viernes, 23 de noviembre de 2018

Santa María de Todas Las Horas, de Alexis Figueroa

El rey bebe, de Jacob Jordaens
Editorial Cinosargo / Mantra ediciones
Santa María de Todas Las Horas: Alexis Figueroa (2018)
1era. Edición. 136 páginas.

Hay una película de los años setenta que habla de la inminente dominación de las hormigas sobre la población humana.  Se trata de Phase IV, o Sucesos en la cuarta fase como se le conoció en América Latina. No fue la clásica película sobre hormigas gigantes que atacan y persiguen a humanos desesperados, al revés, se trata de una cinta de horror y ciencia-ficción hipnótica, reflexiva, que busca meter el dedo en la llaga al mostrar a una humanidad vulnerable, enarbolando la tesis de que en el inefable orden del universo (o en la entropía que busca enmascarar cualquier atisbo de coherencia), una inteligencia siempre intentará subyugar y dominar a otra, utilizando de forma directa o indirecta la violencia, la cual como la hidra, tiene múltiples rostros. La mente del criminal no dista mucho a la del enjambre; siempre busca sobrevivir en un hábitat inhóspito construyendo puentes y caminos, arrasando con lo que puede a su paso. El asesino, el psicópata, en última instancia no busca más que esclavizar a otra inteligencia, subyugarla y anularla, extrayendo de sí el goce al cual no puede acceder de forma natural. No es otro su alimento. Es lo que hizo por ejemplo el serial killer Edmund Kemper,  cuando decapitó a su madre y tuvo sexo oral con su cabeza: sublimó hasta la humillación máxima una larga tara de decepciones, fracasos y lesiones mentales que terminaron por llevarlo hasta esos abismos.

Santa María de todas las horas, de Alexis Figueroa, es una novela que tiene que ver con hormigas y mentes destruidas. Principalmente se trata de una novela que escapa a los convencionalismos y que se construye con una estructuración propia; el narrador es el atípico caso de narrador no confiable (Wayne C. Booth), se desplaza a la confesión, toma distancia y observa fríamente, conmina al lector, y vuelve a reaparecer entre el testigo y el narrador directo. Notas al pie de página aparecen subrepticiamente, abriendo nuevas brechas en el camino de la trama, a veces parca, ágil y sucia, como en un buen hard-boiled norteamericano, otras tendiendo al barroco y a lo híper-descriptivo; a veces el narrador se engolosina con la enumeración caótica o se detiene a describir la luz natural o artificial, presente como un elemento importante, y no decorativo, en el relato. Pero deberíamos decir en plural, los narradores. Estamos pues, ante varios tipos de narradores y de narraciones que se van entrecruzando, imprimiendo la obra una lentitud —o una velocidad— que busca complicidad y participación con el lector. No vale saltearse las hojas para llegar rápido hasta el final, principalmente porque cada frase tiene una sintaxis elaborada con maestría de joyero. Así, no estamos ante una novela llana que se abra libre para que la transitemos sin esfuerzo; es, en primer término, un libro que exige co-participación en su construcción, y en segundo término, innegablemente estamos ante un libro original que por su arriesgada apuesta, podríamos tentarnos de tildar como experimental, pero experimental es un concepto manido y vacío que puede englobar cualquier cosa, como aquellas obras que se abren camino a lo desconocido pero que por algún infortunio terminan sucumbiendo, generalmente ahogada por sus propias pretensiones.

Acá no hay experimentalidad. Hay oficio y riesgo. Y sobre esto mismo, es importante recalcar que Alexis es un escritor que viene de la poesía y aquello le da una dimensión diferente a su prosa (y acá habría que poner una nota al pie para intentar desarrollar la idea, o al menos bosquejar, la relación de poetas con la narrativa, pero la magnitud del tema excede la intención inicial de esta reseña). No obstante, sí podemos constatar que por tener Alexis una formación poética, la conjugación entre un lenguaje sensual y un esteticismo barroco, se le dé de forma natural, no forzando o simulando una construcción que busque un efecto determinado; por otro lado, la incorporación de elementos del bagaje popular y folletinesco en Santa María de todas las horas no hacen más que profundizar la novela, creando múltiples capas de interpretación y de lecturas.

