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martes, 27 de julio de 2021

La ciudad real y la ciudad simbólica en El otro lado, de Alfred Kubin

Alfred Kubin (1877-1959) fue un autor reverenciado por los surrealistas debido a su potente imaginería simbólica y onírica. Sus contemporáneos —como Kafka o Hesse— lo consideraron un artista mayor, no solo por sus escritos, sino por su talento en la plástica, con ilustraciones que prefiguraban conceptos psicoanalíticos como lo ominoso y lo siniestro.

El Otro Lado (1908) fue su única novela y su escrito más conocido: plantea la existencia de una república idílica, el denominado Reino Soñado, que deviene en poco tiempo en un lugar entrópico donde no solo es imposible vivir, sino que además se nos relata a través de los ojos de su narrador-protagonista, la destrucción de la ley y el orden que terminan por desbaratar los mismos cimientos de la realidad en un final espectacular que desliza una interpretación cósmica del devenir.

No obstante, la mayoría de los intérpretes de esta obra se enfocan en su contenido metafísico y psicoanalítico, dejando de lado las profundas capas reflexivas en torno a la construcción y desmoronamiento de la ciudad y por consiguiente del Estado. La novela no solo trata sobre un artista que recibe la invitación para vivir en una sociedad perfecta, sino también sobre la corrupción y la degeneración de un Estado que se presenta ante todos como el paraíso en la tierra, cuando al poco trecho descubrimos las complejas contradicciones de este reino, con la perversión y la profanación del concepto de “ciudad ideal” y la autodestrucción misma de la utopía que representa: un reino de ensueño.

La ciudad perfecta/ el Estado ideal

Ya en la época de los romanos existía la idea de exaltar la vida en la naturaleza, fuera de la ciudad, alabando las bondades del mundo rural y campestre. El Beatus Ille (dichoso aquel) horaciano, es un tópico literario que se resume en sus versos:

“Dichoso aquel que vive, lejos de los negocios (…)/ y con sus propios bueyes labra el campo paterno, /libre del interés y de la usura.

Alfred Kubin en su juventud
La búsqueda de espacios ideales (o idílicos) fuera de la ciudad es tan antigua como la misma civilización: aquello pone de manifiesto que la urbe está muy lejos de significar un lugar deseable por todos, pues contiene dentro de sí su propia corrupción y sus elementos que la llevarán a su disolución. Por oposición a la ciudad, los epicúreos defienden como lugar perfecto para la enseñanza El Jardín, al considerarlo un lugar idóneo para las conversaciones y las charlas, pues se encontraba alejado del mundanal ruido. Aquella idea ya reside en Plotino, para quien la ciudad, como en el teatro, era el lugar donde ocurrían los asesinatos, los asedios, el delito, y la ruina; en suma, el ideal báquico empuja a los hombres a vivir en la armonía de la floresta, más allá de los muros de las ciudades, y tras muchos siglos es un modo de vida que ha vuelto a resurgir en nuestros tiempos con movimientos antisistema y ambientalistas, hechos que no analizaremos en este espacio.

Son tempranas las filosofías que ponen al centro de sus preocupaciones a la ciudad: Aristóteles define al hombre como zoon politikon, es decir, animal cívico que habita la polis. Platón, en su República, establece cómo debería organizarse una ciudad ideal (y es proverbial que en su polis expulsaría de ella a los poetas). Y podríamos decir que desde ahí, pasando por El Leviatán, El príncipe o la Utopía, con incontables tratados medievales que aleccionaban moralmente a príncipes y reyes, hasta las obras que defienden a tal o cual sistema económico y político, han corrido ríos de tinta para intentar desentrañar cómo formar un gobierno perfecto, en una sociedad perfecta, habitando una ciudad igual de perfecta.

