¿Qué atributos debe tener un
escritor para volverse una obsesión y no borrarse de nuestra propia biografía
lectora? Me refiero a esos escritores de los que nunca terminamos de aprender, que tras cada relectura van ganando más espesor. No siempre se trata de un asunto de calidad. Autores como Verne, Cortázar o Hesse, se nos van adelgazando. Crecimos y la madurez nos empujó a otros horizontes, a otras lecturas
que siguieron ensamblándose y encadenándose a otras, y aquellos viejos escritores que nos llevaron esas oscuras tardes de lluvia a lugares imposibles, cuando nos enfrentamos de nuevo a sus páginas, algo cambió: hay ternura y nostalgia, como volver a reencontrarnos con los juguetes de nuestra infancia, pero la emoción se agota en sí misma y luego pasamos a otra cosa.
Con Kafka no ocurre lo mismo. Nos hicieron leer —o lo
hicimos por cuenta propia— La
metamorfosis de Kafka, y la sensación que nos embarga al recordarla siempre es imprecisa: no
es la nostalgia, porque la nostalgia requiere completitud y éxtasis, tampoco es
amor puro u odio descarnado, porque a menos que seamos masoquistas, nuestras
defensas mentales tienden a olvidar o a sublimar a quienes nos lanzaron de
cabeza en la sombra. ¿Qué nos queda entonces? Queda la extrañeza, el
desasosiego, pero sobre aquellas sensaciones se impone un factor que podría
explicar a las anteriores, y abrir las puertas a muchas otras más: el factor
sería una suerte de fragmentariedad
truncada. Recordemos el argumento de
La metamorfosis: Gregorio Samsa se
despierta en su cama como un monstruoso insecto, y de eso no sabemos más.
Simplemente se transformó (y por eso aventurar que hubo una metamorfosis es ridículo,
porque en el reino animal aquella ocurre como un proceso de ciertas especies, y no de un hombre a animal o viceversa: de esto se desprende que las
últimas traducciones del relato sean simplemente La transformación y no La
metamorfosis), y con esa incertidumbre, como un puente tejido sobre el
abismo, se estructura toda la trama.
En manos de un escritor menos
hábil, el mismo argumento habría adquirido un tono más acabado, quizá
recurriendo de forma manifiesta a la alegoría, a la simbología y quizás hasta a la moraleja. La grandeza de Kafka, no obstante, reside en que a través de un lenguaje llano y descriptivo,
logra contarnos una historia que por sí sola —como si Kafka fuera un hábil
prestidigitador— es capaz de transformarse. No es necesario que el lector ponga la lupa o remarque ciertas zonas para percibir la mutación de la historia: como las mejores ficciones, el cuento del insecto hecho humano es orgánico, en el sentido de que no es puro artificio lo que lo sustenta. La explicación de aquello puede residir en que
sus relatos no buscan contaminar la realidad trayendo una premisa o un nuevo
pensamiento al lector (como por ejemplo 1984 o Farenheit 451), al revés, sus escritos dejan puertas, rendijas, ventanas, pequeños
corredores, agujeros, zonas abiertas, para que no sólo entre aire fresco, sino que también el mal aire,
la corrupción, la toxicidad de la realidad misma, que irremediablemente se apodera de sus escritos y
los empujen hacia otra parte. Las ideas son las que se pliegan a la literatura
de Kafka, y no al revés, como ocurre con el resto de casi todos los narradores.
A raíz de esto, es ejemplificadora la cantidad de lecturas que puede arrojar la
obra antes citada, pero pasa lo mismo con sus relatos largos como El Proceso o El Castillo (¿burocracia estatal? ¿Vaticinio de los futuros
totalitarismos? ¿La corrupción en la justicia?), o los relatos brevísimos como Un artista del hambre o Ante
la ley, en las que el texto se resiste a una sola interpretación y puede
poner en jaque cualquier intento. Las ficciones de Kafka son ficciones especulares en el sentido más terminal y extremo de la palabra: sus textos no se acaban en sí mismos, sino que desafían al lector a que lectura
tras lectura, pueda ir abriendo nuevas interpretaciones, contradictorias y
complementarias, jamás reductoras. ¿Cómo logra hacer eso? Intentaremos dilucidarlo.
