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miércoles, 12 de octubre de 2022

FAMA Y GUERRA EN JORGE MANRIQUE*

*Publicado originalmente en Revista Ciudad de los Césares Nº132, junio-agosto 2022.


 Una de las imágenes más gastadas para hablar de los comienzos de la literatura es la del patriarca o el joven, que sentado frente una hoguera junto a una atenta audiencia, habla de sus peripecias de la caza, o sobre el encuentro con un espíritu errante que lo acompañó mientras recorría los lindes del bosque. La hoguera puede ser una mesa, un altar o una roca. Pero esta figura es incompleta. El relato se interrumpe. Atónitos, el hipotético narrador y sus oyentes miran en dirección al este: un cuerno crepita al son de los tambores. Saben muy bien que en los próximos segundos tendrán que arrancar del invasor o enfrentarlo con lo que tienen a mano en una lucha a muerte. Los antiguos griegos afirmaban que los Dioses lanzaban guerras a los hombres para que los poetas tuvieran algo que contar. No es casualidad tampoco que la primera obra escrita en occidente fuera un poema militar: La Ilíada de Homero.

La guerra no solo es una prolongación de la política, sino también es el lugar donde se gesta la ruindad y el heroísmo, la vida y la muerte, el ataque y la defensa, en suma, hechos dignos de ser contados

Cada época, cada tiempo, tiene su ardid. Así como es imposible concebir la gracia del baile y los juegos de imitación en tiempos de paz, la genealogía de la literatura —muy lejos de nacer en un club selecto de señoritos —tuvo su origen en el campo de batalla; pluma y espada se entrelazan en una frenética danza mortal, y no siempre para glorificar los hechos beligerantes. Ya la antigua Grecia tuvo a su Arquíloco, poeta y soldado que prefirió lanzar su escudo y beber un buen vino antes que pelear, o Aristófanes, que condenó a los demagogos que llamaban a las armas en su comedia Los Caballeros, por el hecho de que las invasiones afectaban con mayor fuerza a los campesinos que a los nobles. En el otro extremo de la tradición, no podemos dejar de mencionar a los escaldas, antiguos poetas vikingos que ejercieron guerra y poesía como profesión, y en el mundo galo, Bertran de Born, admirado por Ezra Pound, poeta del siglo XII que glorificó la guerra, por ser una vía para ejecutar sus vendettas y mejorar su situación económica.

En la antigua España, católica e hija de Roma, el nacimiento de sus letras guarda una relación muy similar con la tradición griega, pues al igual que la Ilíada,  El cantar de Mío Cid es su poema inaugural, el que como bien sabemos, trata sobre su destierro y su entronización heroica en las batallas contra los moros. En esta herencia de soldados poetas y cantos bélicos, a mediados del siglo XIV, casi cerrando la Edad Media, aparece la figura de Jorge Manrique, más conocido por sus Coplas a la muerte de su padre que por sus hazañas militares. La importancia de su poema no sólo radica en su carácter elegiaco ni en el uso de la técnica, sino porque objetiva en sus versos la tradición grecolatina y ejemplifica los valores más altos a los que puede aspirar un individuo en el mundo hispano: fama, fuerza, valor y entereza ante la muerte.

Desde sus primeros versos, escritos en un lenguaje vigoroso, alejado de cualquier afectación y manierismo, somos interpelados de manera indirecta:

Recuerde el alma dormida,

avive el seso e despierte

contemplando cómo se passa la vida,

cómo se viene la muerte tan callando

Interpelación que nos recuerda la fugacidad de la existencia y la fragilidad de los placeres sensuales, islas de carne entre océanos de sufrimiento: “Cuán presto se va el plazer, cómo, después de acordado, da dolor;

Pero el mundo no tiene por qué ser un valle de lágrimas y esqueletos

¿Qué rasgos caracterizan a la España que cobijó a Manrique, desde mediados del 1400, hasta la fecha de su muerte en 1479 cuando solo contaba con 39 años? La península ibérica comenzaba a levantarse de la dominación mora, pero surgían graves problemas diplomáticos con Italia y Francia, que buscaban fragmentar su unidad. En 1469 la corona de Castilla, patria de Manrique, pudiendo unificarse con el reino de Portugal, finalmente opta por acercarse al reino de Aragón, siendo la figura de la reina Isabel más gravitante que la de Fernando, pues el reino castellano tenía mayores recursos económicos y demográficos que el de Aragón: es el nacimiento de lo que conocemos como España, no aún como nación moderna, pero sí como fermento del imperio en desarrollo, encauzado en un régimen monárquico y católico con pretensiones universalistas, que se abrió paso a través de la Historia en su lucha contra el Islam, y que precisamente fue ese el motivo que la empujó para avanzar hacia el poniente, no por el anacronismo de “querer descubrir a América”, sino porque se quería rodear por la espalda (y con la espada) a los musulmanes.

