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viernes, 24 de agosto de 2018

El material humano de Rodrigo Rey Rosa

Ed. Anagrama
El material Humano. Rodrigo Rey Rosa.
1era Edición 2009: 181 páginas.

Pintura de Jay Rechsteiner
Rodrigo Rey Rosa nos recuerda  una frase de Borges (citado por Bioy Casares), donde afirma lo monstruoso que puede llegar a ser el destino: basta dar un mal paso, como elegir el camino izquierdo en vez del derecho, para que ello redunde en la muerte. El autor guatemalteco es poseedor de una vasta obra, en la que mixtura lo onírico, con el hiperrealismo y la violencia (destacando Lo que soñó Sebastián y las piezas de cuentos Ningún lugar sagrado y Otro Zoo), teniendo como tema repetitivo su obsesión por la inseguridad y las constantes lucha fratricidas al interior de su natal Guatemala. La peligrosidad que le obsesiona no es gratuita, no se trata de una pose o un manierismo: al revés, se deriva de una experiencia cercana con una Centroamérica turbulenta regada de estados débiles o títeres, situaciones políticas en las que ha predominado los caudillismos, los movimientos populistas y demagógicos y el eterno problema de la segregación e integración indígena. Pero también hay una historia personal: el secuestro de la madre de Rey Rosa cuando éste era joven, su posterior huida hacia el extranjero, y su hasta cierto punto comprensible retorno. 

El material humano es un intento por desentrañar la violencia creciente en Las Antillas. ¿Es la herencia sangrienta del colono? Sí, no, a veces. Es difícil de precisar. La cantidad de negros e indios que se exterminaron durante el proceso de asentamiento y conquista, y los sobrevivientes que fueron quedando como mano esclava o de explotación indirecta, escapan a cualquier estadística. Incluso existiendo un número (las cifras oscilan entre los 800 mil nativos exterminados, hasta los 13 millones y medio, sólo en Centroamérica), la barbarie no puede ser entendida matemáticamente. Tampoco la violencia es patrimonio de alguna etnia o cultura: no olvidar la gran matanza en Haití de 1804, en la cual se asesinó a toda la población blanca, sin considerar que muchos eran criollos, es decir de padres blancos y madres negras, y que por una cuestión genética tuvieron la mala suerte de nacer con la piel blanca.

Fuera de cualquier consideración numérica, basta con imaginarnos un machete, una cabeza rodando, y detrás de la cabeza rodando, un río turbulento y grumoso de sangre, para horrorizarnos. ¿Es tan grande el horror que frente a su poder cualquier voz se puede desplazar a zonas de murmullos, y ese murmullo terminar finalmente en el silencio? ¿Se gana algo con describir el horror? Rey Rosa va más allá, y la interrogante que parece sostener a su libro -que mixtura novela, ensayo y autobiografía- es si se puede hacer justicia visibilizando la memoria escondida, si escarbando en patios ajenos o propios, pueda ser útil que nos encontrarnos de sopetón con la visión del esqueleto apaleado. 

VOLTAIRE

En la página 73 de El material humano, leemos la siguiente cita de Voltaire:

“La necesidad de hablar, la dificultad de no tener nada que decir, y el deseo de tener ingenio son tres cosas capaces de poner en ridículo al hombre más grande”.

Pero, ¿qué tiene que decirnos Rey Rosa en El material humano? Mucho. Y jamás quedando en ridículo. El libro abre con una advertencia, y nos dice que aunque no lo parezca, estamos ante un libro de ficción. No es pues una autobiografía de lleno, pero sí podríamos hablar directamente de una autoficción, que en términos genéricos vendría a poner al narrador como protagonista central de los hechos, y aquel narrador -y este podría ser el truco de magia- coincide con el del autor del libro: sí, es como si el autor se duplicase por medio de un espejo articulado por palabras, pero no se pone en un escenario que busque calcar e imitar la realidad, sino que busca imitar la realidad del reflejo: es decir, utiliza pasajes de hechos que le acontecieron a este autor/narrador, y otros los modifica, los altera o surgen de la vana o elaborada invención. 

Ese es el pacto que se busca establecer con el lector, y se afirma en los hechos centrales de que la vida del narrador coincide con la de su autor (han escrito los mismos libros, tienen un pasado con el escritor Paul Bowles), se narra además el angustiante secuestro de la madre del narrador, no se sabe si por la guerrilla o por agentes del Estado, pero finalmente todo, como las aguas de un río,  apunta a un constructo donde las distintas conexiones que entabla el narrador van convergiendo a través de un archivo, real o fantasma, que contiene un fragmento del pasado violento de Guatemala: es pues, la historia de un libro fallido, la constatación de alguien que intentó algo, pero como no le resultó, lo dejó patentado a través de libretas, cuadernos y hojas adjuntas que testimonian aquel fracaso.

