*Texto leído el 17 de diciembre de 2016 en la Biblioteca libre por motivo del lanzamiento de Hamellion.
De un momento a otro, todos nos hemos vuelto cyborgs. Recordemos que la palabra cyborg es un acrónimo en inglés el cual deriva de una contracción de las palabras cyber y organism, o sea organismos cibernéticos. El concepto es anterior al real advenimiento de estos entes, idea que nació y se desarrolló con nuestros padres en los lejanos años 60, para explotar en las redes de la ficción durante los 80, principalmente en la televisión, el cine y la música, con toda la poética siniestra que tienen estas criaturas, o mejor dicho creaciones.
Surgen dos preguntas. O varias. Pero la más urgente de responder es ¿por qué doy inicio a esta presentación afirmando que todos somos cyborgs? Y también, ¿Qué tiene que ver esto con la novela que hoy estamos presentando? La segunda pregunta es la más obvia y rápida de responder. Sin adelantar detalles de la trama, que a mi juicio es lo menos importante en un libro (tema que no trataremos aquí), la composición de esta novela que escribí rescata en gran medida el espíritu de la ciencia-ficción ochentera, esa que digerimos con entusiasmo cuando éramos niños o adolescentes, y que tuvieron como punta de lanza un buen puñado de películas como Akira, Robocop o Alien, o novelas como Neuromancer o ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, las que compartían varias características puntuales-además de la presencia de cyborgs- como estar ambientadas en mundos asfixiantes y dominados por grandes corporaciones, territorios cerrados que eran asediados fuertemente por la tecnología, a tal punto que la piel y el metal formaban unidades simbióticas, llegando incluso a la dificultad de separar la noción de lo humano con la de no-humano. ¿Dónde empieza la máquina y dónde termina la carne? Parecen interrogarnos estas creaciones.
Les voy a contar sobre mi experiencia personal, que puede parecerse a la de muchos de ustedes. Tenía poco más de seis años cuando vi por primera vez Robocop, película que me marcó a tal nivel, que en los recreos y en las clases del colegio no podía dejar de dibujar e imitar a este policía metálico, sintiendo una fascinación al borde de lo enfermizo por este hombre tieso y duro que no escatimaba en recursos a la hora de liquidar a sus rivales. Aún recuerdo cuando deslizaron la cinta de VHS en la videograbadora en una reunión familiar, mis padres me habían advertido que se trataba de un material violento, no apto para niños, pero ante mis pataletas infantiles, ruegos y lloriqueos, me sentaron y me dejaron ver la película. Aún recuerdo el comienzo, con la persecución policial a los delincuentes del film, y la siguiente escena, que mostraba algo así como una industria abandonada o quizás el cuartel de los bandidos. El comienzo de la película prefigura el resto de la historia: industria, criminalidad, estado policial, paranoia. El primer impacto visual que recibí al visionar la película, de los muchos momentos que se ven en la cinta, fue la cruel mutilación y humillación que recibía el policía protagonista, un servicial y simpático personaje llamado Murphy, el que es destruido en cámara, planos medio y detalle de por medio, sin ninguna clase de censura y miramientos, mostrando de forma muy gráfica su agonía. Como si su director, riéndonos en nuestras caras, nos preguntara: ¿es reversible el estallido de un brazo o de una pierna? Ahí entendemos que ese hombre agónico, maltratado como a un Cristo crucificado, será la nueva unidad de combate que servirá al Estado, tras ser fusionado con un sistema altamente robotizado, para convertirse en el policía del futuro.
Hay otros recuerdos, otras películas, como el T-800, que en el fondo era una férrea construcción esquelética de metal enfundada en carne humana, que venía del futuro para liquidar a Sarah Connor, la madre del líder de la resistencia, John Connor. Recuerdo también el poderoso brazo biónico del protagonista del animé Cobra, un mercenario que escondía debajo de su mano ortopédica su Psicoarma, un cañón láser con el cual barría sin piedad a sus enemigos.
Otra anotación: una de las escenas que más shock, miedo y extrañeza me provocó en mi niñez, fue una que aparece en Superman 3, la clásica con Christopher Reeve, cuando en un momento una mujer es atraída por una gran computadora, y transformada en pocos segundos, en un ser compuesto por aleaciones de metal y cables, con unos ojos aterradores sin vida y unos movimientos espasmódicos que fueron mi gran pesadilla.
