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viernes, 11 de mayo de 2018

El percherón mortal o la revisión del concepto de la originalidad


Editorial Elia Ediciones
El percherón mortal. John Franklin Bardin
Ed. 2012. 203 págs.
Traducción: César Aira

Lo nuevo, la originalidad en la literatura, de pronto no es otra cosa que hacer más notorio algo preexistente, algo que estaba ahí, en miniatura, pero que no lo habíamos notado. El ejercicio de la novedad puedes ser fútil, no sólo porque sea complicado o arriesgado, sino porque generalmente tiene réditos negativos; un texto excesivamente original puede parecer tan aislado, que la búsqueda de símiles puede tornarse tarea imposible para el lector, que sintiéndose rendido ante la extrañeza de lo no comprendido, termina por abandonar o negar lo que se enfrenta. 

De forma primaria, logramos pactar con la ficción gracias al juego de semejanzas, en la que una obra se enlaza a otra, y esta a otra, entonces nos agrada que un autor X tenga un aire a Z, o que su estilo se parezca mucho a K. El análisis de la morfología de los relatos, sobre todo en los cuentos de hadas y en la tradición oral, permite entender por qué existe una lectura que se decodifica con escasas competencias, y otras, las menos, donde toda esa estructura queda trizada o suplantada, provocando que el lector poco entrenado huya o rechace. 

No hay que engañarse con en esto último. El placer literario es un gusto adquirido que requiere entrenamiento: no es un arte automático que pueda ser asimilado por una parte importante de la población como el cine, el teatro, la música o la pintura, formatos abiertos que permiten mayor compenetración pues prescinden del silencio o la soledad que requiere la lectura. Y dentro de la ingente cantidad de lectores existentes, muy pocos trazan caminos alternos a los libros de moda. Pero este no es el tema del post, sino el de la originalidad y sus alcances, a propósito de una novela del olvidado y rescatado John Franklin Bardin

Pero antes, consideremos lo planteado al comienzo: respecto a la originalidad, Borges fue uno de los primeros en notar que un autor original, de forma paradojal, era capaz de crear sus propios precursores.  Tomó el ejemplo de Kafka, y lo llevó al extremo de sugerir que gracias a Kafka, podemos notar lo kafkiano en autores que escribieron antes de la existencia de Kafka, como Leon Bloy, Lord Dunsany o Kierkegaard. Entonces, un autor original sería: a) alguien que ingresa en caminos poco o nada transitados; y b) alguien capaz de revertir el tiempo para introducir un elemento singular en momentos de no existencia. Pero no nos engañemos. La originalidad no siempre es sinónimo de grandeza. Philip K. Dick se quejaba de Virginia Woolf, pues siendo una gran estilista, capaz de narrar situaciones intrincadas, no acertaba con ideas demoledoras que provocaran extrañeza o remezón en los lectores. El caso de Philip K. Dick es emblemático, pues utilizó el engranaje de las novelitas de ciencia-ficción, con temáticas y estructuras probadas en un mercado gigantesco como el norteamericano, para introducir ideas sobre dislocaciones en el tiempo, bioética en torno a las inteligencias artificiales o el carácter irreal o ilusorio de la realidad. Philip K.Dick, nos pese o no a sus lectores, no fue un estilista de pluma afilada, pero siempre lo rescatamos y lo estamos releyendo porque supo tratar temas adelantándose a todos, eludiendo los clichés y los lugares comunes de la ciencia ficción. En suma, podríamos decir que fue un escritor mediocre con grandísimas ideas.

John Franklin Bardin es un ejemplo que ilustra esto último. Se ciñó al policial, pero evitó la tradición inaugurada por Hammett con el hardboiled o la inglesa tradicional del whodunit, para explorar temáticas vestidas con el traje de la novela de misterio y lo folletinesco, elaborando libros en las que su marca personal era dar una vuelta de tuerca en cada capítulo, pero sin la minuciosidad, la ambigüedad y el talento de un Henry James, por poner un caso de alguien que inauguró en la novela una perspectiva inusual de giros sobre giros. 

El percherón mortal es su primera novela, de un ciclo de novelas que se completan con El final de Philip Banter y Al salir del infierno, las cuales giran en torno a lo delictual y la locura. Y de vaya forma. El argumento de El percherón mortal es perfecto, y recuerda al clásico citado por Piglia basándose en los diarios de Chejov: un hombre va al casino, gana un gran premio, llega a su casa de madrugada y se suicida. Lo inverosímil irrumpe de forma fantasmal, provocando una serie de dudas en esta historia ¿por qué se mató si tenía los bolsillos llenos de plata? 

En El percherón ocurre algo similar, pero amplificado. El narrador es un psiquiatra, que un día cualquiera, recibe en su consulta a un hombre atormentado que dice que unos duendes lo están atosigando con pruebas inusuales, como repartir dinero en las calles o silbar cierta melodía. El hombre dice estar abrumado, porque algo así no ocurre en la realidad, por ende presiente con miedo que la locura se estaría apoderando de su mente. La biografía del hombre perturbado es la de un dandy, alguien que ha recibido una cuantiosa herencia, es mujeriego, algo misántropo y tiene todo el tiempo del mundo. Entonces el psiquiatra hace algo inusual con su paciente: viendo la perturbación del mismo por los presuntos hechos, le dice que puede acompañarlo en su jornada, para así descartar que los duendes que lo atormentan sean reales o un mero brote psicótico, es decir, pondrá a prueba el relato imposible.

