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martes, 6 de septiembre de 2022

Sobre la hybris a partir de un episodio del Amadís de Gaula

Uno de los episodios más notables de la obra maestra de los libros de caballería, El Amadís de Gaula, ocurre cuando se enfrenta a Dardán El soberbio en singular combate. Amadís representa el ideal clásico del caballero cristiano: es humilde, sencillo, presto a servir a los huérfanos, a las viudas y a los desamparados. Dardán es su perfecto opuesto: altanero, arrogante y violento.

Su primer encuentro ocurre cuando en una de sus tantas aventuras, Amadís solicita al señor de un castillo que le dé alojamiento, pero el señor lo desprecia y le pide que se largue. Amadís entiende que la única forma de reparar esta afrenta a su honor caballeresco es desafiando en un duelo a su agresor: el señor se niega, diciendo que es de noche y se refugia en su torre. En efecto, el señor de esa torre que ha despreciado a nuestro caballero es Dardán. Amadís sigue su camino.
Más adelante, Amadís se encuentra con dos doncellas que lo acogen en su campamento. Resulta que ellas se dirigen a la corte del Rey Lisuarte para presenciar un juicio por combate (juicio divino), y en la querella, una parte -por un azar lleno de sentido- tiene como representante al mismísimo Dardán, pero la otra parte, una viuda, necesita a un campeón que la represente, pues debido a un conflicto legal puede perder su herencia. Amadís sabe que no puede desaprovechar esa oportunidad, y no pudiendo negar su espada a una viuda, se ofrece para oficiar en el combate. ¿Entonces lo hace motivado por la venganza y la ayuda a la viuda es solo una coartada? No, como veremos más adelante.
Tras una serie de peripecias (los libros de caballería están repletos de aventuras, los encuentros son constantes y sonantes), finalmente llega a Amadís a la corte del rey, con un detalle; se esconde en un bosque para no aparecer entre la fanfarria y el festejo al campo de batalla, y en segundo término, para esconder su identidad. En el lugar, Dardán salta al campo de batalla exhibiéndose como un retador invencible, haciendo gala de su armadura y sus habilidades. Es en ese momento en que Amadís se transforma en su reverso perfecto, en su némesis: emerge de la floresta ofreciéndose como campeón con el yelmo abajo, para no revelar su rostro, y ante la maravilla de los presentes, con su escudo dañado pero entero de cuerpo, la viuda acepta su defensa. Entonces se baten en una justa clásica: primero a caballo y con lanzas, luego a espadas, y finalmente a pie, dándose golpes y estocadas mortales (un apunte: estas historias eran mal vistas en su época, sobre todo por el clero, pues vindicaban la violencia y los competidores de justas emulaban a sus héroes caballerescos, muchas veces con consecuencias nefastas).
La pelea es mortal, hasta que en un lance, Amadís logra derribar a su atacante, y pidiéndole que se rinda, le perdona la vida. Tras darle una lección de humildad, Amadís sin revelar su verdadera identidad, hace una reverencia y se retira nuevamente al bosque, ante el asombro de todos.
Pero acá es donde la desmesura y la soberbia hacen lo suyo: Dardán, el caballero más soberbio de cuantos han habido en el mundo, enloquece de celos al oír a su prometida que prefiere la elegancia y la humildad de su atacante, y preso de la ira, la atraviesa en dos con su espada, y no bastando con su acto desesperado, se suicida.
Y eso nos lleva al último párrafo del capítulo XIII, que nos dice:
"Aquella muerte plugo mucho a todos los más, porque ahunque este Dardán era el más valiente y esforzado cavallero, su sobervia y mala condición fazían que lo no empleasse sino en injuria de muchos, tomando las cosas desaforadas, teniendo en mas su fuerza y gran ardimiento del corazón que el juicio del Señor muy alto, que con muy poco del su poder haze que los muy fuertes de los muy flacos vencidos y deshonrados sean (pág. 374)"
Que es otra manera de decir que la soberbia es una fuerza ciega que nos arrastra hacia los placeres que irrazonablemente nos gobiernan, y junto a Aristóteles decimos que el placer que provoca esa soberbia es por el objetivo de "sentirse superior al resto". Y la literatura está plagada de ícaros y prometeos que quisieron ser más grandes de lo que eran, siempre con funestos resultados.