El siervo del emperador del cielo

Como en muchos grandes relatos, el argumento de Santa María de Todas Las Horas se puede resumir en pocas líneas: el detective privado Sergio Mancilla se reúne con un viejo compañero del colegio para investigar la muerte de su hija, una cosplayer de Sailor Moon que fue hallada en un basural envuelta en plástico. Aquello hace sospechar en una línea reducida de involucrados, principalmente porque junto al cuerpo se encontró una medalla religiosa, y en su acuñación se podría cifrar la identidad del asesino. La novela abre con una sucinta cronología en que entrega los principales hitos de la trama. Sabemos pues, que hay una joven  asesinada por un seminarista, que hay un grupo que busca desviar el curso de la investigación. Pero aquello es sólo la vertebración de la narración, redundando en que no estamos ante una novela policial  al uso; los hechos se expanden y se contraen, la narración toma caminos torcidos, la figura del detective crece y se encoge; a veces parece una hormiga, otras un justiciero implacable, la más de las veces alguien que sabe que está transitando por terrenos minados, que sabe que el caso de una chica de clase media baja no revierte importancia nacional, que los que están escondidos tras el crimen podrían ser matones retirados de la época de la dictadura en Chile, que podrían o no, estar coludidos con agentes de la Iglesia. El narrador nos interroga sobre estos hechos, y nos interpela directamente:

“Mirando la superficie tersa y radiante de la paz social dirás que no existen; los malos están todos presos si es que fueron tan malos. Los otros, esos no tan malos, en verdad no eran malos, fueron hombres que en su momento hicieron, con valentía y coraje, lo que había que hacer. Son parte de la democracia chilena.”

La realidad oculta no redunda en espíritus o seres de ultratumba, conspiraciones reptilianas o corporaciones clandestinas: para el narrador de la obra, la conspiración responde a todo aquello que los mass-media no reflejan, son movimientos que operan bajo tierra organizados por grupúsculos con poder, o porque perdieron el poder, ahora hacen lo posible por sobrevivir y protegerse en sistemas claustrofóbicos y asfixiantes… tal como las hormigas. 

En la película citada al comienzo, Sucesos en la cuarta fase, se nos sugiere que existe una maldad invisible, que mientras leemos tranquilamente recostados en el sofá de la cama o revisamos el último estado de Whatsapp, toda aquella realidad circundante cifrada en el progreso de los nuevos tiempos, nos hace olvidar que en Chile hasta hace unos 25 años existían bandos irreconciliables dispuestos a matar y provocarse daños sin mediar en consecuencias ni escatimar en recursos. Es lo que plantea Santa María de todas las horas, pero su belleza reside en que va más allá de tamizar un conflicto con una raíz histórica; como ya hemos dicho, la novela ironiza con al destino de un detective privado, de Sergio Mancilla, decadente y arruinado, dedicado a resolver infidelidades o a encontrar mascotas perdidas hasta que se le presenta un caso de verdad,  pero pone también de relieve esa gran mancha negra que vista desde el espacio es una mancha-hormiga compuesta por humanos, una mancha compacta, homogénea, que sin embargo cada uno de sus átomos bulle por lucir con luz propia. 

Y esas luces son características en estos tiempos de Internet y velocidad:

“Se trataba por la lucha de ser alguien, en el abismo interconectado de tres mil millones de personas, navegando por el laberinto insomne y proteico de la web mundial. Todos, intentaban desviar el río. Detener un segundo el vasto flujo de la información, apartar un momento de esta ubicua mole de imagen signo y sonido, para levantar su mano y decir, aquí, aquí estoy.”