El ascenso de la Iglesia, como ente espiritual y aglutinador fue clave en el ordenamiento jerárquico y social, “cada cosa acá en lo bajo, tiene su correspondencia en lo alto”, siendo piedra fundamental para la resolución de conflictos entre sus gentes; ahí donde existía belicosidad, se levantaron Asambleas de tregua y paz, ahí donde los débiles estaban desamparados, se levantaron hospitales, ahí donde era menester defender a doncellas, viudas y huérfanos, se bendijo a las órdenes de caballería. Pese a la férrea base espiritual, es en este siglo XIV donde se cuestiona con mayor fuerza a sacerdotes por llevar una vida laxa y licenciosa, teniendo como consecuencia que la teoría del poder teocrático tuviera fisuras, ingresando en las clases ilustradas nuevas ideas con raíces en las antiguas Grecia y Roma, que bien se pueden rastrear en las composiciones literarias de la época, como la poesía trovadoresca o las églogas que resaltan la vida pastoril en armonía sui generis con la naturaleza.

El siglo XIV fue una época de abundantes poetas: sin imprenta, la poesía circulaba de mano en mano o era cantada y recitada en plazas públicas y lugares de encuentro. El canon a imitar, tanto en forma y temática es la escuela italiana, con Dante y Petrarca a la cabeza; aparecen los cancioneros, que a semejanza de los antiguos aedos, se componían para ser recitados y cantados a viva voz, relatando hechos bélicos o amorosos. “La Poetria e gaya sciencia es una escriptura o composición muy sotil e bien graciosa…” Escribe Juan Alfonso de Baena, judío converso y autor del cancionero de Baena. La figura de quien ejerce la poesía es idealizada, debe ser noble, hidalgo y cortés, y debe preciarse de ser enamorado o al menos fingirlo, aunque muchas veces sea todo lo contrario, un mujeriego, un flojo y un bebedor.  

En Las Coplas de Jorge Manrique se refleja ese mundo antiguo y católico, en la cual la vida queda dividida entre la muerte, que es el reino de los cielos, y la existencia material, pasajera y falaz, lugar de tránsito atado a valles de lágrimas y calaveras, como denuncian los poetas y sacerdotes de la época, pero, y acá reside la originalidad de Manrique, abre una tercera vida, que consiste en el esfuerzo del hombre, acción real en el mundo, desdeñando las riquezas materiales y poniendo por encima a la fama, no esa fama inútil y estéril del culto a la personalidad de nuestros tiempos, sino la fama de los triunfos militares, del valor en el trabajo y del enfrentamiento con la muerte.

La fama es un valor antropológico, no teológico


El ejercicio de la fama requiere un espacio antropológico y material en el cual desarrollarse, pero eso no quita que animales o lugares también puedan erigirse como tales, así podemos hablar del famoso Rocinante o de la famosa torre de Pisa. Al margen de la mala fama, la fama como virtud requiere una vida virtuosa y ordenada, independiente de si se posea o no valentía, ingenio o sabiduría. La fama es más alta que el honor, por ser la estimación en el fuero interno que los otros tienen de alguien, ya que el rótulo de lo honorable, muchas veces se hace por adulación o fingimiento.

En las copla número 27 y 28, Manrique establece una lista de ilustres varones famosos por distintas razones; por ventura, Octaviano, por estrategia en la guerra, Julio César, por la sabiduría y la laboriosidad, Aníbal, por la bondad, Trajano, por festividad y alegría, Tito, por la clemencia, Antonio Pío, por la fe, el papa Constantino. Separados por casi un milenio de la época en que vivió Manrique, todos son romanos (a excepción de Aníbal que fue cartaginés pero ligado al mundo latino), lo que demuestra lo viva que estaba la historia antigua, y que el modelo a imitar se encontraba en los santos, en los militares y en los gobernantes justos. Y por supuesto, en la cartografía del imperio romano.

