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lunes, 6 de febrero de 2023

Kafka y El Lejano Oeste*

*Una versión más breve apareció impresa en la revista La Gata de Colette Nº33, diciembre de 2022.



¿Qué tiene que ver Kafka con el western?

1. La literatura se parece a los caballos, en el sentido de que se desplaza, se transmite, y con cada cultura en la que entra en contacto surge una nueva especificidad en su uso. El caballo más famoso de la literatura es el caballo de Troya: ingresó al mundo griego de la mano de Homero, pero su mención en la Odisea es casi una elipsis. Con Virgilio, la historia del caballo de Troya toma mayor cuerpo y se entiende mejor dentro de su contexto trágico.

2. Antes de la revolución de los transportes terrestres, por más dos mil años el caballo se plasmó a lo largo de la historia literaria desde los antiguas unidades militares, pasando por la caballería andante, hasta las modernas carrozas, rústicas o pomposas, según el ámbito.  La irrupción del tren en el siglo XIX y del automóvil en el XX señala un corte en los usos, pero curiosamente fue el género del western, escrito principalmente en el siglo pasado, el que rescata la figura del hombre a caballo. 

3. El cowboy, enaltecido primero por los escritores realistas estadounidenses y más tarde definido por la literatura popular, representa un corte vertical respecto a los arquetipos de origen anglosajón que definieron la gestación de la nación estadounidense: el banquero o el negociante son sus figuras centrales, y eso lo calibraron muy bien los escritores ¿a quién le va a importar la vida de un banquero o de un negociante? El mundo hispano tenía ejemplos abundantes de aventureros y buscavidas con el caballero, el misionero o el santo, y es en esa comparativa es que se erige el cowboy, quien tiene un poco de caballero, de misionero y de santo. El cowboy  ejemplifica lo mejor del american dream y el ethos promovido por sus padres fundadores: es libre, se rige por el honor, y es valiente.

4. Prestaciones, movilizaciones, desplazamientos: sin el Ciclo Artúrico y las leyendas reescritas por Chrétien de Troyes, la literatura caballeresca española estaría incompleta, y sin ella, no habría sido concebido jamás Don Quijote. Por lo mismo, sin la figura del caballero hispano en la época de la expansión del imperio, no se hubiese fraguado el cowboy, la figura mítica que, como un caballo, saltó de las páginas folletinescas al cine (Ford, Rowland, Walsh), llegando a la cúspide y crepúsculo con los maestros italianos (Leone, Fulci, Borbone). No es una casualidad tampoco, que durante la época franquista, el género del oeste fuese escrito por hispanos, como los americanizados nom de plume Silver Kane o Lafuente Estefanía, escritores populares que trabajaron en formato de bolsillo. Le duela a quien le duela, los vaqueros son tan gringos como hispanos, más aún si consideramos que históricamente fueron los conquistadores españoles quienes introdujeron al caballo, y sí, incluyendo los territorios de las colonias británicas en América.

5. Y ahí, entre gringos e hispanos, tenemos a Kafka. ¿Existe alguien menos caballuno y del Lejano Oeste que Kafka? Pero cuidado, no siempre recordamos con nitidez a los autores. Un texto muy breve del escritor checo: “El deseo de ser un indio” (publicado en 1913 y tomado de Cuentos Completos de Valdemar) dice así:

Si pudiera ser un indio, ahora mismo, y sobre un caballo a todo galope, con el cuerpo inclinado y suspendido en el aire, estremeciéndome sobre el suelo oscilante, hasta dejar las espuelas, pues no tenía espuelas, hasta tirar las riendas, pues no tenía riendas, y sólo viendo ante mí un paisaje como una pradera segada, ya sin el cuello y sin la cabeza del caballo.

¿Un retorno a la infancia? ¿La extinción de los indios que solo pueden cabalgar imaginariamente? ¿La extinción del caballo real que se sobrepone al imaginario?

6. En los relatos de Kafka abundan los caballos. A veces como decorado del paisaje (carretas o caballos pastando), otras, como parte central del relato. En El estudiante con ambiciones, el núcleo del cuento se centra en el caso verídico de Los caballos de Elferbeld, y que ocurrió así: el alemán Wilhem von Osten, a comienzos del siglo XIX, llevó al extremo el adiestramiento equino, al punto de enseñar a su caballo llamado Hans a realizar operaciones básicas que el equino marcaba con el golpeteo de sus cascos. La fama del caballo se extendió por toda Europa, que redundó en que una serie de sabios se reunieran para analizar el caso. ¿Era superchería o el caballo realmente sabía resolver operaciones matemáticas? Un ricachón llamado Krall compró el caballo de von Osten y se propuso enseñarle nuevas operaciones, esta vez el alfabeto y a calcular la raíz cuadrada. En el relato kafkiano, todo ocurre de manera paradojal y calculada: un joven de provincias elabora un plan para determinar qué ocurrió realmente con los caballos de Elferbeld, pero el primer escollo que debe sortear es que los recursos que necesita para su investigación no le permitirán continuar con sus estudios. Sus pobres padres, quienes financian sus estudios, son engañados por el joven, engaño que considera como “un sacrificio”, en pos de la investigación científica. El agujero se abre al final del breve relato cuando la investigación ya se está casi consumada: ¿podrá un joven inexperto –que ha dilapido sus recursos en una investigación— y sin contactos, probar ante una comisión de expertos sus resultados?

7. ¿Kafka habrá leído novelas de vaqueros? Eso tendría que responderlo algún especialista. Lo que sí sabemos es que Kafka fue un cinéfilo de toda la vida, como lo demuestran sus diarios; incluso existe el libro Kafka va al cine de Hans Zischler publicado en español por Minúscula, donde se realiza un estudio profundo por la pasión cinéfila del padre de La Metamorfosis. ¿Habrá visto películas ambientadas en el Lejano Oeste? Es posible, entre la década del 10 y del veinte del siglo pasado, se produjeron al menos unas 200 películas, muchas de las cuales una vez exhibidas eran quemadas o abandonadas, sin conservarse las copias originales, situación kafkiana por donde se le mire.

viernes, 8 de junio de 2018

Sobre el origen de Thomas Bernhard y la originalidad

Ed. Anagrama
El Origen. Thomas Bernhard
1era Ed. 1975. Esta edición: 2011
Traducción: Miguel Saenz

