viernes, 31 de julio de 2020

El Conan de Robert Howard: una historia violenta de honor y barbarie


Ricardo Piglia, citando a Balzac, afirmaba que el mejor novelista del mundo era la plata, porque el sólo hecho de contar cómo se ganaba (o se perdía), y en qué cosas se podía gastar, traía inmediatamente a un primer plano una serie de conexiones, relaciones o impresiones, que servían para poner en marcha cualquier máquina creativa. El circulante, como bien sabemos, es producto de las civilizaciones, el cual debió aparecer para facilitar el intercambio de bienes y servicios en los mercados, que en alguna época pretérita tuvo como método al trueque, pero ahí donde se volvió imposible intercambiar mil onzas de trigo por cien cabezas de ganado (un paréntesis largo: pensemos en todas las dificultades que traía consigo operaciones mayores de trueque, la dificultad del acarreo, el transporte mismo y los peligros innatos producto del pillaje, no sólo con los asaltantes de caminos, sino también con los piratas, las tribus errantes, y mucho más), la acuñación de las primeras monedas inició el camino del dinero convertido en metáfora: ya no era literalmente planchas de bronce, vestidos o sacos de trigo, sino que ahora podía significar cualquier cosa que se pudiera comprar, lo cual incluye por cierto, a los sueños.

La historia de la civilización siempre ha tenido como contrapunto a la barbarie: ambos conceptos se necesitan para explicarse, pero el cerco que limita uno con otro ha sido tan variado y heteróclito como la vida misma. Si bien el salvajismo ha tomado diversas caras por medio de figuras del imaginario, como cinocéfalos (hombres cabeza de perro), gigantes, blemmys, orcos, goblins  o dragones, también ha sido encarnado por pueblos reales, como los aborígenes americanos, las tribus africanas, los vikingos o los hunos, por mencionar algunos. En términos generales, la separación civilización/barbarie opera por contrarios: donde la civilización incluye el uso de la ropa, el funcionamiento de instituciones políticas y las relaciones de pareja reguladas, en la barbarie prima la desnudez, las prácticas tribales como el canibalismo, y en términos sexuales la promiscuidad absoluta, incluyendo el incesto, la poligamia y la violación grupal.

Robert Howard: una historia de dinero y salvajismo

Uno de los pocos retrasos del autor
Una de las pocas fotos del autor

El dinero, visto como producto de la civilización y como metáfora, fue un tema que para el autor de Conan fue ineludible: la forma de su prosa adoptó las exigencias de un mercado y de un tipo de lector que no sólo moldearon sus principales temáticas, sino que su frenética producción obedeció a estrictas necesidades económicas. Recordemos que toda la producción de Robert Howard es la de un veinteañero, que falleció a los treinta años, y que toda su obra apareció publicada en diversas revistas pulps, como la Weird tales, o la Action stories, revistas que aglutinaban a decenas de escritores que debían seguir diversas reglas para complacer a sus lectores, que no eran precisamente caballeros de monóculo, frac y bastón, sino la gran masa ciudadana que compraba estas revistas en kioskos y no en librerías, y que leía expresamente para entretenerse: no eran snobs ni intelectuales que buscasen la quintaesencia de la sabiduría, por lo cual la única vara que se tenía para medir a esta literatura era lo impactante que podía llegar a ser: crímenes violentos, mujeres en poca ropa, monstruos, muchos monstruos, criaturas interdimensionales o científicos locos, eran sólo parte de una interminable tropa de personajes que poblaban estas demenciales páginas, muchas veces de escasa calidad, sea dicho de paso, con planteamientos y desarrollos estereotipados y esquemáticos, y personajes cuando no caricaturescos, lisa y llanamente planos, de cartón. En su idioma original se puede encontrar material en varios sitios de Internet, y en nuestro idioma existen por lo menos dos antologías, la Weird Tales (1923-932) antologada por Francisco Arellano y editada por La biblioteca del laberinto, y la esperpéntica y superlativa, Los hombres topos quieren tus ojos reunida por Jesús Palacios y publicada por Valdemar.