Alexis Figueroa Aracena
La joven cosplayer de Sailor Moon asesinada responde a la identificación de una generación con un referente extranjero, bizarro, pero también se puede leer como la arquetípica fantasía sexual del adulto con la colegiala. La Iglesia, la principal sospechosa de estar detrás de esta muerte, nos hace recordar que cada cosa tiene su anverso y reverso, de luz y oscuridad: así como existe una Iglesia Católica santa, también hay otra satánica. La santa, nos recuerda Santa María, es la que acoge a los pobres y protege a los desvalidos en tiempos de apremios, en lucha contra la dictadura. La otra, es la que actúa en complicidad para ocultar crímenes de pedófilos y degenerados, tergiversando información, protegiendo a testigos claves o directamente a los mismos delincuentes. De ahí la impotencia del detective Mansilla, al verse sin recursos, de frente contra una institución que tiene múltiples conexiones, impotente porque la difunta era una de esas chicas normales como cualquier otra, pero que tenía un lado oculto, una vida como cosplayer que derivaba en noches de juego y placeres en banquetes para poderosos, que las caras de esos poderosos probablemente nunca saldrán a la luz, ni siquiera podremos adivinar sus muecas, puesto que hay un orden establecido que funciona con dinero, e ir contra ese orden (y es la batalla que emprende todo héroe novelesco), significa perderlo todo, incluso la vida. La endeble red de contactos que tiene el detective privado Mansilla se deshace, y ya al final de la novela, como un Cristo, vemos que ha sido abandonado a su suerte, apartado a la fuerza del camino:

 “¿Puede alguien apartarse del signo que marca al universo entero? Hasta Cristo en el Gólgota fue abandonado. ¿A qué Dios pedía cuentas el Cristo? (…) Imagina, supón, que a todos tus deudos los llevan a un desierto candente. Arena y arena, bajo las plantas resecas. La larga fila de la humanidad encorvada cruzando las líneas de Nazca abiertas al cielo. Alguien habla, alguien grita. Alguien pide socorro. Pero nadie oye.”

Coda


Fotograma Sucesos en la Cuarta Fase

Los paisajes que se repiten y que se vuelven obsesivos en la película Sucesos en la cuarta fase, son los desiertos, el desierto que implacable va creciendo y expandiéndose, como si la desertificación fuera el único sino que podría tomar como destino el planeta Tierra. Las hormigas se vuelven peligrosas gracias a que logran desarrollar un pensamiento unificado que las hace trabajar en conjunto para crear un cataclismo. Santa María de todas las horas nos predispone a ese cataclismo y juega sobre esa violencia soterrada, esa que siempre está esperando que algún incauto pise sus suelos minados para emerger como la petrificadora mirada de las gorgonas, que riéndose en nuestras caras, podrían decirnos sin remordimientos que:
“Los desterrados del mundo con su carne y hueso, son la trama, el soporte de los ornados tronos y su fantasmagoría”

viernes, 9 de noviembre de 2018

Una novela hecha pedazos (y vuelta a armar)


Texto leído en la presentación de Rancor de Daniel Rojas Pachas, el 11 de noviembre de 2018

Fue durante el siglo XIX que la forma de la novela cristalizó con una larga serie de cultores, como Balzac, Dostoievski, Henry James o Herman Melville, lo que se tradujo en las bases que tendrían las novelas de porvenir; se definió su extensión, su cronología, su temperamento, su cercanía con un público burgués, ávido de romances, aventuras y misterios.  Si pudiéramos trazar una línea imaginaria entre aquel siglo XIX y nuestro tiempo, podríamos ver una larga serie de novelas, la mayoría casi, que no han hecho más que repetir, homenajear o parodiar un esquema consolidado. Pero la batalla contra la novela estándar partió desde muy temprano. Si tomamos un libro como Los cantos de Maldoror, publicado originalmente en 1868, ya percibimos, principalmente en el último canto, que la llamada poesía en prosa pasa a convertirse en una especie de novela folletinesca. Por esos mismos años, Joris-Karl Huysmans, en plena efervescencia del naturalismo francés, decía que aquellas obras de lo único que trataban eran del mozo de cuadra enamorado de la campesina, o del señor que cortejaba a la dama de alta alcurnia; estudiar a la sociedad no hacía más que redundar en la superficie del alma humana, como si el fin último de nuestra especie no fuera más que la reproducción biológica.

Desde entonces que han existido novelas que por un lado, siguen avanzando por los rieles del realismo y de sus procedimientos —incluso las novelas fantásticas que siguen utilizando los mismos armazones—y otras que simplemente han dinamitado la estación de tren, incorporando dentro de sí mutaciones o parásitos que redundan en que difícilmente podamos reconocerlas como tales. Es lícito preguntarse: ¿una novela irreconocible, a medio camino entre la ilegibilidad y la incoherencia, puede seguir llamándose novela? Es lo que vamos intentar responder, basándonos en la lectura de Rancor de Daniel Rojas Pachas.