Existe una faceta que un escritor, o un aspirante a escritor, debería detenerse un momento para analizar y sopesar. Difícil, se me dirá, que un escritor o un aspirante a escritor de la actualidad se detenga un momento, si se pasa la mitad de su vida auto-promocionándose y ocupando su tiempo en conversatorios, charlas, books-tours, avisos publicitarios, entrevistas, confundiendo, en suma, el arte de la literatura con la industria del libro. Aquella actitud recuerda una anécdota que relata Thoreau en su espléndido Walden. Un indio, viendo que los hombres blancos se asentaban con sus nuevos negocios, con la llegada del ferrocarril y el comercio, creyó que si tejía hermosas cestas las vendería de inmediato, pues la cestería también debería ser absorbida por el progreso y con eso bastaba, razonó. Pero no pudo vender ninguna cesta, porque todos los hombres blancos le decían ¿y para qué quiero yo una cesta? El indio se equivocó, precisamente, porque no acertó a ver que debía entregar razones para que los hombres blancos compraran las cestas. Tenía que vender un producto que por sí solo jamás se vendería. Lo mismo ocurre con un libro. O el autor dedica tiempo, esfuerzo, y ganas en tratar de convencer al resto de que compre su cesto, porque es el mejor y el más lindo, o bien se libera de la necesidad de vender sus cestos, y se preocupa de lo fundamental: de encontrar entre la selva de posibilidades una solución de continuidad para su escritura, es decir, un proyecto que sea original y que se entronque como un eslabón nuevo en la cadena de la originalidad. Porque la originalidad, y así lo prueban las biografías de los escritores que hemos conocido, llegaron a ese punto liberándose de todos los fardos posibles, en especial del pesado fardo de tener que agradar y ser inteligible para un público.

EL ORIGEN DE THOMAS 

Originalidad, otro término que habría que repasar, pero que excede el alcance de esta nota. Sin entrar en la mecánica de Bloom y su angustia de las influencias, es patente que no existen autores que saquen conejos desde un sombrero sin tener que deberle nada a nadie. Si ya estamos insertos en un lenguaje y en una tradición, la creación literaria no puede darse en un ambiente inocente, en la que un autor pretenda ser original en algún planteamiento o estilo. Escribí sobre Kafka y la escritura mutante, donde postulaba que sus últimas creaciones estaban transformándose en algo nuevo, en algo que aunaba forma, estilo y contenido, hecho que se podía vislumbrar en su último relato Der Bau (La Madriguera).

Kafka fue un escritor fuera de norma, no por escribir con un estilo soberbio o enrevesado, sino porque no se limitaba a traducir la realidad, sino a deformarla, o a escarbar en ella para ver lo que nadie podía ver. Fue un autor que agotó su tiempo en investigar y ensayar un camino hacia dentro para pulir su escritura, como lo atestiguan sus Diarios, un documento maestro salpicado de observaciones y ejercicios de estilo que asustan, porque muchas veces aparece una pesadilla repetida una y otra vez con ligeras variaciones o entonaciones. Era como si Kafka estuviera viviendo una pesadilla lógica y lúcida, y eso es lo que nos ha legado: una pesadilla. Y también una directriz.

Surge la pregunta: ¿qué habría ocurrido si Kafka hubiese seguido avanzando en esa dirección? La  muerte lo encontró en su mejor  momento, y aventurar hipótesis no sería más que especular. No obstante, pienso que en cierta manera Thomas Bernhard, como un corredor, fue quien tomó el testimonio de Kafka y lo relevó para seguir la loca carrera hacia el abismo. Pero Bernhard en su carrera no se estrecha contra un muro ni tampoco se cae, al contrario, va saltando los abismos, y nos va entregando su visión de primera fuente, sin temor a que el abismo le devuelva la mirada.

Hojear cualquier libro de Bernhard revela a simple vista la consistencia de su prosa: una prosa de estructura rígida y de acero, cacofónica, repetitiva, que la han querido emparentar con cierta musicalidad (la hay, Bernhard fue un escritor con gran oído debido a su formación musical), pero que exuda mucho más que sólo música, hay ruido de martillazos, de palabras que van sonando una y otra vez, encabalgándose de manera violenta y no siempre armónica, a veces de forma sincopada, de conceptos que reaparecen y se atraviesan con otros, para volver  a surgir en otra página. La página de Bernhard es cuidadosamente descuidada:

“No hay padres en absoluto, sólo hay criminales como procreadores de nuevos seres, que actúan contra esos seres procreados por ellos, con toda su insensatez y embrutecimiento, y en esa criminalidad son apoyados por los gobiernos, que no están interesados en un ser humano ilustrado y, por tanto, realmente acorde con su época, porque, como es natural, ese ser es contrario a sus fines, y por eso millones y millares de millones de débiles mentales producen una y otra vez y probablemente producirán todavía durante decenas de años y, posiblemente, durante centenas de años, una y otra vez, millones y millares de millones de débiles mentales.”

El párrafo escogido de El origen, ilustra lo que quiero decir, y va dando una idea de por dónde van los tiros de este francotirador. La mayor parte del tiempo fue un solitario, con fracturas familiares a raíz de los tiempos que le tocó vivir (nació poco antes de la II Guerra Mundial), gozó de pésima salud y para colmo de males, vio truncada una carrera como músico que su abuelo Johannes Freumbichler (también escritor) alentó desde que fue pequeño. El origen es parte de sus libros autobiográficos, aunque lo biográfico está tamizado por la ficción, pudiendo existir exageración o alteración de cronologías, que poco y nada le deben importar a un lector, porque a fin de cuentas vamos a leer una historia, apócrifa o no, que sea capaz de calar hondo en nosotros. Y las historias de Bernhard calan, porque sus temáticas son variaciones sobre lo mismo: la destrucción y la ruina. Ahí donde Kafka vio el sinsentido de la existencia, Bernhard es el que intenta desentrañar el sinsentido de todas esas ruinas.

El origen trata de la niñez. Un niño (que coincida con la niñez de Bernhard poco aportará a la experiencia) inserto en el peor de los ambientes que podrían existir: en el punto más álgido de la II Guerra Mundial, con bombardeos a diario y operativos donde reina la paranoia; súmele a ello que se trata de un niño alejado de su familia, pues se encuentra alojado, o mejor dicho, incrustado, en un internado nacional-socialista, y tras el fin de la guerra, en uno católico: ambos se revelan como espacios cerrados donde la incomprensión y la violencia son las rectoras.

El  origen trata sobre la niñez, como decíamos, pero sobre una niñez malograda. La novela abre con un epígrafe, una noticia de época, que sitúa a Salzburgo, lugar donde transcurre la historia, como la ciudad con la mayor tasa de suicidios en Austria, y esa es la tónica del libro, es la mirada descarnada de un adulto que rememora su niñez casi sin espacio para los afectos, para la magia o para la alegría. La mirada de Bernhard es torva, apática (ser apático y aguafiestas es su marca, como afirma en El Sótano: soy a pesar de mí y del resto un aguafiestas), en blanco y negro, casi sin dejar espacio para el asombro o para la respiración: es una mirada asfixiante, pero no son los ojos de alguien cruel que se solace con el dolor y el sufrimiento humano. Al contrario, en un momento de la novela —que carece de diálogos y casi de interacciones entre personajes— el narrador, la voz que nos va desgranando la tragedia que le ha tocado experimentar, habla del sistema educacional, y de las mofas que se le realizan a las personas diferentes. Ve, observa con una mirada atenta, cómo una persona va siendo degrada y señalada por un grupo, que siendo presa de toda la crueldad es pisoteada y anulada, una y otra vez, de forma sistemática: personas buenas e inteligentes, que tienen dones y mucho que aportar, pero debido a cierta debilidad en el carácter, o alguna peculiaridad física, son acribilladas y convertidas en sujeto permanente de burla. 

