En todas partes buscamos lo incondicionado, y lo único que encontramos siempre son cosas. Novalis
¿Podría ser
que nuestra noción de realidad, largamente acuñada, amasada, y convertida en
objetos, ideas, ciencias y saberes, carezca de un eslabón o pieza faltante?
Para occidente hay una línea sucesoria establecida que comienza con los griegos
(aquellos que dotaron de esqueleto y estatura al hombre occidental al decir de Ortega
y Gasset), se materializó en un imperio con Roma, cristalizó bajo una religión
con un Cristianismo hundido en raíces paganas y judaicas, avanzó por una Edad
Media luminosa y oscura a tramos desiguales (el amor cortés y las órdenes de
caballería siguen resonando con sus ecos hasta la actualidad), se detuvo un
momento en el renacimiento, situación bisagra que recogió nuevamente saberes de
la Antigüedad, avanzó hacia el periodo de las reformas y las revoluciones, y se
cruzó en una época dominada por una mentalidad positivista, cientificista y
materialista, que no obstante ha tenido como contracara el desarrollo de la
metafísica, la poesía o la física cuántica, y que al decir de Coleridge, no hay
momento de la historia o de una discusión cualquiera en la que alguien encarne
a Platón (el mundo de las ideas) y otro oficie de Aristóteles (el
mundo sensible o de las cosas).
¿Qué es la realidad entonces? Pero más atrás, o en la misma tangente, ¿qué es un filósofo? Peter Kingsley, doctor en filosofía por la Universidad de Londres, en Los oscuros lugares del saber, libro que nos ocupa, afirma sentir una gran decepción de su propio ámbito, al reconocer que la filosofía contemporánea se ha convertido en interminables citas al pie de página, en la que es casi imposible generar cualquier pensamiento o idea nueva que no tenga que estar condicionado por otra precedente, convirtiendo la filosofía en un camisa de fuerza de citas; camisa constrictora, porque no deja ventilar lo nuevo, y desagradable, porque sólo recibe en su cenáculo a “profesores” o “estudiantes” que no filosofan, sino que apenas se limitan a glosar y comentar, por lo general en un lenguaje especializado que aleja a legos y no iniciados.
PARMÉNIDES, PIEDRA CENTRAL DE SU EXPLORACIÓN
En los
oscuros lugares del saber nos adentra en un viaje que nos obliga a torcer lo que
sabemos sobre la filosofía y su origen: ahí donde descansa la trinidad
Sócrates-Platón-Aristóteles, Kingsley retrocede y pone como punta de lanza a
Parménides y su Poema, obra que por estar teñida de símbolos y extrañas
metáforas, ha desafiado durante más de 2 mil 500 años a quienes han intentado
interpretarlo, viendo muchos en el Poema una entrada hacia la luz y al
pensamiento lógico, acaso la primera piedra donde se cimentará todo la
estructura que sostiene nuestra realidad, o la postura contraria, que es la que
defiende Kingsley, en la que Parménides no busca la claridad, sino que de
adrede la oscuridad y todo lo que la rodea: la muerte, el sueño, y lo extraño.
La obra de
Kingsley no es un tratado filosófico, sino más bien la reconstrucción de una
época, y por consiguiente la reconstrucción de un pensamiento y de un saber
perdido. El libro se abre con una advertencia al lector, afirmando que la obra
tratará sobre el engaño en el cual se ha cimentado el mundo, y por consiguiente
en cómo aquel engaño se ha perpetuado hasta nuestros tiempos. Su hipótesis es
cuando menos temeraria; la humanidad, en su devenir histórico, ha acumulado
durante milenios saberes y objetos que la han conducido de forma paradojal al
mito del progreso, paradojal porque vivimos en una época de constantes
desmitificaciones (pero como examina Mircea Eliade en Los Aspectos
del Mito éstos se han enmascarado), en la que
muchas religiones se han desprovisto de lo sobrenatural para ser reconducidas
por el camino de la ética o de una moral (esto bien lo saben los teólogos de la
liberación y los jesuitas), en la que los milagros son puestos a la luz de la
ciencia como supercherías: la vida misma ha tomado la forma de una superficie
plana: no hay un orden establecido por Dioses o fuerzas desconocidas, la
inmediatez y la aventura están a un click o un enlace, los objetos son entes
inanimados y las ideas, nada más que emanaciones de principios racionales
incapaces de integrar a lo irracional, su opuesto. El principal corolario es
que la existencia ha perdido cualquier atisbo o vestidura que podría
representar un sino trágico, abundando las frases y las filosofías optimistas
centradas en el bienestar, siendo los finales felices los más anhelados.