Con un estilo directo y sencillo, Franklin Bardin abre el camino menos transitado: es verdad que el dandy tiene un duende que le encarga misiones extravagantes, porque él asiste a un bar con su paciente y comprueba cómo un enano le hace una serie de encargos, cuál de todos más extraños. ¿Qué está ocurriendo entonces? ¿El paciente no está loco y los duendes que lo visitan de verdad existen? El psiquiatra se deja envolver por las circunstancias, y sin más, acompaña al hombre perturbado en una nueva misión encomendada por el enano, que no es otra que ir a dejar ¡un caballo! Frente a la habitación de una distinguida señorita. Así lo hacen. Van a dejar el mentado caballo, un percherón, pero al llegar al lugar indicado descubren que la mujer ha sido asesinada. La policía intercede, arresta al dandy, y el psiquiatra acompaña en los trámites al oficial de policía, comprometiendo ayuda para resolver el caso. Pero los hechos sin razón aparente se siguen multiplicando. Una mujer, que dice ser cercana al dandy, acompaña al hombre en los trámites, salen del cuartel de policía escoltados por el psiquiatra, pero el dandy no es el dandy, es otro hombre disfrazado que se hace pasar por el dandy. El psiquiatra los sigue en el delirio y simula no darse cuenta de la suplantación, pensando que esa es la mejor forma de entender lo que está sucediendo. Caminan por las calles de la ciudad, toman el metro, y de forma súbita y sin previo aviso, el psiquiatra es golpeado en la cabeza perdiendo la conciencia. 

Como se dijo desde un comienzo, todo el pulso narrativo, sin mayores alardes de técnica, se centra en ir girando y girando como un cubo de rubik los lados de la novela. El psiquiatra despierta en un psiquiátrico y experimenta un robo de identidad. Descubre que ya no es quien dice ser: fue encontrado como un vagabundo con otro nombre, y todas las coartadas que tiene para afirmar quien dice ser, un psiquiatra serio y de renombre, se desmoronan. Pide que llamen a su consulta, lo hacen, y afirman que no hay nadie atendiendo en esa consulta. Han pasado seis meses desde que él perdió la conciencia y esas lagunas mentales son imposibles de llenar: como carta definitiva, hace que llamen al cuerpo de policías, pero ahí se informa que el psiquiatra ha fallecido: su cuerpo fue encontrado en las riberas de un río. El último recurso del desdichado psiquiatra, tomado ahora por vagabundo, es mirarse al espejo, y no se puede reconocer; está más viejo, tiene canas, la cara arrugada, y sumado a ello, una gran cicatriz le hace deformar el rostro, provocándole temor y asombro. 

La novela sigue el mismo derrotero: el psiquiatra logra rehabilitarse y se va del psiquiátrico, para comenzar una nueva vida en un cafecito de Coney Island, atendiendo tras un mostrador, como un humilde mesero, a los parroquianos que se dejan caer en el establecimiento. Pero los dados ya han sido arrojados, y el misterio será resuelto utilizando todas las armas de la lógica que tiene el narrador desdichado, armando las piezas de este rompecabezas imposible, para llegar a un final que justifica el viaje y que nos hace retrotraer lo que afirmábamos al comienzo: hay escritores buenos, malos y mediocres, pero al margen de aquello, una buena idea, al menos una sola buena, puede hacer que alguien poco dotado no naufrague y consiga asombrarnos. Y eso nos lleva a concluir con alivio que todo no está escrito, que la originalidad está esperando a ser descubierta.

viernes, 9 de marzo de 2018

Los mundos paralelos de Ignacio Fritz

Editorial Forja
La indiferencia de Dios: Ignacio Fritz.
1era edición 2016. 256 páginas.

Hay escritores que crean mundos y personajes y se ufanan y se vanaglorian de ello; hay otros que los copian o los versionan o los homenajean; hay un tercer grupo de escritores que no los crean ni los copian, sino que los descubren: estuvieron siempre ahí, tras la nebulosa y la ceguera, pero llegaron a ellos porque "algo" les hizo torcer sus cabezas y les mostró la clave para verlos. La idea puede ser romántica, pero las palabras de Borges respecto a la tradición la amplifica: 

"Lo bueno ya no le pertenece a nadie, ni al otro, sino que es parte del lenguaje y de la tradición”

Como oposición a esa idea del escritor como pequeño dios o demiurgo, la obra de Fritz   parece narrada por mecanismos chamánicos, deviniendo el escritor en médium: transcribe  lo que ahí dentro de su cabeza las voces le dictan, y lo que esas voces le dictan es una historia deforme, destruida.

El marco de La indiferencia de Dios no puede ser más inverosímil: ocurre en un Chile metamorfoseado del futuro, año 2070 para ser más exactos, un futuro de un mundo paralelo, con un Chile B, o Z y con otra historia, donde por ejemplo la capital no es Santiago sino una ciudad próxima a Puerto Montt llamada “La Imperial”, ciudad que sí existió pero que fue destruida en 1723 y vuelta a refundar como Carahue, y de la cual quedó como el vestigio toponímico de “La Nueva Imperial”, actualmente en la Araucanía.  El peso como moneda no existe y la que circula se llama “valdiviano”. Otras extrañezas de este Chile: en Carabineros abrieron el departamento del OS-13 para investigar eventos paranormales; lucir marca de ropa original es casi una imposibilidad debido a lo costosa que es, proliferando marcas piratas o clónicas, y sumado esto, aparece una empresa llamada Nixon, la que acapara de forma monopólica al comercio, siendo normal encontrarse con lentes Raybans Nixon, televisores Sony Nixon, o chicles Bazooca Nixon, dejando expuesto que detrás de toda la maquinaria social y económica existe una mega transnacional que es manejada por un esquivo empresario, escritor y gurú, de nombre Walt Oberton, el cual pasa sus días en la inventada nación de Estolia, donde a momentos escuchamos como a retazos en la misma novela, de que su población ha enloquecido al grado de comenzar a canibalizarse entre sí. 

Ignacio Fritz escribe: 

“Un mundo paralelo es un mundo donde lo imposible es posible. Donde los años no pasan. No hay futurismo; no hay cambio; todo es como en el pasado.”