LA MIRADA DE THOMAS

Bernhard, al revés de la prosa sociológica de Houellebecq (el cual plantea una tesis y una hipótesis y disecciona la realidad para buscar alguna explicación o solución de continuidad), es de los que mira a la sociedad no para intentar hallar respuestas, sino para abrirle la piel y mostrar el cáncer que la está carcomiendo. Así, barre contra todos y contra sí, no desperdiciando la oportunidad de darle con un mazazo al sistema educacional:

“Los propios profesores, como yo sentía, eran espíritus pobres y vencidos, ¿cómo hubieran podido decirme algo? Los profesores mismos eran la inseguridad y la inconsecuencia y la mezquindad, ¿cómo hubiera podido serme útil, aunque fuera en medida insignificante, lo que explicaban? (…) Despreciaba a aquellos profesores, y con el tiempo sólo los aborrecí más, porque su actuación consistía sólo para mí en que, todos los días y de la forma más desvergonzada, me vaciaban en la cabeza toda su maloliente basura histórica, en calidad de, así llamados, conocimientos superiores, como un gigantesco cubo de basura inagotable, sin dedicar ni el resto de un pensamiento al efecto real de ese proceso.”

Este tipo de realidad, que se vuelve repetitiva y obsesiva, va mellando el espíritu del pequeño, que asustado por los constantes bombardeos de los aliados, la enseñanza estricta y castigadora de las autoridades y profesores, la ausencia del padre y la suplencia de un tutor que no lo quiere adoptar y darle la paternidad legal, el clima conspiranoico y enfermizo con el fin del III Reich, va perdiendo incluso el miedo y comienza a pensar de una u otra forma que sólo existe un escape real para todos sus males: el suicidio. Y esto lo piensa en sus momentos de mayor calma, cuando se va a un cuarto donde están los zapatos de los estudiantes del internado, y con el violín en sus manos va entonando la música, que se va difuminando y encadenándose con sus pensamientos.

Bernhard vivió en una época de peligrosidad y de grandes males: quizá se asemeje a la nuestra, pero se debe recordar que en esa época un joven de dieciséis años, con o sin problemas existenciales, era o bien arrojado a un internado y educado en el rigor y en la disciplina, o bien llamado al frente y lanzado de cabeza en las fauces de la guerra. No existían especialistas que se dedicaran a los traumas sicológicos, ni padres comprensivos que trataran de encauzar a través del amor y la paciencia a sus hijos por el buen camino. Imperaba un espíritu apocalíptico, de sobrevivencia permanente, donde no se sabía si mañana ibas a despertar en medio de un prado desolado por las bombas o ibas a encontrar tu casa en ruina con todos tus seres queridos adentro fallecidos. Y es la tirantez que se va apoderando del libro, que sin guiones ni diálogos ni puntos aparte, se vuelve hipnótico al punto de jalarnos de la cabeza hacia adentro para no dejarnos respirar.

Pero en medio de esa oscuridad, de esa ciudad poblada por los cadáveres que van cayendo a tierra, de la sensación permanente de ahogo, hay momentos de calma, de reflexión, y esa reflexión llega de mano del abuelo y los paseos que dan -acaso su último bastión-, encarnándose en la figura del único que ha depositado su amor en él, quien sin miramientos, debajo de toda esa selva de huesos y de fealdad y de lamentos, le entrega un importante legado, un salvoconducto de por vida: el dolor de la reflexión y la belleza de Montaigne

viernes, 13 de abril de 2018

Kafka: Ilusionista y mutante de la escritura



¿Qué atributos debe tener un escritor para volverse una obsesión y no borrarse de nuestra propia biografía lectora? Me refiero a esos escritores de los que nunca terminamos de aprender, que tras cada relectura van ganando más espesor. No siempre se trata de un asunto de calidad. Autores como Verne, Cortázar o Hesse, se nos van adelgazando. Crecimos y la madurez nos empujó a otros horizontes, a otras lecturas que siguieron ensamblándose y encadenándose a otras, y  aquellos viejos escritores que nos llevaron esas oscuras tardes de lluvia a lugares imposibles, cuando nos enfrentamos de nuevo a sus páginas, algo cambió: hay ternura y nostalgia, como volver a reencontrarnos con los juguetes de nuestra infancia, pero la emoción se agota en sí misma y luego pasamos a otra cosa.

Con Kafka no ocurre lo mismo. Nos hicieron leer —o lo hicimos por cuenta propia— La metamorfosis de Kafka, y la sensación que nos embarga al recordarla siempre es imprecisa: no es la nostalgia, porque la nostalgia requiere completitud y éxtasis, tampoco es amor puro u odio descarnado, porque a menos que seamos masoquistas, nuestras defensas mentales tienden a olvidar o a sublimar a quienes nos lanzaron de cabeza en la sombra. ¿Qué nos queda entonces? Queda la extrañeza, el desasosiego, pero sobre aquellas sensaciones se impone un factor que podría explicar a las anteriores, y abrir las puertas a muchas otras más: el factor sería una suerte de fragmentariedad truncada.  Recordemos el argumento de La metamorfosis: Gregorio Samsa se despierta en su cama como un monstruoso insecto, y de eso no sabemos más. Simplemente se transformó (y por eso aventurar que hubo una metamorfosis es ridículo, porque en el reino animal aquella ocurre como un proceso de ciertas especies, y no de un hombre a animal o viceversa: de esto se desprende que las últimas traducciones del relato sean simplemente La transformación y no La metamorfosis), y con esa incertidumbre, como un puente tejido sobre el abismo, se estructura toda la trama.