¿Alguien en la actualidad desearía morir peleando en una trinchera o de una
dolorosa enfermedad? Al contrario, se intenta por todos los medios,
artificiales o naturales, de alargar la existencia humana, y siempre que sea
posible sumergiéndola en un estado de hedonismo perpetuo, vivir pletóricos de placer
y anatemizando en todas sus formas y variantes al dolor, al sufrimiento o incluso
al aburrimiento (¿no es común medir con la vara de lo entretenido prácticamente a cualquier producto cultural?).
¿Qué clase
de seres humanos puede producir este actual estado de cosas? “La vida, para nosotros, se ha convertido en
un interminable afán de mejora: necesitamos siempre conseguir más, hacer más,
aprender más, conocer más cosas”, anota en algún lugar Peter Kingsley, por lo
que no nos puede extrañar que la enseñanza y el aprendizaje, monopolizado por
la universidad o la academia, se ha transformado en un intercambio y
asimilación de datos de cosas totalmente ajenas a nosotros mismos. Conocimiento
muerto, sin aplicación inmediata. Somos como jarras con una rotura en su base:
por más que intentemos llenarla de cosas, siempre hay algo que se pierde, y
nunca nos sentimos satisfechos, siempre queremos más y más: ávidos de
experiencias y objetos que no nos pueden llenar nunca.
DE ESO SE
TRATO ESTO: DE LA ROTURA, DEL VACÍO
En los
oscuros lugares del saber, es como dijimos, la
reconstrucción de una época, lo que incluye un repensar a la antigüedad griega.
Ya no la veremos más como un bloque continuo y armonizado de polis comerciando
y cooperando entre sí, al revés, hubo competencia enconada e incluso
cosmovisiones opuestas. Se nos recuerda que las guerras médicas no sólo fueron
entre persas y griegos, sino que también entre griegos contra griegos que
apoyaron el lado de los persas: en un pasaje del libro se recuerda unas
palabras de Parménides de Elea respecto a Atenas: “prefiero la sencillez de mi tierra
antes que toda la soberbia ateniense”. Esta postura de Parménides es una clave, pues
como afirma el libro, el panhelenismo es una idea a posteriori, una
construcción cómoda para estudiar una de las culturas más ricas y valiosas de
Occidente.
Pero no
perdamos el hilo. La figura central de la obra es Parménides, y la visión que
tenemos de Parménides está sujeta a la interpretación de su poema, pero también
a la visión de Platón en sus diálogos, donde lo convierte en un personaje en
uno de sus escritos, y que para Kingsley, gran parte del equívoco, de la
interpretación que ha llegado de Parménides hasta nuestros días, pasó por el
filtro platónico. En cierta forma Platón utilizó al filósofo de Elea, y luego
de ocultarlo y desfigurarlo a sus anchas, lo sacó de su camino como un
obstáculo.
Entonces
¿cuál es el legado desaparecido de Parménides? Es necesario leer el libro para
absorber lo que nos presenta Kingsley, la historia de un conocimiento
descabezado y mal entendido que el descubrimiento de recintos funerarios y
otros vestigios arqueológicos han arrojado nueva luz. Muchos califican a
Parménides como un pensador más que un filósofo, o incluso se crea una suerte
de subcategoría que divide a los que están antes de Sócrates y después de él:
los presocráticos, quienes serían una suerte de pensadores intuitivos y primitivos,
la previa al pensamiento filosófico pleno: Kingsley nos alerta y dice que no,
que la filosofía en sus inicios era otra cosa, que los primeros pensadores no
se emparentaban sólo con la razón o el logos, sino que también con la magia y
la sanación, pero también con la capacidad de alcanzar estados estáticos o
místicos para alcanzar una visión diferente a la realidad.