No obstante, hasta la aparición de Gustavo Bueno ningún filósofo había asentado las bases para intentar comprender el fenómeno de las ciudades a partir de un examen hiperrealista de las mismas y que fuera válido para todas. En su ensayo Teoría general de la ciudad, Bueno analiza las diversas concepciones filosóficas de la misma a lo largo de la historia, apartándose de las visiones esencialistas de corte idealista, pero también de las teorías cientificistas que abordan el fenómeno desde conceptos cerrados e inteligibles por sí mismos: para Bueno, la ciudad es una entidad movible, que al igual que un organismo, responde y se estructura a partir de diversos procesos, muchas veces oscuros, que la razón no siempre logra iluminar. Una ciudad nace, se desarrolla y muere, pero a diferencia de los organismos biológicos, una ciudad puede nacer envejecida, desde las ruinas o en su plena juventud. Siguiendo esta línea, la mayoría de los filósofos han realizado abstracciones de la idea de ciudad, pero una ciudad propiamente tal —la ciudad realmente existente y no la que figura en mapas o en teorías— se puede dar en diversos medios y modos de producción, pudiendo existir ciudades en sociedades esclavistas, mágicas, míticas o capitalistas, o en el caso más extremo, surgida e ideada a partir de una marca, como es el caso de Facebook y su Willow Village.

En resumen, fuera de las coordenadas que nos entrega el filósofo español, no hay una teoría del Estado o una ciudad perfecta aplicable a todas en todos los tiempos, más allá de ciertas condiciones que se pueden explicitar en normas, leyes, decretos o saberes. Aquello no es un impedimento para analizar el nacimiento, desarrollo y colapso de un Estado y una sociedad ficticias descritas por Alfred Kubin en El Otro lado, el cual nos pueda servir como ejemplo de las cuestiones que hemos venido desarrollando.

El viaje sin retorno al Reino Soñado

Una de las ilustraciones de Kubin con imágenes fálicas que podemos ver en la novela

La novela está narrada en primera persona, y la introducción la hace el mismo protagonista in extrema res, un artista y dibujante que un día cualquiera, recibe la visita de un hombre misterioso con intenciones bien definidas: la de invitarlo a vivir con todos los gastos pagados al Reino Soñado, un Estado creado por un millonario para llevar una existencia plena, libre de conflictos, con su capital Perla, la cual se encuentra aislada del mundo.

¿Qué hace elegible al protagonista para participar de esta suerte de experimento social? Su cercanía con el millonario Claus Patera: fueron amigos durante la juventud, cuando aún eran estudiantes de secundaria. El protagonista, casado y sin hijos, duda del ofrecimiento pues le parece ser víctima de un engaño. En efecto, no recuerda haber tenido ningún amigo de infancia millonario, pero tras darle algunas vueltas, llega a la conclusión de que no tiene nada que perder y acepta el boleto.

En los siguientes capítulos, estructurado en tres grandes partes (El llamado, Perla, La decadencia del reino soñado), el narrador nos sumerge en su recorrido para llegar hasta un extremo de Asia, lugar donde reside Perla, la capital de este reino de ensueños. La geografía se articula en una tradición literaria de viajes de fines de siglo XIX , la cual toma como modelo de exotismo al oriente más lejano, herencia de los viajes de Marco Polo o tratados medievales que describían sociedades con costumbres y religiones extrañas.

La mujer del protagonista nunca está conforme con el recorrido, y ya cuando toman el tren para llegar hasta el país soñado, haciendo gala de su intuición, afirma que le da la impresión de que nunca más saldrá viva de El reino soñado. El narrador, que cuenta la historia desde un futuro, desde fuera de la línea temporal de los acontecimientos relatados, afirma con tristeza que pudo haber desistido a la invitación, pero una fuerza hipnótica y una curiosidad más poderosa que la precaución, le hizo desistir de su vida y comenzar otra nueva.

¿Quién es Claus Patera? ¿Qué es Claus Patera?