En manos de un escritor menos hábil, el mismo argumento habría adquirido un tono más acabado, quizá recurriendo de forma manifiesta a la alegoría, a la simbología y quizás hasta a la moraleja. La grandeza de Kafka, no obstante, reside en que a través de un lenguaje llano y descriptivo, logra contarnos una historia que por sí sola —como si Kafka fuera un hábil prestidigitador— es capaz de transformarse. No es necesario que el lector ponga la lupa o remarque ciertas zonas para percibir la mutación de la historia: como las mejores ficciones, el cuento del insecto hecho humano es orgánico, en el sentido de que no es puro artificio lo que lo sustenta. La explicación de aquello puede residir en que sus relatos no buscan contaminar la realidad trayendo una premisa o un nuevo pensamiento al lector (como por ejemplo 1984 o Farenheit 451), al revés, sus escritos dejan puertas, rendijas, ventanas, pequeños corredores, agujeros, zonas abiertas, para que no sólo entre aire fresco, sino que también el mal aire, la corrupción, la toxicidad de la realidad misma, que irremediablemente se apodera de sus escritos y los empujen hacia otra parte. Las ideas son las que se pliegan a la literatura de Kafka, y no al revés, como ocurre con el resto de casi todos los narradores. A raíz de esto, es ejemplificadora la cantidad de lecturas que puede arrojar la obra antes citada, pero pasa lo mismo con sus relatos largos como El Proceso o El Castillo (¿burocracia estatal? ¿Vaticinio de los futuros totalitarismos? ¿La corrupción en la justicia?), o los relatos brevísimos como Un artista del hambre  o Ante la ley, en las que el texto se resiste a una sola interpretación y puede poner en jaque cualquier intento. Las ficciones de Kafka son ficciones especulares en el sentido más terminal y extremo de la palabra: sus textos no se acaban en sí mismos, sino que desafían al lector a que lectura tras lectura, pueda ir abriendo nuevas interpretaciones, contradictorias y complementarias, jamás reductoras. ¿Cómo logra hacer eso? Intentaremos dilucidarlo.

El ÚLTIMO RELATO DE KAFKA

No es aventurado suponer que Kafka estuviera preparando una nueva dirección al interior de su escritura. Al final de sus días, a mediados de la década de los 20, ya con una tuberculosis avanzada, es probable que lo embargara la llamada “fiebre del crepúsculo”, una supuesta exaltación en los enfermos, que de la noche a la mañana deliberaban mil proyectos con una fuerza demoníaca —a tal punto, que muchos insensatos de aquellos años pedían enfermarse para tener aquel don—, redundando en que un enfermo a las puertas de la muerte, en vez de entregarse dócilmente, sintiera una repentina mejoría y pensasen que sólo estaban en el comienzo, que aún quedaba mucho por delante.  En ese contexto, recordando que en 1922 James Joyce había puesto patas para arriba a la literatura con la publicación de su Ulises, y Proust había publicado los tres primeros tomos de En busca del tiempo perdido, no es exagerado suponer que el próximo asalto kafkiano era reunir todas sus rasgos escriturales, ya ampliamente desarrollados, para verterlos en una suerte de nueva escritura, llevando hasta las últimas consecuencias lo que podía significar el sinsentido, la alineación y la destrucción del yo.

Es con su último relato del que se tiene constancia, Der Bau (traducido al español de distintas formas, como La construcción, La madriguera, o La obra) en el que asistimos a todo el despliegue kafkiano posible en una narración, que al revés de todo lo realizado anteriormente, se va replegando a sí misma de forma recursiva: a Kafka ya no le interesa disfrazar escenográficamente el abismo y contarnos una anécdota en la que un personaje cualquiera, K, por ejemplo, intenta llegar a Z, pero no puede porque otro personaje o un obstáculo se lo impide. Kafka se deja de ramplonerías y artificios para narrarnos inmediatamente desde el propio abismo, anulando detalles circunstanciales y estrangulando el tiempo narrativo de los hechos que se van relatando, en un grado superlativo de neurosis y paranoia que no es delirante, sino que al revés, usando un tono demencialmente lúcido que asusta.

Der Bau no puede ser más ambigua y exacta a la vez, pues con precisión de cirujano, con un lenguaje seco y llano, desprovisto de todo lirismo, barroquismo y artificio, Kafka nos cuenta el relato no de una caída, sino que "de la caída" misma. El narrador, que es un animal que vive bajo tierra, un roedor indefinible que podría ser un topo, o una comadreja, incluso un monstruo o mutante, detalla milímetro a milímetro cómo es la guarida subterránea en la que vive, hablándonos de su construcción, los túneles de acceso, las entradas falsas, y las galerías subterráneas que van desmontándose bajo tierra. Nos dice:

“Comencé en este rincón, casi jugando, aquí se desfogó mi primer entusiasmo en una construcción laberíntica que, en aquel entonces, me pareció la más excelsa de las construcciones, pero que hoy considero, probablemente con mayor justicia, como labor de aficionado, indigna del resto de la construcción.”

Esta frase coloca y recoloca al lector dentro de la lectura. Literalmente, trata de un roedor que se queja de su poca pericia de la construcción de su madriguera, pero la sorpresa aumenta si trasladamos esa misma carga semántica como confesión explícita del mismo Kafka, quien pareciera estar resumiendo su poética; es como si nos dijera que fracasó porque sus juegos literarios no alcanzaron el esplendor, el reconocimiento en vida que esperaba. No obstante, la resistencia que presenta la obra kafkiana a las interpretaciones, es la principal marca que enarbola. En el  mismo relato nos dice:

“Lo mejor de mi construcción es su silencio. Este es desde luego, engañoso; repentinamente puede interrumpirse. Todo habría terminado. Pero por el momento todavía existe. (…)Ciertamente, tengo la ventaja de estar en mi casa y de conocer perfectamente todos los caminos y direcciones. Es fácil que tal bandido se convierta en mi víctima, en dulce víctima.”

Es como si Kafka regara sus textos con minas antipersonales, engaños consensuados, explosiones calculadas, caminos que se cierran sobre sí mismos, dejándonos perplejos por los derroteros que ya llevábamos recorrido. Kafka no sólo es un escritor del laberinto (que no laberíntico), de la paradoja y del absurdo, es también un ilusionista y un escritor mutante: es capaz de ponerse al centro de su obra sin que nos demos cuenta, recurriendo también a la perversión de dislocar, alterar genéticamente el flujo o la estructura de textos canónicos, como el Quijote o los bestiarios medievales (La verdad sobre Sancho Panza, Las preocupaciones de un padre de familia o El híbrido,  ilustran lo que menciono). 

Con Der Bau, Kafka demuestra y explora a la perfección todos sus mecanismos. El relato pasa de ser un informe científico, a una confesión culposa y de ahí, a relatar el inminente ataque de enemigos invisibles y los preparativos para esa confrontación, pero todo esto sin perder la unidad, en una sola línea, sin tener que recurrir a pausas o cortes, o recursos narrativos anexos (como la epístola, nota al pie, digresión entre paréntesis, enumeración caótica, cambio de narrador, etc.), generando esas prodigiosas estructuras kafkianas unitarias en las cuales el sentido no se disuelve en medio de una retórica o el mero artificio: la parte engloba  al todo, y el todo engloba a cada parte, de forma fractal.