De toda esa legión de escritores que firmaron estas revistadas destacaron Dashiel  Hamett, Raymond Chandler, H.P Lovecraft, Clark Ashton Smith, y por supuesto Robert Howard, que como ninguno de los citados, se entregó con frenesí a cualquier clase de desafío escritural que se le presentase, escribiendo literalmente sobre lo que le pidieran: historias picantes, historias de boxeadores, westerns, terror, ciencia-ficción, histórico, y por supuesto, los relatos de aventura, género donde se destacaría notoriamente, con cuatro personajes fundamentales, Solomon Kane, Kull, Cormac y Conan.

El entorno de producción

Nunca antes, ni después, con la era dorada de las publicaciones pulps, nacieron tantos subgéneros literarios que dependieran estrictamente de un formato de rápido consumo, y por lo general ceñido a reglas editoriales que debían acatar sus escritores, so pena de quedar excluidos en la próxima publicación, lo que redundaba en no recibir las garantías económicas por cada relato aceptado y publicado. En esa época se solía pagar a centavo por palabra, por lo cual un relato era valorado según su extensión, paga que oscilaba entre los 10 y los 100 dólares, que en dinero de los años 30 se traducía entre los 100 y mil dólares de ahora. Robert Howard tomó la determinación de dedicarse íntegramente a la escritura, decisión que en su grupo era minoritaria, pues gran parte de los escritores de pulps (como los de ahora y de cualquier época), tenían otros oficios, como abogados, oficinistas, periodistas, profesores, etc. Para bien o para mal, la publicación de relatos pulps ayudó como nunca antes a la profesionalización del oficio, iniciativa enteramente propulsada por la actividad privada, sin necesidad de recurrir a financiamiento estatal o bajo el manto de instituciones académicas: las revistas crecían y los escritores surgían sólo si vendían, de lo contrario las iniciativas quebraban y redundaba en el cierre de revistas, como efectivamente pasó cuando muchas no pudieron mantenerse financieramente, ecosistema que finalmente terminó destruido no sólo por la reducción de ventas, sino también por la persecución de grupos moralistas, como el alcalde de Nueva York de la época, la influencia del American Mercury y del propio Parlamento, que veían a estas publicaciones como retrógradas, degradantes e inmorales (y lo eran), lo que redundó en lo inevitable: el debut y el ocaso de una forma de hacer literatura que duró poco más de una década, pero que su poderoso legado se percibe en la actualidad, en el cine, las historietas, los videojuegos, y por supuesto, la literatura misma.

Robert practicó boxeo, aumentando su masa muscular, lo que lo llevo a adoptar un físico similar a los héroes que retrataba.

Conan el bárbaro

Robert Howard tenía un método de composición fuertemente anclado a sus investigaciones en torno a pueblos y civilizaciones antiguas, en especial referente a los pueblos salvajes, que eran sus predilectos, pero a la hora de la escritura misma, cuando se sentaba a teclear furiosamente sobre su máquina Underwood, afirmaba que los rostros, los hombres y las tramas mismas se le “aparecían”, como si existiesen ya previamente en una realidad paralela y él simplemente se dedicase a transcribirlas, método compositivo que más nos haría pensar en místicos como William Blake o Teresa de Jesús, que en escritores de pulp, más dados a los esquemas y a los estereotipos. Es indesmentible que el Conan de Robert Howard se transformó en uno de los pilares de todo el género de espada y brujería, (o fantasía heroica) épica con reminiscencias de las gestas homéricas o los libros de caballería, y si lo ponemos a un costado de Tolkien por ejemplo, podemos constatar lo diferentes, casi opuestos, que como autores fueron. A diferencia del sudafricano, y de otros émulos posteriores, el mundo de Conan, denominada como La Era Hiboria, no reconstruye genealogías completas de héroes ni recreaba un universo de forma meticulosa; Conan es un héroe arrojado a la experiencia misma en un mundo violento dominado por los más fuertes y astutos, y ese mismo molde responde casi de forma fractal a todas las historias que protagoniza: lo vemos como rey, luego como mercenario, a veces como pirata incluso o ladrón; da lo mismo, se presenta una situación u obstáculo que debe resolver, unos cuantos giros a la trama y luego su resolución. Por formato no estaba destinado a formar una saga lineal, y su hechura, siempre partía por la presunción de que el lector se adentraba por primera vez en su historia, por lo cual era común que en cada cuento fuese presentado como desde el comienzo.