Como ya hemos dicho, el creador del Estado artificial llamado Reino Soñado no es otro que el millonario Claus Patera, el antiguo amigo de infancia del narrador. Desde un comienzo se le presenta su imagen como esquiva, difusa, partiendo por los lejanos recuerdos de infancia del protagonista, hasta la curiosa política que el personaje guarda para sus súbditos: se debe agendar una hora determinada para verlo, pero en la ciudad nadie parece haberlo visto nunca. En la primera fase de la novela se nos describe la vida cotidiana, y para su protagonista lo más llamativo es que sus habitantes, llamado los soñadores, visten ropas muy antiguas, señal de que ahí se ha petrificado la historia. Pero como veremos, no solo las ropas.

Con el paso de los meses, el protagonista no pudiendo concertar una cita con el creador del reino, se resigna y fija su devenir en describir a la ciudad misma, la que se asemejaría mucho a ciudades de la Europa Central, destacando un cierto clima enrarecido en que las nubes siempre están bajas y con escasa luz solar, presentándose las noches sin estrellas, como si ahí todo, la gente, e incluso la atmosfera, estuvieran achatadas. Los colores tampoco se salvan, y no olvidemos que el ojo de Kubin —en cuanto a artista visual—, es altamente pictórico y detallista en lo descriptivo: los colores, como decíamos, le parecen opacos y sin vida, y pone como ejemplo a la misma navaja y la batea de un tal filósofo de nombre Giovanni, quien en este nuevo orden no trabaja creando silogismos o escribiendo tratados sapienciales, sino que hace de peluquero, y su principal compañero de reflexiones es su mascota: un mono (y no hace falta indagar en la profunda ironía que representa este personaje y que su confidente sea un  primate).

La vida en Perla y en sus suburbios no parece estar más que signada por la propia cooperación de sus habitantes, los llamados soñadores, ciudadanos libres y de todas partes del mundo que han convertido en su propia patria este nuevo mundo. Pero ¿con qué sueñan? ¿Y cómo es un reino soñado? Pronto, el narrador se da cuenta que el sistema económico es pura apariencia y se reduce a meros intercambios simbólicos, donde el dinero y cuánto se gasta no tiene más importancia que la locuacidad en la que cada quién cifra en sus valores. El dinero, ya en sí mismo simbólico, es un símbolo de algo simbólico, por lo cual cualquier cosa, incluso colillas de cigarrillos, pueden servir para hacer transacciones comerciales. El Archivo, una suerte de órgano legislativo y judicial, no escapa al valor simbólico del dinero, siendo descrito como un lugar de pura pantomima, un lugar que no cumple ninguna función y que su existencia o no existencia —en palabras de su protagonista— no habrían cambiado la fisionomía de este país inventado.

Hay un momento determinante en que la mujer del narrador se enferma de gravedad: lleva postradas varias semanas y no hay medicina que alivie su enfermedad. El narrador, determinado y furioso, intenta ubicar a Patera, fallando en sus pretensiones. El lugar en el que se produce la búsqueda es un molino y un jardín que franquean un palacio; no están descritos como lugares de ensueño, sino de manera amorfa e inarmónica, con árboles pelados y cubiertos de musgo, y un molino gelatinoso y decadente que provoca repulsión. El interior del palacio no representa ningún orden, pasillos y salas que no llevan a ninguna parte, espacios cerrados y mal construidos, espejos deformantes que repiten la imagen de quien se mire, retratos oscurecidos enmarcados en ébano, hasta que en un recoveco encuentra con Patera, ya totalmente deshumanizado, descrito con una gran cabeza y un cuerpo gelatinoso.  Patera es una figura monstruosa en la que incluso caben bestias mitológicas y animales.