En Der Bau todo es monólogo, pero el monólogo es en realidad monomanía: el roedor piensa en todas las consecuencias de su actual situación (un presente pesadillesco que nunca se termina) de forma circular y paranoica, elucubrando sobre la construcción que lo alberga y que él mismo realizó, y en la cual ya está hundido y parapetado sin vuelta; podría haber tenido la madriguera otra arquitectura, piensa, mejor o quizá menos deficiente, quizás más grande o más pequeña, esto en función de los enemigos, invisibles porque nunca los ha visto, pero sabe que existen (¿o no existen? Mejor el beneficio de la duda) los cuales podrían apersonarse y destruirlo en cualquier momento, no sabe muy bien desde qué lado, a pesar de que conoce como anillo al dedo todos los alrededores, aunque no hay que dejar afuera cierta logística que incluye previsiones y posibles salidas de emergencia…y sigue y sigue y sigue….

Muchos han visto a Der Bau como un vaticinio sobre los peligros de la civilización y la comodidad enfermiza en que se ha ido encapsulando más y más la humanidad, a tal grado de que viviríamos en la neurosis, más pendientes a las infinitudes de un posible hecho, que a la realidad del presente mismo. ¿Pero de eso se trata finalmente Der Bau? Sí, no. Tal vez. ¿Por qué no podemos, como con casi todos los autores que hemos leído, destripar la obra y decir que finalmente era una metáfora de esto, o la alegoría de esto otro, que tras un texto subyace una ideología (comunismo, feminismo, neoliberalismo, etc.) que queda preclara con tales y tales marcas textuales? ¿Qué hay dentro de la obra de Kafka que tanto nos dificulta un acceso libre y sin trampas? El enigma de lo que realmente quiso o no quiso decirnos con Der Bau (y el resto de su obra) se lo llevó Kafka a la tumba. No obstante, no podemos dejar de sentir cierta extrañeza cuando el narrador de Der Bau nos dice:

“La obra me protege tal vez más de lo que hubiera llegado a pensar, o de lo que me habría atrevido a pensar en el interior de la construcción misma. (…) El suplicio de este laberinto debo superarlo también corporalmente al salir; me disgusta y conmueve a la vez el hecho de extraviarme por un instante en mi propia creación, como si la obra se esforzara todavía en justificar su existencia, ante mí, que desde hace mucho tiempo me he formado un juicio definitivo a su respecto.”

Y ese juicio ¿cuál era?.

viernes, 2 de marzo de 2018

Solenoide: microscopía y gnosticismo


Editorial Impedimenta
Solenoide: Mircea Cărtărescu
1era Ed. en español: 2017.
Traducción: Marian Ochoa de Eribe

Hablar de una novela total, es hablar de la pretensión de encerrar un espacio geográfico o un periodo histórico, ya sea bajo el formato de un moridero de tuberculosos (La Montaña Mágica de Thomas Mann), el día completo –con todas sus vicisitudes- de un hombre cualquiera (Ulises de Joyce), o las matanzas indiscriminadas contra mujeres y su cifra del mal, como en 2666 de Roberto Bolaño.  ¿Pero es Solenoide una novela total?

En la actualidad es difícil hallar una solución de continuidad respecto a la novela total; escribir una novela de tales magnitudes siempre se resiste a ser reducida a unas cuantas fórmulas, aunque hay elementos comunes en muchas de ellas, elementos que han sido ampliamente analizados por el estudioso italiano Stefano Ercolino en su obra Il romanzo massimalista[i].  Las singularidades que se repiten en unas y otras según el autor, son de mayor a menor obviedad: tamaño, modo enciclopédico, coralidad disonante, exuberancia diegética, erudición, narración omnisciente, imaginación paranoica, cruce de géneros, compromiso ético y realismo híbrido.

Bajo esta óptica, Solenoide no es una novela total, o al menos no lo es al uso. No está toda la historia de Rumania, o de alguna porción despedazada de Europa; tampoco se encarga de catastrar una realidad concreta, ni utiliza múltiples formatos y estilos narrativos para empalabrar (y empalar) a la realidad. Es más, su trama se puede resumir en pocas líneas: se trata del melancólico diario de vida de un profesor que pasa sus días en una Bucarest descrita como decadente y fría, narrador que evoca su pasado y nos habla de un oscuro presente, pasando por descripciones de sueños, y estados cercanos al delirio y la fantasmagoría, sumado a la aparición del solenoide, una suerte de bobina-artefacto-mecanismo encallado en el fondo de su hogar (una casa pintoresca con forma de barco), que permite hacer levitar a su portador y alterar la percepción. Y además de eso están sus vivencias en las aulas escolares, con todas sus vicisitudes y miserias. Pero eso es sólo la argamasa de la desbordante arquitectura que el libro nos plantea.

A pesar de que en casi 800 páginas podrían ocurrir mil y un peripecias, tipo novela folletinesca y de aventuras, Solenoide es un libro anti-epico, repleto de reflexiones, parco en diálogos y casi al borde del autismo, y con muchas descripciones y evocaciones. Hay un puñado de historias, sí, que avanzan y se entrelazan en la memoria y en las circunstancias del protagonista, pero antes de hablar de aquello, quisiera detenerme en la mirada del narrador: a través de sus ojos, de su experiencia, abunda la tristeza, pero no es una tristeza plástica, desgarrada e indulgente, al contrario, se trata  de una mirada que penetra el fondo del estado de las cosas, como el poema El Golem de Jorge Luis Borges, donde el rabino siente pena por su creación, pero su Creador también podría sentir análogo pesar por su rabino. 

Prácticamente no hay páginas rabiosas: nos encontramos muchas veces con un nihilismo al borde de la parálisis, a ratos pareciera que se trata más de una gigantesca nota de un suicida que de una novela; el testamento final de alguien que sabe que detrás de las apariencias no hay verdades reveladas, peor aún, no hay salidas ni solución de continuidad para esos callejones, y menos -y acá es importante detenerse- es posible escapar a través de La Literatura, la validada por los medios, la crítica y el público.

Decepción con la literatura

El narrador funciona como un alter ego de Cărtărescu: según palabras del mismo autor, lo que ocurre dentro es su vida imaginada, una ucronía personal que pone como centro su fracaso en el mundo literario: el discurrir de la linealidad se rompe, separando para siempre la vida del real Cărtărescu, y la del narrador sin nombre de Solenoide, actuando como un doble fantasmal en la que uno, el autor en la vida real, triunfa en las letras al grado superlativo de ser candidato al Nobel, y el otro, el que nos cuenta su vida en la novela, se hunde en una espantosa miseria, que no es de tipo económica, sino más bien de ruina moral, de desencanto con la vida.  El desencanto con la literatura, según palabras del narrador, es una más de las decepciones que se van acumulando en la vida, y el estado de la ruina literaria es escenificado con la metáfora de un museo, gastado, lleno de puertas falsas que no conducen a ninguna parte, de voces que apenas horadan la realidad, de trampas, siendo sólo unas ficciones inútiles.

“He leído todos los libros y no he llegado a conocer siquiera a un solo autor. He oído todas las voces con la nitidez con que las oye un esquizofrénico, pero no me han hablado nunca con una voz verdadera.”