Daniel Rojas Pachas
Raúl Ruiz se quejaba con insistencia respecto al cine de sus contemporáneos; su verdadero conflicto, decía, era la tesis del conflicto central, la cual en pocas palabras no es más que la subyugación de una trama al servicio de un esquema dividido en tres fases: inicio, conflicto y desenlace, siendo el conflicto (o una suma de conflictos) el motor que permite el avance del relato. Trasladado a la literatura, la novela funciona si se supedita a un tiempo cronológico, en el cual todo ocurre en un largo fluir, desde el pasado hacia el presente narrativo.  Pero entonces ¿qué es un libro bien narrado? ¿Es el que repite la luminosidad de estos esquemas, como una brújula que permite que el lector se oriente y no se pierda? Sí, pero hay más horizontes. Rancor va a la contra de esta idea. Se trata un libro chocante, no sólo por los materiales diversos que agrupa (ya nos refreiremos a ellos), sino por la destrucción de las convenciones novelísticas que plantea desde un comienzo. Intentar combatir la dictadura del realismo y del conflicto central no es una lucha nueva. Joyce destruyó el lenguaje con su intraducible Finnegans Wake, pero ya antes Laurence Sterne con su Tristram Shandy fracturó la linealidad del relato, e incluso más atrás, con Don Quijote, donde Cervantes introdujo un juego ficcional al pretender que el libro que teníamos entre las manos no era más que una traducción del español al árabe de un tal Cide Hamete Benengeli, el verdadero autor del libro. Más de cerca, tenemos la narrativa de Thomas Pynchon, dislocada, paranoica, siempre abierta para explorarla y perdernos irremediablemente, o los juegos de Georges Pérec, y citamos una de sus obras más llamativas, como lo es El Secuestro (La disparition) en la cual se omite en todo el libro la letra E, la vocal más utilizada en el idioma galo, estructurando de esta forma una novela que se abre hacia los bordes de la ilegibilidad.

No podemos desconocer que la narrativa durante mucho tiempo quiso imitar a la naturaleza: era lógico, si pensábamos que la escritura, antes de la literatura, era un modo de transmitir conocimiento, pero la percepción de la realidad en el siglo XIX era muy distinta a la de nuestro siglo, tan dispar y distante como el pensamiento del hombre de la Edad Media con el de la Antigüedad. Hay nodos, hay información, hay un cerebro y un montón de algoritmos que procesan datos, sí, siempre los hubo, pero la irrupción del Internet y de otras formas del arte —formas bastardas para los que las desdeñan— como el cómic, el manga, el animé, la pornografía o la confesión escrita u oral de un asesino serial, desestabilizaron todo lo que veníamos entendiendo por realidad, y ello redundó en que se esté escribiendo una literatura ya no interesada en reflejar la realidad, sino que en reflejar el reflejo que tenemos de esa realidad.

Martín Kohan, en uno de sus atentos y excelentes ensayos, supone una tesis muy útil que nos puede ayudar a entender cómo se arman los textos. Existen textos construidos deliberadamente, sabiendo previamente que tendrán una lectura; es la escritura que se mira a sí misma, que se pule y se nutre en función de saber que la están mirando, una escritura exhibicionista, impúdica, y ello abarca desde los estados del Facebook, los blogs, la redacción de un artículo judicial, hasta la última novela que cayó en nuestras manos. Existe en estos textos una intención deliberada por demostrar que se tiene una episteme, un conocimiento previo de lo que se está redactando. Al otro lado de la vereda están los textos espontáneos, íntimos, escritos sin esperar que sean leídos por nadie en particular, textos redactados sobre la marcha, improvisados o dictados desde el más acá o el más allá, como los diarios de vida, las confesiones, las notas suicidas (que por lo general van redactadas al juez o sólo a la familia), la escritura automática, las psicografías, los criptogramas o los apuntes.  Mircea Cartarescu, autor rumano sorprendente no sólo por su literatura sino que por sus ideas, dice al respecto en su novela Solenoide:

“El mundo  se ha llenado de millones de novelas que escamotean el único sentido que ha tenido la literatura: el de comprenderte a ti mismo hasta el final. (…) Los únicos textos que deberían leerse son los no-artísticos, los no-literarios, los ásperos e imposibles de entender, esos que fueron escritos por unos autores locos pero que brotaron de su demencia, de su tristeza y de su desesperación.”

