Ed. Anagrama
El Origen. Thomas Bernhard
1era Ed. 1975. Esta edición: 2011
Traducción: Miguel Saenz
Existe una faceta que un
escritor, o un aspirante a escritor, debería detenerse un momento para analizar
y sopesar. Difícil, se me dirá, que un escritor o un aspirante a escritor de la
actualidad se detenga un momento, si se pasa la mitad de su vida
auto-promocionándose y ocupando su tiempo en conversatorios, charlas,
books-tours, avisos publicitarios, entrevistas, confundiendo, en suma, el arte
de la literatura con la industria del libro. Aquella actitud recuerda una
anécdota que relata Thoreau en su espléndido Walden. Un indio, viendo que los
hombres blancos se asentaban con sus nuevos negocios, con la llegada del
ferrocarril y el comercio, creyó que si tejía hermosas cestas las vendería de
inmediato, pues la cestería también debería ser absorbida por el progreso y con
eso bastaba, razonó. Pero no pudo vender ninguna cesta, porque todos los
hombres blancos le decían ¿y para qué quiero yo una cesta? El indio se equivocó, precisamente, porque no acertó a ver que debía entregar razones para que los hombres blancos compraran
las cestas. Tenía que vender un producto que por sí solo jamás se vendería. Lo mismo ocurre con un libro. O el autor dedica tiempo, esfuerzo, y ganas en tratar de convencer al resto de que compre su cesto,
porque es el mejor y el más lindo, o bien se libera de la necesidad de vender
sus cestos, y se preocupa de lo fundamental: de encontrar entre la selva de
posibilidades una solución de continuidad para su escritura, es decir, un
proyecto que sea original y que se entronque como un eslabón nuevo en la cadena
de la originalidad. Porque la originalidad, y así lo prueban las biografías de los escritores que hemos conocido, llegaron a ese punto liberándose de todos los fardos posibles, en especial del pesado fardo de tener que agradar y ser inteligible para un público.
EL ORIGEN DE THOMAS
Originalidad, otro término que
habría que repasar, pero que excede el alcance de esta nota. Sin entrar en la mecánica de Bloom y su angustia de las
influencias, es patente que no existen autores que saquen conejos desde un
sombrero sin tener que deberle nada a nadie. Si ya estamos insertos en un
lenguaje y en una tradición, la creación literaria no puede darse en un
ambiente inocente, en la que un autor pretenda ser original en algún
planteamiento o estilo. Escribí sobre Kafka y la escritura mutante, donde
postulaba que sus últimas creaciones estaban transformándose en algo nuevo, en
algo que aunaba forma, estilo y contenido, hecho que se podía vislumbrar en su
último relato Der Bau (La Madriguera).
Kafka fue un escritor fuera de
norma, no por escribir con un estilo soberbio o enrevesado, sino porque no se limitaba a
traducir la realidad, sino a deformarla, o a escarbar en ella para ver lo que
nadie podía ver. Fue un autor que agotó su tiempo en investigar y ensayar un camino hacia dentro para pulir su escritura, como lo atestiguan sus Diarios, un documento maestro salpicado de observaciones y ejercicios de estilo que asustan, porque muchas veces aparece una pesadilla repetida una y otra vez con ligeras variaciones o entonaciones. Era como si Kafka estuviera viviendo una pesadilla lógica y lúcida, y eso es lo que nos ha legado: una pesadilla. Y también una directriz.
Surge la pregunta: ¿qué habría ocurrido si Kafka hubiese seguido avanzando en esa
dirección? La muerte lo encontró en su mejor momento, y aventurar hipótesis no sería más que especular. No obstante, pienso que en cierta manera Thomas Bernhard, como un corredor, fue
quien tomó el testimonio de Kafka y lo relevó para seguir la loca carrera hacia
el abismo. Pero Bernhard en su carrera no se estrecha contra un muro ni tampoco
se cae, al contrario, va saltando los abismos, y nos va entregando su visión de primera fuente, sin temor a que el abismo le devuelva la mirada.
