dice el narrador de La Ballena, cuando se enciende una luz en algún lugar, hay una que se apaga en otro.

viernes, 9 de octubre de 2020

La mujer escarlata: un folletín hirviendo en su máximo grado de ebullición

Whore of Babylon, ilustrada por William Blake
Whore of Babylon, por William Blake

Editorial Áurea
La mujer escarlata: el rito de Bábabol. 
Sergio Alejandro Amira y Martín M. Kaiser. 
1era edición, abril de 2020. 

Por alguna curiosa disposición, las obras escritas a cuatro manos tienden a la sátira, a lo policial y al pastiche. Es como si esta disposición autoral se decantara mejor por obras en un tono burlesco, aún cuando los hechos que se narran sean tan terribles como la violación, el asesinato o el incesto. Sabemos que Borges y Bioy Casares hicieron lo suyo con Honorio Bustos Domecq, autor inventado para dar rienda suelta a relatos detectivescos que homenajeaban y ridiculizaban a partes iguales al género tributado, poniendo delante de estas ficciones a Isidro Parodi, que desde su nombre mostraba su clara intención: Parodi, parodiar, que como sabemos, lo paródico no es otra cosa que copiar un modelo (precisamente Modelo para la muerte es otra novela del par) pero desfigurándolo con una intención satírica, evidenciando sus flaquezas y pretensiones.

En Chile no tenemos una tradición de escritura a cuatro manos, pero vale la pena mencionar a la dupla hispano-chilena compuesta por Bolaño y A.G. Porta con su Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, que desde el título mismo se evidencia el homenaje y el pastiche, poniendo como protagonistas a una pareja compuesta por un narrador catalán y su novia sudamericana en plan Bonnie y Clyde: violencia, delincuencia y muerte corren como la sangre por sus páginas. Otro caso digno de mencionar es La dupla compuesta por Bartolomé Leal y Eugenio Díaz, quienes han inventado al autor Mauro Yberra, creador de los hermanos Juan y Jorge Menie, protagonistas de una trilogía compuesta por La que murió en Papudo, ¡Mataron al don juan de Cachagua! Y Ahumada Blues, las que tratan sobre diversos crímenes escabrosos donde no faltan las brujas, los donjuanes, temibles sectas satánicas, políticos fanáticos y vueltas de tuerca en cada página, muy propias de las clásicas novelas de misterio.

En esta misma línea paródica, con elementos más cargado al kitsch, se inscribe La mujer escarlata,  de los escritores chilenos Sergio Alejandro Amira y Martín Muñoz Kaiser. De entrada hay que aclarar que la novela ya había sido publicada, en 2014 por Editorial Forja bajo el nombre de WBK (siglas de Warm Blooded Killers), y en los años que circuló no tuvo gran repercusión mediática (como suele pasar con las obras singulares), pero que urgía actualizar y poner nuevamente al alcance de los lectores con una segunda vida.
Al fondo, Sergio Alejandro Amira.
En primer plano, Martín Muñoz Kaiser
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La mujer escarlata se trata de una edición remozada y actualizada de esa WBK, y que si bien gana en algunos aspectos, pierde cierto equilibrio en otros. Por fortuna los puntos débiles son menores: cierto atolondramiento en apresurar las escenas sexuales, extensión de algunos diálogos baladíes, sobre todo entre los personajes femeninos del libro, y un snobismo a veces innecesario al poner en boca de los personajes frases completas en francés, alemán, inglés o hasta ruso (con caracteres cirílicos), lo que si bien podría considerarse como un gesto de vanguardia, esta obra no pretende lo mismo que una obra como La montaña mágica de Thomas Mann, sino que pone en primer plano el hecho de entretener y en un segundo más retirado, crear un entramado de referencias ficticias apoyadas en la magia, la religión, la ciencia y como no, la literatura. 

Uno de los cambios favorables que compensan estos lastres señalados, es que el armazón de la novela se siente más destilado, las transiciones entre las escenas están mejor logradas, los personajes mejor caracterizados y las claves iniciales se entregan desde el comienzo, con alusiones a la magia thelemita y el rito de Bábalon, las cuales guiarán al lector en una historia en quinta y a toda velocidad.