Un universo caótico se amontona sobre los escombros de la civilización

Lo que transforma a Howard en un escritor sobresaliente no es sólo la fuerza de su prosa: en realidad, su escritura nunca estuvo a la vanguardia, recordemos que en la década de los 20 y 30 ya escribían Kafka, Proust o Joyce, por mencionar a otros autores en las antípodas del texano. La escritura de Howard es diáfana y descriptiva: de no serlo, jamás habría publicado en las revistas pulps, pero como aquellos boxeadores que sin tener una técnica sobresaliente y si moverse en el ring con soltura, tiene un par de trucos que cuando los aplica bien, son tan eficaces que podría tumbar a cualquiera.

Lo primero que hace, es contarnos una historia como si se desprendiera de un universo mayor, un universo del cual nos llegan pequeños retazos a través de gestas o poemas, que dotan de mayor verosimilitud a su ficción, al grado tal de que pareciera estar haciendo fanfiction de una obra monumental ajena. La Era Hiboria[1], es una edad mítica perdida, que reúne elementos del feudalismo medieval y de la magia, con civilizaciones que recuerdan a los antiguos griegos, celtas, romanos e incluso egipcios, escenarios donde reyes déspotas aplastan a pueblos completos, y la aparición de seres interdimensionales sanguinarios son moneda corriente: los invocan brujos poderosos o magos, en entornos degradados que recuerdan que toda civilización, por muy avanzada o desarrollada, siempre oculta la basura en el patio trasero o bajo la alfombra.

Lo segundo, es que en sus historias subyacen filosofías y teorías científicas, es una literatura con ideas, un logro hiperbólico, si sabemos que toda su ficción pasaba por la revisión de editores que no pensaban estrictamente en términos artísticos, sino que numéricos; eran historias que si se volvían incomprensibles o no tenían respuesta de parte de los lectores, terminaban modificadas, cuando no en el tacho de la basura. 

Lo tercero, es la vivacidad de la acción, herencia de escritores de aventuras como Edgar Rice Borroughs (el creador de Tarzán) y una vasta tradición del siglo XIX, con escritores como Dumas, Kipling o Stevenson, pero con escenas mucho más estilizadas que los anteriores escritores, machacando en pocos párrafos toda la violencia que destilaba, ya no entre elegantes espadachines del siglo XIX, sino entre hombre y bestia, o ya de plano entre dos bestias salvajes, no vacilando a la hora de describir gráficamente hematomas, traumatismos, roturas o amputaciones.

Civilización versus barbarie

Una de las ideas más chocantes que puede provocar a los lectores de los relatos de Conan, es la manifiesta preferencia de Howard por la barbarie: no en vano el héroe es un salvaje, y por lo mismo, un fuerte sustrato nihilista acompaña sus visiones, muchas veces atacando a los civilizados por considerarlos blandos, deshonestos y falsarios. Esta idea no es descabellada, si consideramos que la aparición del primer homo sapiens se calcula entre unos 200 y 350 mil años, milenios donde no reinó ningún orden ni forma de gobierno más que la división en tribus y clanes: desde esa óptica, la civilización es casi un accidente cósmico, una conjunción azarosa de miles de variables que ante cualquier inminente evento, como una guerra nuclear, una cataclismo natural, o la aparición de un mega virus, podrían echar abajo toda esta construcción largamente escarpada en lo que parece estar al borde del abismo: una civilización de cimentos sólidos pero construida sobre un terreno tambaleante y frágil. Emerson, en su famoso ensayo Confianza en uno mismo, el cual pudo haber leído Howard (fue un lector omnívoro), tiene un famoso pasaje donde compara la suavidad de un hombre civilizado frente a la dureza de los rústicos: ahí donde el primer muere víctima de una estocada o una flecha, el otro, al estar desprovisto de los mismos cuidados que terminan ablandando los organismos, de seguro curará rápidamente sus heridas y se pondrá nuevamente de pie para seguir luchando.