Hojear cualquier libro de
Bernhard revela a simple vista la consistencia de su prosa: una prosa de
estructura rígida y de acero, cacofónica, repetitiva, que la han querido
emparentar con cierta musicalidad (la hay, Bernhard fue un escritor con gran
oído debido a su formación musical), pero que exuda mucho más que sólo música, hay ruido de
martillazos, de palabras que van sonando una y otra vez, encabalgándose de
manera violenta y no siempre armónica, a veces de forma sincopada, de conceptos que reaparecen y se atraviesan con otros, para volver a surgir en otra página. La página de Bernhard es cuidadosamente descuidada:
“No hay padres en absoluto, sólo hay criminales como procreadores de
nuevos seres, que actúan contra esos seres procreados por ellos, con toda su
insensatez y embrutecimiento, y en esa criminalidad son apoyados por los
gobiernos, que no están interesados en un
ser humano ilustrado y, por tanto, realmente acorde con su época, porque,
como es natural, ese ser es contrario a sus fines, y por eso millones y
millares de millones de débiles mentales producen una y otra vez y
probablemente producirán todavía durante decenas de años y, posiblemente,
durante centenas de años, una y otra vez, millones y millares de millones de
débiles mentales.”
El párrafo escogido de El origen, ilustra lo
que quiero decir, y va dando una idea de por dónde van los tiros de este
francotirador. La mayor parte del tiempo fue un solitario, con
fracturas familiares a raíz de los tiempos que le tocó vivir (nació poco antes
de la II Guerra Mundial), gozó de pésima salud y para colmo de males, vio truncada
una carrera como músico que su abuelo Johannes Freumbichler (también escritor)
alentó desde que fue pequeño. El origen es parte de sus libros autobiográficos,
aunque lo biográfico está tamizado por la ficción, pudiendo existir exageración
o alteración de cronologías, que poco y nada le deben importar a un lector,
porque a fin de cuentas vamos a leer una historia, apócrifa o no, que sea capaz
de calar hondo en nosotros. Y las historias de Bernhard calan, porque sus
temáticas son variaciones sobre lo mismo: la destrucción y la ruina. Ahí donde
Kafka vio el sinsentido de la existencia, Bernhard es el que intenta
desentrañar el sinsentido de todas esas ruinas.
El origen trata de la niñez.
Un niño (que coincida con la niñez de Bernhard poco aportará a la experiencia)
inserto en el peor de los ambientes que podrían existir: en el punto más álgido
de la II Guerra Mundial, con bombardeos a diario y operativos donde
reina la paranoia; súmele a ello que se trata de un niño alejado de su familia, pues se encuentra alojado, o mejor
dicho, incrustado, en un internado nacional-socialista, y tras el fin de la guerra, en uno católico: ambos se revelan como espacios cerrados donde la incomprensión y la violencia son las rectoras.
El origen trata sobre la niñez, como decíamos, pero sobre una niñez malograda. La novela abre
con un epígrafe, una noticia de época, que sitúa a Salzburgo, lugar donde transcurre la historia, como la ciudad con la mayor tasa de suicidios en Austria, y esa es la tónica del
libro, es la mirada descarnada de un adulto que rememora su niñez casi sin
espacio para los afectos, para la magia o para la alegría. La mirada
de Bernhard es torva, apática (ser apático y aguafiestas es su marca, como
afirma en El Sótano: soy a pesar de mí y
del resto un aguafiestas), en blanco y negro, casi sin dejar espacio para
el asombro o para la respiración: es una mirada asfixiante, pero no son los
ojos de alguien cruel que se solace con el dolor y el sufrimiento humano. Al
contrario, en un momento de la novela —que carece de diálogos y casi de
interacciones entre personajes— el narrador, la voz que nos va desgranando la
tragedia que le ha tocado experimentar, habla del sistema educacional, y de las mofas
que se le realizan a las personas diferentes. Ve, observa con una mirada
atenta, cómo una persona va siendo degrada y señalada por un grupo, que siendo presa
de toda la crueldad es pisoteada y anulada, una y otra vez, de forma
sistemática: personas buenas e inteligentes, que tienen dones y mucho que
aportar, pero debido a cierta debilidad en el carácter, o alguna peculiaridad
física, son acribilladas y convertidas en sujeto permanente de burla.