Una trama disparatada llena de disparos

La novela sitúa la acción en un Chile aparentemente aburrido donde no pasa nada, pero que tras su cartografía se esconde una ambiciosa historia de asesinos protagonizada por Andrés Kassler y Jamal Amirov, hombretones que responden al prototipo de macho alfa, no solo por ser musculados y violentos, sino también porque manejan muchas lenguas, una cultura universal que cualquier enciclopedista querría, y vamos hilando fino, el sueño húmedo de toda mujer (y hombre) que valore por sobre cualquier cosa la inteligencia y la testosterona. La bella pelirroja Sofía actúa como contrapunto entre ambos personajes masculinos, y como toda femme fatale, no pierde su tiempo en seducir y lanzar sus calzones ante la menor insinuación de Andrés, el galán de turno que sin ninguna clase de complejos volteará y pondrá patas para arriba a la bella en maratónicas jornadas de sexo, goces verbales que cualquier lector del Kamasutra agradecerá a rabiar.  



Comparativa de ambas portadas. En la primera se resaltaba más el protagonismo de Sophie, mientras que la segunda se decanta más por el vínculo peligroso entre Andrés y la pelirroja. 


Una de las claves esotéricas del libro, es que la peligrosa atracción entre la pelirroja y uno de los agentes, Andrés, puede provocar una suerte de rotura en la realidad, idea que se sustenta en la antigua creencia del Orgón, una unidad energética espiritual que dota de vida a todos los organismos, algo así como el éter, el ki, o el élan vital de Bergson. Esta poderosa atracción hormonal entre Sophie y Andrés es el conflicto inicial que desencadenará una oleada de muertes, irrupción de asesinos inspirados en procesos alquímicos y hasta la referencia a una misteriosa Compañía que opera en los márgenes del tiempo y del espacio para intentar reunir los fragmentos de múltiples universos que estallaron en miles de pedazos tras la Segunda Guerra Multiversal (sí, bien leyó), y preservar a la gran Trama, algo así como el mecanismo que permite el continuo espacio-temporal, o sea el funcionamiento del todo.  

Por otro lado, La mujer escarlata se apropia de una violencia muy al estilo de la fantasía heroica post Tolkien (Michael Moorcock, R.A Salvatore, George R.R Martin), una violencia descarnada y detallista, con muchos aderezos modernos, como armas de fuego, persecuciones de automóvil y diálogos punzantes:
–Estás muy confiado, ¿no crees que vas a morir?
No, pero en esta línea de trabajo uno aprende a vivir cada minuto como si fuese el último.
O en esta descripción que concentra todo el fulgor de un combate:

Andrés da tres pasos y salta con potencia, sostiene la nuca del agente y le revienta el rostro de un rodillazo; la sangre salta a chorros de la cara del hombre que se desploma con convulsiones por el trauma encéfalo craneal.
Dentro de este tinglado no puede faltar lo monstruoso, con personajes que deslindan la verosimilitud, herederos de la tradición del manga japonés, pero también del grand guignol y el circo freak, presentándonos lo impresentable: gigantes con piel de acero, vampiros  con habilidades psiónicas, osos polares transformados en ciborgs con poderosas garras de acero,  comunidades de locos que creen vivir en el mundo de Alicia en el País de las Maravillas, o un agente que es capaz de materializarse y desmaterializarse a voluntad.

La mujer escarlata se puede leer perfectamente como un sinóptico que reúne en un todo a las artes marciales, las historias de espías, las tramas de ciencia-ficción interdimensionales, las paradojas espacio-temporales, las conspiraciones mágicas y un mixturado variopinto de disciplinas y seudociencias estrafalarias: sí, puede que su composición y las temáticas no tengan nada que ver con lectores de perfil más serio, pero así como los antiguos libros de caballería gozaron de mucho éxito y fueron desdeñados por la academia (y tras 400 años recién recuperados), La mujer escarlata es una obra que exuda músculos, impensados giros de tuerca, y muchas veces elementos de la mejor y más aguerrida literatura. 

viernes, 11 de enero de 2019

La pesadilla de Sergio Alejandro Amira

Visión tras el sermón, de Paul Gauguin

Editorial Pudú
Sweet Dreams, Sergio Alejandro Amira
1era Edición 2018, 250 páginas. 