El Conan de Robert Howard, y no necesariamente el que se ha masificado posteriormente en otros mass-media, es un hombre parco y de acción, pero no por eso una montaña de músculos sin raciocinio: tiene una filosofía de vida y una ética, lo cual nos empuja a repensar la figura del salvaje. Conan es un personaje libre, está más allá del bien y el mal, y categorizarlo como buen o mal salvaje sería caricaturizarlo. Su libertad radica en que no está atado, como nosotros los (pos)modernos, en tener que utilizar la razón y la gestión científica para asegurar nuestras metas: él está en contacto con lo sobrenatural, lo intuitivo y su conocimiento de las cosas son directas.

En uno de sus relatos mejor escritos, La reina de la costa negra, en la cual aparece Beltit, una guerrera que lidera una expedición de piratas que la veneran como una diosa, Conan sostiene un diálogo con ella en torno a la vida y la muerte, y le dice:

Déjame vivir intensamente mientras viva; déjame conocer los ricos jugos de la carne roja, el picor del vino en mi paladar, el caliente abrazo de los brazos blancos (…) Que profesores y sacerdotes y filósofos se ocupen de las cuestiones de la realidad y de la ilusión. Esto sé: si la vida es ilusión, entonces yo no soy sino ilusión, y siéndolo, la ilusión es real para mí. Vivo, ardo de vida, amo, mato y estoy contento.

En otro pasaje de ese mismo cuento, Conan relata que no comprende a los hombres civilizados, pareciéndoles afeminados y poco prácticos. En una ocasión es llevado ante tribunales, y ante la mirada severa y seria de los hombres de justicia, le piden que entregue a un amigo acusado de robo, pero el cimerio se rehúsa, porque aquello quebrantaría el código de la amistad. El juez se levanta y protesta, invocando al sagrado cuerpo de las leyes: como respuesta, Conan se levanta, le clava un hacha en el cráneo y arranca. La lealtad es un código inquebrantable para el bárbaro, y cuando expresa que no comprende a los civilizados, lo dice específicamente porque los hombres civilizados y exitosos no suelen surgir mediante anticuados códigos de honor y lealtad sino a través de argucias o soportes, que hoy en día podríamos llamar como redes de contactos o prebendas. Porque Conan, detrás de las aventuras y las correrías que vive, no hace más que interrogar a nuestro presente, y como observa en Más allá del río negro, ver a los hombres ocupados en asuntos de justicia y ocupando cargos públicos o políticos, no le hace más que llegar a la conclusión de que han enloquecido, por haber dejado de templar sus cuerpos en el frío y bajo el calor de la espada, viviendo la vida al límite, sin dioses ni paraísos.

Darwinismo invertido

El tema racial en los escritos de Howard, en especial en Conan, es otra de sus puntas de lanza. Suele ser algo que desdeñan muchos progresistas, al considerar que la visión del texano es vetusta, pues suele presentar continentes y razas completas de hombres que definen su ethos determinado estrictamente por su herencia genética. Los censores, los amigos de lo políticamente correcto, han llegado a censurar o modificar pasajes de las historias de Howard, pues como apunta el traductor León Arsenal en el libro Las extrañas aventuras de Solomon Kane (Valdemar), expresiones como negros salvajes, han sido cambiadas por negros guerreros, maquillando falsamente la obra howardiana, prejuicio estúpido por lo demás, porque la negritud nunca fue un problema para el escritor, y puestos a examinar como espías en busca de desviaciones ideológicas en su trabajo, no hay que olvidar que Conan era de tez morena, ojos azules y salvaje.