El malestar no es exactamente con la palabra escrita, sino más bien con la ficción y sus mecanismos. Martín Kohan, en uno de sus excelentes ensayos, pone en evidencia una realidad sobre la escritura, que como la carta de Poe, es tan evidente que no siempre la vemos. Existirían al menos dos tipos de escritos: los conscientes de sí mismos, que están “armados”, o  “construidos” por el autor sabiendo que serán recepcionados (críticamente) o leídos (el público), escritos en los cuales opera en su centro una serie de artilugios y mecanismos, que van desde la extensión hasta la coherencia interna; y por otro lado, de forma anversa, los textos espontáneos, escritos sin ninguna pretensión o intención de trascendencia, como los diarios de vida, las confesiones, los informes, los criptogramas o los apuntes. Dice el narrador de Solenoide:

“El mundo  se ha llenado de millones de novelas que escamotean el único sentido que ha tenido la literatura: el de comprenderte a ti mismo hasta el final. (…) Los únicos textos que deberían leerse son los no-artísticos, los no-literarios, los ásperos e imposibles de entender, esos que fueron escritos por unos autores locos pero que brotaron de su demencia, de su tristeza y de su desesperación.” (263 p.)

Existe una desidia, una repulsión frente al canon establecido que se va repitiendo a lo largo de la obra como las variaciones de un aria; corre la idea de que llegando a la adultez, ya no se puede leer un libro con el mismo asombro, la misma inocencia que podría provocarnos la emoción hasta las lágrimas. Es clave para el narrador de la novela la irrupción del libro real El Tábano, de la novelista irlandesa (y casi olvidada pero éxito total de ventas en su época) Ethel L. Voynich, que podría no sonarnos de nada, a excepción de su apellido, el cual remite al misterioso manuscrito Voynich, asociación nada gratuita, pues ella realmente fue mujer del librero que le dio nombre al manuscrito, hasta el día de hoy indescifrable por estar en un lenguaje al parecer inventado, y que para mayor desconcierto, contiene dentro de sí una serie de ilustraciones botánicas sin relación y sentido aparente. El autor de Solenoide descubre que la vida de la autora parece una tela de araña tejida por mentes maestras, como la de su padre, el matemático George Boole, genio que desarrolló diversas teorías en los campos del álgebra y la aritmética, y su hermana Alice Boole, quien desarrollara grandes aportes a la geometría con la cuarta dimensión. ¿Qué resonancias actúan todas esas personalidades para el protagonista del libro? Eso hay que descubrirlo.

No obstante, todo ello está ahí, porque Solenoide ensaya por medio del presentimiento y la prefiguración (y en gran medida por el azar o la causalidad), y también por modelos científicos como la quinta dimensión, o la figura geométrica del teseracto, la extraña y corrosiva idea que la construcción de este mundo parece ser una copia ilusoria: he ahí el trasfondo metafísico y gnóstico que rodea al libro: se plantea un mundo donde irreversiblemente la especie humana está condenada de antemano no sólo a perecer, sino también el individuo mismo a pasar por escabrosos tormentos, no sólo de tipo físico, sino también espiritual, redundando en historias que ejemplifican vidas ajadas y trágicas, marcadas por la locura, el aislamiento, la experimentación demencial (la historia que nos cuenta del criminólogo rumano Nicolae Minovici que se ahorcaba controladamente, es espeluznante), y la fijación monomaniaca de “ciertas personas” por los ácaros, los extraterrestres o el sufrimiento del mundo, esto último representado con el grupo de los piquetistas, quienes protestan en contra el dolor y la muerte, apareciendo y desapareciendo en momentos cruciales al interior de Solenoide.

Escapa de aquí

El narrador propone que la realidad no parece estar en este mundo, sino incrustada en algún lugar secreto de nuestra cabeza, o desarrollándose a la par y con la misma velocidad junto al increíble mundo de los microorganismos y otros seres en miniatura como los ácaros, los artrópodos, los insectos y las arácnidos, dando a entender, premunido de un nihilismo aterrador, que no sólo estamos mal diseñados, sino que es necesario arrancar, escapar inmediatamente de este mundo. Dos cuentos leídos en su infancia, recuerda el narrador, mellaron profundamente en su psique, dejándolo totalmente desesperanzado y aterrado. Dos historias leídas en revistas y colecciones pulp rumanas: una narra la historia de un hombre que encerrado en una prisión, durante largas noches escucha una secuencia de golpes que buscan revelarle una forma de escapar, y otra, que habla de una mujer que desaparece desde un huerto nevado; ambas historias, escritas por autores desconocidos, probablemente autores bajo seudónimo o inventados, parecen cobrar mayor realidad que muchas otras historias ensambladas en la “literatura seria”, o en la "literatura comprometida", tan en boga durante el régimen dictatorial comunista rumano, machacado y ridiculizado en Solenoide por todas sus nefastas y asfixiantes poses, que sin duda terminaron mermando y mutilando a generaciones completas.

Pero el alegato de Solenoide,  no es sólo contra la literatura o la política, es también un alegato contra la corrupción del tiempo, contra la ausencia de candidez que conlleva la vida adulta, con el hastío, el aburrimiento, los deberes, todo aquello que va mellando y destruyendo el niño interior que podría sentir asombro y alegría por una puesta de sol o el espectáculo de la lluvia. En un momento el narrador se interroga, e interpela también al lector:

"¿Por qué no teníamos un órgano sensorial para el suicidio y la locura? Y, sobre todo, ¿por qué no se ha desarrollado en nuestro cuerpo, a lo largo de millones de años, un ojo capaz de ver el futuro con claridad? ¿Por qué avanzamos en la oscuridad  y la bruma, entre alimañas y peligros sin nombre?" (466 p.)

En varios tramos el narrador se pone frente al lector, o frente a la nada, y expone sus  anomalías que pretende sintetizar en sus páginas, para interrogarnos sobre la futilidad de la existencia, o para interrogar a Ese Algo, el demiurgo maléfico que cristalizó un mundo abominable, o al Buen Dios que podría traer un rayo de esperanza a toda esta locura:

“¿Puedes oír Tú mi voz, Tú, que no tienes tímpano en el oído interno? ¿Me ves Tú desde el cielo sin córneas, ni cristalino, ni retina, ni nervios ópticos, a mí, precisamente  a mí, eso que vive un nanosegundo en una mota de polvo en un mundo con miles de millones de estrellas?" (723 p.)

Por cierto, el estilo de Cărtărescu no es laberíntico ni enrevesado, al contrario, es diáfano, similar en cuanto al poder de evocación y de recuerdos que trabajó hasta la maestría Marcel Proust, pero también inspirado en los mundos fantásticos que desarrollaron Lovecraft, W.H Hodgson,  o Ashton Smith. No obstante, su sello personal, lo que hace indistinguible una página del escritor rumano, es por un lado su fina transición de lo externo a lo interno, redundando principalmente en perturbados estados mentales, y el arte de su microscopía.