¿Es real el realismo?

Joris-Karl Huysmans se quejaba en Francia a fines del siglo XIX que los mecanismos del naturalismo, y toda su joyería anclada en el realismo, ya se estaba agotando, y que por lo tanto era necesario indagar en la ficción a través de nuevas formas La novela decimonónica ya estaba dominada y sujeta a esquemas pequeñoburgueses que no hacían más que repetir la misma historia pero con diversos elementos: el cortejo, las nupcias, la infidelidad, el crimen, máscaras de una misma obra que podían adoptar el mozo de cuadra, el marino mercante o el conde arruinado. Algo había que hacer, y así fue como los decadentes (movimiento no programático con el que se asoció la figura de Huysmans) pusieron la primera piedra de algo que se aproximaba, de algo que dejó su constancia telúrica y que arrasó como una bomba atómica los floridos campos de Europa. Aquel impulso redundó en que durante la primera mitad del siglo XX, y sólo en el país galo, se concentrara una pléyade completa de movimientos y artistas que desafiaron las convenciones de la realidad, quedando sus frutos regados por todo el continente. Nombres como Jarry, Proust, Céline, Breton o Roussel, aún estallan y resuenan, y eso fue sólo el comienzo de una larga tirada de escritores coronados por una nueva aura que venía a desafiar las convenciones del realismo.

Algo muy diferente sucedió en Chile. Algo de lo que por suerte supo sustraerse la poesía, pero no la narrativa. Se trata del excesivo peso que ha ejercido el realismo en la balanza creativa, poniendo en primera fila a un grupo de autores que sólo se han contentado con repetir los mismo esquemas narrativos de hace doscientos años, y cuando estos mismos autores han tanteado caminos divergentes, rápidamente han regresado al camino seguro, todo con el fin de no evitar rechazos y frustraciones. ¿Por qué será que en Chile aún se siga valorando la literatura como un medio utilitario o de denuncia? ¿No es posible avocarse sólo al placer estético? Pero no se trata de enarbolar una concepción del arte por el arte mal comprendida; se trata de sacudir a la literatura, desempolvarla y removerla de las mismas formas probadas y gastadas, de terminar con la modorra de provincia y ombliguista,  para abrirse paso hacia lo desconocido, a los infértiles terrenos de la incomodidad, a la selva de los temas que nadie habla o quiere tocar como la violación, el incesto, o la misma ambigüedad que unen la muerte con el sexo. 

Si hubiese existido un Huysmans chileno a fines del siglo XIX (¿pero cuántos  lo leen fuera de Francia en la actualidad?), o si la obra de Juan Emar durante la década de los treinta hubiese despegado, probablemente estaríamos ante otro paisaje literario, uno que no señalase con el dedo a la literatura fantástica tratándola de irreal o evasiva, porque precisamente lo seminal de la literatura fantástica no es evadir la realidad (y si lo hace siempre resulta triunfante, porque como decía Teófilo Cid, es necesario derribar esta asquerosa realidad para ser libres) sino para mostrarnos una realidad aumentada y especulativa en la que caben dentro de sí las variaciones de la historia, los símbolos arquetípicos, el misterio de la creación, el enigma, y por supuesto, los sueños, variables que la literatura realista-convencional, en su misma simpleza y chatura, es incapaz de integrar armoniosamente la disrupción de lo desconocido. 

El centro silencioso y la mágica cortina de humo

Sweet Dreams tiene como centro la voz de un narrador que nos muestra la fisura y  descomposición de su mundo personal, mundo en que ni el trabajo ni el amor han servido como anclajes para evitar el desastre: ¿debo seguir viviendo o mejor apretó el gatillo? El narrador se hace cargo de todas esas fuertes pulsiones autodestructivas mostrándonos que nada tienen que ver con la posición social, el éxito mediático o la ostentación de bienes. De hecho, el narrador-protagonista ha sorteado los principales obstáculos como para lograr conquistar su propio metro cuadrado: está casado, tiene una hija, una mujer bella y adinerada, hogar propio, e incluso es escritor y no le va nada de mal con las ventas.