viernes, 4 de mayo de 2018

El amor como viaje imposible: una flor desgajada y tres líneas de francés antiguo



Amor y muerte han danzado como dos serpientes enroscadas desde los comienzos de la humanidad. No puede ser de otra forma; ambas engendran energía y movimiento, fundiéndose en pulsiones de destrucción o de vitalidad, de deseo, venganza o muerte. La literatura, como reflejo de la realidad (¿o cómo la realidad del reflejo?), escenifica el tema amoroso en una serie inagotable de relatos: Adán y Eva y la expulsión del paraíso, la guerra de Troya provocada por el rapto de Paris a Helena, la terrible muerte de Acteón tras contemplar a Diana desnuda, el Cantar de los cantares y la exaltación del amor nupcial, el príncipe Jaufré Rudel muriendo de amor por una condesa a quién sólo conoció de oídas, Dante en el infierno y la conducción de Beatriz hacia el paraíso, la trágica muerte de Ofelia tras el desprecio de Hamlet, el envenenamiento de la desdichada Emma Bovary, y el no menos desdichado y también despreciado Werther, quien por propia mano ultima sus días. 

Considerando esta rápida enumeración sobre el inagotable tema amoroso, podemos aseverar que no existen muchos relatos que aúnen el amor con lo fantástico, a excepción de los antiguos poemas épicos, o el relato macabro El hombre de arena, de E.T.A Hoffmann, en la que un desdichado se enamora de una autómata y aquello lo conduce a la locura. Así, tenemos al amor como venganza, como perdición, como salvación, y en este caso particular, como viaje imposible. No obstante, entrar en una disquisición sobre qué es o no es el amor excede el alcance de este artículo. No obstante, una visión original es la que plasma el filósofo serfardí del siglo XVI, León Hebreo, quien contraviniendo a los griegos, afirmaba que la verdad se correspondía con el amor, y no con la belleza, pues: 

“La belleza sólo busca lo mejor de los medios para expresarse, en cambio el amor es una mano sabia que guía para lograr que el ser llegue a ser”.

Anotación acertada, porque el amor traspasa y supera las condiciones biológicas de apareamiento, pues ¿qué mérito puede haber en sentir atracción por el macho o la hembra alfa de la manada? ¿No hay más amor, como apuntaba Houellebecq, en esa abuela que abandona todo para criar a su nieto, que el mismo acto que engendró a ese pequeño? Si pensamos que en el juego de la seducción existe un teatro carnavalesco con miles de caretas y jugarretas que no hacen más que confundir a los individuos, atándolos a laberintos de hipocresía donde se conjuga el interés por el poder, la posición social o el dinero, el amor (mal confundido con la belleza) queda como un sentimiento pobre y harapiento, una marioneta trágica con sus hilos cortados y sus parlamentos atragantados en la garganta. Pero tras la belleza o la verdad ¿qué tenemos? Probablemente nada más que ilusión, vana esperanza, o un viaje imposible a un lugar inaccesible. 

LA DEMOISELLE D'YS 

El estadounidense Robert W. Chambers fue un escritor que encarna a la perfección el flagelo del éxito temprano y la consagración. Gozó de gran popularidad en su tiempo, fama que probablemente obnubiló su talento, pues en lugar de permitirle desarrollar un camino único o particular, lo empujó a escribir novelas por petición de sus editores, para así satisfacer a la masa lectora y hacer dinero. No obstante, fue Lovecraft quien hizo hincapié en su primera obra El rey de amarillo, conjunto de relatos que marcó a varias generaciones y subsiguientes, el cual aún siendo escrito de forma convencional, sí introdujo algunas novedades, como la aparición de un “narrador desplazado”, el cual enloquecía a medida que iba contando su historia, lo que terminaba por contaminar el relato hasta transformarlo en ilegible, y la idea de un libro que podía volver loco a quien lo leyese, obra dramática que tenía por título precisamente como “El rey de amarillo”, y que se rodeaba de toda una mitología que hablaba de una ciudad ficticia y espectral llamada Carcosa (creada años antes por Ambrose Bierce). La demoiselle d'ys, texto que comentaremos y que figura en la colección citada, abre con el siguiente epígrafe:

"Hay tres cosas que son en exceso/ hermosas para mí, sí, cuanto que no conozco: El águila en el aire; la serpiente en la roca;un barco en medio de la mar; y la presencia de un hombre ante una doncella."