Para Manrique, la fama no descansa en las riquezas y bienes materiales: un burgués puede acumularlas por raudales y ser famoso, pero el fundamento de su concepto original, tan alejado en la actualidad, no se relaciona con los tesoros, sino con la determinación de ir a la guerra y ganarlas. Dice en las coplas sobre su padre:

“Non dexó grandes tesoros,

ni alcançó muchas riquezas

ni vaxillas;

mas fizo guerra a los moros

ganando sus fortalezas e sus villas”

Muerte y amor

La muerte para Manrique es la gran igualadora: ahí donde papas, prelados y emperadores ejercen su poder, finalmente son tratados de la misma forma por la Muerte que a los pastores más humildes. En la guerra, la muerte se erige como una jueza imparcial, no importándole ni castillos, ni huestes, ni pendones, ni estandartes. Es una flecha móvil que no sabe de obstáculos, avanza y es eficaz en sus designios. Pero también la guerra es entendida como una alegoría militar del amor, viejo tópico de Ovidio restablecido por Manrique: Militat omnis amans, et habet sua castra Cupido, Es soldado todo amante y Cupido tiene su campamento propio.  El corazón es un castillo, y el amante debe asediarlo para conquistar a la mujer, como canta Manrique en Castillo de Amor:

“Porque estays apoderada

vos de toda mi firmeza

en tal son,

que no puede ser tomada

a fuerça mi fortaleza

ni a traición”.

Y si Cupido tiene su campamento propio, la mujer no solo puede estar prisionera en una fortaleza, en la que intrépidos escaladores asedian sus muros para alcanzar la meta, sino que ella también puede cautivar al guerrero para aprisionarlo con su beldad y mesura.

Una conclusión

El valor de Las Coplas a la muerte de su padre reside no sólo en su originalidad poética, sino que sintetiza de manera asombrosa lo mejor de la vieja España y sus raíces: el estoicismo para enfrentar a la muerte, el orden espiritual y terrenal del Dios cristiano, el ejemplo anclado en la buena fama como tercera vía para enfrentarse a la muerte, la guerra como unidad y como lugar de temple; y desde otro ángulo, es un poema inaugural que explicita los fundamentos que tendrían los futuros conquistadores en las nuevas tierras con la expansión del imperio y el establecimiento de la verdad cristiana universal. En suma, en los versos de Manrique se pueden rastrear ideas de pensadores del mundo grecolatino y de los padres de la Iglesia, en un tono elegíaco de elevación paterno-filial que es filosofía en verso en todo su esplendor. No existe otro ejemplo de concisión y estilo fuera de la literatura hispana.

 

Bibliografía recomendada

Coplas a la Muerte de su Padre, Jorge Manrique. Editorial Edaf, edición de Amparo Medina-Ríos.

La época medieval, J.A. García de Cortázar. Alianza Universidad.

España frente a Europa, Gustavo Bueno. Pentalfa.

Poesía medieval, edición de Víctor Lama. De Bolsillo.

La poesía lírica española, Guillermo Díaz-Plaja. Editorial Labor.

Romancero viejo, edición de María Cruz García de Enterría, Castalia Didáctica.

martes, 6 de septiembre de 2022

Sobre la hybris a partir de un episodio del Amadís de Gaula

Uno de los episodios más notables de la obra maestra de los libros de caballería, El Amadís de Gaula, ocurre cuando se enfrenta a Dardán El soberbio en singular combate. Amadís representa el ideal clásico del caballero cristiano: es humilde, sencillo, presto a servir a los huérfanos, a las viudas y a los desamparados. Dardán es su perfecto opuesto: altanero, arrogante y violento.