La necesidad de tener algo que decir se expresa en la introducción, y estriba en que su autor solicita a las autoridades el acceso a una serie de archivos desclasificados, todo con el fin de averiguar qué intelectuales y artistas fueron objeto de investigación policíaca. Aquellos papeles, expedientes que suman millones de carpetas, fueron encontrados dentro de un edificio en un sitio denominado como La Isla (un lugar siniestro que albergó un hospital, pero que en realidad  habría operado como centro de tortura), en medio de un recinto policíaco, un depósito de autos chocados y una perrera municipal.  

¿Cómo se puede contar una historia así? ¿Con qué ingenio? No son los muertos los que hablan, son apenas fragmentos descosidos, deshilvanados, de alguien (porque todos los laberintos tienen en su centro a un minotauro), que se encargó de catastrar y de cercar la realidad. Y esa obra son los expedientes del archivo. Ese alguien es el que habla por los que ya no están, los que sin ojos, con las bocas rasgadas, parecería que nos dijeran:

—¡Acá estamos!

Detalle de la portada del libro

Quizás el ingenio nazca de las mismas limitaciones, pues el autor se da cuenta, nada más en llegar hasta el edificio que alberga a esa Biblioteca del Mal, que buscar fichas de intelectuales y artistas conllevaría una tarea titánica de años, tantos como vidas posibles que pudiera vivir un ser humano común y corriente. Entonces ¿Qué hacer?

ZWEIG

En la página 138 de El material humano, leemos la siguiente cita de Stefan Zweig:

“Increíble periodo, ominoso y homicida, en que el Universo se transforma en un lugar peligroso".

El autor que revisa el expediente, consciente de la escasez del tiempo (y de recursos), decide filtrar de forma muy somera el archivo; entonces ahí se produce el hallazgo, la materia humana con la cual elaborará su libro. El material humano, es, en un primer plano, la narración sobre un intento narrativo, la novela sobre cómo armar un proyecto fallido, pero en un plano más profundo es un intento por expurgar del olvido la violenta memoria de Guatemala. Durante casi quince páginas van cayendo como cascadas los nombres de víctimas de la represión, son resúmenes de fichas que incluyen nombres completos, ocupaciones, y las formas en que fueron fichados, ya sea por motivos políticos, algunos tan risibles como “fichado por propalar ideas exóticas”, o surrealistas, como “fichado por practicar la quiromancia”, o “por ejercer el amor libre”.

En algún momento el autor se da cuenta de lo kafkiano de la situación: ingresar a los archivos policiales de actos atentatorios contra la humanidad, cometidos por la autoridad y por algunas facciones guerrilleras, pero también custodiados por la misma autoridad. Sabe que su presencia no es bienvenida, que detrás de las máscaras y los guantes que usan los archiveros se pueden esconder delatores, que a pesar de que operar bajo una lógica investigativa (vamos a ver qué intelectuales fueron investigados), el peso ideológico flota como una nube tóxica que puede cobrar vida y cernirse sobre su cuello. ¿Es realmente una contradicción que la misma autoridad se deje observar desde adentro, desde sus recónditas entrañas, para que ese conocimiento pueda ser usado en su contra? Nada más lejos de la realidad, nada más lejos de la mecánica con la que se rige este mundo.


Rey Rosa recoge una cita que muy bien podría ilustrar el temperamento del mundo:

“No hay contradicciones en nosotros, ni en la naturaleza en general. Lo que hay por todas partes son contrariedades.”

Y en ese caos que es Guatemala, nos dice Rey Rosa, el reguero de sangre corre con la forma de la paranoia: un guerrillero muere ajusticiado por un pelotón de la policía militar, pero luego corre una versión contraria, en verdad ese mismo guerrillero fue asesinado por sus propios camaradas, acusado de traición. No hay bandos que no tengan sus manos manchadas, peor aún, no existen bandos claramente diferenciados como en cualquier contienda civil: da la impresión de que a ciertos inescrupulosos les conviene que la situación continúe, pues han encontrado una manera de lograr lucrar con la miseria humana.

Como en un diario de vida (imposible no pensar en Los diarios de Kafka, cuando no son un ejercicio de estilo, sino que sólo buscan registrar la realidad) los rastros que va dejando su narrador reducen la anécdota a breves pinceladas: no hay descripciones, no hay caracteres desarrollados, pero sí hay sombras, huellas, la historia de Benedicto Tun, el creador del Frankestein que representan los archivos, la situación sentimental del narrador con una mujer que se acerca y que se aleja, el día a día con su hija, sus titubeos, su vida atravesando el proyecto que a cada tramo va echando aguas por todas partes, las opiniones del pasado, tan actuales:unos piden que los indígenas se levanten en armas, otros quieren que se integren como ciudadanos; los menos, que sean eliminados sistemáticamente, como propone el premio Nobel de Literatura Miguel Ángel Asturias, escritor guatemalteco que corre como una mancha de sangre a lo largo del libro.