Son pues, un ave, una serpiente, un barco y una mujer, el cuarteto que prefiguran lo que ocurrirá. Un explorador americano ha perdido el camino y se ve de pronto solo en medio de un páramo; sabe que si encuentra el mar podrá regresar hasta una misteriosa isla que lo espera, pero las cosas no resultan así. La irrupción de una joven francesa cetrera (adiestradora de aves rapaces, en este caso un halcón) alimentan la esperanza del viajero; en efecto, él, asombrado por el temple y la figura de la mujer, se deja guiar por ella hasta un viejo castillo. Ahí descubre no sólo que otros halconeros le rinden a ella pleitesía, sino que también hacen gala de un francés antiguo, probablemente medieval, extrañeza que se refuerza por el anticuado mobiliario y las curiosas ropas que usan los habitantes de ese reino. El viajero, espíritu libre y aventurero, representa el reverso de la doncella; mientras él ha recorrido el mundo, ella nunca ha salido de esos idílicos páramos. Él, al poco transcurrir en esa nueva morada, entiende que sus anfitriones han quedado atrapados, aislados durante siglos en una pequeña comunidad que se ha detenido en el tiempo, no mutando su lengua y costumbres, lo que redunda en una candidez conmovedora. El amor surge de forma natural y cursi para nosotros los contemporáneos entre ambos, tomando la forma del antiguo arte de adiestrar halcones, en un contexto que recuerda al paraíso perdido: 

Se puso de pie y volvió a cogerme la mano con infantil inocencia de posesión, y fuimos por entre el jardín y los árboles frutales hasta un prado de césped bordeado por un arroyo. Entonces Jeanne d'Ys cogió mi mano en las suyas y me contó cómo con infinita paciencia se le enseñaba al joven halcón a posarse en la muñeca y cómo poco a poco se acostumbraba a las pihuelas con campanillas y al chaperon a’cornette

Está el amor, están las aves, la doncella y un mar quieto. Pero falta la serpiente, que aparece intempestiva. cortando de raíz los últimos párrafos del relato. ¿Qué ocurre en el último tramo? No lo diremos, al menos no frontalmente, pero lo conectaremos con el segundo relato, que juntos guardan una poco visible, pero estrecha relación.

TRES LÍNEAS DE FRANCÉS ANTIGUO

Abraham Merritt no gozó de tanta popularidad como Robert W. Chambers, pero sí tuvo grandes momentos literarios que probablemente se fueron disgregando y opacando por su breve producción. En la época en que Merritt publicó sus escritos los cuentos de misterio y fantasía, los denominados weirds tales, contaban con una gruesa base de lectores y publicaciones. Entiéndase que era una época y un contexto en que el talento literario podía estar o no presente en estas publicaciones, leídas a raudales, pero sin ninguna pretensión artística más que la de vender y entretener, y en esas lides, la posta fue tomada con gran maestría por tres escritores: Lovecraft, Robert Howard y Clark Ashton Smith, los narradores que más imaginación y dotes demostraron. En esta constelación de autores costaría mucho brillar por luz propia, y pese a que Merritt cayó bajo el influjo de Lovecraft (homenajéandolo en varios temas y relatos) realizó exploraciones llamativas para el género, como la irrupción de seres provenientes de dimensiones paralelas (temáticas que en la actualidad han sido explotadas hasta el hartazgo pero que en la época era una anomalía), alegatos ecológicos como ocurre con su relato modélico La dama del bosque (que adelanta el espíritu de El hombre del pantano de Alan Moore), y el relato que nos preocupa, Tres líneas de francés antiguo.

El relato es magistral no sólo porque estar bien escrito, sino también porque se adelanta a los mundos simulados de Philip K. Dick, deslizando la idea de que la técnica puede alterar la conciencia para hacerla ingresar a otras realidades. El cuento se inicia directamente con un diálogo confuso, en la que un hombre habla de los horrores de la guerra, y pese a cualquier ética, alaba las bondades que se han podido extraer de ella. Estamos pues —lo sabemos más tarde—, en medio de una conversación entre científicos, quienes han elegido como tema hablar de la sugestión para enarbolar sus más dispares teorías. ¿La sugestión puede desencadenar visiones sobrenaturales?, ¿Y qué relación tiene con la guerra? Engarzando a estas interrogantes, uno de los científicos expone el curioso caso de Peter Laveller, soldado francés que estuvo a punto de morir en las trincheras de la Gran Guerra, pero que sobrevivió y gozando de buena salud, una vez finalizada, volvió nuevamente hasta el lugar en que sucedieron los hechos difíciles de explicar, para morir ahí mismo, como buscando la muerte de forma voluntaria. 