El pulso de la escritura fritzeana está siempre en High Definition, como gran parte de la prosa norteamericana actual, escritura cocaínomana que se solaza en remarcar detalles y destruir cualquier atisbo de minimalismo: acá no hay nebulosas que prefiguran o sugieren una historia, ni tampoco espacios mentales cerrados y claustrofóbicos. Se trata de líneas totalmente abiertas, duras, dislocadas por un paisaje extraño que parece la alucinación de un psicópata, o la pesadilla dirigida por fuerzas invisibles en una mala noche de verano. A  Fritz no le interesa mostrarnos la punta del iceberg y dejar el resto como materia seminal de interpretaciones y elucubraciones. Al contrario, como sus parientes literarios norteamericanos más avezados, pienso en David Foster Wallace o Thomas Pynchon, la estrategia narrativa se centra en contarnos con gran detalle las muecas, tic y gestos de los personajes, sus manías, sus formas de hablar; la propia filosofía del vacío y del hastío que transmiten los diálogos, siempre crueles y punzantes.

El estilo de Fritz no se puede resumir en unas pocas líneas, pero se fragua a partir de referencias reales y apócrifas,  en el cual los nombres de los personajes y de los lugares van configurando el caos y el orden de este libro: están las calles Clive Barker, Richard Matheson, Patricia Highsmith o Kurt Vonnegut, como claras marcas textuales de escritores inscritos en la ciencia-ficción, el relato policial, el terror y la distopía.

La indiferencia de Dios es difícil de encasillar: se trata de una novela mutante que se va transformando en cada capítulo y en cada escena relatada, transitando desde el absurdo y el surrealismo, pasando por la novela negra y de espionaje, la ciencia-ficción más desopilante y terminando en un terror que va emergiendo lentamente con la figura de un empresario todo poderoso, el cual podría ser el mismísimo Dios, o su avatar negativo y nefasto.

En pocas líneas, ¿de qué va entonces el libro? En las primeras páginas se nos explica sobre un policía que viene del pasado escapando de la muerte, para ello viaja en el tiempo hasta el año 2070. Se le asigna un caso que encierra más de un enigma: un hombre muere en un atentado explosivo perpetrado dentro de un auto. Las pesquisas de este despistado policía son infructuosas, por lo cual decide contactar a la abogada y detective privada Delfina Edith, quien junto a su fiel ayudante, comenzarán a indagar quién o quiénes son los culpables de la muerte de este hombre.

Los motivos, personajes y escenarios son constantes en la obra de Fritz: aparecen personajes de sus otras novelas y libros de cuentos, como Nieve en las venas o Eskizoides; se entronca con la voz del narrador y adolescente herido de Tribu, su novela realista en plan auto-ficción, y va cubriendo un arco que pasa de cerca por Hotel, La Hermandad Haloween, y su más reciente libro de cuentos El festín de los engendros

La indiferencia pertenece a esa constelación formada por obras raras y perturbadoras, desmarcadas de la moda tanto en su concepción como en sus pretensiones. Obras que no suelen ser atendidas por los lectores o ciertos sectores de la crítica, ya sean porque son consideradas difíciles o crípticas, o más bien poco empáticas con el lector; mientras tantos se esfuerzan por fabricar textos "amables" y "entendibles", otros van avanzando a golpetazos contra fantasmas y terrores personales. Y esas obras son las que suelen naufragar y perderse en el torbellino de la infancia: no obstante, con el paso de los años, con la adultez y la vejez que marcan sus trayectorias, suelen volver a emerger fortalecidas: al fin y al cabo, la indiferencia de los lectores es menos nefasta que la indiferencia de cualquier dios, llámese éxito, fama o dinero.

viernes, 2 de marzo de 2018

Solenoide: microscopía y gnosticismo


Editorial Impedimenta
Solenoide: Mircea Cărtărescu
1era Ed. en español: 2017.
Traducción: Marian Ochoa de Eribe

Hablar de una novela total, es hablar de la pretensión de encerrar un espacio geográfico o un periodo histórico, ya sea bajo el formato de un moridero de tuberculosos (La Montaña Mágica de Thomas Mann), el día completo –con todas sus vicisitudes- de un hombre cualquiera (Ulises de Joyce), o las matanzas indiscriminadas contra mujeres y su cifra del mal, como en 2666 de Roberto Bolaño.  ¿Pero es Solenoide una novela total?

En la actualidad es difícil hallar una solución de continuidad respecto a la novela total; escribir una novela de tales magnitudes siempre se resiste a ser reducida a unas cuantas fórmulas, aunque hay elementos comunes en muchas de ellas, elementos que han sido ampliamente analizados por el estudioso italiano Stefano Ercolino en su obra Il romanzo massimalista[i].  Las singularidades que se repiten en unas y otras según el autor, son de mayor a menor obviedad: tamaño, modo enciclopédico, coralidad disonante, exuberancia diegética, erudición, narración omnisciente, imaginación paranoica, cruce de géneros, compromiso ético y realismo híbrido.

Bajo esta óptica, Solenoide no es una novela total, o al menos no lo es al uso. No está toda la historia de Rumania, o de alguna porción despedazada de Europa; tampoco se encarga de catastrar una realidad concreta, ni utiliza múltiples formatos y estilos narrativos para empalabrar (y empalar) a la realidad. Es más, su trama se puede resumir en pocas líneas: se trata del melancólico diario de vida de un profesor que pasa sus días en una Bucarest descrita como decadente y fría, narrador que evoca su pasado y nos habla de un oscuro presente, pasando por descripciones de sueños, y estados cercanos al delirio y la fantasmagoría, sumado a la aparición del solenoide, una suerte de bobina-artefacto-mecanismo encallado en el fondo de su hogar (una casa pintoresca con forma de barco), que permite hacer levitar a su portador y alterar la percepción. Y además de eso están sus vivencias en las aulas escolares, con todas sus vicisitudes y miserias. Pero eso es sólo la argamasa de la desbordante arquitectura que el libro nos plantea.