Y todo eso
nos conduce al vacío. ¿Por qué nuestras nociones de progreso categorizan la
soledad, la rotura, el aislamiento o el dolor físico de forma negativa? Incluso
el aburrimiento se ha desprestigiado, la peor plaga que podríamos experimentar,
que muchos no se demoran en aplicar sobre alguien o algo cuando quieren echar
por tierra y sepultarlo en el olvido. Y tenemos, luego de esta lista de inevitables,
a la enfermedad y a la muerte. ¿Alguien en su sano juicio nos diría que ante
una depresión o un sinsentido súbito de la vida no sólo dejásemos las cosas tal
como están, sino que abracemos más esa depresión o ese sinsentido? Al revés,
nos envían al manicomio o nos empastillan con drogas aturdidoras y somníferas,
mutilando cualquier capacidad que podríamos desarrollar de pleno. De todo esto
se desprende que vivimos en la época de la velocidad y el movimiento: no
podemos dejar de movernos nunca, ni menos de estar en silencio: viajamos,
mental o físicamente hacia todas direcciones, farfullamos y opinamos sobre
todo, muchas veces con escaso juicio o preparación, y esa misma incapacidad para
detenernos nos lleva a pensamientos erráticos, que a su vez conllevan palabras
erráticas y cómo no, a actos erráticos.
ABRAZAR LA
OSCURIDAD Y LA MUERTE
El viaje de Parménides que propone Kingsley, es en efecto, un viaje a una Grecia inexistente y a un conocimiento extraviado. Fuera de las religiones monoteístas abrahámicas (Islam, Cristianismo y Judaísmo), Occidente no ha producido de forma preclara y rigurosa un conocimiento vital que permita deslindarnos de la realidad para producir conocimiento directo: el conocimiento debe ser útil, debemos vivir en él, de lo contrario se convierte en una carga que puede incluso destruirnos. El sufismo, el misticismo, el gnosticismo, pero también otros sistemas de pensamientos como el budismo o el hinduismo, ponen de relieve que el hombre occidental en su búsqueda por acceder a otras formas de entender el mundo, ingresa a tradiciones ajenas, en lenguas desconocidas, lo que de suyo no es negativo, pero teniendo los métodos que se utilizaban en la Grecia desconocida, no podemos más que concluir que hemos tenido un gran manantial vedado, manantial que ha estado siempre ahí mismo, muy de cerca, y que sólo descubrimientos arqueológicos tardíos nos han revelado sus bajorrelieves.
Porque
Parménides no sólo fue un filósofo presocrático (amamos las etiquetas), sino
también fue un mago y un sanador. El rito de la incubación es rescatado y
explicado en el libro con sus detalles,
muy sutiles: hubo alguna vez un culto a Apolo y Asclepio que implicaba
sumergirse en profundas cuevas, lugares sagrados donde el iniciado se refugiaba
en la oscuridad para recibir sueños, sueños a la postre que eran enviados por
entidades o seres más allá de nuestra percepción, otorgándole al soñador no
sólo una visión nueva de la realidad, sino que conocimientos puros que podían
tener aplicación para la propia sanación o para generar leyes que permitieran
una mejor convivencia, justicia y orden en la polis. Este proceso no era en
solitario por cierto, sino que era conducido por los iatromantes, sacerdotes
dedicados al culto de Apolo que detentaban los saberes para aquietar el
espíritu de los iniciados y de entregarle las herramientas al iniciado para que
comenzara su viaje: así como hay quienes experimentan una suerte de mística
salvaje (epifanías, uso y abuso de drogas, meditación), en este caso se experimentaba
un viaje al interior de la oscuridad y de la muerte, que contrastado con el
poema de Parménides, se completaba lo que él quería expresar cuando comenzaba
con su recitación:
Las yeguas que me llevan me condujeron hasta la meta de mi corazón, pues que en su carrera me trasportaron hasta el famoso camino de la deidad que, solo, lleva a través de todo al hombre iniciado en el saber. Hasta allí fui llevado, pues hasta allí me llevaron las muy inteligentes yeguas que tiran de mi carro, mientras que unas doncellas me enseñaban el camino.
Cuesta
creer que Parménides, considerado como el padre de la lógica y de la metafísica,
haya sido un mago: alguien capaz de transmutar la realidad. Kingsley nos recuerda a los fata, o los
javanmard, hombres de cualquier edad que abandonaban por un momento el tiempo y
el espacio y asaltaban a la realidad para llegar al corazón mismo de las cosas,
encontrando ahí lo que nunca muere o envejece. Ellos aparecen en el mundo
árabe, en las enseñanzas del sufismo, pero no hay que desconocer las estrechas
relaciones que hubo entre Grecia y Persia.
Nuestro pensamiento errático no nos deja en paz. Por eso después de 2 mil años de teorizar, discutir y racionalizar, nadie puede estar de acuerdo con nadie sobre nada importante durante mucho tiempo.
Y todo lo referido hasta acá es sólo el comienzo: parece ser que la puerta ya está entreabierta, y que de una vez por todas, podríamos atrevernos a abrirla para salir desde nuestro cómodo umbral.