La idea de los cyborgs no es nueva; tiene su correlato en los antiguos mitos de los seres mitológicos como el kraken, los sátiros o las hespérides, seres que causaban miedo y fascinación porque representan de forma profunda al Otro, a lo raro, erigiéndose así estas figuras como una especie de guardianes que separaban, delimitaban, los umbrales entre la realidad y la fantasía. Estaban ahí para recordarnos los límites de la humanidad, que el más allá era una realidad vedada, como una metáfora de que la verdad estaba oculta, alejada. Más adelante, en la tradición judía aparece la figura del golem, un ser construido a base de arcilla, que originalmente fue creado por un rabino para proteger al gueto de Praga de ataques antisemitas, y luego está la criatura creada por el doctor Frankestein, la cual se componía de fragmentos de muertos, anticipando la llegada de la cibernética y la robótica, pero también para remarcar la idea de lo peligroso que es para los humanos el hecho de jugar a ser dioses.
El cyborg nos causa estupor, principalmente por el hecho de que es una cosa inanimada que busca imitar a la humanidad de la forma más real posible. La ficción nos muestra al cyborg con esa sugestiva “inercia viva” o “vitalidad enchufada”, que parece destellar en los ojos, como si estuvieran y no estuvieran a la vez, dando la impresión de que son maniquíes animados por una inteligencia fría. Son cosas que han devenidos en ser, marionetas que cobran existencia al tener conciencia de sí mismas. Y no me parece aventurado arriesgar que los cyborgs ya están entre nosotros, saltando a la realidad de forma tangible, como por ejemplo cuando viajamos en Metro y vemos a alguien ensimismado en sus procesos mentales, con el rostro y los ojos idos, como si estuviera en otra parte. Súmenle si esa persona lleva audífonos conectados a su celular; nuestra percepción fácilmente es capaz de generar una impresión, nada abstracta, de que estamos ante un ente animado por energía artificial.
Pero tampoco nos engañemos: hemos hablamos de los gestos, y los gestos son sólo la superficie de la actividad humana. Hay que rascar, mirar más abajo. Debajo está eso que no podemos ver a simple vista, que es la operación de la ideología dominante, con sus maneras de ser y hacer tipificadas en formato de manual para la correcta organización e higiene de la sociedad. A diario, ya lo vemos todos, proliferan y se fortalecen las redes sociales y los medios de comunicación como el Whatsapp y el Facebook. Cada vez que nos levantamos temprano dejamos sincronizado el reloj de nuestro móvil, quien nos ayuda a despertarnos, el que también nos ayuda a orientarnos cuando consultamos mapas vía satélite. Personas que han perdido extremidades ahora acceden a prótesis robóticas, algunas incluso hechas en impresoras en 3D cada vez a menor precio, y las diversas fallas oculares ya pueden ser corregidas por medio de máquinas láser. Si vamos a los extremos, nuestra dependencia con la máquina, con la tecnología, es absoluta. Dependemos de los refrigeradores, de la luz eléctrica, ni qué decir de los computadores, todo, para que la vida como la conocemos pueda existir. O mejor dicho funcionar, porque estamos en un estadio en que las cosas existen de forma simulada o artificial, y la frase “la vida existe”, ha dado paso a la siguiente. “la vida funciona”. ¿Somos o no somos cyborgs entonces?
Novelas clásicas como “Un Mundo Feliz” o “1984” internaron prever los alcances de cómo sería vivir en un mundo totalitario regido por tecnología de punta. “Neuromante”, llevó el mundo de los hackers al paroxismo de retratar una sociedad acoplada al ciberespacio, mostrando que la navegación en esta clase de Internet estaba poblada por ladrones y mercenarios de la información, capaces de poner en riesgo su sistema nervioso con tal de conseguir sus objetivos, describiéndose un ambiente cada vez más enrarecido, en el cual las fronteras del mundo real y virtual amenazan con disolverse.
“Hamellion” no espera descubrir la pólvora o inventar la rueda. Fue concebida como un tributo a mi niñez, pero sobre todo a los años ochenta, tiempo en el cual tuve mi primer contacto con la realidad en una época oscura, pero paradójicamente luminosa, en la cual se ensayaba de forma sistemática la demolición del pensamiento políticamente correcto, la autocensura no existía, y en los dibujos animados que veíamos los héroes fumaban, eran mujeriegos o estaban locos, como el extraño Inspector Gadjet y su sobrina Sophie, o el evidente militarismo que ensayaba Rayo de Plata de los Halcones Galácticos, líder de un escuadrón de humanos biónicos que luchaban contra la mafia de Monstruon en la Galaxia del limbo.
La invitación queda abierta. En el mundo de Hamellion las corporaciones lo dominan todo, los cyborgs están ya en todas partes, los animales domésticos han sido reemplazados por copias robóticas. Y también, en algún recodo del libro, se esconde el proyecto siniestro de unos hombres que buscan suplantar esta vida por una realidad virtual perfecta, en la cual todos podamos ser dueños de nosotros mismos, de nuestros destinos.
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