A pesar de que en casi 800 páginas podrían ocurrir mil y un peripecias, tipo novela folletinesca y de aventuras, Solenoide es un libro anti-epico, repleto de reflexiones, parco en diálogos y casi al borde del autismo, y con muchas descripciones y evocaciones. Hay un puñado de historias, sí, que avanzan y se entrelazan en la memoria y en las circunstancias del protagonista, pero antes de hablar de aquello, quisiera detenerme en la mirada del narrador: a través de sus ojos, de su experiencia, abunda la tristeza, pero no es una tristeza plástica, desgarrada e indulgente, al contrario, se trata  de una mirada que penetra el fondo del estado de las cosas, como el poema El Golem de Jorge Luis Borges, donde el rabino siente pena por su creación, pero su Creador también podría sentir análogo pesar por su rabino. 

Prácticamente no hay páginas rabiosas: nos encontramos muchas veces con un nihilismo al borde de la parálisis, a ratos pareciera que se trata más de una gigantesca nota de un suicida que de una novela; el testamento final de alguien que sabe que detrás de las apariencias no hay verdades reveladas, peor aún, no hay salidas ni solución de continuidad para esos callejones, y menos -y acá es importante detenerse- es posible escapar a través de La Literatura, la validada por los medios, la crítica y el público.

Decepción con la literatura

El narrador funciona como un alter ego de Cărtărescu: según palabras del mismo autor, lo que ocurre dentro es su vida imaginada, una ucronía personal que pone como centro su fracaso en el mundo literario: el discurrir de la linealidad se rompe, separando para siempre la vida del real Cărtărescu, y la del narrador sin nombre de Solenoide, actuando como un doble fantasmal en la que uno, el autor en la vida real, triunfa en las letras al grado superlativo de ser candidato al Nobel, y el otro, el que nos cuenta su vida en la novela, se hunde en una espantosa miseria, que no es de tipo económica, sino más bien de ruina moral, de desencanto con la vida.  El desencanto con la literatura, según palabras del narrador, es una más de las decepciones que se van acumulando en la vida, y el estado de la ruina literaria es escenificado con la metáfora de un museo, gastado, lleno de puertas falsas que no conducen a ninguna parte, de voces que apenas horadan la realidad, de trampas, siendo sólo unas ficciones inútiles.

“He leído todos los libros y no he llegado a conocer siquiera a un solo autor. He oído todas las voces con la nitidez con que las oye un esquizofrénico, pero no me han hablado nunca con una voz verdadera.”

El malestar no es exactamente con la palabra escrita, sino más bien con la ficción y sus mecanismos. Martín Kohan, en uno de sus excelentes ensayos, pone en evidencia una realidad sobre la escritura, que como la carta de Poe, es tan evidente que no siempre la vemos. Existirían al menos dos tipos de escritos: los conscientes de sí mismos, que están “armados”, o  “construidos” por el autor sabiendo que serán recepcionados (críticamente) o leídos (el público), escritos en los cuales opera en su centro una serie de artilugios y mecanismos, que van desde la extensión hasta la coherencia interna; y por otro lado, de forma anversa, los textos espontáneos, escritos sin ninguna pretensión o intención de trascendencia, como los diarios de vida, las confesiones, los informes, los criptogramas o los apuntes. Dice el narrador de Solenoide:

“El mundo  se ha llenado de millones de novelas que escamotean el único sentido que ha tenido la literatura: el de comprenderte a ti mismo hasta el final. (…) Los únicos textos que deberían leerse son los no-artísticos, los no-literarios, los ásperos e imposibles de entender, esos que fueron escritos por unos autores locos pero que brotaron de su demencia, de su tristeza y de su desesperación.” (263 p.)

Existe una desidia, una repulsión frente al canon establecido que se va repitiendo a lo largo de la obra como las variaciones de un aria; corre la idea de que llegando a la adultez, ya no se puede leer un libro con el mismo asombro, la misma inocencia que podría provocarnos la emoción hasta las lágrimas. Es clave para el narrador de la novela la irrupción del libro real El Tábano, de la novelista irlandesa (y casi olvidada pero éxito total de ventas en su época) Ethel L. Voynich, que podría no sonarnos de nada, a excepción de su apellido, el cual remite al misterioso manuscrito Voynich, asociación nada gratuita, pues ella realmente fue mujer del librero que le dio nombre al manuscrito, hasta el día de hoy indescifrable por estar en un lenguaje al parecer inventado, y que para mayor desconcierto, contiene dentro de sí una serie de ilustraciones botánicas sin relación y sentido aparente. El autor de Solenoide descubre que la vida de la autora parece una tela de araña tejida por mentes maestras, como la de su padre, el matemático George Boole, genio que desarrolló diversas teorías en los campos del álgebra y la aritmética, y su hermana Alice Boole, quien desarrollara grandes aportes a la geometría con la cuarta dimensión. ¿Qué resonancias actúan todas esas personalidades para el protagonista del libro? Eso hay que descubrirlo.

No obstante, todo ello está ahí, porque Solenoide ensaya por medio del presentimiento y la prefiguración (y en gran medida por el azar o la causalidad), y también por modelos científicos como la quinta dimensión, o la figura geométrica del teseracto, la extraña y corrosiva idea que la construcción de este mundo parece ser una copia ilusoria: he ahí el trasfondo metafísico y gnóstico que rodea al libro: se plantea un mundo donde irreversiblemente la especie humana está condenada de antemano no sólo a perecer, sino también el individuo mismo a pasar por escabrosos tormentos, no sólo de tipo físico, sino también espiritual, redundando en historias que ejemplifican vidas ajadas y trágicas, marcadas por la locura, el aislamiento, la experimentación demencial (la historia que nos cuenta del criminólogo rumano Nicolae Minovici que se ahorcaba controladamente, es espeluznante), y la fijación monomaniaca de “ciertas personas” por los ácaros, los extraterrestres o el sufrimiento del mundo, esto último representado con el grupo de los piquetistas, quienes protestan en contra el dolor y la muerte, apareciendo y desapareciendo en momentos cruciales al interior de Solenoide.