Al margen de tan ásperos meandros, el planteamiento novedoso de esta Era Hiboria donde habita Conan, es que sirviéndose de la especulación evolutiva entrega poderosos argumentos para hablar de razas y naciones completas que han avanzado hasta conformarse en hombres como nosotros a través de los eones, pero también utiliza estos mismos argumentos para introducir bestias en sus tramas, alteraciones que han provocado desviaciones en el tronco, involuciones de hombres que han descendido hasta asemejarse a gorilas o babuinos, surgiendo hordas de auténticos monstruos que aún para los mismos bárbaros son amenazas ciegas y demenciales. La naturaleza, en estos reinos, no siempre se presentan como armoniosa, sino que muchas veces hostil con las criaturas que subyuga, en especial con el hombre.

Un final abrupto de una carrera meteórica

El final de Robert Howard no pudo estar menos en sintonía con sus personajes: ahí donde éstos luchaban y superaban pruebas infatigablemente, saltando de encrucijada en encrucijada, algo, un estado de ánimo, una desgracia íntima, embargó y nubló su horizonte. Robert Howard fue un niño retraído y de pocos amigos, que una vez mayor dividió su tiempo en pasar horas en el gimnasio y en encerrarse a escribir y a leer para dar vida a un universo vivo y llameante que aún sigue palpitando. Cuando empezaron a publicar sus primeras obras, tenía sólo veinte años, y ya su padre le advirtió severamente que si no conseguía éxito con su emprendimiento, iba a tener que forzosamente matricularse en la escuela de negocios para dedicarse a la auditoría. 

Robert Howard fue una persona vital y enérgica, pero no pudo sobreponerse a los fantasmas que lo acechaban. Cuando su madre enfermó gravemente, y ya siendo desahuciada, le preguntó a un doctor de la familia cuántas probabilidades existían si alguien se disparaba a la cabeza con un arma de fuego: se excusó diciendo que necesitaba esa información para un relato suyo, pero los dados ya estaban lanzados. Embargado por problemas económicos, recordemos que el mundo se venía levantando recién de la Gran Depresión, siendo el único sostén económico de su madre, situación agravada por los gastos médicos y por el retraso en los pagos de las revistas, cuando supo que su madre agonizaba tomó la determinación final, que probablemente ya llevaba mucho tiempo masticando. De un disparo certero, un 11 de junio de 1936, acabó con su vida. En su billetera encontraron un papel escrito a máquina, era su despedida y decía: All fled -all done/so lift me on the pyre/ The Feast is over, and the lamps expire”, que podría traducirse así:

Todo voló, todo se fue

Ya pueden dejarme en la pira.

El festín se acaba

y las luces ya se apagan.

Conan en español

Existen múltiples ediciones del héroe bárbaro. Vale subrayar que muchas no son más que pastiches que realizaron colaboradores, y que las ediciones publicadas por Timún Mas o Martínez Roca no destacan ni por la traducción ni por trabajar con los materiales directos. La edición La reina de la Costa negra y otros relatos de Conan, de Cátedra, destaca por su contundente prólogo a cargo de Javier Hernández. La obra crítica Cuando cantan las espadas, a la cual de momento no he podido acceder, del medievalista y traductor Javier Martín Lalanda, es considerada como cumbre en nuestra idioma, pues explora de forma exhaustiva el universo creado por Rober Howard. La biblioteca del laberinto y Valdemar han publicado de forma copiosa otras vetas literarias del autor. En inglés, las mejores ediciones, rescatando el material original y inédito es patrimonio de las editoriales Wandering Star y la división de Random House, Del rey editions.  

viernes, 3 de julio de 2020

La fealdad de E.T.A. Hoffmann y su hombre de Arena

Autorretrato de E.T.A Hoffmann

¿Cuántas veces no hemos oído y leído que la belleza es enteramente subjetiva porque dependería de cada quien para juzgarla? Esta misma noción abre la puerta para deconstruir la belleza, para llegar a concluir que no es más que una construcción social, que depende de los estereotipos de cada época, o que es tributaria de una etnia o de un pueblo, pues ahí donde un oriental puede ser considerado feo por un occidental, los orientales de regreso no dudarían en calificar al occidental de “mono narigón”.

