miércoles, 20 de abril de 2022

Reflexiones en una silla de ruedas, a propósito de El oráculo de la Fortuna

“Crucé laberintos de oscuridad infinita para llegar a ti. Yo iba a cumplir el rol que me pidieras, ese era mi fin: que me quedara contigo a pesar de todo. Sé que tienes pena, porque me duele, y es culpa tuya, porque me duele y pude haberme soltado mucho antes. Preferí quedarme aquí. No hay suficiente amor en el mundo para cubrir esta pena, pero haré lo posible para abrazarla. (…) Ahora sé que puedo cruzar océanos negros”

Junto a la guerra, detrás, adelante, o de costado, siempre viene el amor. La literatura nace con la narración de una conflagración, pero la guerra entre aqueos y troyanos se declaró por el rapto de Helena, y que haya sido o no por amor, fue por amor que se libró su rescate, y fue también por amor a una sacerdotisa que se desató la cólera de Aquiles. El oráculo de la fortuna, la novela de Aldo Berríos, no trata sobre griegos, pero su herencia palpita en sus páginas. Alberto Bruna, su protagonista, es un escritor sumido en la melancolía, sin mujer ni hijos, se mueve por el mundo en una silla de ruedas,  confinado a vivir una vida postrado tras sobrevivir a un trágico accidente automovilístico. Sin poder levantar una obra literaria que le permita vivir con holgura, ha renunciado de momento a su tarea, para dedicarse a escribir los curiosos, muchas veces ilógicos y divertidos, mensajes que vienen al interior de las galletas chinas de la fortuna. Esta imagen es repetitiva, porque nos recuerda que en efecto, toda cosa, persona o lugar, esconde dentro de sí un mensaje, muchas veces un mensaje que llena de vergüenza o de dolor a su portador.

La novela trata sobre roturas, sobre heridas irrecuperables, pero también sobre las configuraciones y los tiempos que determinan las relaciones entre personas. Alberto Bruna guarda unas muñecas rusas, unas matrioskas coloridas y bellas, enviadas por su padre, quien tras el golpe de Estado del 73 en Chile debió exiliarse en Moscú, y que en su persistencia para que su hijo no lo olvide, se las hace llegar una tras otra ¿pero qué quieren decir estos envíos? Probablemente lo mismo que las galletas de la fortuna, que las personas se van encapsulando, y que al ir retirando cada muñeca para llegar hasta el interior nos encontramos en última instancia con la sustancia de lo que estamos hecho: polvo y arena.

El punto central de la novela es una larga reflexión entre la relación más intensa que pueden sostener dos personas: el amor, que trae a su vez aparejado el odio, la envidia, el desdén, y finalmente el desengaño, que —siguiendo la metáfora que propone Aldo con las matrioskas—sería la rotura de la última muñeca que sostiene el armazón de un sentimiento, siempre frágil, siempre al borde del abismo, siempre tan condicionado por el tiempo y el espacio, monstruoso, porque es capaz de engendrar una traición o una muerte, o divino, porque puede redundar en la creación de un nuevo ser. Y entre ese mar de reflexiones y evocaciones, la figura del escritor Alberto, cada vez más desvanecida, se propone como último intento recuperar a Helena (sí, como la Helena de Troya, y una vez más podemos evocar la figura del caballo de madera, recordándonos que todos somos interioridad y misterio), pero lo que encontrará en su viaje será algo muy distinto. Y en ese encontrar, es cuando emerge de la sombra un amor, un proyecto que pueda darle sentido a su vida: su novela La luz fantasma.

El amor ha dado una serie de géneros objetivados en obras y composiciones presentes en toda la literatura universal, como las églogas, los cancioneros de amor y obras tan raras y vastas como El Sueño de Polífilo o El Decameron. Los antiguos poetas del medioevo tenían muy en alta estima el amor, a grado tal que si un poeta no estaba enamorado, al menos debía fingir estarlo. Por amor se ha matado y se ha muerto, se han edificado reinos y se han destruido dinastías, pero fuera del marco de la tragedia (que esta obra no lo es), no podemos dejar de recordar los versos inmortales de Virgilio, omnia vincit Amor; et nos cedamus Amori (El amor todo lo vence, entonces demos paso al amor), porque no solo lo podemos concebir como una fuerza arrolladora que arrebata a los sentidos, sino también como una luz que va creciendo, y que esa luz enmarañada escode gestos y momentos imperceptibles, que tarde o temprano eclosionan y se liberan, y más allá de una pasión desbocada, termina siendo la piedra angular de lo nuevo, de lo que vendrá.

Con una escritura pulcra que recuerda a los simbolistas franceses, Aldo Berríos propone en poco más de cien páginas, el devenir completo, con su pasado, su misterio y la irresolución oracular de una vida, del escritor Alberto Bruna, un hombre a la que la Fortuna, aquella dama que muchas veces da a quien menos merece y quita a quién más necesita, busca un lugar (y un tiempo) en un mundo marcado por la pérdida y el desengaño. ¿Es posible trazar un nuevo camino cuándo se han extraviado todos? Es lo que intenta desentrañar esta novela, tender puentes entre abismos, registrar esos estados mentales desvanecidos que provocan una ilusión más terrible que la realidad, aquella necedad de pensar que la vida se ha detenido mientras el mundo sigue y avanza hacia un fin, y entre medio el amor, el amor juvenil y frágil que visto en retrospectiva, por un personaje ya maduro, representa un oasis, un lugar al cual aferrarse en medio de una vida que se hunde, pero lentamente.

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