Escapa de aquí

El narrador propone que la realidad no parece estar en este mundo, sino incrustada en algún lugar secreto de nuestra cabeza, o desarrollándose a la par y con la misma velocidad junto al increíble mundo de los microorganismos y otros seres en miniatura como los ácaros, los artrópodos, los insectos y las arácnidos, dando a entender, premunido de un nihilismo aterrador, que no sólo estamos mal diseñados, sino que es necesario arrancar, escapar inmediatamente de este mundo. Dos cuentos leídos en su infancia, recuerda el narrador, mellaron profundamente en su psique, dejándolo totalmente desesperanzado y aterrado. Dos historias leídas en revistas y colecciones pulp rumanas: una narra la historia de un hombre que encerrado en una prisión, durante largas noches escucha una secuencia de golpes que buscan revelarle una forma de escapar, y otra, que habla de una mujer que desaparece desde un huerto nevado; ambas historias, escritas por autores desconocidos, probablemente autores bajo seudónimo o inventados, parecen cobrar mayor realidad que muchas otras historias ensambladas en la “literatura seria”, o en la "literatura comprometida", tan en boga durante el régimen dictatorial comunista rumano, machacado y ridiculizado en Solenoide por todas sus nefastas y asfixiantes poses, que sin duda terminaron mermando y mutilando a generaciones completas.

Pero el alegato de Solenoide,  no es sólo contra la literatura o la política, es también un alegato contra la corrupción del tiempo, contra la ausencia de candidez que conlleva la vida adulta, con el hastío, el aburrimiento, los deberes, todo aquello que va mellando y destruyendo el niño interior que podría sentir asombro y alegría por una puesta de sol o el espectáculo de la lluvia. En un momento el narrador se interroga, e interpela también al lector:

"¿Por qué no teníamos un órgano sensorial para el suicidio y la locura? Y, sobre todo, ¿por qué no se ha desarrollado en nuestro cuerpo, a lo largo de millones de años, un ojo capaz de ver el futuro con claridad? ¿Por qué avanzamos en la oscuridad  y la bruma, entre alimañas y peligros sin nombre?" (466 p.)

En varios tramos el narrador se pone frente al lector, o frente a la nada, y expone sus  anomalías que pretende sintetizar en sus páginas, para interrogarnos sobre la futilidad de la existencia, o para interrogar a Ese Algo, el demiurgo maléfico que cristalizó un mundo abominable, o al Buen Dios que podría traer un rayo de esperanza a toda esta locura:

“¿Puedes oír Tú mi voz, Tú, que no tienes tímpano en el oído interno? ¿Me ves Tú desde el cielo sin córneas, ni cristalino, ni retina, ni nervios ópticos, a mí, precisamente  a mí, eso que vive un nanosegundo en una mota de polvo en un mundo con miles de millones de estrellas?" (723 p.)

Por cierto, el estilo de Cărtărescu no es laberíntico ni enrevesado, al contrario, es diáfano, similar en cuanto al poder de evocación y de recuerdos que trabajó hasta la maestría Marcel Proust, pero también inspirado en los mundos fantásticos que desarrollaron Lovecraft, W.H Hodgson,  o Ashton Smith. No obstante, su sello personal, lo que hace indistinguible una página del escritor rumano, es por un lado su fina transición de lo externo a lo interno, redundando principalmente en perturbados estados mentales, y el arte de su microscopía.

La microscopía macroscópica en un diente de león

Nabokov tenía una idea muy precisa respecto a cómo se podía constatar que una obra literaria contribuía con un nuevo eslabón en la cadena, y esto lo comparaba con la ciencia: así como a través de los siglos se ha ido perfeccionando la química, la física o la matemática, aumentando su conocimiento desde la generalidad a la especificidad, el arte narrativo avanza porque desarrolla el arte de la microscopía: es capaz de ir narrando lo que no se ha narrado. Si leyendo a Homero o Dante no podíamos imaginarnos la descripción minuciosa del nacimiento de un bebé, sí podíamos hacerlo con la irrupción de Tolstoi y su monumental Ana Karenina. En este caso, el valor añadido y estilístico, lo nuevo que podemos apreciar en Cărtărescu, es su extrema delicadeza y precisión en describir organismos microscópicos, plasma esa vida invisible de forma natural, en una prosa sin afectaciones ni abusiva en terminología científica, elementos que utiliza para pasar a la interioridad de sus personajes, como una irrupción sincrónica de diferentes elementos que se van entretejiendo no sólo en Solenoide, sino en su narrativa completa, como por ejemplo  las arañas, la apertura de chakras (hay un importante componente hinduista en su obra) o el diente de león, elementos que actúan dentro de su texto más que como símbolos, metáforas o alegorías; son capaces de alterar la percepción de la realidad sobre las cosas, otorgando un foco distinto a algo que podría ser tan común como desnudarse, comer, bañarse, o tener sexo.

Junto a la trama central, las pequeñas historias que se van desplegando muchas veces parecen no tener mucha concomitancia, pero a medida que el libro avanza, se empieza a vislumbrar que están íntegramente unidas y enhebradas, que a pesar de sus diferencias, hablan de lo mismo, que el escape de soledad y la locura parece estar en otra parte, que es imperioso salir, evadirse, despertar.  

"No creo en los libros, creo en las páginas, en las frases, en las líneas. Hay algunas palabras, en algunos libros, así como en un texto codificado enviado al general del campo de batalla; solo algunas significan algo, mientras las demás, las que las rodean, son sólo una cháchara sin sentido" (266 p.)



[i] Hay traducción en inglés, con el título The Maximalist Novel. From Thomas Pynchon's Gravity's Rainbow to Roberto Bolano's 2666

viernes, 9 de febrero de 2018

“Dormir al sol” de Adolfo Bioy Casares


Emecé Editores
Adolfo Bioy Casares: Dormir al sol
1era Edición 1973. 