El ÚLTIMO RELATO DE KAFKA
El ÚLTIMO RELATO DE KAFKA
No es aventurado suponer que Kafka
estuviera preparando una nueva dirección al interior de su escritura. Al final
de sus días, a mediados de la década de los 20, ya con una tuberculosis
avanzada, es probable que lo embargara la llamada “fiebre del crepúsculo”, una
supuesta exaltación en los enfermos, que de la noche a la mañana deliberaban
mil proyectos con una fuerza demoníaca —a tal punto, que muchos insensatos de
aquellos años pedían enfermarse para tener aquel don—, redundando en que un
enfermo a las puertas de la muerte, en vez de entregarse dócilmente, sintiera una repentina mejoría y pensasen que sólo estaban en el comienzo, que aún quedaba
mucho por delante. En ese contexto,
recordando que en 1922 James Joyce
había puesto patas para arriba a la literatura con la publicación de su Ulises, y Proust había publicado los tres primeros tomos de En busca del tiempo perdido, no es
exagerado suponer que el próximo asalto kafkiano era reunir todas sus rasgos
escriturales, ya ampliamente desarrollados, para verterlos en una suerte de
nueva escritura, llevando hasta las últimas consecuencias lo que podía significar el sinsentido, la alineación y la destrucción del yo.
Es con su último relato del que
se tiene constancia, Der Bau
(traducido al español de distintas formas, como La construcción, La
madriguera, o La obra) en el que
asistimos a todo el despliegue kafkiano posible en una narración, que al revés de todo
lo realizado anteriormente, se va replegando a sí misma de forma recursiva: a
Kafka ya no le interesa disfrazar escenográficamente el abismo y contarnos una
anécdota en la que un personaje cualquiera, K, por ejemplo, intenta llegar a Z,
pero no puede porque otro personaje o un obstáculo se lo impide. Kafka se deja
de ramplonerías y artificios para narrarnos inmediatamente desde el propio
abismo, anulando detalles circunstanciales y estrangulando el tiempo narrativo
de los hechos que se van relatando, en un grado superlativo de neurosis y
paranoia que no es delirante, sino que al revés, usando un tono demencialmente
lúcido que asusta.
Der Bau no puede ser más ambigua y exacta a la vez, pues con
precisión de cirujano, con un lenguaje seco y llano, desprovisto de todo lirismo,
barroquismo y artificio, Kafka nos cuenta el relato no de una caída, sino que "de la caída" misma. El narrador, que es un animal que vive bajo tierra, un
roedor indefinible que podría ser un topo, o una comadreja, incluso un monstruo
o mutante, detalla milímetro a milímetro cómo es la guarida subterránea en la
que vive, hablándonos de su construcción, los túneles de acceso, las entradas
falsas, y las galerías subterráneas que van desmontándose bajo tierra. Nos dice:
“Comencé en este rincón, casi jugando, aquí se desfogó mi primer
entusiasmo en una construcción laberíntica que, en aquel entonces, me pareció
la más excelsa de las construcciones, pero que hoy considero, probablemente con
mayor justicia, como labor de aficionado, indigna del resto de la
construcción.”
Esta frase coloca y recoloca al
lector dentro de la lectura. Literalmente, trata de un roedor que se queja de
su poca pericia de la construcción de su madriguera, pero la sorpresa aumenta
si trasladamos esa misma carga semántica como confesión explícita del mismo
Kafka, quien pareciera estar resumiendo su poética; es como si nos dijera que fracasó porque
sus juegos literarios no alcanzaron el esplendor, el reconocimiento en vida que
esperaba. No obstante, la resistencia que presenta la obra kafkiana a las
interpretaciones, es la principal marca que enarbola. En el mismo relato nos dice:
“Lo mejor de mi construcción es su silencio. Este es desde luego,
engañoso; repentinamente puede interrumpirse. Todo habría terminado. Pero por
el momento todavía existe. (…)Ciertamente, tengo la ventaja de estar en mi casa
y de conocer perfectamente todos los caminos y direcciones. Es fácil que tal
bandido se convierta en mi víctima, en dulce víctima.”