Utilizando el mismo recurso del relato gótico en la que alguien transcribe un manuscrito o escucha una “historia verídica” de la boca de otro personaje, uno de los oyentes de la historia, un tal Abraham Merritt, se ha comprometido a cambiar los nombres para proteger a los verdaderos participantes y relatar lo que ocurrió.  Entonces, sin más, pasa a relatar los tensos momentos de este soldado francés, quien en medio de las metrallas, los bombardeos y el fuego que escupen los obuses, intenta mantener la línea de trinchera fuera del alcance de los enemigos, describiéndose una tierra manchada de sangre por la gran cantidad de hombres caídos y apilados como moscas. El soldado, nos dice el cuento, está agotado por la falta de alimentación y sueño. De pronto, entre medio de la pólvora y las nubes tóxicas, vislumbra un viejo castillo medio en ruinas, el cual alcanza como última esperanza para protegerse en sus ruinosos sótanos. Hasta acá, estamos ante un relato bélico y realista, pero sin previo aviso, se apersonan tres figuras, entre ellos un cirujano. ¿Qué quieren?, se interroga el soldado francés, tratando de entender qué buscan, pero en el esfuerzo se desvanece, y en ese desvanecimiento, pasa a un mundo fantástico: de la pesadilla de la guerra llega a un lugar totalmente opuesto, descrito con abundante vegetación, flora y fauna rebosantes:

Era un mundo absolutamente normal, tal y como debía serlo. Pero recordó que en cierto momento había estado en otro mundo, remoto y muy diferente de este: un mundo lleno de miseria y dolor, de barro manchado de sangre y suciedad (…) un mundo lleno de crueldad. 

Como en el relato anterior, acá también hay un castillo, y también una dama que vive en el; una mujer descrita con profusión de detalles, resaltando su gran belleza. Ella parece no saber qué es Francia, pero se entrega prontamente al soldado y comienza a confortarlo. La señorita Tocquelain —ese es su nombre— lo presenta ante su madre y lo convida a un banquete. Él insiste en su lamentable estado, que por estar en las trincheras está todo sucio con barro, pero ella y su madre le recalcan que no es así, que sólo es una ilusión de su mente la visión lamentable que tiene de sí mismo. 

Como el amor, la felicidad no dura mucho. Entremedio del banquete una visión lo espanta; puede ver la guerra, en forma de escenas fundidas y superpuestas con la cena familiar; las trincheras son reales, los hombres se están muriendo, reflexiona horrorizado el soldado. Él sólo se ha quedado medio dormido y atrapado entre la vigilia y el sueño ¡Necesita despertar rápido o van a morir todos sus compañeros! Grita desesperado. La joven y la madre lo apaciguan y le dicen que el mundo en el que están ya no existe, que están ahí para descansar, que es un lugar en el que van a morar los muertos. El soldado francés les dice que entonces volverá a su mundo, pero antes, pide que le entreguen algo, cualquier cosa, para intentar demostrar a los hombres de las trincheras que tras la muerte no hay infierno ni una oscuridad eterna: que existe un mundo confortable, que ese mundo es la salvación. Entonces la madre le entrega una flor y la joven una carta escrita por su puño y letra. La imagen de las trincheras y del mundo idílico se desvanecen, para dar paso a una sesión en la que un grupo de científicos ha experimentado con él en plan de trance hipnótico. La finalidad no es otra que la de comprobar si alguien cualquiera, recibiendo estímulos específicos, es capaz de alucinar con una realidad paralela inducida.  El soldado francés despierta asustado, relatando lo que ha vivido como algo verdadero, pero cuando se entera de la farsa en la que ha caído (que la doncella es sólo un nombre cualquiera susurrado, que los mismos científicos han puesto en su chaqueta una flor y una carta escrita a mano) entra en un frenesí violento. Entonces ¿si la flor desgajada y la nota escrita que tiene en su poder son falsas… su paso por el otro mundo es igualmente falso? Pero el soldado francés tiene una última prueba, y aquella prueba es la que convierte a este escrito en un cuento memorable, por hacer posible lo imposible.