Mandrake el mago
Como toda novela que se alza por sobre las convencionales, el libro discurre por múltiples carriles en las que las interpretaciones y las lecturas van corriendo dispares al interior de los ríos y las aguas que arrastra la prosa de Amira. No es exagerado decir que la novela se trata nada más y nada menos que de un escritor que ha extraviado el camino y que gran parte de lo que (le) sucede ocurre en su mente; pero lo que ocurre en su mente, las dislocaciones e idas y venidas por distintos recuerdos y fantasmagorías, contaminan e invaden la noción de plenitud y unidad del sujeto narrativo, dejando al descubierto algo que siempre hemos sospechado de los demás, e incluso de nosotros mismos: que no somos más que marionetas ancladas en un escenario de utilería.
La mente es igual a un biocomputador, es un biocomputador que funciona de acuerdo a un programa. Actuamos de acuerdo a nuestra programación, de acuerdo a determinada forma de presentarnos al mundo. Pero debajo de esa programación (…) hay un centro silencioso.
Sweet Dreams es una novela que se torna obsesiva, que está salpicada de referencias a otras obras y artistas, pero a diferencia de esos textos donde sus autores intentan exhibir vulgarmente sus conocimientos librescos, como en un espectáculo de fuegos de artificio, Amira hace lo contrario; agrupa en bosques incendiados diversas líneas de pensamientos y conocimientos dispersos que van siendo hilados y tamizados al son de la trama, acumulación de los días que nos va relatando esa misma voz que cada vez sentimos más cercana, como la de un amigo que a veces nos relata algo importante, y a veces lejana, cuando de repente delira y comienza a discurrir en torno a la soledad, al fracaso, la angustia, la locura y el inexorable paso del tiempo.

Pero Sweet Dreams no es sólo una enciclopedia del mal o del buen gusto estético, porque por fuera y por dentro de las reflexiones de este yo, que se torna cada vez más enigmático, van desfilando sus experiencias en el matrimonio y en el amor, institución y sentimiento socavados por las malas experiencias, emergiendo claro está, la figura de la femme fatale, de la mujer manipuladora y maligna, que absorbe como un parásito al narrador, aparece su hija, con la cual establece una relación de odio-amor incestuosa, y el mismo narrador, que no se nos muestra como un ser angelical o como una víctima de las circunstancias; al contrario, muchas veces se golpea a sí mismo con la misma virulencia con la que golpea a los demás. Y así como el narrador tiene una idea sobre qué podría ser la mente, también tiene más de una sobre qué es el mundo:
Hay pistas en todas partes, pero el creador de este rompecabezas es astuto. Las pistas, aunque a nuestro alrededor, están confundidas entre otras cosas. Y a esas otras cosas, a la incorrecta lectura que hacemos de las pistas, la llamamos mundo. Nuestro mundo es una mágica cortina de humo.
Así como el vidente o el psicótico experimentan que muchas veces se pueden ver las costuras y lo artificioso de la realidad —como en la matrix—, el que ve, también intuye que tras esa realidad ilusoria puede que exista algo más que no necesariamente sea un lugar idílico como el Jardín del Edén, sino que acaso algo intoxicado, enfermo y patológico.

El escritor es el monstruo y el patólogo a la vez

Así como existen pocas obras que buscan explorar el otro lado del espejo, la parte más visceral y monstruoso de nosotros mismos, pocas también tienen como centro las motivaciones y las vivencias de un artista. Ejemplos lo podemos encontrar en la obra de Enrique Vila-Matas, donde mixtura ficción y ensayo literario, o los diarios de Cesare Pavese o Kafka, constataciones de los días y las pesadillas, aunque más próximo a la constelación de Sergio Alejandro Amira encontramos a Philip K Dick (en especial con Valis), o Mircea Cartarescu y su Solenoide, todas novelas teñidas no sólo por la búsqueda de encontrar alguna respuesta entre los cortinajes y las tarimas de lo novelesco, sino que también por las implicancias metafísicas y filosóficas de lo que presupone consagrar una vida a una actividad que no suele entregar réditos, ni económicos ni sociales. Esto es cierto no en el caso de los best-seller, con escritores-fábrica que homologan la actividad literaria a una industria de crear libros, sino que se trata cuando la actividad literaria se transforma en una religión o en una droga, en una manera auténtica de estar solos.