Su primer encuentro ocurre cuando en una de sus tantas aventuras, Amadís solicita al señor de un castillo que le dé alojamiento, pero el señor lo desprecia y le pide que se largue. Amadís entiende que la única forma de reparar esta afrenta a su honor caballeresco es desafiando en un duelo a su agresor: el señor se niega, diciendo que es de noche y se refugia en su torre. En efecto, el señor de esa torre que ha despreciado a nuestro caballero es Dardán. Amadís sigue su camino.
Más adelante, Amadís se encuentra con dos doncellas que lo acogen en su campamento. Resulta que ellas se dirigen a la corte del Rey Lisuarte para presenciar un juicio por combate (juicio divino), y en la querella, una parte -por un azar lleno de sentido- tiene como representante al mismísimo Dardán, pero la otra parte, una viuda, necesita a un campeón que la represente, pues debido a un conflicto legal puede perder su herencia. Amadís sabe que no puede desaprovechar esa oportunidad, y no pudiendo negar su espada a una viuda, se ofrece para oficiar en el combate. ¿Entonces lo hace motivado por la venganza y la ayuda a la viuda es solo una coartada? No, como veremos más adelante.
Tras una serie de peripecias (los libros de caballería están repletos de aventuras, los encuentros son constantes y sonantes), finalmente llega a Amadís a la corte del rey, con un detalle; se esconde en un bosque para no aparecer entre la fanfarria y el festejo al campo de batalla, y en segundo término, para esconder su identidad. En el lugar, Dardán salta al campo de batalla exhibiéndose como un retador invencible, haciendo gala de su armadura y sus habilidades. Es en ese momento en que Amadís se transforma en su reverso perfecto, en su némesis: emerge de la floresta ofreciéndose como campeón con el yelmo abajo, para no revelar su rostro, y ante la maravilla de los presentes, con su escudo dañado pero entero de cuerpo, la viuda acepta su defensa. Entonces se baten en una justa clásica: primero a caballo y con lanzas, luego a espadas, y finalmente a pie, dándose golpes y estocadas mortales (un apunte: estas historias eran mal vistas en su época, sobre todo por el clero, pues vindicaban la violencia y los competidores de justas emulaban a sus héroes caballerescos, muchas veces con consecuencias nefastas).
La pelea es mortal, hasta que en un lance, Amadís logra derribar a su atacante, y pidiéndole que se rinda, le perdona la vida. Tras darle una lección de humildad, Amadís sin revelar su verdadera identidad, hace una reverencia y se retira nuevamente al bosque, ante el asombro de todos.
Pero acá es donde la desmesura y la soberbia hacen lo suyo: Dardán, el caballero más soberbio de cuantos han habido en el mundo, enloquece de celos al oír a su prometida que prefiere la elegancia y la humildad de su atacante, y preso de la ira, la atraviesa en dos con su espada, y no bastando con su acto desesperado, se suicida.
Y eso nos lleva al último párrafo del capítulo XIII, que nos dice:
"Aquella muerte plugo mucho a todos los más, porque ahunque este Dardán era el más valiente y esforzado cavallero, su sobervia y mala condición fazían que lo no empleasse sino en injuria de muchos, tomando las cosas desaforadas, teniendo en mas su fuerza y gran ardimiento del corazón que el juicio del Señor muy alto, que con muy poco del su poder haze que los muy fuertes de los muy flacos vencidos y deshonrados sean (pág. 374)"
Que es otra manera de decir que la soberbia es una fuerza ciega que nos arrastra hacia los placeres que irrazonablemente nos gobiernan, y junto a Aristóteles decimos que el placer que provoca esa soberbia es por el objetivo de "sentirse superior al resto". Y la literatura está plagada de ícaros y prometeos que quisieron ser más grandes de lo que eran, siempre con funestos resultados.

viernes, 20 de diciembre de 2019

El mundo de los durmientes según Siruela

Ilustración rusa del siglo XVIII sobre Los siete durmientes de Éfeso

Editorial Atalanta
El mundo bajo los párpados. Jacobo Siruela.
352 páginas. 2da Edición 2016.

“Los sueños son en realidad recuerdos de un futuro ya sucedido” Juan Rodolfo Wilcock

Si existe un libro tan específico sobre la imaginación (como el que comentamos sobre Patrick Harpur y que se puede pasar a leer acá) ¿cómo no iba existir alguno respecto a los sueños? Sí, es cierto, existen un centenar, miles de libros que abordan la temática, desde La interpretación de los sueños de Sigmund Freud, pasando por De la esencia de los sueños de C.G Jung, el A theory of dreams de Kasatkin hasta los más recientes tratados enfocados en la neurociencia, la psiquiatría o los fenómenos de los sueños lúcidos. No obstante El mundo bajo los párpados de Jacobo Siruela es único, no sólo porque analiza a los sueños desde una múltiple perspectiva histórica, poética y fenomenológica de los sueños, sino porque abre senderos, puertas, perspectivas inimaginables de qué podría ser realmente el alucinante mundo onírico.