LA FLOR DEL PARAÍSO

Borges ensaya en La flor de Coleridge una historia de la literatura basada en la asombrosa, pero no del todo imposible, idea de que ésta podría estar siendo elaborada por un mismo espíritu que va acercándose a disimiles autores, de diferentes épocas y espacios geográficos. Ese espíritu no es otro que un mismo tema que va adoptando distintas máscaras. El tema que propone Borges es el del viaje imposible, citando varios casos, como por ejemplo, en el que Wells narra en La máquina del tiempo,  elaborando la idea de un hombre que trae del futuro una flor paradojal, porque aún no existe en el presente. 

Tanto las historias de Robert W. Chambers y de Abraham Merrit acá referidas, se suman a la hipotética antología del viaje imposible. ¿Y cuál es el epítome de ese viaje imposible? Borges lo señala y se desprende de los siguientes versos de Colerdige:

¿Y si durmieras?
¿y si en sueños, soñaras?
¿y si en el sueño fueras al cielo,
y allí cogieras una extraña y hermosa flor?
y si, al despertar...
tuvieras esa flor en la mano?

viernes, 13 de abril de 2018

Kafka: Ilusionista y mutante de la escritura



¿Qué atributos debe tener un escritor para volverse una obsesión y no borrarse de nuestra propia biografía lectora? Me refiero a esos escritores de los que nunca terminamos de aprender, que tras cada relectura van ganando más espesor. No siempre se trata de un asunto de calidad. Autores como Verne, Cortázar o Hesse, se nos van adelgazando. Crecimos y la madurez nos empujó a otros horizontes, a otras lecturas que siguieron ensamblándose y encadenándose a otras, y  aquellos viejos escritores que nos llevaron esas oscuras tardes de lluvia a lugares imposibles, cuando nos enfrentamos de nuevo a sus páginas, algo cambió: hay ternura y nostalgia, como volver a reencontrarnos con los juguetes de nuestra infancia, pero la emoción se agota en sí misma y luego pasamos a otra cosa.

Con Kafka no ocurre lo mismo. Nos hicieron leer —o lo hicimos por cuenta propia— La metamorfosis de Kafka, y la sensación que nos embarga al recordarla siempre es imprecisa: no es la nostalgia, porque la nostalgia requiere completitud y éxtasis, tampoco es amor puro u odio descarnado, porque a menos que seamos masoquistas, nuestras defensas mentales tienden a olvidar o a sublimar a quienes nos lanzaron de cabeza en la sombra. ¿Qué nos queda entonces? Queda la extrañeza, el desasosiego, pero sobre aquellas sensaciones se impone un factor que podría explicar a las anteriores, y abrir las puertas a muchas otras más: el factor sería una suerte de fragmentariedad truncada.  Recordemos el argumento de La metamorfosis: Gregorio Samsa se despierta en su cama como un monstruoso insecto, y de eso no sabemos más. Simplemente se transformó (y por eso aventurar que hubo una metamorfosis es ridículo, porque en el reino animal aquella ocurre como un proceso de ciertas especies, y no de un hombre a animal o viceversa: de esto se desprende que las últimas traducciones del relato sean simplemente La transformación y no La metamorfosis), y con esa incertidumbre, como un puente tejido sobre el abismo, se estructura toda la trama.