Es como si Kafka regara sus
textos con minas antipersonales, engaños consensuados, explosiones calculadas,
caminos que se cierran sobre sí mismos, dejándonos perplejos por los derroteros
que ya llevábamos recorrido. Kafka no sólo es un escritor del laberinto (que no
laberíntico), de la paradoja y del absurdo, es también un ilusionista y un
escritor mutante: es capaz de ponerse al centro de su obra sin que nos demos
cuenta, recurriendo también a la perversión de dislocar, alterar genéticamente
el flujo o la estructura de textos canónicos, como el Quijote o los bestiarios medievales (La verdad sobre Sancho Panza, Las
preocupaciones de un padre de familia o El
híbrido, ilustran lo que
menciono).
Con Der Bau, Kafka demuestra y explora a la perfección todos sus
mecanismos. El relato pasa de ser un informe científico, a una confesión
culposa y de ahí, a relatar el inminente ataque de enemigos invisibles y los
preparativos para esa confrontación, pero todo esto sin perder la unidad, en
una sola línea, sin tener que recurrir a pausas o cortes, o recursos narrativos
anexos (como la epístola, nota al pie, digresión entre paréntesis, enumeración caótica, cambio de narrador, etc.),
generando esas prodigiosas estructuras kafkianas unitarias en las cuales el
sentido no se disuelve en medio de una retórica o el mero artificio: la parte
engloba al todo, y el todo engloba a
cada parte, de forma fractal.
En Der Bau todo es monólogo, pero el monólogo es en realidad
monomanía: el roedor piensa en todas las consecuencias de su actual situación (un presente pesadillesco que nunca se termina) de forma circular y
paranoica, elucubrando sobre la construcción que lo alberga y que él
mismo realizó, y en la cual ya está hundido y parapetado sin vuelta; podría
haber tenido la madriguera otra arquitectura, piensa, mejor o quizá menos
deficiente, quizás más grande o más pequeña, esto en función de los enemigos, invisibles porque nunca los
ha visto, pero sabe que existen (¿o no existen? Mejor el beneficio de la duda)
los cuales podrían apersonarse y destruirlo en cualquier momento, no sabe muy bien desde qué lado, a
pesar de que conoce como anillo al dedo todos los alrededores, aunque no hay
que dejar afuera cierta logística que incluye previsiones y posibles salidas de
emergencia…y sigue y sigue y sigue….
Muchos han visto a Der Bau como un vaticinio sobre los
peligros de la civilización y la comodidad enfermiza en que se ha ido
encapsulando más y más la humanidad, a tal grado de que viviríamos en la neurosis,
más pendientes a las infinitudes de un posible hecho, que a la realidad del
presente mismo. ¿Pero de eso se trata finalmente Der Bau? Sí, no. Tal vez. ¿Por qué no podemos, como con casi todos los
autores que hemos leído, destripar la obra y decir que finalmente era una
metáfora de esto, o la alegoría de esto otro, que tras un texto subyace una
ideología (comunismo, feminismo, neoliberalismo, etc.) que queda preclara con
tales y tales marcas textuales? ¿Qué hay dentro de la obra de Kafka que tanto
nos dificulta un acceso libre y sin trampas? El enigma de lo que realmente
quiso o no quiso decirnos con Der Bau
(y el resto de su obra) se lo llevó Kafka a la tumba. No obstante, no podemos dejar de
sentir cierta extrañeza cuando el narrador de Der Bau nos dice:
“La obra me protege tal vez más de lo que hubiera llegado a pensar, o
de lo que me habría atrevido a pensar en el interior de la construcción misma.
(…) El suplicio de este laberinto debo superarlo también corporalmente al
salir; me disgusta y conmueve a la vez el hecho de extraviarme por un instante
en mi propia creación, como si la obra se esforzara todavía en justificar su
existencia, ante mí, que desde hace mucho tiempo me he formado un juicio
definitivo a su respecto.”
Y ese juicio ¿cuál era?.
Y ese juicio ¿cuál era?.
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