El tiempo hace variar la opinión de la gente, apunta Rey Rosa citando a Voltaire. Pero ¿existen cosas inamovibles? ¿Cuando, en qué momento se jodió Guatemala? Las patadas, los puños y las balas no se acaban. Es la moneda corriente del país de Rey Rosa, el mismo país del cual busca escapar, pero del que no (se) puede salir, porque probablemente, parafraseando a Enrique Lihn “nunca salió del horroroso Guatemala”.

viernes, 8 de junio de 2018

Sobre el origen de Thomas Bernhard y la originalidad

Ed. Anagrama
El Origen. Thomas Bernhard
1era Ed. 1975. Esta edición: 2011
Traducción: Miguel Saenz

Existe una faceta que un escritor, o un aspirante a escritor, debería detenerse un momento para analizar y sopesar. Difícil, se me dirá, que un escritor o un aspirante a escritor de la actualidad se detenga un momento, si se pasa la mitad de su vida auto-promocionándose y ocupando su tiempo en conversatorios, charlas, books-tours, avisos publicitarios, entrevistas, confundiendo, en suma, el arte de la literatura con la industria del libro. Aquella actitud recuerda una anécdota que relata Thoreau en su espléndido Walden. Un indio, viendo que los hombres blancos se asentaban con sus nuevos negocios, con la llegada del ferrocarril y el comercio, creyó que si tejía hermosas cestas las vendería de inmediato, pues la cestería también debería ser absorbida por el progreso y con eso bastaba, razonó. Pero no pudo vender ninguna cesta, porque todos los hombres blancos le decían ¿y para qué quiero yo una cesta? El indio se equivocó, precisamente, porque no acertó a ver que debía entregar razones para que los hombres blancos compraran las cestas. Tenía que vender un producto que por sí solo jamás se vendería. Lo mismo ocurre con un libro. O el autor dedica tiempo, esfuerzo, y ganas en tratar de convencer al resto de que compre su cesto, porque es el mejor y el más lindo, o bien se libera de la necesidad de vender sus cestos, y se preocupa de lo fundamental: de encontrar entre la selva de posibilidades una solución de continuidad para su escritura, es decir, un proyecto que sea original y que se entronque como un eslabón nuevo en la cadena de la originalidad. Porque la originalidad, y así lo prueban las biografías de los escritores que hemos conocido, llegaron a ese punto liberándose de todos los fardos posibles, en especial del pesado fardo de tener que agradar y ser inteligible para un público.

EL ORIGEN DE THOMAS 

Originalidad, otro término que habría que repasar, pero que excede el alcance de esta nota. Sin entrar en la mecánica de Bloom y su angustia de las influencias, es patente que no existen autores que saquen conejos desde un sombrero sin tener que deberle nada a nadie. Si ya estamos insertos en un lenguaje y en una tradición, la creación literaria no puede darse en un ambiente inocente, en la que un autor pretenda ser original en algún planteamiento o estilo. Escribí sobre Kafka y la escritura mutante, donde postulaba que sus últimas creaciones estaban transformándose en algo nuevo, en algo que aunaba forma, estilo y contenido, hecho que se podía vislumbrar en su último relato Der Bau (La Madriguera).

Kafka fue un escritor fuera de norma, no por escribir con un estilo soberbio o enrevesado, sino porque no se limitaba a traducir la realidad, sino a deformarla, o a escarbar en ella para ver lo que nadie podía ver. Fue un autor que agotó su tiempo en investigar y ensayar un camino hacia dentro para pulir su escritura, como lo atestiguan sus Diarios, un documento maestro salpicado de observaciones y ejercicios de estilo que asustan, porque muchas veces aparece una pesadilla repetida una y otra vez con ligeras variaciones o entonaciones. Era como si Kafka estuviera viviendo una pesadilla lógica y lúcida, y eso es lo que nos ha legado: una pesadilla. Y también una directriz.

Surge la pregunta: ¿qué habría ocurrido si Kafka hubiese seguido avanzando en esa dirección? La  muerte lo encontró en su mejor  momento, y aventurar hipótesis no sería más que especular. No obstante, pienso que en cierta manera Thomas Bernhard, como un corredor, fue quien tomó el testimonio de Kafka y lo relevó para seguir la loca carrera hacia el abismo. Pero Bernhard en su carrera no se estrecha contra un muro ni tampoco se cae, al contrario, va saltando los abismos, y nos va entregando su visión de primera fuente, sin temor a que el abismo le devuelva la mirada.

