viernes, 22 de diciembre de 2017

Un petirrojo merodea en el jardín


Editorial Siruela.
El Jardín Secreto: Frances Hodgson Burnett (Novela)
Traducción: Isabel del Río
1era Edición: 1910. 306 páginas.

Ser niño y vivir en un mundo diseñado por adultos no es fácil. Quizás por eso, las mejores historias infantiles siempre han tenido un trasfondo atroz, que puede incluir la miseria, la muerte, el abandono o la locura, y no precisamente en forma de alegoría. Pinocho de Collodi, por citar un ejemplo, en la novela se nos muestra a un muñeco diferente al tierno de la animación: es sarcástico, flojo e insolente, incluso con Gepetto, su creador.  Otro tanto vemos en cuentos de Perrault o Wilde, narraciones catalogadas de infantiles pero donde no faltan los asesinatos, el crimen o la traición.

El jardín secreto de Frances Hodgson Burnett, se enmarca dentro de una tradición literaria que pone como énfasis la mirada de los niños sobre el mundo de los adultos, como David Copperfield (Dickens), Tom Sawyer (Twain) o Un Capitán de Quince años (Verne), en el que se contrasta la rigidez y parquedad de los mayores, (y todas las taras que podríamos achacarles, como terquedad, falta de imaginación, cobardía, visión acomodaticia de las cosas, etc.) frente al mundo de los niños, impregnado de magia, colores y matices. Mundos móviles en que los que el movimiento de una cortina producida por el viento puede ser el advenimiento de un fantasma, o la sombra que oscurece el sol un corro de ángeles.

El jardín Secreto cuenta la historia de Mary Lennox, una niña no deseada que nace en La India en una misión del gobierno inglés: su padre es diplomático y su madre una mujer frívola de alta alcurnia. Al poco andar del libro, la pequeña queda huérfana, y sin nadie que vele por ella, es enviada a Inglaterra, país que sólo conoce de oídas, y en el que será cuidada en una enorme y desolada mansión por su tío Craven, hombre oscuro que sus criados describen como triste y jorobado. La niña escucha comentarios nada halagüeños de los adultos que la rodean sobre su persona; opiniones sarcásticas que la descalifican por su figura, tosca y poco agraciada dicen, y que cuestionan su comportamiento, tachado (y con razón) de arrogante y engreída.

Pero el tono lúgubre y misterioso del libro se disuelve con el descubrimiento de otros personajes, como Dickon –un Huckleberry Finn a la inglesa- niño medio salvaje que se hace acompañar de animales y otras criaturas, y Collin, niño taimado y enfermizo que pasa los días encerrado en la soledad de su cuarto. Y por supuesto, la irrupción casi por casualidad de un jardín oculto, vedado a la entrada de cualquier visitante ¿qué lleva a que un paraje tan bello se mantenga bajo siete llaves? Es lo que debe descubrir el lector, misterio que no tiene nada que ver con una intriga policial ni con algo sobrenatural, sino más bien con las vicisitudes de la vida, con sus avatares y desaciertos.

Una figura importante de El jardín, que literalmente planea desde la mitad del libro en adelante y que por diversos motivos se nos puede escapar de la vista, es el petirrojo, pequeña ave de pecho colorado, que muestra el camino a la protagonista Mary, y que entre muchas cosas simboliza el paso del otoño (que es cuando se inicia la obra) hacia la primavera, el fin de la infancia y el comienzo de la pubertad, y el restablecimiento de la familia. No es casualidad que el petirrojo para los ingleses sea un ave mítica que simboliza la entrega de buenos mensajes, y que también tenga una reminiscencia trágica en el cristianismo, pues según la leyenda ésta habría quedado con el pecho herido y teñido de sangre al intentar quitar los clavos de Cristo.

La novela, escrita en 1910, rehúye los tópicos tan manidos como el  “cultívate a ti mismo” dando paso a una metáfora del jardín mucho más poderosa y sugerente que toda esa literatura basura new wave tan en boga. En el Jardín se nos muestran las diferencias de clases sociales, y la fractura casi insondable entre la percepción de los mayores y la soledad de los infantes, esa soledad y dificultad para hacer frente al mundo que solemos olvidar en la adultez, quizás por pensar erradamente que el mundo del niño se circunscribe totalmente en el juego, cuando también hay vergüenza, dolor y frustración.


Como dato anexo, el petirrojo para los ingleses es un ave de alto valor simbólico, sobre todo en épocas de navidad, donde suele aparecer en las postales, hecho que podría deberse a que los carteros de la época victoriana llevaban un uniforme de color rojo, y eran llamado popularmente como los Robins, en honor a los pajaritos (en inglés robin redbreast). Una leyenda asocia a estas aves con la crucifixión de Cristo,quien moribundo en la cruz, recibió una caricia de parte del ave aliviando su dolor, pero quedando ésta con su pecho manchado por la sangre. 


Fuera de estas consideraciones, la prosa de Frances bebe de la mejor tradición inglesa; es límpida, no abusando de barroquismos, o adornos innecesarios, ni se engarza en sentimentalismos baratos para transmitirnos sensaciones, y sus descripciones, que podrían ser naturalistas, no están exentas de suave poesía: 

“Aquella bóveda parecía altísima, y los pequeños nimbos se asemejaban a aves blancas que flotaban con las alas extendidas bajo el azul cristalino.  El viento soplaba desde el páramo en suaves aunque amplias ráfagas, y traía un aroma desconocido, una fragancia indómita, definida.” 

Leer las páginas de El Jardín Secreto es respirar y encontrarse con una bocanada de aire de la antigua campiña inglesa, con el fondo de una intriga que no parece salida de un cuento de hadas sino de la realidad desnuda, que de pronto se viste, de golpe en medio de una página, con la sombra de un pequeño petirrojo. 

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