Sergio Alejandro Amira
Pero ese estar solo, lo que discurre entre afirmarse como un yo, con una historia y una memoria, como un alguien desprovisto y desnudo de máscaras, implica asumir una identidad, y la identidad es una constante en la literatura de Amira. Lo que nos sugiere el narrador de Sweet Dreams, es que no sólo es importante y vital el ¿hacia dónde vamos?, sino que hay algo más estricto que se debe desentrañar, y es el ¿quiénes somos?, porque sin identidad no puede haber camino, pues se necesita de una voluntad y un propósito para andar. Es el horror vacui, el miedo a la zombificación, el ir y venir entre las mareas siguiendo los dictados de la moda o apropiándose de frases hechas y slogans como inspiraciones de vida, es el horror a navegar como una carcasa vacía que luego será enterrada y cifrada bajo un número y un código, es el pánico de sentir que al momento de morir darán en el funeral un sentido y lloroso discurso, no para elevar la memoria de un individuo para diferenciarlo para siempre del resto, sino que sólo para aplanarlo, comprimirlo, y terminar aniquilándolo igual que como quedarán los huesos y la carne, presas de la putrefacción y el olvido. No es pues, el miedo a la muerte, sino que es el miedo a no ser nadie, peor aún, es el miedo más íntimo de mirarse al espejo y ratificar que efectivamente no somos nadie porque no sabemos qué somos, de qué estamos compuestos, cuál es nuestro origen, y por qué existen fuerzas secretas que nos atormentan.

En Sweet Dreams no todo es monólogos o digresiones; como en todo universo original, alrededor de la voz principal aparece su hija Agustina y su mujer Mónica, el núcleo familiar y claustrófobico a la vez, pero también discurren por la vida del narrador otros escritores y lectores, que van sucediéndose para constatar diversas teorías sobre el arte y la novela. No obstante, como suele suceder en la realidad, no siempre las conversaciones más explosivas o intelectualmente atrevidas suelen darse entre artistas; puede venir desde una alumna que le pregunta al protagonista por el sentido o sinsentido de leer a Joyce, o la siempre en sospecha y bajo la lupa (y léase con letras de neón y pequeños chispazos) ciencia-ficción, o la posibilidad que sugiere un hombre apodado "Soviet", en la que los escritores ven a la literatura tan sólo como un mecanismo, como una droga para alejarse de los sueños, más letales que la vida misma. ¿Hay que vivir o escribir? La pregunta es tramposa, porque...
No hay que escribir, hay que vivir. Pero la vida es parte de una escritura hermética... ¿Dejar mi pluma para abrazar el fuego blanco? Eso jamás.

viernes, 7 de diciembre de 2018

Curialhué: con sangre en el ojo, de Rodrigo Muñoz Cazaux



Editorial Áurea
Curialhué: con sangre en el ojo. Libro I
1era Edición. 215 páginas.

Parece ser que toda utopía encierra dentro de sí su propio fracaso: es necesario mutilar al ser humano para conseguir que un espacio sea gobernado en términos idílicos de justicia y equidad, sin desmerecer ni favorecer a ninguno de sus ciudadanos. Para lograr la anhelada utopía terrenal, es necesario que una sociedad en conjunto deje de lado las discrepancias, el conflicto, para caminar de manera colectiva hacia un bien común, pero esa idea encierra una trampa, pues ello conlleva a que “en una ciudad sitiada, se considere que toda disidencia sea una traición” cita atribuida a San Agustín —y también a Stalin—y por eso no nos debe extrañar que dentro de una isla o tras los muros de la ciudadela utópica, se construyan cárceles, o que aparezca la tortura y el asesinato, y la deportación sea una manera “humanitaria” de lograr encauzar por un buen camino a la utopía.