¿Quién es Claus Patera? O mejor dicho ¿qué es Patera? Si recurrimos al significado de su nombre, Claus es una constricción de Nicolas, el cual viene del griego Nicodemo, es decir, la victoria del pueblo. Y Patera nos remite al pater, padre, en latín. En este encuentro, desde el momento en que Claus desaparece como entidad humana y se convierte en algo sobrehumano, monstruoso, la racionalidad del relato se destruye abriendo paso a la figura de un poder absoluto que representa la de un Dios. Animales y otras bestias se alternan en la configuración de su rostro, y como bestia multiforme, de muchas caras, le espeta al protagonista:

¡Yo soy el señor! (..) ¡Con las ruinas de mis bienes construí un reino y yo soy el maestro!

Patera está desatado y se revela tal cual es: no es un humano, sino que una fuerza omnipresente deforme que lo impregna todo, sin oposición y sin partido político, pero que no opera desde los atributos de un dictador, con presencia mediática o mítines en las calles: al revés, él es La Voz del pueblo, su triunfo; él reina porque los soñadores se lo permiten, y dentro de esas coordenadas lo impregna a todo y a todos, y es acá donde nos vamos a detener para intentar comprender qué clase de Estado y de formación política, es el que nos representa Kubin.

El artista frente a la destrucción

¿Qué hacer frente a la indolencia y la destrucción? El artista decadente opta por retratar.

Una ciudad no tiene por qué tener un Estado, incluso hay Estados que no tienen ciudades (el caso histórico de Israel): en el entramado de este Reino Soñado, hemos visto que el poder no está cohesionado en leyes, a pesar de que se nombra la existencia de un cuerpo de policía, pero no hay legisladores ni un rostro que sea una dirigencia visible. En politología, eutaxia, término introducido por Aristóteles, remite a una serie de criterios de ordenamiento para que exista un “buen orden”, pero un buen orden de un Estado (que implica aseo, policía, justicia, acceso a bienes, etc.), solo se puede medir a través del tiempo: su robustez no radica en el espacio, ni en las interrupciones que pueda sufrir a lo largo de un proceso insurreccional, sino que en el tiempo. El término contrapuesto de eutaxia es la distaxia, aplicado a Estados fallidos donde no existe la gobernabilidad ni ninguna clase de orden: emergen los caudillismos, la justicia barrial o popular se toma las calles y las instituciones dejan de operar: la sociedad se ha fracturado. En el caso de El Reino Soñado, la fractura que sobreviene a los pocos años tiene repercusiones no sólo en la moral de sus ciudadanos y en el paisaje urbano, sino que en el ánimo de su protagonista, quien experimenta una serie de eventos alucinatorios que, reales o irreales, no son más que un reflejo de la descomposición del país en el que vive. En un párrafo muy sugestivo, al ver la decadencia reinante, pero antes de la ruptura definitiva, escribe:

“Mis dibujos, acomodados al ánimo oscuro y apagado del Reino Soñado, expresaban mi pena de un modo secreto. Estudié con atención la poesía de los patios mohosos, los altillos escondidos, los cuartos traseros llenos de sombras, las escaleras de caracol cubierta de polvo, los jardines descuidados y repletos de cardos (…) Todo el tiempo, siempre de otra forma, variaba el único tono melancólico de base, la miseria del abandono y la lucha contra lo incomprensible”.

Entre una ola de muertes y de una general apatía de ciudadanos que se quedan dormidos, aletargados y lánguidos en cualquier esquina o rincón, entre enfermedades mentales que arrasan con la población, el protagonista —no olvidemos que se trata de un artista—, utiliza la decadencia y la inmoralidad reinantes como materia prima para sus creaciones, estética que queda más explicitada al comprender que en la época en que fue escrita la novela (comienzos del siglo XX), existía una importante influencia representada por los decadentistas, movimiento que agrupó artistas de diversas disciplinas (y que tuvo sus principales focos en Francia e Inglaterra), en torno de un ideario que renegaba en contra del preciosismo y las convenciones burguesas, exaltando a los paraísos artificiales y la evasión de la realidad, una suerte de idealismo sin ideales, en la que el artista abandona cualquier pretensión de aleccionar, moralizar o construir relatos edificantes o a favor de determinadas visiones de Estado: es la poética del individuo el que le da la espalda —asqueado— a la sociedad y a sus habitantes, y desde sí mismo emergen las más mórbidas y exóticas fantasías.