En manos de un escritor menos hábil, el mismo argumento habría adquirido un tono más acabado, quizá recurriendo de forma manifiesta a la alegoría, a la simbología y quizás hasta a la moraleja. La grandeza de Kafka, no obstante, reside en que a través de un lenguaje llano y descriptivo, logra contarnos una historia que por sí sola —como si Kafka fuera un hábil prestidigitador— es capaz de transformarse. No es necesario que el lector ponga la lupa o remarque ciertas zonas para percibir la mutación de la historia: como las mejores ficciones, el cuento del insecto hecho humano es orgánico, en el sentido de que no es puro artificio lo que lo sustenta. La explicación de aquello puede residir en que sus relatos no buscan contaminar la realidad trayendo una premisa o un nuevo pensamiento al lector (como por ejemplo 1984 o Farenheit 451), al revés, sus escritos dejan puertas, rendijas, ventanas, pequeños corredores, agujeros, zonas abiertas, para que no sólo entre aire fresco, sino que también el mal aire, la corrupción, la toxicidad de la realidad misma, que irremediablemente se apodera de sus escritos y los empujen hacia otra parte. Las ideas son las que se pliegan a la literatura de Kafka, y no al revés, como ocurre con el resto de casi todos los narradores. A raíz de esto, es ejemplificadora la cantidad de lecturas que puede arrojar la obra antes citada, pero pasa lo mismo con sus relatos largos como El Proceso o El Castillo (¿burocracia estatal? ¿Vaticinio de los futuros totalitarismos? ¿La corrupción en la justicia?), o los relatos brevísimos como Un artista del hambre  o Ante la ley, en las que el texto se resiste a una sola interpretación y puede poner en jaque cualquier intento. Las ficciones de Kafka son ficciones especulares en el sentido más terminal y extremo de la palabra: sus textos no se acaban en sí mismos, sino que desafían al lector a que lectura tras lectura, pueda ir abriendo nuevas interpretaciones, contradictorias y complementarias, jamás reductoras. ¿Cómo logra hacer eso? Intentaremos dilucidarlo.

El ÚLTIMO RELATO DE KAFKA

No es aventurado suponer que Kafka estuviera preparando una nueva dirección al interior de su escritura. Al final de sus días, a mediados de la década de los 20, ya con una tuberculosis avanzada, es probable que lo embargara la llamada “fiebre del crepúsculo”, una supuesta exaltación en los enfermos, que de la noche a la mañana deliberaban mil proyectos con una fuerza demoníaca —a tal punto, que muchos insensatos de aquellos años pedían enfermarse para tener aquel don—, redundando en que un enfermo a las puertas de la muerte, en vez de entregarse dócilmente, sintiera una repentina mejoría y pensasen que sólo estaban en el comienzo, que aún quedaba mucho por delante.  En ese contexto, recordando que en 1922 James Joyce había puesto patas para arriba a la literatura con la publicación de su Ulises, y Proust había publicado los tres primeros tomos de En busca del tiempo perdido, no es exagerado suponer que el próximo asalto kafkiano era reunir todas sus rasgos escriturales, ya ampliamente desarrollados, para verterlos en una suerte de nueva escritura, llevando hasta las últimas consecuencias lo que podía significar el sinsentido, la alineación y la destrucción del yo.

Es con su último relato del que se tiene constancia, Der Bau (traducido al español de distintas formas, como La construcción, La madriguera, o La obra) en el que asistimos a todo el despliegue kafkiano posible en una narración, que al revés de todo lo realizado anteriormente, se va replegando a sí misma de forma recursiva: a Kafka ya no le interesa disfrazar escenográficamente el abismo y contarnos una anécdota en la que un personaje cualquiera, K, por ejemplo, intenta llegar a Z, pero no puede porque otro personaje o un obstáculo se lo impide. Kafka se deja de ramplonerías y artificios para narrarnos inmediatamente desde el propio abismo, anulando detalles circunstanciales y estrangulando el tiempo narrativo de los hechos que se van relatando, en un grado superlativo de neurosis y paranoia que no es delirante, sino que al revés, usando un tono demencialmente lúcido que asusta.

Der Bau no puede ser más ambigua y exacta a la vez, pues con precisión de cirujano, con un lenguaje seco y llano, desprovisto de todo lirismo, barroquismo y artificio, Kafka nos cuenta el relato no de una caída, sino que "de la caída" misma. El narrador, que es un animal que vive bajo tierra, un roedor indefinible que podría ser un topo, o una comadreja, incluso un monstruo o mutante, detalla milímetro a milímetro cómo es la guarida subterránea en la que vive, hablándonos de su construcción, los túneles de acceso, las entradas falsas, y las galerías subterráneas que van desmontándose bajo tierra. Nos dice:

“Comencé en este rincón, casi jugando, aquí se desfogó mi primer entusiasmo en una construcción laberíntica que, en aquel entonces, me pareció la más excelsa de las construcciones, pero que hoy considero, probablemente con mayor justicia, como labor de aficionado, indigna del resto de la construcción.”