Cuando Bioy Casares publicó en 1940 La invención de Morel, una novela de ciencia-ficción, o si se quiere de ficción especulativa, se auguraba la entrada de alguien superlativo en las letras, alguien que podía ser capaz de poner patas arribas a la maquinaria literaria, convirtiéndose en un referente no sólo a nivel latinoamericano, sino que universal. El mismo Borges la calificó en su mítico prólogo de “perfecta”, y las palabras de su compatriota argentino no exageraban la maestría que se desplegaban en sus pocas páginas. Pero algo pasó.

No era el primer trabajo de Bioy Casares. Anteriormente había pergeñado la cifra no menor de seis libros, tanto de cuentos y de novelas, pero a su propio juicio le parecían tan lamentables, que él mismo se encargó de refutarlos. Plan de evasión, su segunda novela según su canon personal, aún contenía la fuerza de La invención, pero no alcanzaba el altísimo vuelo desplegada con la primera. Después de eso viene el declive, como si el narrador argentino hubiese quemado todos sus cartuchos con su debut, perdiendo fuerza imaginativa y creativa, dando paso a una escritura menos experimental, más folletinesca. En vez de seguir la senda abierta que había dejado con La Invención, el escritor prefirió replegarse más en lo popular que en la experimentación, utilizando un tono paródico y humorístico, optando más por la liviandad que por lo intrincado.

Pero hay bemoles. Que un autor opte por la ligereza –por mucho que nos pueda gustar más la oscuridad y el barroco- no lo condena al infierno de los malos escritores; laboriosidad no siempre es sinónimo de talento. Analizaremos pues, una obra que perteneciendo al declive del autor, o para ser más amistosos, a una fase menos explosiva, Dormir al sol contiene dentro de sí varios hallazgos que pasaremos a examinar. 

Narrada como carta, la novela cuenta la historia de un matrimonio de clase media argentina, compuesto por Diana y Luis Bordenave, dos personas apacibles, que a toda vista no parecen contener el germen de una vida maravillosa o extraordinaria. Bordenave, quien se dedica a reparar relojes, escribe con angustia a un amigo los últimos hechos acaecidos a él y a su esposa, sucesos que se inician con la simpleza y rutinaria vida de pareja, hasta la irrupción de elementos fantásticos que contaminan el entramado total de la historia. El procedimiento es clásico y no tiene nada de innovador, pero en este caso, al estar bien aplicado, transforma rápidamente el libro que pinta como novelita de costumbres, en algo más cercano a la ciencia-ficción y a lo onírico.

La irrupción de la aburrida vida matrimonial se rompe con la llegada de un adiestrador alemán de perros, un hombretón macizo y rústico, presumiblemente de pasado nazi, quien se empeña en explicar que sus métodos no son de simple amaestramiento, afirmando que:

“No le devolvemos al amo un simple animalito amaestrado (…) sino un compañero de alta fidelidad”.

Los perros podrían ser en realidad gente castigada con la privación de la palabra, se nos dice en una parte de Dormir al sol, creencia que en la época de los griegos llevó a más de un filósofo a postular que si en vida hacíamos muy poco uso de la palabra, como castigo reencarnaríamos en animales. No obstante, en Dormir al sol, se nos sugiere que los perros no sólo son altamente inteligentes, sino que también pueden hablar. El narrador y protagonista Luis Bordenave, cuenta angustiado en la carta que redacta, que su mujer Diana comienza a ser objeto de la mirada atónita del resto, debido a sus trasnochadas y sus paseos sin rumbo: se entrevera la sombra de la locura, y en un momento se nos aclara que estuvo en un pasado internada en una casa de reposo. La incertidumbre del marido se confirma cuando descubre que ella ha sido efectivamente recluida en un sanatorio mental, con el pomposo nombre de Instituto Frenopático, a cargo del doctor Reger Samaniego, un auténtico Caligari mefistofélico, un ser misterioso y folletinesco capaz de hacer lo que fuera con tal de comprobar sus teorías.

En la espera del regreso de su mujer, Bordenave se encuentra en casa con una mujer muy similar a su esposa, similitud que se explica rápidamente por el parentesco directo que tiene con la aludida: se trata de su cuñada Adriana María (los conocedores de la vida del autor reconocerán en seguida que las mujeres aludidas son el trasunto de las hermanas Ocampo), quien en vez de mostrarse solidaria por la suerte de su hermana, se muestra rápidamente criticona e incluso seductora. Una auténtica arpía.

Bioy no se complica con pasajes enrevesados ni utiliza un lenguaje críptico o barroco: al revés, se decanta por pasajes sencillos, repite el habla cotidiana argentina, sus personajes son modestos y nada estrafalarios, pero eso sí, con toda la sencillez de los materiales y sus recursos, estamos ante un nivel más alto que el desplegado por un autor del montón; Bioy no deja nada al azar. De forma amena, nos entrega frases ingeniosas sobre diversos temas, como el amor, el olvido, el odio y la locura. No es casualidad que la mujer del protagonista se llame Diana, pudiendo aludir al mito griego de la diosa, que al ser vista desnuda por el cazador Acteón, éste en castigo es transformado en siervo y devorado cruelmente por sus propios perros. O Luis Bordenave, descomponiendo su apellido en borde y nave, estar al borde de una nave, ¿pero de cuál nave? De la nave de los locos, sin duda.

Los detalles de las pinceladas de Bioy son las de un gran maestro, pese a que como postulamos al comienzo, perdió potencia a lo largo de los años, pero siempre, aún en sus obras más menores, mantiene un nivel de calidad por sobre la media -a excepción de su novela tardía De un mundo a otro, que parece redactada por un amateur en ciernes-, habilidad que se aprecia en esos mínimos detalles, como por ejemplo en una escena de Dormir al sol, se nos muestra el cuarto del adiestrador de perros  con una acuarela colgada en la pared, la cual tiene escrito el nombre de Tirpitz, nombre que efectivamente hace un enlace con un antiguo almirante alemán y con un hecho bélico de la II Guerra Mundial.