Querido espejo...
ResponderEliminarCiertamente tendré en mi camino kingsley. Necesito confrontar, contrastar y abrazar sus ideas... Aun así, quiero reparar en sus palabras y no las de kingsley...
Hay dos ideas fuerza en su texto que me remecen: 1) la pérdida de misticismo de la vida y el supuesto rol de la lógica en ello, y 2) la profundidad de la filosofía contemporanea...
Por más que leo, converso, medito y vomito, no encuentro argumento en contra de la siguiente hipótesis: la realidad sólo se puede describir en lenguaje matemático, mas se puede crear en lenguaje natural...
En este sentido, cuán buen filósofo puedes ser si no entiendes la matemática tras schodinger, la física tras einstain, y/o la química tras el átomo...?
"Y en el espejo rebota la pregunta.."
cuán buen ciéntífico eres si tus palabras y conceptos no son capaces de llenar e interpretar los números de ecuaciones carentes de vida...?
Tal vez, y solo tal vez, no es que los filósofos sean malos, sino que la máquina que los fabrica está incompleta... Si el fin de filosofar es romper nuestro conocimiento de la realidad, entonces el lenguaje natural tal vez no sea la herramienta más adecuada para ello. No ahora...
Es difícil hablar de lo que no conoces... Mientras que la matemática no tiene ese problema, puedes llevarte a caminos tortuosos, pero necesitarás de las palabras para transitar por dichos caminos, de lo contrario te pierdes....
La trenza del lenguaje hablado y matemático ha terminado en una reestructuacion de la realidad, tal y como la conoció el neardental...
Acaso no le parece mágico el poder de dicha trenza? Sino le parece, me gustaría escuchar su argumento, pero antes quítele las referencias al mercado (más es mejor), al sin sentido, al vacío, a lo bueno y a lo malo, pues dichos conceptos no son inherentes al lenguaje natural y al matemático...
"Las cosas se transforman en otras según necesidad, y se rinden justicia entre sí, de acuerdo al orden del tiempo" Anaximander
Voy a meditarlo querido desconocido. No crea que sus inquietudes merezcan una respuesta automática, se debe digerir, asimilar y luego recién intentar un esbozo. Ya le responderé.
EliminarLa realidad sólo se puede describir en lenguaje matemático...
ResponderEliminarMe cuelgo de esa frase, para intentar explicar que las matemáticas se deben entender como un lenguaje de lenguajes, o un metalenguaje, puesto que puede ser trasladada en cualquier idioma. En efecto, un poema escrito en el siglo V A.C en un idioma ya desaparecido, se traslada con una importante porción de inexactitud a lenguas más lejanas, lo que en efecto no vendría a ocurrir con las matemáticas; con ellas generamos sistemas, moldeamos objetos, levantamos economías y creamos funciones que nos facilitan la vida moderna, pero también podemos medir los astros o descubrir realidades que necesitan alta abstracción para su comprensión, como la entropía o los fractales.
No se puede negar que las matemáticas son un andiamaje altamente sofisticado, un esqueleto que nos permite articular, medir y cuantificar. Habría que ser un necio para no ver esa dimensión.
Pero una ecuación puede medir la belleza de un soneto de Quevedo? ¿Hay alguna operación matemática que pueda recrear o explicar la sabiduría que destilan las páginas más sabias de Montaigne o la machacante y repetitiva prosa de Thomas Bernhard? No se debe confundir el espíritu, o con la mente, si quiere que nos pongamos en términos más científicos, con una herramienta. Con las matemáticas puedo medir los versos de Dante por cierto, pero no intentar desentrañar o recrear símbolos o alegorías.
No hay que temer a la inexactitud, la morada del ser es el logos, la palabra, es su casa, donde habitan y palpitan sus emociones (también inexactas, no hay sistema que puedan desentrañarlas), y bien sabe usted que donde exista un papel o pantalla con palabras escritas, necesitan de alguien que las escriba y de otro que las desentrañe, es un trabajo colaborativo, de lo contrario es letra muerta.
Y si mis argumentos le parecen incorrectos, recuerde que utilizamos tropos y metáforas, no nos expresamos con ecuaciones. Hemos intentado describir la realidad, y fallar y no dar con una forma unívoca también es una forma de belleza.
Y respecto a que el fin de la filosofía sea el de romper nuestro conocimiento de la realidad, creo que anda muy perdido: se filosofa para aprender a morir.