Dormir y soñar  

Hay una anécdota de Jorge Luis Borges muy ilustrativa respecto al mundo de los sueños: trata sobre el relato que le hace su sobrino pequeño respecto a un sueño donde él aparece, experiencia que el pequeño describe con lujo de detalles. Cuando termina, el chico le preguntó extrañado a Borges: «Tío, pero ¿qué estabas haciendo dentro de mi sueño?». La pregunta dejó atónito al escritor argentino, porque implicaba que un doble o una parte de sí mismo era capaz de habitar otro espacio, el espacio mental de su sobrino, de forma simultánea con el mundo real, como si la realidad del sueño fuera un universo alterno. ¿Meros juegos ficcionales? Quizá no. Otra historia (que tampoco recoge el libro, pero que las usamos a modo de introducción) la relata Jung en una de sus conferencias sobre la existencia del alma y los sueños, y tiene que ver con la característica premonitoria del mundo onírico. Un paciente del siquiatra suizo, practicante de alpinismo, le relata un sueño en el que se ve ascendiendo por un enorme monte nevado, y a medida que escala va sintiendo mayor calma y armonía, e incluso cuando en la cima escucha algo similar a un dulce coro angelical. ¿Sueño beatífico? Nada de eso, Jung al oírlo queda horrorizado, y sin pensarlo mucho, le pide a su paciente que siempre suba acompañado en su práctica deportiva. El paciente se ríe y la conversación queda olvidada. Meses más tarde, el hombre escala una cima, sin compañía, y cuando ya estaba descendiendo el monte, una avalancha lo agarra violentamente y lo deja sepultado. Jung, triste por el hecho, explica que los componentes de aquel sueño empujaban a interpretarlo como una muerte (el ascenso al monte es siempre una elevación al cielo para el pensamiento místico o religioso), lo que se confirmaba además por la paz que sentía y el coro angelical que oía el paciente. 

¿Son todos los sueños interpretables o premonitorios?

Jacobo Siruela
No, ni todos tienen una fuerte carga simbólica, ni nada a priori nos haría pensar que pueden predecir el futuro o indicar algún peligro. El mundo bajo los párpados va más allá y nos muestra cómo los antiguos hasta la posmodernos han entendido este fenómeno. Para el mundo helenístico los sueños no se tenían, sino que se veían, en el sentido de que estos eran considerados visiones que enviaban los dioses. Para el mundo cristiano de la Alta Edad Media,  la actividad onírica podía corresponder a revelaciones doctrinales, las cuales, en efecto, eran revisadas por autoridades eclesiásticas, pero además la realidad onírica era considerada como una segunda vida. Así por ejemplo, Natalio El Confesor se salvó de cometer herejía tras afirmar que Cristo no tenía naturaleza divina, luego de soñar que los ángeles lo azotaban durante toda la noche en castigo por su atrevimiento. En la Baja Edad Media estas creencias se desprestigiaron, insinuándose que los sueños podían ser cosa del diablo. No obstante, el origen de estas creencias cristianas se remontan al Antiguo Testamento, en las que los sueños eran considerados como indiscutibles mensajes celestiales (el sueño de Jacob con la escalera y los ángeles en Gn. 28,12, o el sueño del rey Salomón con Dios donde le pide sabiduría en 1 R. 3); ni siquiera para el Siglo de las luces, en las que se asentarían las bases del pensamiento racional y materialista, los sueños dejan de ser misteriosos. En El mundo Se examina con detalle una triada de sueños determinantes para el pensamiento filosófico de René Descartes, quien tras salir de estos letargos, los examinaba de manera exhaustiva, llegando a concluir que “la razón de los filósofos” corría con menor ventaja que la capacidad imaginativa que tenían los poetas o los creadores, pues sin desarrollar sistemas de pensamiento, eran capaces de ilustrar, a través de fragmentos, verdades que rebosaban el tiempo y el espacio. En esta línea, la obra de Siruela deja de manifiesto que los sueños a lo largo del último milenio jamás han hecho entrar en crisis ningún modelo o concepción de la realidad,  puesto que cumplen una función inspiradora, en el sentido tácito de que muchos pensadores e inventores han recibido influjos desde el mundo onírico para sus ideas, como son los casos documentados de Kepler (1517-1630) y las órbitas elípticas de los planetas, o el premio Nobel de Medicina Otto Loewie (1873-1961) inventor de la teoría química de la transmisión nerviosa. No sin justicia, Voltaire en su Diccionario filosófico, afirmaba que: «he conocido abogados que han hecho alegatos en sueños, matemáticos que han resuelto problemas, y poetas que han compuesto versos».