¿Por qué no podemos decir lo mismo de un paisaje? ¿A alguien se le ocurriría decir que un pantano cenagoso repleto de basura, con árboles chamuscados y destruidos, es más bello que una colina florida y de espeso verdor? ¿Y el terror? ¿Es una construcción social, un aprendizaje inconsciente para preservarnos de daños físicos o mentales? Ciertamente no hay que enseñarle a un niño a que le tema a una araña, pues ahí existe un gesto atávico, una emoción arcaica heredada por miles de generaciones que impulsan al organismo a huir, a ponerse en alerta. Por lo mismo, si ponernos de acuerdo en nociones de belleza puede ser dificultoso, a la hora de pensar el horror y la fealdad no cuesta mucho.

Ryūnosuke Akutagawa (1892-1927) afirmaba que un artista integral sólo lo era si podía apreciar la belleza de la fealdad, pues lo feo y horroroso también podían ser bellos. Y probablemente el horror, la fealdad o lisa y llanamente la monstruosidad y la deformidad, pone de relieve que el fenómeno estético no sólo es tributario de lo perfectamente acabado o sano, sino que tiene mucho que decir con su reverso, y todos sus niveles y grados de degradación, fealdad y enfermedad.

Primer corolario: si somos incapaces de determinar qué puede ser bello, difícilmente podríamos hablar de lo horroroso, pues es evidente que ambos conceptos se necesitan para definirse.

Físicamente, es indudable que E.T.A Hoffmann (1776-1822) era feo. Basta ver sus pinturas para constatar su fealdad. ¿Acaso importa aquello en relación a su trabajo? En un terreno especulativo, por supuesto que no, pudo haber sido terriblemente hermoso, y quizás no habría cambiado un ápice su obra. Pero no se trata de ser baladí; saco a colación su apariencia, porque probablemente exista una estrecha relación entre la fealdad y la literatura de terror. Si miramos las fotos de Stephen King o de Thomas Ligotti, por mencionar a dos de sus principales cultores vivos, sabemos muy bien que sus rostros no son los de un adonis. Quizá tampoco sea casualidad que Lovecraft, de una fealdad eminente y evidente, haya pergeñado la mejor obra de horror de todo el siglo XX. Extrapolando la fealdad a otros artistas, sabemos que Lichtenberg, Swift y Kierkegaard fueron jorobados, y los tres no se destacaron precisamente por tener una visión cándida de las cosas: donde no pudieron ser nihilistas, fueron de lleno polémicos, mordaces y pesimistas.

Segundo corolario: para escribir buena ficción de terror hay que ser feo.

Pero como todo en la vida, la fealdad no es suficiente. Relacionar al terror con la fealdad como índice de calidad no es una hipótesis insuficiente, pues hubo cultores muy apuestos: Edgar Allan Poe tuvo muy buena estampa, quizás el alcoholismo lo arruinó, pero guardaba facciones simétricas. Arthur Machen también lucía un rostro límpido, de viejo caballero irlandés, o Algernon Blackwood, que bajo su reluciente calva guardaba toda la compostura de un famélico mayordomo inglés. No obstante, no podemos sustraernos a que la fealdad es una fatalidad para su poseedor: es raro que alguien la exhiba de forma orgullosa, aún cuando León Bloy decía que la fealdad superaba a la belleza, pues ahí donde la belleza se acababa rápido, la fealdad era interminable.

Tercer y último corolario: la fealdad es interminable, e interminables pueden ser las razones para rechazarla o intentar maquillarla.