Esta frase coloca y recoloca al lector dentro de la lectura. Literalmente, trata de un roedor que se queja de su poca pericia de la construcción de su madriguera, pero la sorpresa aumenta si trasladamos esa misma carga semántica como confesión explícita del mismo Kafka, quien pareciera estar resumiendo su poética; es como si nos dijera que fracasó porque sus juegos literarios no alcanzaron el esplendor, el reconocimiento en vida que esperaba. No obstante, la resistencia que presenta la obra kafkiana a las interpretaciones, es la principal marca que enarbola. En el  mismo relato nos dice:

“Lo mejor de mi construcción es su silencio. Este es desde luego, engañoso; repentinamente puede interrumpirse. Todo habría terminado. Pero por el momento todavía existe. (…)Ciertamente, tengo la ventaja de estar en mi casa y de conocer perfectamente todos los caminos y direcciones. Es fácil que tal bandido se convierta en mi víctima, en dulce víctima.”

Es como si Kafka regara sus textos con minas antipersonales, engaños consensuados, explosiones calculadas, caminos que se cierran sobre sí mismos, dejándonos perplejos por los derroteros que ya llevábamos recorrido. Kafka no sólo es un escritor del laberinto (que no laberíntico), de la paradoja y del absurdo, es también un ilusionista y un escritor mutante: es capaz de ponerse al centro de su obra sin que nos demos cuenta, recurriendo también a la perversión de dislocar, alterar genéticamente el flujo o la estructura de textos canónicos, como el Quijote o los bestiarios medievales (La verdad sobre Sancho Panza, Las preocupaciones de un padre de familia o El híbrido,  ilustran lo que menciono). 

Con Der Bau, Kafka demuestra y explora a la perfección todos sus mecanismos. El relato pasa de ser un informe científico, a una confesión culposa y de ahí, a relatar el inminente ataque de enemigos invisibles y los preparativos para esa confrontación, pero todo esto sin perder la unidad, en una sola línea, sin tener que recurrir a pausas o cortes, o recursos narrativos anexos (como la epístola, nota al pie, digresión entre paréntesis, enumeración caótica, cambio de narrador, etc.), generando esas prodigiosas estructuras kafkianas unitarias en las cuales el sentido no se disuelve en medio de una retórica o el mero artificio: la parte engloba  al todo, y el todo engloba a cada parte, de forma fractal.

En Der Bau todo es monólogo, pero el monólogo es en realidad monomanía: el roedor piensa en todas las consecuencias de su actual situación (un presente pesadillesco que nunca se termina) de forma circular y paranoica, elucubrando sobre la construcción que lo alberga y que él mismo realizó, y en la cual ya está hundido y parapetado sin vuelta; podría haber tenido la madriguera otra arquitectura, piensa, mejor o quizá menos deficiente, quizás más grande o más pequeña, esto en función de los enemigos, invisibles porque nunca los ha visto, pero sabe que existen (¿o no existen? Mejor el beneficio de la duda) los cuales podrían apersonarse y destruirlo en cualquier momento, no sabe muy bien desde qué lado, a pesar de que conoce como anillo al dedo todos los alrededores, aunque no hay que dejar afuera cierta logística que incluye previsiones y posibles salidas de emergencia…y sigue y sigue y sigue….

Muchos han visto a Der Bau como un vaticinio sobre los peligros de la civilización y la comodidad enfermiza en que se ha ido encapsulando más y más la humanidad, a tal grado de que viviríamos en la neurosis, más pendientes a las infinitudes de un posible hecho, que a la realidad del presente mismo. ¿Pero de eso se trata finalmente Der Bau? Sí, no. Tal vez. ¿Por qué no podemos, como con casi todos los autores que hemos leído, destripar la obra y decir que finalmente era una metáfora de esto, o la alegoría de esto otro, que tras un texto subyace una ideología (comunismo, feminismo, neoliberalismo, etc.) que queda preclara con tales y tales marcas textuales? ¿Qué hay dentro de la obra de Kafka que tanto nos dificulta un acceso libre y sin trampas? El enigma de lo que realmente quiso o no quiso decirnos con Der Bau (y el resto de su obra) se lo llevó Kafka a la tumba. No obstante, no podemos dejar de sentir cierta extrañeza cuando el narrador de Der Bau nos dice:

“La obra me protege tal vez más de lo que hubiera llegado a pensar, o de lo que me habría atrevido a pensar en el interior de la construcción misma. (…) El suplicio de este laberinto debo superarlo también corporalmente al salir; me disgusta y conmueve a la vez el hecho de extraviarme por un instante en mi propia creación, como si la obra se esforzara todavía en justificar su existencia, ante mí, que desde hace mucho tiempo me he formado un juicio definitivo a su respecto.”