Los sueños y la música

Así como el sueño puede ser una especie de mundo simulado, no es menos cierto que la percepción de los sueños poseen diversas distorsiones si se examinan los colores (no todos sueñan a colores o con colores vívidos), los olores y sabores (que pueden ser muy reales pero no siempre certeros), o la misma noción de espacialidad, violándose muchas veces la lógica del mundo real (escaleras que no llevan a ningún lado, callejones que se quiebran y van a dar a una habitación en un lugar abierto, sótanos que en vez de conducir a un subterráneo te llevan hasta la cima de una montaña). Con la música no ocurriría ninguna clase de distorsión. La música permanecería inalterada en el mundo onírico, por lo que soñar con una tonada o una melodía siempre es sinónimo de alta fidelidad. ¿Por qué ocurre esto? No lo sabemos, pero El mundo nos narra la historia del compositor italiano Giuseppe Tartini (1692-1770), quien afirma haber soñado con el diablo, y dentro de este sueño haber realizado un pacto, estando el maligno a su servicio. En este trance, el músico le entrega su violín al Maligno para ponerlo a prueba, resultando una sugerente y misteriosa melodía que lo deja pasmado por su virtuosismo. Tartini, al despertar toma su violín, pero no puede evocar aquella misma melodía, no obstante compuso La sonata del Diavolo, la cual estaría inspirada en la tonada oída, que según sus propias palabras, ni siquiera se acercaba un ápice al virtuosismo escuchado. Recordemos que el oído de un músico prodigioso, altamente entrenado, está a muchos pisos y peldaños sobre el oído común de cualquier ciudadano a pie o aficionado a la música. Un músico con una disposición genética y un alto entrenamiento es capaz de identificar notas no sólo en composiciones, sino que en los mismos ruidos que emergen de la naturaleza. Así se cuenta que el mismo Wagner, en una noche del mes de julio de 1853, cayó en una especie de estado catatónico de duermevela, donde oyó una incesante corriente de agua que repetía el acorde de Mi bemol mayor,  lo cual lo llevó a reconstruir mentalmente que aquel sonido debía provenir de una fuente que se encontraba dentro de un frondoso bosque milenario perdido en el tiempo. Un bosque melodioso que pudo aprehender desde aquel extraño trance hipnótico, le sirvió de base para componer su monumental ópera El oro del Rin (Das Rheingold), llegando además a la siguiente conclusión:
De pronto comprendí lo que siempre me había pasado: que la corriente de la vida debía venir de mi interior, no del exterior.
His only friend, de Briton Riviere, 1871

¿Por qué no le hemos dado suficiente importancia a lo sueños?

