Editorial Siruela
El Conde Luna: Alexander Lernet-Holenia
Traducción: J.R. Wilcock
1era Edición 1955. 167 páginas.
¿Cuántas novelas
existirán sobre hombres que se obsesionan con otros hombres? Fuera del
policial, en la que se repite la idea motriz del policía siguiendo la pista del
delincuente, se me vienen a la mente un par, como por ejemplo Nocturno Hindú de Antonio Tabucchi, en
la que un amigo sale en busca de otro amigo en una estrafalaria y ensombrecida
India, o La verdadera vida de Sebastián
Knight de Nabokov, en la que un hombre busca desmitificar la biografía de
su hermanastro, un insigne escritor al
cual apenas conoce su obra.
Lernet-Holenia no es
un autor que fácilmente se aparezca en el camino del lector. Principalmente
porque no es citado o reconocido como un maestro, también porque su obra no ha sido expoliada por ningún
sector de la crítica, cómo ha ocurrido profusamente con otros
escritores que se desarrollaron en la primera mitad del siglo XX, como por
ejemplo Borges o Kafka, por citar dos casos paradigmáticos de lo que significa
una literatura de maestros pero sin discípulos.
Es el primer libro
que he leído del autor, y su impresión me dejó tan buen sabor de boca, que en
el futuro, sin dudar, le seguiré la
pista. Pero vamos ahora a lo que trata el libro.
El Conde Luna
nos narra la historia de Alexander Jessiersky, un hombre de negocios que ha
perdido el interés en los mismos, alguien con un pasado ensombrecido por
familiares que nunca demostraron cercanía y cariño por los suyos, alguien que
rápidamente aprendió que la familia no es necesariamente un refugio, el núcleo
para encontrar cobijo y esperanza, alguien que, sin dudas, camina por un tablón
con un abismo profundo a sus pies, pero que no se da cuenta que un paso en falso es sinónimo de perdición.
Las primeras páginas
del libro se abren con la expedición del protagonista hasta Roma, y sin saber
por qué motivos, soborna al guardia de una antigua iglesia para acceder a unas
catacumbas de los primeros tiempos del cristianismo. El guardia le advierte que
el ingreso está prohibido, debido a la peligrosidad del recinto; hace un tiempo, le advierte, dos religiosos se extraviaron y nunca más se supo de ellos, ni siquiera se encontraron
sus cadáveres. Las catacumbas sugieren una construcción laberíntica, pero hay algo
más, algo que debe ser resuelto al terminar de leer el libro. Al protagonista, Alexander
Jessiersky, estas advertencias no le importan, él quiere ingresar a como dé
lugar, y finalmente lo hace. Y como era de esperar, desaparece. Esto sucede en algún punto
de los años cincuenta, y la primera parte del libro, que funciona a manera de
prólogo, se recorta y su estilo cambia. Sabemos que Alexander Jessiersky
está extraviado, y que en su país de origen, Austria, existe una orden emanada
para buscarlo. ¿Por qué puede suscitar interés para las autoridades la
desaparición de este hombre? No es un motivo fútil o de poca relevancia: aquello se explicita en el último tramo del libro.
Tras la introducción
que funciona a modo de prólogo, la historia es contada por un narrador que va
recogiendo datos para armar una suerte de expediente, sumergiéndonos en el pasado
del protagonista, enterándonos de su vida, de sus antepasados y sus relaciones
familiares (explicado de forma muy sucinta), de la Segunda Guerra Mundial y el
ascenso del III Reich, de la patética caída en desgracia de gran
parte de la aristocracia con títulos nobiliarios que no valen nada, y finalmente la
aparición de un misterioso personaje, el que da el título a la novela: el Conde Luna.
¿En qué estriba su misterio? Parte por el nombre, y es que su linaje "Luna" pareciera remontarse a ningún lugar, como si efectivamente el hombre viniese
desde el satélite natural o de algún pliegue oculto de la realidad. El
conflicto central nace a raíz de la expansión de negocios de Jessiersky a lo largo de
Austria, expansión que se topa de frente con los terrenos del conde Luna, quien de forma tajante se niega a vender sus predios. Por una escalada de trámites burocráticos,
y la remarcada sospecha del régimen nazi sobre Luna (a quien se la cusa de tener preponderantes ideas
monárquicas), es llevado a un campo de concentración, punto en el que tras
el fin de la guerra, se pierde su paradero.
Las condiciones que
llevan a Jessiersky a obsesionarse con Luna, parten por el hecho de que sus
gestiones administrativas traen como consecuencia el
encarcelamiento de Luna, y es la culpabilidad de haber empujado a la
desgracia a otra vida, el motivo por el cual Jessiersky se empecina en acercarse
a él, pero sus intentos son infructuosos, no pudiendo entrevistarse con él, o
siquiera escribirle o saber datos relevantes de su figura. El tema es remarcadamente
kafkiano, en el sentido de que A intenta llegar a B, pero un obstáculo, una
fuerza superior o la simple burocracia, impiden que llegue a su destino. En
este contexto, la novela se destaca por tener dos giros importantes: el
protagonista sospecha que el Conde Luna lo acecha desde la oscuridad para
provocarle daño, daños que reales o irreales, terminarán por llevarlo a la ruina moral. El otro
giro decisivo tiene lugar en la última etapa del libro, giro que tiene matices
policíacos, pero que se decanta por lo fantástico, aunque no abiertamente: esa indecisión entre el realismo y lo fantástico es el punto más alto de todo el libro, si consideramos a la ambigüedad como un valor en el estilo.
¿Cómo se explica esto? La novela, escrita con una prosa sencilla y con ciertos visos de naturalismo decimonónico, comienza a desmarcarse de esta zona para situarse en algo que podríamos denominar como “extrañamiento progresivo”: hay algo que puede o no puede ser fantástico, y que lentamente se va instalando en la novela, borrando muy tenuemente las fronteras entre la realidad y el ensueño de lo relatado.
¿Cómo se explica esto? La novela, escrita con una prosa sencilla y con ciertos visos de naturalismo decimonónico, comienza a desmarcarse de esta zona para situarse en algo que podríamos denominar como “extrañamiento progresivo”: hay algo que puede o no puede ser fantástico, y que lentamente se va instalando en la novela, borrando muy tenuemente las fronteras entre la realidad y el ensueño de lo relatado.
No es casualidad que
Lernet-Holenia sea un autor poco leído y celebrado: al revés de otros de sus
contemporáneos, como el mismo Kafka, y otros grandes de entreguerras de la Mitteleuropa (pensemos en Zweig,
Canetti, Walser) no fue poseedor de una pluma demoledora, ni tampoco tuvo
ninguna participación destacada durante la etapa nacional-socialista (no se
manifestó ni a favor ni en contra), y probablemente esa tibieza lo ha relegado
poco a poco al olvido. Pero todas estas razones son extraliterarias, y si bien
El Conde Luna no es una obra que destaque
por su construcción o por el uso y abuso del lenguaje, causa una grata impresión ver cómo
el inicio y su final, dos piezas que parecen no tener relación entre sí, se
engarzan magistralmente con el cuerpo central de la novela, generando una de esas raras obras
que sin ser precursoras de algo nuevo, se salvan de la hoguera porque en su
pequeñez brillan con luz propia sin deberle nada a nadie. Un autor para redescubrir.
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