No es de extrañar que el protagonista en vez de volcarse con fuerzas a escapar de Perla, se vuelve hacia sí mismo, actitud espiritual que refuerza cuando abandona el casco principal de la ciudad para dirigirse hacia los suburbios y encontrarse de primera mano con sus extraños habitantes, extraños, porque además de tener rasgos asiáticos y ojos azules, viven en una suerte de resignación apática hacia el resto del mundo, en la ataraxia misma: sus costumbres se asemejan a las que cultivan anacoretas cristianos o budistas, pero llevadas a extremos: entierran a sus muertos en paz y no parece perturbarles nada. ¿Cuál es su actitud del mundo? Adoptan, por costumbre y principios, una filosofía nihilista que reconoce al individuo como una mínima parte del gran Todo, y dentro de ese orden, la trascendencia obedece a no trascender, anclada en la concepción de un mundo soñado de carácter cíclico, donde la vida germina, envejece y sucumbe, para repetirse una vez más. El mundo, producto de la imaginación, es equiparable a la nada, y dentro de ese marco, conceptos como libertad, esclavitud, quietud o energía, simplemente son entidades opuestas que no repercuten en los individuos. Borrada toda dialéctica, toda contradicción, lo único que queda es una calma y una quietud aterradora. Pero aquellos hombres ¿realmente están anclados a una filosofía? Sí, pero no a una filosofía que podríamos denominar sistemática, es más bien un existencialismo patológico y nihilista donde la vida o el surgimiento de algo nuevo no tienen importancia, y la autodeterminación del sujeto no vale nada: todo es un abismo y un sinsentido, y el sentido mismo de un individuo se completará con su muerte, al desaparecer y fundirse de nuevo con las estrellas. Como se ve, se trata de una filosofía seductora y psicopática no desprovista de poesía, pero es muy sintomático que el capítulo—en la parte central de la novela—donde se exponen las ideas de estos habitantes en un breve estudio etnográfico, sobrevenga en el último tramo, La decadencia del Reino Soñado, cuando ya los resortes saltan y queda al descubierto la verdadera naturaleza del país donde transcurre la acción.

Las revoluciones no son hijas de pobres envidiosos o famélicos, sino de ricos pusilánimes o ambiciosos. (Nicolás Gómez Dávila)

Los animales han arrasado la ciudad y el desorden civil se ha tomado las calles de Perla. Mujeres y hombres luchan a diario contra cocodrilos, tigres y otros animales, en una lucha por sobrevivir en un espacio que para sus habitantes se reduce: la civilización colapsa, pero en el momento menos esperado, aparece la imagen de un benefactor, de un hombre que viene a traer la paz y la revolución: se trata del magnate Herkules Bell. Su nombre, ya indica que se trata de alguien hercúleo, un héroe mítico que por la espada vencerá a los monstruos y traerá la prosperidad; y Bell, de campana en inglés, probablemente para redoblar su potencial divino: es un héroe bendecido, que al son de las campanas busca despertar a sus habitantes. Pero torciendo el significado de su nombre, también podríamos encontrar un siniestro anagrama, HErkules beLL (HELL).