La pregunta si bien gana en actualidad, como bien documenta Siruela, se pierde hasta lo incomprensible en los tiempos remotos, donde existieron aplicaciones curativas inimaginables para nuestra cosmovisión actual, como la creación de templos exclusivos a dioses del sueño, lugares de peregrinajes donde no sólo se iba a orar, sino que también a dormir, pues los soñadores buscaban que algún dios (como el dios Mamu con su templo erigido en Balawat en la actual Irak) les entregara un sueño propicio que les diera sentido a sus vidas. Los griegos también tenían un particular rito que servía para fortalecer el alma y el espíritu, para así perder el miedo a la muerte, y éste consistía en internarse en cuevas oscuras y húmedas en las entrañas de la misma tierra, para conocer de primera fuente cómo era una existencia privada de luz, lugar en el cual dormían, teniendo sueños y visiones a lo menos alucinantes. El valiente que superaba esta prueba era más tarde escuchado por los sacerdotes de Mnemosine (la diosa que engendraría a las nueve musas inspiradoras) quienes consideraban que esta prueba era un auténtico renacimiento. En la  Grecia antigua por cierto, abundaron templos dedicados al sueño, principalmente porque los griegos consideraban que éstos eran mensajes divinos que entregaban la verdad o la inspiración para quien los recibiese, pero también que tenían una característica terapéutica, estableciéndose así incubatorios de sueños, tal como lo respaldó en su época Hipócrates o Galeno, los connotados médicos que analizaban por analogía las características de un sueño: si el soñador veía parajes desolados o ríos secos, éstos eran equiparados a problemas sanguíneos (el río representaba la sangre) o a la piel (las tierras yermas), por lo cual los sueños eran indicadores de cuando había buena o mala salud.

En la actualidad a los sueños no se les da ni remotamente el interés de antaño. Una explicación puede residir en que nuestra visión del mundo, fuertemente anclada en paradigmas racionalistas y todas las variantes del mito del progreso, no nos entregan un marco o herramientas para ver a los sueños como realidades tangibles, más aún cuando las únicas vías de desarrollo posible se entroncan en discursos materialistas, y cuando no, en una espiritualidad de cartón fomentada por el auge del New Age y sus profetas, personas por lo general con escasa instrucción y lectura, más ávidos de llenarse los bolsillos a cuesta de incrédulos que de analizar a fondo el fenómeno onírico. Siruela nos indica que esta fractura puede rastrearse en el inicio del Siglo de las luces, con sus corrientes de pensamiento que abolieron cualquier tentativa profética que pudieran tener los sueños; la misma Iglesia los trató como diabólicos o heréticos, incluso con persecución por parte de la Inquisición, para luego venir el mazazo de la Ilustración al tratarlo como meras supercherías oscurantistas, calzando al dedo el aforismo citado de Lichtenberg:
No es que los oráculos hayan dejado de hablar: los hombres han dejado de escucharlos
El futuro y los sueños

Los egipcios consideraban al mundo de los sueños con su propia espacialidad, por ende cuando soñamos en estaríamos despertando a otro mundo con sus propias leyes. Es lo que han intuido sacerdotes, magos, alquimistas, poetas, médicos filósofos y científicos de todas las épocas, algunos en minoría absoluta, resistiendo de pie frente a la oleada positivista engullidora de la realidad con sus cárceles de acero, o desarrollando su visión en armonía, con sociedades abiertas al misterio y a lo desconocido, erigiendo templos y sanatorios dedicados a desentrañar las realidades del sueño, estudiando la precognición, los símbolos que nos llevan al inconsciente colectivo o la potencia curativa onírica; son los denominados onironautas, los capaces de ver y atravesar las barreras, los que vigilan las puertas del tiempo, y que mirando de soslayo, buscan robarle algunos cuantos secretos. No obstante Siruela es decidor cuando afirma:
La historia de los sueños no ha sido escrita, y probablemente nunca lo será. No deja de ser sorprendente que, después de tanta experiencia onírica acumulada a lo largo del tiempo, tan digna de recuerdo, el ser humano todavía no haya asumido la importancia que tiene el onirismo en la historia humana. (…)
Empeñados en tener una visión superficial de las cosas, en una época en que se manejan como nunca antes datos e información a velocidad impensada, y pese a estar atados más que nunca antes al escepticismo, el ser humano se aferra a cualquier ideología o política de moda, creyendo lo que fuere si estas tienen visos de realidad, salvo en la realidad de los sueños. Mientras no busquemos entender que cada noche los sueños nos atraviesan como cometas, iluminando los parajes más oscuros de nuestra mente, seguiremos convencidos de que la única realidad individual y colectiva es la que nos llega de primera fuente en la vigilia, que más allá no hay más, que todo está acá, empobreciendo nuestra realidad, muriendo con tesoros sellados e intactos que nunca quisimos abrir.

viernes, 16 de febrero de 2018

La agridulce patria de las hormigas: una novela de Javier Tomeo


Anagrama
La patria de las hormigas: Javier Tomeo
1era Ed. 2006. 160 páginas.