LA MIRADA DE THOMAS
Bernhard, al revés de la prosa
sociológica de Houellebecq (el cual plantea una tesis y una hipótesis
y disecciona la realidad para buscar alguna explicación o solución de
continuidad), es de los que mira a la sociedad no para intentar hallar
respuestas, sino para abrirle la piel y mostrar el cáncer que la está
carcomiendo. Así, barre contra todos y contra sí, no desperdiciando la
oportunidad de darle con un mazazo al sistema educacional:
“Los propios profesores, como yo sentía, eran espíritus pobres y vencidos,
¿cómo hubieran podido decirme algo? Los profesores mismos eran la inseguridad y
la inconsecuencia y la mezquindad, ¿cómo hubiera podido serme útil, aunque
fuera en medida insignificante, lo que explicaban? (…) Despreciaba a aquellos
profesores, y con el tiempo sólo los aborrecí más, porque su actuación
consistía sólo para mí en que, todos los días y de la forma más desvergonzada,
me vaciaban en la cabeza toda su maloliente basura histórica, en calidad de,
así llamados, conocimientos superiores, como un gigantesco cubo de basura inagotable,
sin dedicar ni el resto de un pensamiento al efecto real de ese proceso.”
Este tipo de realidad, que se
vuelve repetitiva y obsesiva, va mellando el espíritu del pequeño, que asustado
por los constantes bombardeos de los aliados, la enseñanza estricta y
castigadora de las autoridades y profesores, la ausencia del padre y la
suplencia de un tutor que no lo quiere adoptar y darle la paternidad legal, el clima conspiranoico y enfermizo con el fin del III Reich, va perdiendo incluso el miedo y comienza a
pensar de una u otra forma que sólo existe un escape real para todos sus males:
el suicidio. Y esto lo piensa en sus momentos de mayor calma, cuando se va a un
cuarto donde están los zapatos de los estudiantes del internado, y con el
violín en sus manos va entonando la música, que se va difuminando y
encadenándose con sus pensamientos.
Bernhard vivió en una época de
peligrosidad y de grandes males: quizá se asemeje a la nuestra, pero se debe
recordar que en esa época un joven de dieciséis años, con o sin problemas existenciales,
era o bien arrojado a un internado y educado en el rigor y en la disciplina, o bien
llamado al frente y lanzado de cabeza en las fauces de la guerra. No existían
especialistas que se dedicaran a los traumas sicológicos, ni padres
comprensivos que trataran de encauzar a través del amor y la paciencia a sus
hijos por el buen camino. Imperaba un espíritu apocalíptico, de sobrevivencia
permanente, donde no se sabía si mañana ibas a despertar en medio de un prado
desolado por las bombas o ibas a encontrar tu casa en ruina con todos tus seres queridos adentro fallecidos. Y es la tirantez que se va apoderando del libro, que sin guiones ni diálogos ni puntos aparte, se vuelve hipnótico al punto de jalarnos de la cabeza hacia adentro para no dejarnos respirar.
Pero en medio de esa oscuridad, de esa ciudad poblada por los cadáveres que van cayendo a tierra, de la sensación permanente de ahogo, hay momentos de calma, de reflexión, y esa reflexión llega de mano del abuelo y los paseos que dan -acaso su último bastión-, encarnándose en la figura del único que ha depositado su amor en él, quien sin miramientos, debajo de toda esa selva de huesos y de fealdad y de lamentos, le entrega un importante legado, un salvoconducto de por vida: el dolor de la reflexión y la belleza de Montaigne.
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