Pero volvamos a Hoffmann, autor alemán que escribió su obra en una época en la que aún no nacía el terror moderno que todos conocemos, pero que ya tenía sus raíces en el género gótico (Walpole, Beckford, Radcliffe, Hoffmann mismo), con sus ruinas, fantasmas, sótanos y herencias malditas, y por otro lado el romanticismo, acaso uno de los movimientos que más precursores y cultores tuvo a lo largo del siglo XIX, con sus relatos de aparecidos y ánimas en pena, alargando su sombra hasta nuestros días (y de ahí a que se dijera que Poe fuera un romántico tardío no parece ser ningún oxímoron). La importancia de Hoffmann no radica tanto en su técnica (que la tiene, y que a momentos parece prefigurar a los mejores cuentistas rusos), sino más bien en sus argumentos e ideas, que sirvieron de base para el posterior desarrollo de la literatura fantástica y de terror.

El hombre de arena: un examen al horror

Autómata árabe del siglo XI

Probablemente Hoffmann no sea un autor muy citado y leído en estos tiempos, pero es indudable que su peso fue gravitante en una gran cantidad de autores, y no sólo entre escritores de terror, sino en otros tan disímiles como Kafka, Freud, Jung o Calvino, precisamente porque su singular prosa abarcó no sólo las atmosferas sombrías y tétricas en las cuales se hundían sus personajes, sino también porque horadó con fuerza dentro del corazón humano y sus insondables abismos.

Por esto mismo, es común que su nombre aparezca en cualquier antología de terror de relatos clásico que se precie, y relatos como Vampirismo o El magnetizador sorprenden tanto por la técnica desplegada, como por las temáticas que trata. Nocturnos probablemente sea su obra más reconocida junto a Los elixires del diablo. Su trascendencia se debe al relato El hombre de la arena, comentado por Sigmund Freud para hablar de los mecanismos de represión y lo ominoso, lo que puesto en perspectiva, remarca más aún sus propiedades de obra maestra, pues fue escrito a comienzos del siglo XIX, cuando no existía ninguna psicología que diera cuenta de traumatismos ligados a la infancia: es un relato pues, que marca una senda y un derrotero muy claro de cómo habría de escribirse el terror del siglo XIX y parte del XX, un terror que ahonda en los fantasmas irreales y reales, y en el terror mismo de la locura.

En términos generales, el hombre de arena es un arquetipo presente en todas las culturas y épocas, cambiando de ropajes, sexo o singularidades, sin dejar de ser lo que siempre fue: un ser daimónico maligno, un ente imaginario que tiene la misión de atormentar a los más pequeños, utilizado a menudo por los padres para reprimir los instintos infantiles con el fin de evitar el castigo corporal o psíquico. ¿Es mejor un mecanismo de ficción que una coacción violenta para corregir a un niño? Hoffmann pareciera sugerirnos que no, pues aquellos miedos pueden incubar en los infantes horrores que con el tiempo pueden adoptar, reaparecer o sobresalir con otras formas. Pero volvamos al arquetipo. El hombre de arena es el viejo del saco en Chile, el coco en España, la llorona en México, bogeyman en Estados Unidos, el Baubau en países cercanos al mediterráneo, o el Buba de Albania, un ser con forma de serpiente que asesina a los niños que no se quedan callados. El Sandman, el hombre de arena del cuento Hoffmanniano, es descrito como se le conoce en el folclor, como el de un hombre que en las noches arroja arena a los ojos de los niños para que entren en sueño.

La prosa de Hoffmann no es difícil, pero está repleta de variaciones y detalles menores que una lectura veloz puede no notar. El cuento pues, se inicia epistolarmente con tres personajes principales, Nathanael, el protagonista del relato, Clara, la amada del protagonista, y Lothar, hermano de Clara y por ende cuñado de Nathanael.  La primera carta está escrita por Nathanael y dirigida a Lothar, misiva donde nos cuenta que su miedo por el hombre de arena se transformó en algo desmedido y neurótico, pues de niño oyó a una criada una versión más cruel: el ser ya no se contentaba con echar arena a los ojos, sino que los arrancaba de las cuencas para llevárselos en un saco y dárselo de comer a sus crías.