Hojear cualquier libro de Bernhard revela a simple vista la consistencia de su prosa: una prosa de estructura rígida y de acero, cacofónica, repetitiva, que la han querido emparentar con cierta musicalidad (la hay, Bernhard fue un escritor con gran oído debido a su formación musical), pero que exuda mucho más que sólo música, hay ruido de martillazos, de palabras que van sonando una y otra vez, encabalgándose de manera violenta y no siempre armónica, a veces de forma sincopada, de conceptos que reaparecen y se atraviesan con otros, para volver  a surgir en otra página. La página de Bernhard es cuidadosamente descuidada:

“No hay padres en absoluto, sólo hay criminales como procreadores de nuevos seres, que actúan contra esos seres procreados por ellos, con toda su insensatez y embrutecimiento, y en esa criminalidad son apoyados por los gobiernos, que no están interesados en un ser humano ilustrado y, por tanto, realmente acorde con su época, porque, como es natural, ese ser es contrario a sus fines, y por eso millones y millares de millones de débiles mentales producen una y otra vez y probablemente producirán todavía durante decenas de años y, posiblemente, durante centenas de años, una y otra vez, millones y millares de millones de débiles mentales.”

El párrafo escogido de El origen, ilustra lo que quiero decir, y va dando una idea de por dónde van los tiros de este francotirador. La mayor parte del tiempo fue un solitario, con fracturas familiares a raíz de los tiempos que le tocó vivir (nació poco antes de la II Guerra Mundial), gozó de pésima salud y para colmo de males, vio truncada una carrera como músico que su abuelo Johannes Freumbichler (también escritor) alentó desde que fue pequeño. El origen es parte de sus libros autobiográficos, aunque lo biográfico está tamizado por la ficción, pudiendo existir exageración o alteración de cronologías, que poco y nada le deben importar a un lector, porque a fin de cuentas vamos a leer una historia, apócrifa o no, que sea capaz de calar hondo en nosotros. Y las historias de Bernhard calan, porque sus temáticas son variaciones sobre lo mismo: la destrucción y la ruina. Ahí donde Kafka vio el sinsentido de la existencia, Bernhard es el que intenta desentrañar el sinsentido de todas esas ruinas.

El origen trata de la niñez. Un niño (que coincida con la niñez de Bernhard poco aportará a la experiencia) inserto en el peor de los ambientes que podrían existir: en el punto más álgido de la II Guerra Mundial, con bombardeos a diario y operativos donde reina la paranoia; súmele a ello que se trata de un niño alejado de su familia, pues se encuentra alojado, o mejor dicho, incrustado, en un internado nacional-socialista, y tras el fin de la guerra, en uno católico: ambos se revelan como espacios cerrados donde la incomprensión y la violencia son las rectoras.

El  origen trata sobre la niñez, como decíamos, pero sobre una niñez malograda. La novela abre con un epígrafe, una noticia de época, que sitúa a Salzburgo, lugar donde transcurre la historia, como la ciudad con la mayor tasa de suicidios en Austria, y esa es la tónica del libro, es la mirada descarnada de un adulto que rememora su niñez casi sin espacio para los afectos, para la magia o para la alegría. La mirada de Bernhard es torva, apática (ser apático y aguafiestas es su marca, como afirma en El Sótano: soy a pesar de mí y del resto un aguafiestas), en blanco y negro, casi sin dejar espacio para el asombro o para la respiración: es una mirada asfixiante, pero no son los ojos de alguien cruel que se solace con el dolor y el sufrimiento humano. Al contrario, en un momento de la novela —que carece de diálogos y casi de interacciones entre personajes— el narrador, la voz que nos va desgranando la tragedia que le ha tocado experimentar, habla del sistema educacional, y de las mofas que se le realizan a las personas diferentes. Ve, observa con una mirada atenta, cómo una persona va siendo degrada y señalada por un grupo, que siendo presa de toda la crueldad es pisoteada y anulada, una y otra vez, de forma sistemática: personas buenas e inteligentes, que tienen dones y mucho que aportar, pero debido a cierta debilidad en el carácter, o alguna peculiaridad física, son acribilladas y convertidas en sujeto permanente de burla. 

LA MIRADA DE THOMAS

Bernhard, al revés de la prosa sociológica de Houellebecq (el cual plantea una tesis y una hipótesis y disecciona la realidad para buscar alguna explicación o solución de continuidad), es de los que mira a la sociedad no para intentar hallar respuestas, sino para abrirle la piel y mostrar el cáncer que la está carcomiendo. Así, barre contra todos y contra sí, no desperdiciando la oportunidad de darle con un mazazo al sistema educacional:

“Los propios profesores, como yo sentía, eran espíritus pobres y vencidos, ¿cómo hubieran podido decirme algo? Los profesores mismos eran la inseguridad y la inconsecuencia y la mezquindad, ¿cómo hubiera podido serme útil, aunque fuera en medida insignificante, lo que explicaban? (…) Despreciaba a aquellos profesores, y con el tiempo sólo los aborrecí más, porque su actuación consistía sólo para mí en que, todos los días y de la forma más desvergonzada, me vaciaban en la cabeza toda su maloliente basura histórica, en calidad de, así llamados, conocimientos superiores, como un gigantesco cubo de basura inagotable, sin dedicar ni el resto de un pensamiento al efecto real de ese proceso.”