Y ese juicio ¿cuál era?.

martes, 9 de enero de 2018

Apuntes a un año de la muerte de Piglia


No sé si exista una edad apropiada o exacta para descubrir a un autor. He leído juicios lapidarios en torno al tema, del tipo: "si ya no leíste a X a tal edad, te lo perdiste". ¿Acaso los autores están tipificados para ser mejor entendidos a una edad específica? A los quince leí Herman Hesse y a Julio Cortázar, autores que me parecían supremos maestros, pero que con la distancia y la acumulación de lecturas me han hecho dudar de su potencialidad, relegándolos a una imaginaria lista de autores de segunda fila o tercera fila, autores que están ahí para hacer correr las distancias de fondo a las generaciones más jóvenes, pero que pese a sus hallazgos y profundidades, con el tiempo es inevitable que se nos oxiden. 

No es el caso de Jorge Luis Borges, a quién también leí en esa época y lo sigo leyendo, y lo seguiré haciendo hasta que se me fosilice el cerebro.  Borges, al revés de los otros citados, no se quedan en simples hallazgos o profundidades, es un autor que tiene la rara virtud de ir creciendo con el tiempo, de complejizar más su literatura. La temprana lectura de Borges generó en mí una especie de muro o cortina de acero en relación a la literatura argentina, una suerte de cima a la cual era imposible seguir escalando y subiendo, pues más arriba no podía haber nada más que piedra y nubes ¿Podía existir alguien o algo más grande que Borges? 

Cuando cumplí veinte, escuché a Nicanor Parra que existía un súper Borges. Por supuesto que se refería a Piglia y que a toda vista, ese juicio era  una exageración. Piglia no apareció para rivalizar con Borges y superarlo, hizo algo mejor: lo integró, creando un nuevo eslabón en la cadena (Nabokov, que en su rol de crítico, o mejor dicho de comentador de literatura, hacía la comparación del oficio literario con los científicos, en el sentido de que el detalle literario con el transcurrir de los años se va puliendo. Así, no podemos imaginar a Homero o a Shakespeare narrando el nacimiento de un bebé, con toda su tensión y su miseria,  hasta que aparece Tólstoi con su Ana Karenina. Él, sin ser más que los anteriores, le da una nueva dimensión a las letras). 

Piglia fue un escritor fundamental, en el estricto rigor de la palabra. Leer a Piglia no sólo modifica y enriquece la visión de la tradición argentina o estadounidense, también es una transformación en la percepción de la experiencia y de la vida. Piglia fue uno de esos raros escritores que mezcló la alta erudición de forma amena (Formas Breves) con la calle y el policial barriobajero (Plata Quemada), creando entremedio todo un conjunto de notas en el diapasón de la literatura. 

Piglia, que no era ciego, se pone a usar el lente borgeano,  pero le aplica la microscopía: allá donde Borges era capaz de encerrar siglos de literatura en pocas líneas con su Kafka y sus precursores, Piglia fijaba su atención en el detalle, poniendo su énfasis en Arlt y en Gombrowicz, para hablarnos de la delación o del crimen. Y también de la plata. Piglia fue quien me abrió los ojos, en aquellos años en que terminaba de estudiar periodismo y no sabía qué hacer con mi vida, y yo tenía veinte y pocos, pero a pesar de tener muchas cosas, no tenía un mundo, iba desnudo por la vida,  leí un párrafo que me marcó: "un escritor necesita plata para poder financiar sus ratos libres". Listo. Con eso no sólo me entregó un consejo, sino que una ética y una moral. Entonces me puse a trabajar, incansablemente. Ello comprueba que la literatura es más que fuegos de artificio con moralejas manifiestas o solapadas: es una herramienta que al albur del fuego nos entrega más que el resplandor de la llama. Nos replica la vida en miniatura, la concentra en pocas páginas. Y esa es otra forma de presenciar el despliegue de la sabiduría. 
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