La segunda carta la escribe Clara a su amado Nathanael, y es acá donde comienzan las perversiones de Hoffmann, en el sentido de que en el relato abundarán equívocos, alusiones y alucinaciones, y por supuesto malos entendidos. La primera carta ya comentada, reforzada además por la descripción de un mefistofélico doctor Coppelius que visitaba asiduamente a su padre, era enviada originalmente a Lothar, su cuñado, pero por alguna razón llega hasta el domicilio de Clara, quien es la que lee el contenido de la misma y le responde, produciéndose el primer equívoco que marca el relato: en esta segunda carta Clara afirma sentir una distancia inusitada de Nathanael, hecho que se revela por un cuarto personaje, una muchacha, que revelaremos más adelante.

La tercera y última carta no es la respuesta, como podríamos creer, de Nathanael a Clara, sino que nuevamente es una misiva enviada de éste a su cuñado Lothar, para terminar de contarle la historia que quiso referir al comienzo, la historia de su niñez con el hombre de arena, y la irrupción de Coppelius, una suerte de alquimista o mago, descrito con una cabeza deforme y grande, cejas espesas y punzantes ojos verdes de gato. Es la irrupción de este personaje feo el que tanto atormenta a Nathanael, afirmando con mucha convicción que:

“Cuando en aquel momento vi a Coppelius el horror y el espanto recorrieron mi alma, puesto que nadie sino él podría ser el hombre de arena; pero hombre de arena ya no era para mí aquel espantajo de cuento de la nodriza que llevaba ojos de niños al nido de las lechuzas de la media luna para alimentarlos… ¡no! Ahora era un monstruo feo y fantasmagórico que, allá donde entrara, llevaba miserias, penurias… la perdición temporal o eterna.”.

Clara, quien ocupa el rol de mediadora entre la luz y la oscuridad (una figura muy romántica por lo demás), intenta consolar a Nathanael diciéndole que son sus propios fantasmas los que lo persiguen y atormentan, intentando en vano llevar al lado de la razón a su amado, quien insiste en sindicar a ese maldito Coppelius no sólo como la personificación misma de la maldad de los cuentos de hadas, sino como el artífice de la destrucción de su familia y de su propio yo.

Conde de Cagliostro, un personaje extravagante de la época, conocido como alquimista y embaucador. Hoffmann lo cita para compararlo con un personaje clave en el cuento.


Después de la tercera carta, el relato cesa en su flujo epistolar, y quien toma la recta final es un narrador omnisciente, quien de forma detectivesca busca explicar qué sucedió tras aquellas cartas desoladoras y amargas. Acá el cuento toma elementos de la ciencia-ficción, de una ciencia-ficción arcaica, o puesto en términos más precisos, de proto ciencia-ficción que combina arte, con ciencia y alquimia, pues lo que se despliega en la vida del atormentado Nathanael ya no es el fantasma del monstruo y de la fealdad, sino que su nueva tortura es la belleza, pero la belleza artificial de una autómata, seres amparados bajo la lógica de la imitación, de la réplica: imitan la vida y también imitan la belleza, y que en efecto enfrenta al racionalismo con los parámetros definitorios de lo bello respecto a la proporción y las medidas matemáticas; y el romanticismo, que aboga muy bien con lo que enunciaba Akutawaga, que aún lo oscuro y lo feo podía ser tomado por bello, más aún si era tratado de manera artística.

¿Quién es aquella misteriosa dama de nombre Olimpia quien desencadena la locura de Nathanael? Hay que leerlo, con calma y paciencia, porque como hemos dicho la prosa de Hoffmann no va directo al grano, luce mejor en lentitud, al estar perlada de detalles y vericuetos, pero que se compensa con creces cuando llegamos hasta la última palabra, que roza muy cerca con la utopía del relato perfecto.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...