Este tipo de realidad, que se vuelve repetitiva y obsesiva, va mellando el espíritu del pequeño, que asustado por los constantes bombardeos de los aliados, la enseñanza estricta y castigadora de las autoridades y profesores, la ausencia del padre y la suplencia de un tutor que no lo quiere adoptar y darle la paternidad legal, el clima conspiranoico y enfermizo con el fin del III Reich, va perdiendo incluso el miedo y comienza a pensar de una u otra forma que sólo existe un escape real para todos sus males: el suicidio. Y esto lo piensa en sus momentos de mayor calma, cuando se va a un cuarto donde están los zapatos de los estudiantes del internado, y con el violín en sus manos va entonando la música, que se va difuminando y encadenándose con sus pensamientos.

Bernhard vivió en una época de peligrosidad y de grandes males: quizá se asemeje a la nuestra, pero se debe recordar que en esa época un joven de dieciséis años, con o sin problemas existenciales, era o bien arrojado a un internado y educado en el rigor y en la disciplina, o bien llamado al frente y lanzado de cabeza en las fauces de la guerra. No existían especialistas que se dedicaran a los traumas sicológicos, ni padres comprensivos que trataran de encauzar a través del amor y la paciencia a sus hijos por el buen camino. Imperaba un espíritu apocalíptico, de sobrevivencia permanente, donde no se sabía si mañana ibas a despertar en medio de un prado desolado por las bombas o ibas a encontrar tu casa en ruina con todos tus seres queridos adentro fallecidos. Y es la tirantez que se va apoderando del libro, que sin guiones ni diálogos ni puntos aparte, se vuelve hipnótico al punto de jalarnos de la cabeza hacia adentro para no dejarnos respirar.

Pero en medio de esa oscuridad, de esa ciudad poblada por los cadáveres que van cayendo a tierra, de la sensación permanente de ahogo, hay momentos de calma, de reflexión, y esa reflexión llega de mano del abuelo y los paseos que dan -acaso su último bastión-, encarnándose en la figura del único que ha depositado su amor en él, quien sin miramientos, debajo de toda esa selva de huesos y de fealdad y de lamentos, le entrega un importante legado, un salvoconducto de por vida: el dolor de la reflexión y la belleza de Montaigne

viernes, 23 de marzo de 2018

En Los detectives salvajes ya estaba 2666

Editorial Anagrama
Los Detectives Salvajes: Roberto Bolaño
1era. Edición 1998. 624 páginas.

1.

La novela, divida en tres partes, se ordena en torno a la búsqueda de la poeta mexicana vanguardista Cesárea Tinajero. La primera y la última parte corresponden a un diario de vida escrito por el joven poeta García Madero, un diario discontinuado, que se abre y que se cierra como la orquestación de una sinfonía enferma, escrito con la inocencia de un muchacho que hace una doble y triple apuesta suicida por la poesía. Con un romanticismo conmovedor deja todo, roba libros, abandona la casa paternal (de los tíos en este caso), abandona la carrera universitaria, a la novia. Todo por la literatura. Un trasunto del mismo Bolaño, que a la vez puede ser la bandera destrozada de la generación de los setenta, y que a su vez nos remite a la figura de Rimbaud en fuga perpetua hacia la nada, ardiendo en cada paso hacia su exilio íntimo del que nunca volvería, quemándose las manos y los pies por cada poema exhalado y vomitado.

Aparecen en la novela las figuras de Arturo Belano y Ulises Lima, los poetas de una anquilosada y desesperada vanguardia llamada realismo-visceral, donde también milita entusiastamente García Madero. Protagonistas a los cuales nunca se les concede el derecho a la palabra, personajes que son reconstruidos polifónicamente en un vertiginoso y tembloroso túnel de testigos (¿pero de qué crimen?) interrogados seguramente por un narrador impávido que registra maniáticamente cada pista, cada detalle. Da la sensación, al leer la segunda parte de la novela, que ese narrador invisible, informante a estas alturas, nos está entregando en resmas desordenadas los testimonios de un hipotético crimen. Bolaño nos fuerza a transformarnos en detectives. Es el pacto, la conversión del lector como detective, el cual debe ir recomponiendo el puzzle de un crimen, y en el caso de esta novela, de un crimen que palpita en cada página, pero que no se deja ver, que no se muestra, que se oculta y finalmente nos confunde. Pareciera que los verdaderos detectives salvajes somos los lectores de la obra, y por extensión, Belano y Lima son los sabuesos que leen (investigan) a Cesárea Tinajero, el centro invisible de la novela. Los Detectives… es una novela que se deja leer como una lectura que prosigue a otra lectura. Ventanas de marcos negros que van a dar a otras ventanas casi idénticas, ligeramente modificadas. Pero al final del recodo, de la perspectiva que implica esa búsqueda titánica ¿qué hay detrás de esas ventanas?