Probablemente existan dos tipos de escritores: los consagrados  (unción colegida por la Santísima Trinidad de las Letras: las ventas, el público y la crítica) y los olvidados, los que caen al infierno de la no-existencia ya sea por falta de talento, ideas políticas incorrectas, simple mala suerte, y otras tantos móviles.  No obstante, la tipología no es exacta; bien porque hay una serie de grados entre los consagrados y los ninguneados, o bien porque un escritor que es considerado faro en una época,  puede hundirse en la siguiente.

El caso de Javier Tomeo es ambivalente. En España no fue un escritor maltratado: contó con ediciones en Anagrama y si bien no le llovieron premios, obtuvo algunas condecoraciones. En teatro obtuvo gran aprobación, principalmente en Francia y en Alemania, pero en España siguió siendo un autor minoritario, probablemente porque en sus libros escaseaba el sabroso color local que tan bien encumbra a ciertos autores mediocres, quienes necesitan agarrarse de una época o un tópico para justificar su estética. A Tomeo jamás le interesó el realismo parco que utiliza a la literatura como panfleto, y tampoco, mucho menos, pretendió encauzar la historia de España de los últimos decenios en una épica rimbombante, con profundidades psicológicas y diálogos abismantes. Lo suyo más bien se acerca a una poética del minimalismo, que funde a Kafka con Los hermanos Grimm, dejando de lado el infantilismo de estos últimos, y recogiendo la acidez, la ironía y la compulsión por retratar a personajes a través de sus defectos.

La patria de las hormigas borra las referencias que facilitarían al lector situar la historia en alguna época: no hay nombres de ciudades ni se sugiere un año determinado, ni siquiera la seña de un país, todo parece ocurrir en un pueblo cualquiera perdido en algún país europeo. La historia podría ser la de cualquier soltero de verano: Juan H llega a un hostal para pasar sus siete días de vacaciones, y de él sólo sabemos, que además de sufrir diabetes, tiene una alta dependencia con su madre (un arquetipo ambivalente que cruza las novelas de Tomeo), que tiene una obsesión fija por los colores (todas las mañanas escoge cuidadosamente el color de la camisa que usará), y que como cualquier veraneante soltero, tiene la idea, nada sofisticada, de que la diversión es sinónimo de ligar con chicas y beber hasta altas horas de la madrugada.

Pero en Juan H hay algo que falla. Nada más llegar hasta la pensión donde se aloja, atendida por un anciano sordo y quisquilloso, éste le hace una advertencia sobre las hormigas: pueden aparecer en cualquier momento y nada bueno podrían traer. El anciano monomaniaco se acompaña de su bigotuda sobrina (¿es su sobrina en línea carnal o política? Se pregunta Juan en un momento de libro), mujer silenciosa y esquiva, que por su manifiesta fealdad y parquedad, no hace presagiar nada bueno, y mucho menos la estampa del techo del cuarto que alquila, donde una gran mancha de humedad parece querer indicar algo. Las insinuaciones están a la orden del día. Las hormigas ¿son socialistas o de derecha? ¿Podrían devorar a un diabético? ¿Tienen un orden planificado o actúan por mera inercia?


Las preguntas y respuestas entre Juan y el viejo de la pensión se intercalan con las salidas del primero a bares, donde conoce a distintos camareros, quizá los únicos seres humanos que suelen resaltar del paisaje, pues los turistas (en especial las mujeres), suelen vivir tan sobrados y pagados de sí mismos, que se pierden, ya sea en la anécdota del mismo paisaje borrado en sus contornos, o por las mismas barreras idiomáticas. El ojo del protagonista tiende a carnavalizar la realidad, centrándose en los defectos de los seres que lo rodean: ahí está el camarero mitad pájaro mitad humano, por allá aparece el gorila con los brazos demasiado largos, el hombre de la camisa rosa sometido a su mujer, convirtiendo a los personajes de la ficción en marionetas groseras, que tras sus hilos podrían ocultar algo que flota en toda la novela: el absurdo y el sinsentido de la vida amenazan con salir de su agujero para asaltar la realidad, tal como presagia el viejo de la pensión con las hormigas: “están ahí, ocultas, tejiendo su camino, para saltarnos a la cara”.
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