Desmitificar la utopía y afirmar que la divergencia es innata en el ser humano es un paso terrible, principalmente porque sin el conflicto no habría guerras, pero tampoco habrían procesos históricos, ni conocimiento científico o artístico,  y el desarrollo de una cultura quedaría petrificada bajo un ideal o bandera. La utopía quiere a un hombre nuevo, pero ese hombre nuevo no puede tener historia, no discierne, es un autómata, un zombi, es finalmente un agente de la revolución, y la revolución siempre tiende al desorden y al caos de un orden ya establecido.

La novela de Rodrigo Muñoz Cazaux, Curialhué, se ensambla al tópico literario del locus amoenus en un escenario post-apocalíptico: un grupo de personajes de diferentes edades y extracciones sociales se ven envueltos en un acontecimiento real que tuvo lugar en Chile: el terremoto del 27 de febrero de 2010, el cual alcanzó una cifra cercana a los 9 grados Richter y que tuvo consecuencias inmediatas en cuanto al deterioro de transportes, comunicaciones, interrupción de servicios básicos y daño estructural, además de pérdidas de vidas humanas cifradas en cerca de 500 habitantes. Esto conlleva a la reflexión de que en Chile, pese a sus condiciones ambientales, aún no se inaugura una tradición de la literatura catastrófica o sísmica; pareciera ser que si bien estamos preparados para recibir estos sacudones de la naturaleza, rápidamente nos olvidamos que somos un país de terremotos, y en vez de exorcizar nuestros horrores como lo harían en Japón con robots gigantes, explosiones y monstruos del espacio para constatar un trauma, nuestra narrativa aún se concentra en relatar las heridas y cicatrices de otro trauma: la dictadura.

Curialhué no escapa de la sombra de la dictadura: en sus páginas aparece Joaquín, un hombre viejo, atormentado por un pasado de torturador; se trata de un solterón que lleva consigo un expediente enorme escrito por él mismo, titulado El Manual del Usuario, una suerte de diario de vida nihilista que combina crónica, con reflexiones, hipótesis, e ideas vagas, y no tan vagas, como la que plantea respecto a la raza humana:

La Tierra (…) siempre va a encontrar los medios para hacer que todo vuelva a su cauce natural. Ya sea el río desviado por la mano del hombre, ya sea el árbol que al crecer ha cubierto de sombra la planicie donde estaban esas flores. (…) Aun cuando creemos que somos los reyes del mundo y nos vanagloriamos que nuestras construcciones y las luces de nuestras ciudades son visibles desde el espacio, no hemos siquiera tenido el tiempo suficiente en la superficie como para poder registrar en nuestros libros los verdaderos efectos de la deriva continental”.

El accidente cósmico

Entender nuestro pasado geológico nos puede llevar a postular que la raza humana no sea más que un accidente cósmico -y de no serlo- que seamos muy similares a un parásito extraterrestre que no parece guardar armonía con los más de 4 mil millones de años que tendría nuestro hogar, si consideramos especialmente que sólo aparecemos en la Tierra hace poco menos de 200 mil años, sin contar que la civilización parece ser otro accidente en el tiempo, pues con su llegada no se suman ni 10 mil años. 

Curialhué se estructura de forma coral, con varios personajes que sin responder a un arquetipo, dan cuenta de la sombra y la luz de la humanidad: está Sergio, un hombre de familia común y silvestre, separado, que oculta un secreto que va más allá de la trata de blancas; está Clara, una ninfómana que no parece tener parámetros morales pero que detrás de si esconde una infancia derruida; Aurora, una enfermera que aún siendo hermosa y apuesta, causa una repulsión inexplicable entre sus pares o el citado Joaquín, que además de guardar una relación cercana con la dictadura, lleva una vida velada como homosexual. El punto de partida de la novela es el terremoto ya mencionado, pero antes se relata otro hecho histórico, El incendio de la Compañía de Jesús en 1863, ocurrido un martes 8 de diciembre, cuando en plena misa repleta de fieles, se originó un incendio que arrasó con toda la estructura y sus parroquianos, quienes no pudieron escapar pues las puertas se abrían hacia adentro, y los cadáveres de los caídos apilados en las entradas obstaculizaron cualquier tipo de salida.