2.

Tanto Los Detectives Salvajes, como 2666, condensan y aglutinan en forma de temas y personajes toda la poética de Bolaño. Si en 2666 la búsqueda se convierte en un espiral, en la serpiente que se come la cola a sí misma, en Los detectives se da por inaugurado el juego de fijaciones y obsesiones que persiguieron en vida a Bolaño. Vemos la imagen del poeta desarraigado, sin norte, en una no-búsqueda que lo implica todo. Es el poeta Vallejo que aparece en Monsieur Pain, el cual muere de una enfermedad absurda en París, una ciudad que le es extraña pero que prefigura en un poema. Está la siniestra figura del poeta Carlos Wieder de Estrella Distante, el reverso negativo y maligno de Césarea Tinajero; ambos son el centro de la novela, pero aparecen casi como una sombra, para luego borrarse como fantasmas. La desaparición del centro. Arturo Belano sin dejar rastros en África, visto por última vez en alguna calle de Liberia, y el mismo García Madero que desaparece en la segunda parte de la novela, pues nadie parece haberlo visto nunca, ni recordar casi nada de él. La figura del escritor Archimboldi, en 2666 ilustra el ejemplo de un conjetural hombre que centra, ordena y hace encajar cada parte de la novela. Pero de pronto todo comienza a torcerse cuando las historias se disparan y se multiplican. El famoso agujero del cual tanto se ha hablado y teorizado. En Los Detectives… todas las historias, y ninguna a la vez, remiten al centro aparente que es Cesárea Tinajero (igual que Archimboldi), pues siempre un extraño elemento ronda en cada recodo de la novela, algo que falta, una pista o una huella que indica una presencia determinada, pero que a la postre se desvanece, no dentro de un laberinto, sino por intermedio de un disparador caótico de tramas, una presencia mutilada en trocitos, y luego desordenada por la prosa vertiginosa y sincopada de Bolaño. Es como si el libro quisiera mostrarnos otros crímenes, otros escarnios, para tapar, para intentar desviar la atención del crimen principal: la desaparición de la poetisa de vanguardia que alguna vez pudo cambiarlo todo para siempre.
3.


En Amuleto, vemos a Arturo Belano y San Epifanio en México, caminando hacia la colonia Guerrero para encontrarse con el rey de los putos. El pasaje dice:

“Y los seguí: los vi caminar a paso ligero por Bucareli hasta Reforma y luego los vi cruzar Reforma sin esperar la luz verde, (...) y luego empezamos a caminar por la avenida Guerrero, ellos un poco más despacio que antes, yo un poco más deprisa que antes, la Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo”.

Ignacio Echeverría escribe al final de 2666 una nota, donde señala la cita anterior de Amuleto, y menciona la triple conexión de esta novela con Los detectives y 2666.

Amuleto, fue escrita en 1999, y Los detectives salvajes un año antes. Sin embargo a Ignacio se le escapó una cita, que al leerla nos damos cuenta la voluntad programática que existía en la mente del narrador chileno. Casi al final de Los detectives, dice lo siguiente:

“Y entonces la maestra vio o le pareció que veía un plano de la fábrica de conservas (...) sus ojos recorrieron el plano de la fábrica de conservas, que había dejado Cesárea, en unas zonas con gran cuidado en el detalle y en otras de forma borrosa o vaga, con anotaciones en los márgenes aunque la letra en ocasiones era ilegible y en otra estaba escrita con mayúsculas e incluso entre signos de exclamación, como si Cesárea con su mapa hecho a mano estuviera reconociéndose en su propio trabajo o estuviera reconociendo facetas que hasta entonces ignoraba. Y entonces la maestra tuvo que sentarse, aunque no quería hacerlo, en el borde de la cama y tuvo que cerrar los ojos y escuchar las palabras de Cesárea. E incluso, aunque cada vez se sentía peor, tuvo la entereza de preguntarle porqué razón había dibujado el plano de la fábrica. Y Césarea dijo algo sobre los tiempos que se avecinaban, aunque la maestra suponía que si Cesárea se había entretenido en la confección de aquel plano sin sentido no era por otra razón que por la soledad en la que vivía. Pero Cesárea habló de los tiempos que iban a venir y la maestra, por cambiar de tema, le preguntó qué tiempos eran aquéllos y cuándo. Y Cesárea apuntó una fecha: allá por el año 2600. Dos mil seiscientos y pico.”

Ya estaban ahí las mujeres, las fábricas de conservas y la fecha terrible de la aniquilación.

viernes, 16 de febrero de 2018

La agridulce patria de las hormigas: una novela de Javier Tomeo


Anagrama
La patria de las hormigas: Javier Tomeo
1era Ed. 2006. 160 páginas.