Al igual que Claus Patera, Herkules Bell es descrito más como un arquetipo (e incluso como una alegoría), que como un personaje: se trata de un millonario estadounidense, un sujeto que ha traído todo su oro al Reino Soñado, y que como primera instancia busca sacar del sopor a los habitantes del utópico reino. Desde el primer momento no pierde su tiempo, comprando medios de comunicación y escribiendo proclamas para formar una revolución violenta en contra de Patera, de quien no duda incluso en poner precio por su cabeza. ¿Se trata de un salvador? Veremos que no. Como todo líder populista, no le basta con poner el precio a la cabeza al gobernante, sino que tiene incluso una explicación de por qué la vida social se está desintegrando, y si analizamos la explicación a nivel metafórico, nos damos cuenta de la verdad que subyace en sus palabras: para Bell la raíz de todos los males del Reino Soñado subyacen en que éste ha sido edificado con ruinas que han sido escenario de asesinatos masivos y revueltas: fragmentos del Escorial, de la Bastilla, coliseos romanos, bloques de piedra de la torre de Londres y fragmentos del Kremlin, entre otros, componen las fachadas y edificios de la ciudad, los cuales habrían sido removidos de sus bases y traídos hasta El reino soñado para construirlo.

¿Quiere decir que un reino construido en base al viejo orden, a las antiguas instituciones, está per se condenado al fracaso? El antagonismo entre Patera y Bell es creciente, pero mientras la revuelta de Bell no logra cuajar debido a que no logra una organización disciplinada para tomar por asalto al Palacio y el Archivo, cada día la ruina moral y física se van apoderando de las calles, hasta que el clima mental se vuelve irrespirable. Los ciudadanos comienzan a matarse entre sí, y los elementos pútridos como el lodazal crecen hasta tragarse la estación de trenes por completo, símbolo éste último del mito del progreso humano. 

El tejido social de El Reino Soñado, como ya se ha dicho, se compone principalmente por ciudadanos de otras naciones que llegaron por expresa invitación de Patera: personas que pertenecen a círculos artísticos, científicos y del mundo financiero. ¿Cómo es que aquellas ilustres personas han devenido en un lumpen enloquecido, empujando por un lado una revuelta sanguinaria y por otra en una mudez y una falta de acción que paraliza a su sociedad completa? Arriesgamos una hipótesis: fuera de las utopías, en el mundo real, el peor tipo de sociedad es alguna que sólo pueda componerse por sabios o de hombres altamente calificados: una ciudad, al igual que un organismo biológico, es un ente altamente organizado que requiere múltiples tareas para su funcionamiento, desde las más indeseadas y menos remuneradas como limpiar los estanques, sacar la basura de las casas y asear las avenidas, hasta la conformación de un cuerpo legislativo, policial y administrativo que pueda permanecer en el tiempo.

El final, el colapso de la ciudad que nos representa Alfred Kubin con el Otro Lado es el de la disolución de la urbe con toda la carga simbólica que implica una visión saturada de metafísica, donde la locura se toma las calles y la psique de sus mismos habitantes. Gustavo Bueno en su teoría general de la ciudad ya mencionada, pensaba que el destino de todas las ciudades se podían resumir en dos vertientes. La primera, en que la ciudad al igual que un organismo, crece, se desarrolla y envejece, llevando dentro de sí, debido a la expansión, su propio germen de entropía que terminará por colapsarla. Esto es, todas las ciudades mueren de vejez producto de su crecimiento incontrolado. La segunda alternativa que propone el filósofo español podría ser más horrible que la ficción representada por Kubin: lo contrario de un Reino Soñado sería el de una ciudad que albergase a todas las ciudades, siendo los límites de una la continuidad de la otra, hasta generar una suerte de Pantopía, el desarrollo más avanzado de la aldea global postulada por algunos teóricos, en donde todo estaría controlado y unificado bajo un solo mando, un poder totalitario como nunca antes visto con un solo credo, un solo gobierno y una sola moneda. ¿Quiénes serán y cómo lo harán estos hipotéticos nuevos señores? Eso es algo que está por verse.


*Usé la traducción de Gabriela Adamo publicada por la Editorial La Bestia Equilátera (2017) en una edición de excelente factura, que además incluye ilustraciones del propio autor. La obra en su nombre original en alemán, Die andere Seite, también puede ser encontrada en español con el nombre de La Otra parte. Las ilustraciones utilizadas en esta entrada son todas obras de Alfred Kubin.

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