La magia de Bioy no radica en restregarnos datos desconocidos y enciclopédicos haciendo gala de una intelectualidad abrumadora, al contrario, se encarga modestamente de lo que debe hacer cualquier contador de relatos: narrarnos una historia llena de sorpresas, con pistas ocultas para quien pueda o quiera verlas, con un final tan atronador e inesperado, que el recorrido por las cuitas de un matrimonio común anclado en un barrio común, no sólo se justifican, sino que abren las puertas a la deliciosa creencia que detrás de los gastados muros de un barrio cualquiera, como el mío o el de usted lector, puede esconderse la trama más extraordinaria, sórdida y rimbombante que jamás hubiéramos imaginado. Y esa percepción de la magia en lo cotidiano prefigura gran parte de la obra de César Aira.

viernes, 2 de febrero de 2018

Lernet-Holenia: la obsesión por el móvil

Editorial Siruela
El Conde Luna: Alexander Lernet-Holenia
Traducción: J.R. Wilcock

1era Edición 1955. 167 páginas.

¿Cuántas novelas existirán sobre hombres que se obsesionan con otros hombres? Fuera del policial, en la que se repite la idea motriz del policía siguiendo la pista del delincuente, se me vienen a la mente un par, como por ejemplo Nocturno Hindú de Antonio Tabucchi, en la que un amigo sale en busca de otro amigo en una estrafalaria y ensombrecida India, o La verdadera vida de Sebastián Knight de Nabokov, en la que un hombre busca desmitificar la biografía de su hermanastro,  un insigne escritor al cual apenas conoce su obra.

Lernet-Holenia no es un autor que fácilmente se aparezca en el camino del lector. Principalmente porque no es citado o reconocido como un maestro, también porque su obra no ha sido expoliada por ningún sector de la crítica, cómo ha ocurrido profusamente con otros escritores que se desarrollaron en la primera mitad del siglo XX, como por ejemplo Borges o Kafka, por citar dos casos paradigmáticos de lo que significa una literatura de maestros pero sin discípulos.

Es el primer libro que he leído del autor, y su impresión me dejó tan buen sabor de boca, que en el futuro, sin dudar, le seguiré  la pista. Pero vamos ahora a lo que trata el libro.

El Conde Luna nos narra la historia de Alexander Jessiersky, un hombre de negocios que ha perdido el interés en los mismos, alguien con un pasado ensombrecido por familiares que nunca demostraron cercanía y cariño por los suyos, alguien que rápidamente aprendió que la familia no es necesariamente un refugio, el núcleo para encontrar cobijo y esperanza, alguien que, sin dudas, camina por un tablón con un abismo profundo a sus pies, pero que no se da cuenta que un paso en falso es sinónimo de perdición.

Las primeras páginas del libro se abren con la expedición del protagonista hasta Roma, y sin saber por qué motivos, soborna al guardia de una antigua iglesia para acceder a unas catacumbas de los primeros tiempos del cristianismo. El guardia le advierte que el ingreso está prohibido, debido a la peligrosidad del recinto; hace un tiempo, le advierte, dos religiosos se extraviaron y nunca más se supo de ellos, ni siquiera se encontraron sus cadáveres. Las catacumbas sugieren una construcción laberíntica, pero hay algo más, algo que debe ser resuelto al terminar de leer el libro. Al protagonista, Alexander Jessiersky, estas advertencias no le importan, él quiere ingresar a como dé lugar, y finalmente lo hace. Y como era de esperar, desaparece. Esto sucede en algún punto de los años cincuenta, y la primera parte del libro, que funciona a manera de prólogo, se recorta y su estilo cambia. Sabemos que Alexander Jessiersky está extraviado, y que en su país de origen, Austria, existe una orden emanada para buscarlo. ¿Por qué puede suscitar interés para las autoridades la desaparición de este hombre? No es un motivo fútil o de poca relevancia: aquello se explicita en el último tramo del libro.

Tras la introducción que funciona a modo de prólogo, la historia es contada por un narrador que va recogiendo datos para armar una suerte de expediente, sumergiéndonos en el pasado del protagonista, enterándonos de su vida, de sus antepasados y sus relaciones familiares (explicado de forma muy sucinta), de la Segunda Guerra Mundial y el ascenso del III Reich, de la patética caída en desgracia de gran parte de la aristocracia con títulos nobiliarios que no valen nada, y  finalmente la aparición de un misterioso personaje, el que da el título a la novela: el Conde Luna. ¿En qué estriba su misterio? Parte por el nombre, y es que su linaje "Luna" pareciera remontarse a ningún lugar, como si efectivamente el hombre viniese desde el satélite natural o de algún pliegue oculto de la realidad. El conflicto central nace a raíz de la expansión de negocios de Jessiersky a lo largo de Austria, expansión que se topa de frente con los terrenos del conde Luna, quien de forma tajante se niega a vender sus predios. Por una escalada de trámites burocráticos, y la remarcada sospecha del régimen nazi sobre Luna (a quien se la cusa de tener preponderantes ideas monárquicas), es llevado a un campo de concentración, punto en el que tras el fin de la guerra, se pierde su paradero.