La microscopía macroscópica en un diente de león

Nabokov tenía una idea muy precisa respecto a cómo se podía constatar que una obra literaria contribuía con un nuevo eslabón en la cadena, y esto lo comparaba con la ciencia: así como a través de los siglos se ha ido perfeccionando la química, la física o la matemática, aumentando su conocimiento desde la generalidad a la especificidad, el arte narrativo avanza porque desarrolla el arte de la microscopía: es capaz de ir narrando lo que no se ha narrado. Si leyendo a Homero o Dante no podíamos imaginarnos la descripción minuciosa del nacimiento de un bebé, sí podíamos hacerlo con la irrupción de Tolstoi y su monumental Ana Karenina. En este caso, el valor añadido y estilístico, lo nuevo que podemos apreciar en Cărtărescu, es su extrema delicadeza y precisión en describir organismos microscópicos, plasma esa vida invisible de forma natural, en una prosa sin afectaciones ni abusiva en terminología científica, elementos que utiliza para pasar a la interioridad de sus personajes, como una irrupción sincrónica de diferentes elementos que se van entretejiendo no sólo en Solenoide, sino en su narrativa completa, como por ejemplo  las arañas, la apertura de chakras (hay un importante componente hinduista en su obra) o el diente de león, elementos que actúan dentro de su texto más que como símbolos, metáforas o alegorías; son capaces de alterar la percepción de la realidad sobre las cosas, otorgando un foco distinto a algo que podría ser tan común como desnudarse, comer, bañarse, o tener sexo.

Junto a la trama central, las pequeñas historias que se van desplegando muchas veces parecen no tener mucha concomitancia, pero a medida que el libro avanza, se empieza a vislumbrar que están íntegramente unidas y enhebradas, que a pesar de sus diferencias, hablan de lo mismo, que el escape de soledad y la locura parece estar en otra parte, que es imperioso salir, evadirse, despertar.  

"No creo en los libros, creo en las páginas, en las frases, en las líneas. Hay algunas palabras, en algunos libros, así como en un texto codificado enviado al general del campo de batalla; solo algunas significan algo, mientras las demás, las que las rodean, son sólo una cháchara sin sentido" (266 p.)



[i] Hay traducción en inglés, con el título The Maximalist Novel. From Thomas Pynchon's Gravity's Rainbow to Roberto Bolano's 2666

viernes, 16 de febrero de 2018

La agridulce patria de las hormigas: una novela de Javier Tomeo


Anagrama
La patria de las hormigas: Javier Tomeo
1era Ed. 2006. 160 páginas.

Probablemente existan dos tipos de escritores: los consagrados  (unción colegida por la Santísima Trinidad de las Letras: las ventas, el público y la crítica) y los olvidados, los que caen al infierno de la no-existencia ya sea por falta de talento, ideas políticas incorrectas, simple mala suerte, y otras tantos móviles.  No obstante, la tipología no es exacta; bien porque hay una serie de grados entre los consagrados y los ninguneados, o bien porque un escritor que es considerado faro en una época,  puede hundirse en la siguiente.

El caso de Javier Tomeo es ambivalente. En España no fue un escritor maltratado: contó con ediciones en Anagrama y si bien no le llovieron premios, obtuvo algunas condecoraciones. En teatro obtuvo gran aprobación, principalmente en Francia y en Alemania, pero en España siguió siendo un autor minoritario, probablemente porque en sus libros escaseaba el sabroso color local que tan bien encumbra a ciertos autores mediocres, quienes necesitan agarrarse de una época o un tópico para justificar su estética. A Tomeo jamás le interesó el realismo parco que utiliza a la literatura como panfleto, y tampoco, mucho menos, pretendió encauzar la historia de España de los últimos decenios en una épica rimbombante, con profundidades psicológicas y diálogos abismantes. Lo suyo más bien se acerca a una poética del minimalismo, que funde a Kafka con Los hermanos Grimm, dejando de lado el infantilismo de estos últimos, y recogiendo la acidez, la ironía y la compulsión por retratar a personajes a través de sus defectos.

La patria de las hormigas borra las referencias que facilitarían al lector situar la historia en alguna época: no hay nombres de ciudades ni se sugiere un año determinado, ni siquiera la seña de un país, todo parece ocurrir en un pueblo cualquiera perdido en algún país europeo. La historia podría ser la de cualquier soltero de verano: Juan H llega a un hostal para pasar sus siete días de vacaciones, y de él sólo sabemos, que además de sufrir diabetes, tiene una alta dependencia con su madre (un arquetipo ambivalente que cruza las novelas de Tomeo), que tiene una obsesión fija por los colores (todas las mañanas escoge cuidadosamente el color de la camisa que usará), y que como cualquier veraneante soltero, tiene la idea, nada sofisticada, de que la diversión es sinónimo de ligar con chicas y beber hasta altas horas de la madrugada.

Pero en Juan H hay algo que falla. Nada más llegar hasta la pensión donde se aloja, atendida por un anciano sordo y quisquilloso, éste le hace una advertencia sobre las hormigas: pueden aparecer en cualquier momento y nada bueno podrían traer. El anciano monomaniaco se acompaña de su bigotuda sobrina (¿es su sobrina en línea carnal o política? Se pregunta Juan en un momento de libro), mujer silenciosa y esquiva, que por su manifiesta fealdad y parquedad, no hace presagiar nada bueno, y mucho menos la estampa del techo del cuarto que alquila, donde una gran mancha de humedad parece querer indicar algo. Las insinuaciones están a la orden del día. Las hormigas ¿son socialistas o de derecha? ¿Podrían devorar a un diabético? ¿Tienen un orden planificado o actúan por mera inercia?


Las preguntas y respuestas entre Juan y el viejo de la pensión se intercalan con las salidas del primero a bares, donde conoce a distintos camareros, quizá los únicos seres humanos que suelen resaltar del paisaje, pues los turistas (en especial las mujeres), suelen vivir tan sobrados y pagados de sí mismos, que se pierden, ya sea en la anécdota del mismo paisaje borrado en sus contornos, o por las mismas barreras idiomáticas. El ojo del protagonista tiende a carnavalizar la realidad, centrándose en los defectos de los seres que lo rodean: ahí está el camarero mitad pájaro mitad humano, por allá aparece el gorila con los brazos demasiado largos, el hombre de la camisa rosa sometido a su mujer, convirtiendo a los personajes de la ficción en marionetas groseras, que tras sus hilos podrían ocultar algo que flota en toda la novela: el absurdo y el sinsentido de la vida amenazan con salir de su agujero para asaltar la realidad, tal como presagia el viejo de la pensión con las hormigas: “están ahí, ocultas, tejiendo su camino, para saltarnos a la cara”.

viernes, 2 de febrero de 2018

Lernet-Holenia: la obsesión por el móvil

Editorial Siruela
El Conde Luna: Alexander Lernet-Holenia
Traducción: J.R. Wilcock

1era Edición 1955. 167 páginas.