Probablemente existan dos tipos de escritores: los consagrados  (unción colegida por la Santísima Trinidad de las Letras: las ventas, el público y la crítica) y los olvidados, los que caen al infierno de la no-existencia ya sea por falta de talento, ideas políticas incorrectas, simple mala suerte, y otras tantos móviles.  No obstante, la tipología no es exacta; bien porque hay una serie de grados entre los consagrados y los ninguneados, o bien porque un escritor que es considerado faro en una época,  puede hundirse en la siguiente.

El caso de Javier Tomeo es ambivalente. En España no fue un escritor maltratado: contó con ediciones en Anagrama y si bien no le llovieron premios, obtuvo algunas condecoraciones. En teatro obtuvo gran aprobación, principalmente en Francia y en Alemania, pero en España siguió siendo un autor minoritario, probablemente porque en sus libros escaseaba el sabroso color local que tan bien encumbra a ciertos autores mediocres, quienes necesitan agarrarse de una época o un tópico para justificar su estética. A Tomeo jamás le interesó el realismo parco que utiliza a la literatura como panfleto, y tampoco, mucho menos, pretendió encauzar la historia de España de los últimos decenios en una épica rimbombante, con profundidades psicológicas y diálogos abismantes. Lo suyo más bien se acerca a una poética del minimalismo, que funde a Kafka con Los hermanos Grimm, dejando de lado el infantilismo de estos últimos, y recogiendo la acidez, la ironía y la compulsión por retratar a personajes a través de sus defectos.

La patria de las hormigas borra las referencias que facilitarían al lector situar la historia en alguna época: no hay nombres de ciudades ni se sugiere un año determinado, ni siquiera la seña de un país, todo parece ocurrir en un pueblo cualquiera perdido en algún país europeo. La historia podría ser la de cualquier soltero de verano: Juan H llega a un hostal para pasar sus siete días de vacaciones, y de él sólo sabemos, que además de sufrir diabetes, tiene una alta dependencia con su madre (un arquetipo ambivalente que cruza las novelas de Tomeo), que tiene una obsesión fija por los colores (todas las mañanas escoge cuidadosamente el color de la camisa que usará), y que como cualquier veraneante soltero, tiene la idea, nada sofisticada, de que la diversión es sinónimo de ligar con chicas y beber hasta altas horas de la madrugada.

Pero en Juan H hay algo que falla. Nada más llegar hasta la pensión donde se aloja, atendida por un anciano sordo y quisquilloso, éste le hace una advertencia sobre las hormigas: pueden aparecer en cualquier momento y nada bueno podrían traer. El anciano monomaniaco se acompaña de su bigotuda sobrina (¿es su sobrina en línea carnal o política? Se pregunta Juan en un momento de libro), mujer silenciosa y esquiva, que por su manifiesta fealdad y parquedad, no hace presagiar nada bueno, y mucho menos la estampa del techo del cuarto que alquila, donde una gran mancha de humedad parece querer indicar algo. Las insinuaciones están a la orden del día. Las hormigas ¿son socialistas o de derecha? ¿Podrían devorar a un diabético? ¿Tienen un orden planificado o actúan por mera inercia?


Las preguntas y respuestas entre Juan y el viejo de la pensión se intercalan con las salidas del primero a bares, donde conoce a distintos camareros, quizá los únicos seres humanos que suelen resaltar del paisaje, pues los turistas (en especial las mujeres), suelen vivir tan sobrados y pagados de sí mismos, que se pierden, ya sea en la anécdota del mismo paisaje borrado en sus contornos, o por las mismas barreras idiomáticas. El ojo del protagonista tiende a carnavalizar la realidad, centrándose en los defectos de los seres que lo rodean: ahí está el camarero mitad pájaro mitad humano, por allá aparece el gorila con los brazos demasiado largos, el hombre de la camisa rosa sometido a su mujer, convirtiendo a los personajes de la ficción en marionetas groseras, que tras sus hilos podrían ocultar algo que flota en toda la novela: el absurdo y el sinsentido de la vida amenazan con salir de su agujero para asaltar la realidad, tal como presagia el viejo de la pensión con las hormigas: “están ahí, ocultas, tejiendo su camino, para saltarnos a la cara”.

viernes, 19 de enero de 2018

Pierre Bayard o el arte de la no lectura

Editorial Anagrama.
Cómo hablar de los libros que no se han leído: Pierre Bayard (Ensayo)
1era Ed. en español 2008. 200 páginas.
Traducción: Albert Galvany Larrouquere

Lo positivo de enfermarse, sobre todo de enfermedades graves, es que todo el vacío del tiempo cae a cascadas sobre la inmovilidad del enfermo, y esa inmovilidad es fundamental para la lectura. En realidad no me refiero a cualquier enfermo, tampoco a cualquier enfermedad, en realidad lo que quería hacer notar es que existen libros, grandes, voluminosos, como En busca del tiempo perdido, de Proust, o Umbral de Juan Emar, que parecen concebidos más para gente con piernas fracturadas, caderas rotas, tísicos, y toda una larga lista de patologías que inmovilizan y nos anclan a una cama, que para el ciudadano común de a pie, ese que lee poco, o lee mal, y no porque no le guste leer...¡cómo no le va a gustar leer si leer es tan entretenido! No lo hace, simplemente, porque no tiene tiempo para leer. Pero tiene tiempo para mirar horas interminables las redes sociales a través de su móvil, o para darse maratones interminables de Netflix, por mucho que el cristiano en cuestión trabaje o tenga mil responsabilidades por delante.