Las condiciones que llevan a Jessiersky a obsesionarse con Luna, parten por el hecho de que sus gestiones administrativas traen como consecuencia el encarcelamiento de Luna, y es la culpabilidad de haber empujado a la desgracia a otra vida, el motivo por el cual Jessiersky se empecina en acercarse a él, pero sus intentos son infructuosos, no pudiendo entrevistarse con él, o siquiera escribirle o saber datos relevantes de su figura. El tema es remarcadamente kafkiano, en el sentido de que A intenta llegar a B, pero un obstáculo, una fuerza superior o la simple burocracia, impiden que llegue a su destino. En este contexto, la novela se destaca por tener dos giros importantes: el protagonista sospecha que el Conde Luna lo acecha desde la oscuridad para provocarle daño, daños que reales o irreales, terminarán por llevarlo a la ruina moral. El otro giro decisivo tiene lugar en la última etapa del libro, giro que tiene matices policíacos, pero que se decanta por lo fantástico, aunque no abiertamente: esa indecisión entre el realismo y lo fantástico es el punto más alto de todo el libro, si consideramos a la ambigüedad como un valor en el estilo. 

¿Cómo se explica esto? La novela, escrita con una prosa sencilla y con ciertos visos de naturalismo decimonónico, comienza a desmarcarse de esta zona para situarse en algo que podríamos denominar como “extrañamiento progresivo”: hay algo que puede o no puede ser fantástico, y que lentamente se va instalando en la novela, borrando muy tenuemente las fronteras entre la realidad y el ensueño de lo relatado. 

No es casualidad que Lernet-Holenia sea un autor poco leído y celebrado: al revés de otros de sus contemporáneos, como el mismo Kafka, y otros grandes de entreguerras de la Mitteleuropa (pensemos en Zweig, Canetti, Walser) no fue poseedor de una pluma demoledora, ni tampoco tuvo ninguna participación destacada durante la etapa nacional-socialista (no se manifestó ni a favor ni en contra), y probablemente esa tibieza lo ha relegado poco a poco al olvido. Pero todas estas razones son extraliterarias, y si bien El Conde Luna no es una obra que destaque por su construcción o por el uso y abuso del lenguaje, causa una grata impresión ver cómo el inicio y su final, dos piezas que parecen no tener relación entre sí, se engarzan magistralmente con el cuerpo central de la novela, generando una de esas raras obras que sin ser precursoras de algo nuevo, se salvan de la hoguera porque en su pequeñez brillan con luz propia sin deberle nada a nadie. Un autor para redescubrir.

martes, 9 de enero de 2018

Apuntes a un año de la muerte de Piglia


No sé si exista una edad apropiada o exacta para descubrir a un autor. He leído juicios lapidarios en torno al tema, del tipo: "si ya no leíste a X a tal edad, te lo perdiste". ¿Acaso los autores están tipificados para ser mejor entendidos a una edad específica? A los quince leí Herman Hesse y a Julio Cortázar, autores que me parecían supremos maestros, pero que con la distancia y la acumulación de lecturas me han hecho dudar de su potencialidad, relegándolos a una imaginaria lista de autores de segunda fila o tercera fila, autores que están ahí para hacer correr las distancias de fondo a las generaciones más jóvenes, pero que pese a sus hallazgos y profundidades, con el tiempo es inevitable que se nos oxiden. 

No es el caso de Jorge Luis Borges, a quién también leí en esa época y lo sigo leyendo, y lo seguiré haciendo hasta que se me fosilice el cerebro.  Borges, al revés de los otros citados, no se quedan en simples hallazgos o profundidades, es un autor que tiene la rara virtud de ir creciendo con el tiempo, de complejizar más su literatura. La temprana lectura de Borges generó en mí una especie de muro o cortina de acero en relación a la literatura argentina, una suerte de cima a la cual era imposible seguir escalando y subiendo, pues más arriba no podía haber nada más que piedra y nubes ¿Podía existir alguien o algo más grande que Borges? 

Cuando cumplí veinte, escuché a Nicanor Parra que existía un súper Borges. Por supuesto que se refería a Piglia y que a toda vista, ese juicio era  una exageración. Piglia no apareció para rivalizar con Borges y superarlo, hizo algo mejor: lo integró, creando un nuevo eslabón en la cadena (Nabokov, que en su rol de crítico, o mejor dicho de comentador de literatura, hacía la comparación del oficio literario con los científicos, en el sentido de que el detalle literario con el transcurrir de los años se va puliendo. Así, no podemos imaginar a Homero o a Shakespeare narrando el nacimiento de un bebé, con toda su tensión y su miseria,  hasta que aparece Tólstoi con su Ana Karenina. Él, sin ser más que los anteriores, le da una nueva dimensión a las letras). 

Piglia fue un escritor fundamental, en el estricto rigor de la palabra. Leer a Piglia no sólo modifica y enriquece la visión de la tradición argentina o estadounidense, también es una transformación en la percepción de la experiencia y de la vida. Piglia fue uno de esos raros escritores que mezcló la alta erudición de forma amena (Formas Breves) con la calle y el policial barriobajero (Plata Quemada), creando entremedio todo un conjunto de notas en el diapasón de la literatura. 

Piglia, que no era ciego, se pone a usar el lente borgeano,  pero le aplica la microscopía: allá donde Borges era capaz de encerrar siglos de literatura en pocas líneas con su Kafka y sus precursores, Piglia fijaba su atención en el detalle, poniendo su énfasis en Arlt y en Gombrowicz, para hablarnos de la delación o del crimen. Y también de la plata. Piglia fue quien me abrió los ojos, en aquellos años en que terminaba de estudiar periodismo y no sabía qué hacer con mi vida, y yo tenía veinte y pocos, pero a pesar de tener muchas cosas, no tenía un mundo, iba desnudo por la vida,  leí un párrafo que me marcó: "un escritor necesita plata para poder financiar sus ratos libres". Listo. Con eso no sólo me entregó un consejo, sino que una ética y una moral. Entonces me puse a trabajar, incansablemente. Ello comprueba que la literatura es más que fuegos de artificio con moralejas manifiestas o solapadas: es una herramienta que al albur del fuego nos entrega más que el resplandor de la llama. Nos replica la vida en miniatura, la concentra en pocas páginas. Y esa es otra forma de presenciar el despliegue de la sabiduría. 
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