¿Cuántas novelas existirán sobre hombres que se obsesionan con otros hombres? Fuera del policial, en la que se repite la idea motriz del policía siguiendo la pista del delincuente, se me vienen a la mente un par, como por ejemplo Nocturno Hindú de Antonio Tabucchi, en la que un amigo sale en busca de otro amigo en una estrafalaria y ensombrecida India, o La verdadera vida de Sebastián Knight de Nabokov, en la que un hombre busca desmitificar la biografía de su hermanastro,  un insigne escritor al cual apenas conoce su obra.

Lernet-Holenia no es un autor que fácilmente se aparezca en el camino del lector. Principalmente porque no es citado o reconocido como un maestro, también porque su obra no ha sido expoliada por ningún sector de la crítica, cómo ha ocurrido profusamente con otros escritores que se desarrollaron en la primera mitad del siglo XX, como por ejemplo Borges o Kafka, por citar dos casos paradigmáticos de lo que significa una literatura de maestros pero sin discípulos.

Es el primer libro que he leído del autor, y su impresión me dejó tan buen sabor de boca, que en el futuro, sin dudar, le seguiré  la pista. Pero vamos ahora a lo que trata el libro.

El Conde Luna nos narra la historia de Alexander Jessiersky, un hombre de negocios que ha perdido el interés en los mismos, alguien con un pasado ensombrecido por familiares que nunca demostraron cercanía y cariño por los suyos, alguien que rápidamente aprendió que la familia no es necesariamente un refugio, el núcleo para encontrar cobijo y esperanza, alguien que, sin dudas, camina por un tablón con un abismo profundo a sus pies, pero que no se da cuenta que un paso en falso es sinónimo de perdición.

Las primeras páginas del libro se abren con la expedición del protagonista hasta Roma, y sin saber por qué motivos, soborna al guardia de una antigua iglesia para acceder a unas catacumbas de los primeros tiempos del cristianismo. El guardia le advierte que el ingreso está prohibido, debido a la peligrosidad del recinto; hace un tiempo, le advierte, dos religiosos se extraviaron y nunca más se supo de ellos, ni siquiera se encontraron sus cadáveres. Las catacumbas sugieren una construcción laberíntica, pero hay algo más, algo que debe ser resuelto al terminar de leer el libro. Al protagonista, Alexander Jessiersky, estas advertencias no le importan, él quiere ingresar a como dé lugar, y finalmente lo hace. Y como era de esperar, desaparece. Esto sucede en algún punto de los años cincuenta, y la primera parte del libro, que funciona a manera de prólogo, se recorta y su estilo cambia. Sabemos que Alexander Jessiersky está extraviado, y que en su país de origen, Austria, existe una orden emanada para buscarlo. ¿Por qué puede suscitar interés para las autoridades la desaparición de este hombre? No es un motivo fútil o de poca relevancia: aquello se explicita en el último tramo del libro.

Tras la introducción que funciona a modo de prólogo, la historia es contada por un narrador que va recogiendo datos para armar una suerte de expediente, sumergiéndonos en el pasado del protagonista, enterándonos de su vida, de sus antepasados y sus relaciones familiares (explicado de forma muy sucinta), de la Segunda Guerra Mundial y el ascenso del III Reich, de la patética caída en desgracia de gran parte de la aristocracia con títulos nobiliarios que no valen nada, y  finalmente la aparición de un misterioso personaje, el que da el título a la novela: el Conde Luna. ¿En qué estriba su misterio? Parte por el nombre, y es que su linaje "Luna" pareciera remontarse a ningún lugar, como si efectivamente el hombre viniese desde el satélite natural o de algún pliegue oculto de la realidad. El conflicto central nace a raíz de la expansión de negocios de Jessiersky a lo largo de Austria, expansión que se topa de frente con los terrenos del conde Luna, quien de forma tajante se niega a vender sus predios. Por una escalada de trámites burocráticos, y la remarcada sospecha del régimen nazi sobre Luna (a quien se la cusa de tener preponderantes ideas monárquicas), es llevado a un campo de concentración, punto en el que tras el fin de la guerra, se pierde su paradero.

Las condiciones que llevan a Jessiersky a obsesionarse con Luna, parten por el hecho de que sus gestiones administrativas traen como consecuencia el encarcelamiento de Luna, y es la culpabilidad de haber empujado a la desgracia a otra vida, el motivo por el cual Jessiersky se empecina en acercarse a él, pero sus intentos son infructuosos, no pudiendo entrevistarse con él, o siquiera escribirle o saber datos relevantes de su figura. El tema es remarcadamente kafkiano, en el sentido de que A intenta llegar a B, pero un obstáculo, una fuerza superior o la simple burocracia, impiden que llegue a su destino. En este contexto, la novela se destaca por tener dos giros importantes: el protagonista sospecha que el Conde Luna lo acecha desde la oscuridad para provocarle daño, daños que reales o irreales, terminarán por llevarlo a la ruina moral. El otro giro decisivo tiene lugar en la última etapa del libro, giro que tiene matices policíacos, pero que se decanta por lo fantástico, aunque no abiertamente: esa indecisión entre el realismo y lo fantástico es el punto más alto de todo el libro, si consideramos a la ambigüedad como un valor en el estilo. 

¿Cómo se explica esto? La novela, escrita con una prosa sencilla y con ciertos visos de naturalismo decimonónico, comienza a desmarcarse de esta zona para situarse en algo que podríamos denominar como “extrañamiento progresivo”: hay algo que puede o no puede ser fantástico, y que lentamente se va instalando en la novela, borrando muy tenuemente las fronteras entre la realidad y el ensueño de lo relatado. 

No es casualidad que Lernet-Holenia sea un autor poco leído y celebrado: al revés de otros de sus contemporáneos, como el mismo Kafka, y otros grandes de entreguerras de la Mitteleuropa (pensemos en Zweig, Canetti, Walser) no fue poseedor de una pluma demoledora, ni tampoco tuvo ninguna participación destacada durante la etapa nacional-socialista (no se manifestó ni a favor ni en contra), y probablemente esa tibieza lo ha relegado poco a poco al olvido. Pero todas estas razones son extraliterarias, y si bien El Conde Luna no es una obra que destaque por su construcción o por el uso y abuso del lenguaje, causa una grata impresión ver cómo el inicio y su final, dos piezas que parecen no tener relación entre sí, se engarzan magistralmente con el cuerpo central de la novela, generando una de esas raras obras que sin ser precursoras de algo nuevo, se salvan de la hoguera porque en su pequeñez brillan con luz propia sin deberle nada a nadie. Un autor para redescubrir.
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