“Tras la extinción del fuego, miles de cuerpos calcinados quedaron al descubierto. Frente a la imposibilidad de identificarlos y al riesgo sanitario que implicaba, se decidió darles sepultura en una fosa común del Cementerio General. El amanecer gris del 9 de diciembre estuvo acompañado del viaje al cementerio de 146 carretones llenos de cadáveres rociados de cal que abarrotaron la fosa cavada por más de 200 hombres. Cuatro días demoró el entierro. Pasados ocho días de la catástrofe, se pronunciaron las exequias en la Iglesia Metropolitana. Días más tarde las autoridades decidieron trasladar el templo de su lugar original, dejando en la tradicional esquina un monumento en honor a las mártires.” (extraído de Memoria Chilena)

Esta inserción primaria se complejiza en el entramado novelesco, principalmente porque no parece tener ninguna relación con los hechos que se van relatando. La estructura es coral y en tercera persona, recordando la narrativa de Juego de Tronos (pero sin la desmesura-río de cascadas y cascadas de sucesos que van cayendo), pero en especial su narrativa nos remite al Apocalipsis, de Stephen King. Si en la novela de King se trata de un virus que se esparce a la velocidad de la luz, en Curialhué se trata de los efectos de un terremoto y las mutaciones mentales que experimentan los personajes y no menor, la aparición del nombre en el horizonte psíquico de los personajes de una ciudad misteriosa que se llama Curialhué. En las desventuras que correrán los protagonistas se irá conformando un ambiente hostil muy en la línea de los road movies, habrán obstáculos, bandas rivales y violencia, todo narrado con un pulso fuerte y trepidante, conformando una premisa que es fundamental en un libro que respira de cerca a los best-sellers, las películas clase B o las historias pulps, que es la de no parar y avanzar con inesperados giros, dejando el listón de las expectativas cada vez más arriba.

La ciudad de los Césares



Las novelas de ciencia-ficción, la mitología, el folclor, los diarios de expedicionarios, han tratado desde diversas perspectivas la posibilidad de que exista una ciudad o un mundo invisible, como lo es en el caso paradigmático de Viaje al centro de la Tierra, de Julio Verne, que propone la existencia de una civilización perdida enterrada a miles de kilómetros de la superficie: estas narraciones intentan desentrañar una posibilidad que tiene muchas caras, pudiendo ser un nuevo Edén bajo la tierra (el imperio de los mil años del III Reich de Miguel Serrano), el avanzado pueblo de los hiperbóreos que plantea Bulwer-Lytton en su La raza futura, o la vertiente horrorosa que nos presenta H.G Wells con La máquina del tiempo, donde nos muestra a los morlocks, una raza maligna y bárbara que busca esclavizar a los habitantes de la superficie.

Lo cierto es que la creencia de civilizaciones perdidas se remonta a relatos tan antiguos como los de Platón y su postulación de La Atlántida, el continente mítico que quedara sumergido luego de un cataclismo. Muñoz Cazaux actualiza esta deriva, para presentarnos una ciudad de piedra y cavernosa, en la que sus habitantes reciben a los protagonistas que vienen escapando de algo (¿pero de qué? La paranoia de sus personajes es otro ingrediente central), y que por medio de unas aguas milagrosas los van subyugando lentamente. La ciudad de Curialhué, es pues, descrita como apacible, con condiciones aptas para la vida, pero a medida que los personajes centrales empiezan a recorrer y descubrir sus complejas galerías atravesadas por ríos subterráneos, sienten que algo, que una fuerza desconocida opera en ese espacio, siendo el tiempo la primera variable en dislocarse: una hora podría ser un día completo en la superficie, y el embarazo de una de las mujeres protagonistas parece acelerarse, siendo otro elemento que causa el pavor y el desconcierto.

El choque entre lo conocido y lo desconocido, entre la luz y la sombra, entre la vida y la muerte, circula una vez más como lo que planteamos al comienzo: parece ser que para llegar hasta un lugar perfecto y sin conflictos, es necesario despojarse de muchas cosas, y que finalmente todo paraíso, natural o artificial, siempre parece cobrar un precio para quienes buscan alojarse en su seno. Y ese precio parece ser no otro, que el de aceptar que el infierno sí puede ser un lugar idílico y confortable.
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