La verdad es que los únicos que sufren ansiedad por no leer, por no tener un tiempo más amplio para hacerlo, somos los que leemos, los que estamos constantemente haciendo listas escritas o imaginarias de libros por leer o releer, los que estamos (o no estamos) hasta el cuello con responsabilidades, buscando robarle horas a la rutina, ya sea en el trabajo, o arriba del transporte público o entre sueño y sueño, para poder dejarse arrastrar por el vicio impune. 


Ante la ansiedad de no lecturas, es que Pierre Bayard expone una singular tesis. En Cómo hablar de los libros que no se han leído, Bayard afirma que en nuestra memoria, en nuestra biblioteca individual, existen un montón de baches, de lagunas mentales causadas por la desmemoria y/o la imposibilidad física, monetaria o azarosa para conseguir libros fundamentales para nuestro espíritu, tan culto, cautivo y cautivante de lecturas. Bayard toma esta premisa, pero da un paso más. Afirma que en un contexto académico, tales lagunas son imperdonables. La no lectura de Hamlet para un profesor de literatura inglesa, es igual de devastadora que la no lectura del Quijote, si se trata de un profesor de literatura hispánica. Hay libros canónicos, una lista mínima necesaria que debe conocer un académico. 

Pero para el resto de los mortales ¿a qué se refiere Bayard con la no lectura? El asunto parte con la proposición lógica de que somos incapaces de retener la totalidad de un libro: la memoria actúa como una especie de fotocopia errónea, llena de jeroglíficos que luego son reinterpretados por nuestro consciente. Pierre Bayard traslada un concepto del psicoanálisis a este ámbito: los “recuerdos pantalla”. Esto tiene que ver con ciertos recuerdos de nuestra infancia, que al ser tan dolorosos, nuestro inconsciente, incapaz de tolerar tales imágenes, suplanta con otro recuerdo al trauma, haciendo más tolerable nuestro porvenir. En el caso de la lectura, al no poder recordar cada fragmento del libro, creamos un “libro-pantalla”, una superposición general y bastante antojadiza del verdadero libro.

Sin embargo, el concepto de no lectura no se limita a los libros olvidados, también existen las categorías de “libros hojeados” y “libros desconocidos”. Son tantos los libros que los cánones culturales (piénsese en el monstruoso Harold Bloom) empujan a leer, y es tan escaso el tiempo, que muchas veces debemos aplicar lecturas antojadizas, rápidas, para hacernos una idea general de un libro. También existen comentaristas que nos hablan sobre libros que jamás hemos escuchado hablar, ilustrándonos a veces en dos líneas, o con el mero título del libro en cuestión, de qué podría tratarse tal obra. La no lectura empuja entonces al lector a situarnos de manera imaginativa al interior de las páginas del libro hipotético, a recrearlo por medio de un par de líneas, o inclusive por la portada o arte del libro.

Bayard, por cierto, no escribe un burdo manual para hablar en público de libros que no se han leído, sino que al contrario, toma como hecho fundamental que en todo ámbito de la vida humana reina una gran hipocresía –más aún y patente en el mundo académico- por lo que la no lectura no debe ser un escollo a la hora de hablar sobre aquellos libros no leídos, sino que nos insta a utilizar esta desventaja como un resorte imaginativo, que nos empuje a analizar detalles, arcos temáticos o personajes inexistentes, que sólo son capaces de existir gracias a la actividad creativa de los interlocutores.

Cada capítulo del libro contiene un ejemplo literario, que es examinado como si se tratara de hechos reales. Así, tenemos el secreto de la abadía y el libro maldito, en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, las delirantes aventuras de un escritor de best-sellers que es confundido con otro más selecto, en El tercer hombre, de Graham Greene, o el caso de un sectario grupo de críticos y editores que publican y critican sin la necesidad de leerse los libros, como se ilustra en Las ilusiones perdidas, de Balzac.

Este libro es una exquisitez, tanto por su humor ácido y refinado, propio de un Oscar Wilde disparando a quemarropa (el cual también es mencionado en la obra) como por su sentido lúdico de la literatura. Una vez terminada la lectura de la obra, de seguro que quedará discurseando en nuestras cabezas eso que siempre supimos referente a la conversación en torno a los libros, pero que nunca tuvimos la posibilidad de leerlo en un trabajo dedicado íntegramente al tema.
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