Aquella cita encaja como anillo al dedo con la propuesta de trae Rojas Pachas. Su novela Rancor, que podríamos llamar también como anti-novela o novela en miniatura, o incluso como novela puzle, se abre con un archivo judicial sobre el asesinato de un hombre a su mujer, y todo lo que queda en escena, además del cadáver, es un notebook con dos documentos; el primero es un archivo titulado Y si no hay infierno ¿Dónde está la carne? Y otro archivo, un manuscrito incompleto y lleno de incoherencias, titulado Rancor. Las siguientes páginas podrían ser muchas cosas, he ahí la ambigüedad y la plasticidad que plantea el libro.  Se abandona la narración directa para dar paso a la caída en cascadas de información sobre personas o personajes virtuales, vinculadas en foros o redes sociales o páginas que bien podrían ser retazos de la deep web, aquella porción de la Internet donde se esconden movimientos ilícitos y aberraciones casi inenarrables. No sabemos hacia dónde nos llevará Rancor, y aquella es su principal virtud. En un momento la narración quedará interrumpida para dar paso a tres historietas, que con toda su violencia gráfica y sin sentido, pareciera que están ahí para interrogarnos directamente: ¿por qué todo ese caos y esa sangre y esas crucifixiones? ¿Para qué esos descensos al infierno? Esas historietas, que parecen bosquejos, ideas sueltas, sólo nos prepararán para una nueva escalada en la perversión de la maldad que plantea Rancor. Como en las piezas de un intrincado rompecabezas, no veremos la imagen final hasta completar el trazado que invisiblemente sugiere cada parte.

ilustración realizada por esquizofrénico
En la segunda mitad de libro comienza la apertura de temáticas, tan difíciles de encarar y tratar con profundidad, como lo son la pornografía analizada desde un punto de vista estético y moral, y la existencia de los asesinos seriales. Sobre esto último, las referencias se van cruzando en breves relatos que nos hablan del asesino de Green River, quien mató de forma brutal a más de setenta mujeres según su propia confesión, o la historia Jeffrey Dahmer, caníbal y necrófilo que asesinó a diecisiete  personas, y que con los restos de sus víctimas realizaba rituales difíciles tan sólo de imaginar. Pero la historia de Rancor no transcurre sólo en el ciberespacio o en los Estados Unidos, ocurre también en la mente quebradiza de Ronald Humel, hombre que mantuvo a más de cuarenta perros albergados en su destartalada casa, todos hacinados y enfermos y rabiosos; también la acción ocurre en las calles de Arica con una historia de amor y odio. Si la maldad nace con la supresión hipócrita del gozo, como nos dice Leopoldo María Panero, Rojas Pachas responde con el título de una de las últimas entradas de Rancor: “el orden constituye la supremacía del vicio”.

Ricardo Piglia, siempre preocupado de la forma del relato, nos decía que una manera de poder contar una novela que no fuera a la vieja usanza, es decir con el formato decimonónico de obra cerrada y armoniosa, era barajar múltiples historias en construcción, que hiladas, conformaban un todo. Pero no se trata de agarrar un puñado de relatos y coserlos a la fuerza como un Frankestein defectuoso. En Rancor, las costuras que podrían quedar a la vista, se van borrando a medida que avanzamos en la historia, hasta llegar al último relato, o entrada o epílogo, en la que las partes sueltas, como las de un cuerpo desmembrado, finalmente se unifican. Las historias son como monedas de cambio, las escuchamos en los bares, en las noticas, en las confidencias con el amigo, o las leemos en foros tipo 4 Chan o portalnet. No obstante, el mérito de una obra es encauzar este tráfico enloquecido de historias que se multiplican para fabricar un universo propio, un universo que tenga consistencia, y que como decía Philip K. Dick, no se desmorone con sólo sacar una frase o cambiar una coma. Rancor es la constatación de que la literatura seguirá fluyendo, siempre misteriosa y campante, por los farragosos ríos que nos plantea la realidad.
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