miércoles, 12 de octubre de 2022

FAMA Y GUERRA EN JORGE MANRIQUE*

*Publicado originalmente en Revista Ciudad de los Césares Nº132, junio-agosto 2022.


 Una de las imágenes más gastadas para hablar de los comienzos de la literatura es la del patriarca o el joven, que sentado frente una hoguera junto a una atenta audiencia, habla de sus peripecias de la caza, o sobre el encuentro con un espíritu errante que lo acompañó mientras recorría los lindes del bosque. La hoguera puede ser una mesa, un altar o una roca. Pero esta figura es incompleta. El relato se interrumpe. Atónitos, el hipotético narrador y sus oyentes miran en dirección al este: un cuerno crepita al son de los tambores. Saben muy bien que en los próximos segundos tendrán que arrancar del invasor o enfrentarlo con lo que tienen a mano en una lucha a muerte. Los antiguos griegos afirmaban que los Dioses lanzaban guerras a los hombres para que los poetas tuvieran algo que contar. No es casualidad tampoco que la primera obra escrita en occidente fuera un poema militar: La Ilíada de Homero.

La guerra no solo es una prolongación de la política, sino también es el lugar donde se gesta la ruindad y el heroísmo, la vida y la muerte, el ataque y la defensa, en suma, hechos dignos de ser contados

Cada época, cada tiempo, tiene su ardid. Así como es imposible concebir la gracia del baile y los juegos de imitación en tiempos de paz, la genealogía de la literatura —muy lejos de nacer en un club selecto de señoritos —tuvo su origen en el campo de batalla; pluma y espada se entrelazan en una frenética danza mortal, y no siempre para glorificar los hechos beligerantes. Ya la antigua Grecia tuvo a su Arquíloco, poeta y soldado que prefirió lanzar su escudo y beber un buen vino antes que pelear, o Aristófanes, que condenó a los demagogos que llamaban a las armas en su comedia Los Caballeros, por el hecho de que las invasiones afectaban con mayor fuerza a los campesinos que a los nobles. En el otro extremo de la tradición, no podemos dejar de mencionar a los escaldas, antiguos poetas vikingos que ejercieron guerra y poesía como profesión, y en el mundo galo, Bertran de Born, admirado por Ezra Pound, poeta del siglo XII que glorificó la guerra, por ser una vía para ejecutar sus vendettas y mejorar su situación económica.

En la antigua España, católica e hija de Roma, el nacimiento de sus letras guarda una relación muy similar con la tradición griega, pues al igual que la Ilíada,  El cantar de Mío Cid es su poema inaugural, el que como bien sabemos, trata sobre su destierro y su entronización heroica en las batallas contra los moros. En esta herencia de soldados poetas y cantos bélicos, a mediados del siglo XIV, casi cerrando la Edad Media, aparece la figura de Jorge Manrique, más conocido por sus Coplas a la muerte de su padre que por sus hazañas militares. La importancia de su poema no sólo radica en su carácter elegiaco ni en el uso de la técnica, sino porque objetiva en sus versos la tradición grecolatina y ejemplifica los valores más altos a los que puede aspirar un individuo en el mundo hispano: fama, fuerza, valor y entereza ante la muerte.

Desde sus primeros versos, escritos en un lenguaje vigoroso, alejado de cualquier afectación y manierismo, somos interpelados de manera indirecta:

Recuerde el alma dormida,

avive el seso e despierte

contemplando cómo se passa la vida,

cómo se viene la muerte tan callando

Interpelación que nos recuerda la fugacidad de la existencia y la fragilidad de los placeres sensuales, islas de carne entre océanos de sufrimiento: “Cuán presto se va el plazer, cómo, después de acordado, da dolor;

Pero el mundo no tiene por qué ser un valle de lágrimas y esqueletos

¿Qué rasgos caracterizan a la España que cobijó a Manrique, desde mediados del 1400, hasta la fecha de su muerte en 1479 cuando solo contaba con 39 años? La península ibérica comenzaba a levantarse de la dominación mora, pero surgían graves problemas diplomáticos con Italia y Francia, que buscaban fragmentar su unidad. En 1469 la corona de Castilla, patria de Manrique, pudiendo unificarse con el reino de Portugal, finalmente opta por acercarse al reino de Aragón, siendo la figura de la reina Isabel más gravitante que la de Fernando, pues el reino castellano tenía mayores recursos económicos y demográficos que el de Aragón: es el nacimiento de lo que conocemos como España, no aún como nación moderna, pero sí como fermento del imperio en desarrollo, encauzado en un régimen monárquico y católico con pretensiones universalistas, que se abrió paso a través de la Historia en su lucha contra el Islam, y que precisamente fue ese el motivo que la empujó para avanzar hacia el poniente, no por el anacronismo de “querer descubrir a América”, sino porque se quería rodear por la espalda (y con la espada) a los musulmanes.

El ascenso de la Iglesia, como ente espiritual y aglutinador fue clave en el ordenamiento jerárquico y social, “cada cosa acá en lo bajo, tiene su correspondencia en lo alto”, siendo piedra fundamental para la resolución de conflictos entre sus gentes; ahí donde existía belicosidad, se levantaron Asambleas de tregua y paz, ahí donde los débiles estaban desamparados, se levantaron hospitales, ahí donde era menester defender a doncellas, viudas y huérfanos, se bendijo a las órdenes de caballería. Pese a la férrea base espiritual, es en este siglo XIV donde se cuestiona con mayor fuerza a sacerdotes por llevar una vida laxa y licenciosa, teniendo como consecuencia que la teoría del poder teocrático tuviera fisuras, ingresando en las clases ilustradas nuevas ideas con raíces en las antiguas Grecia y Roma, que bien se pueden rastrear en las composiciones literarias de la época, como la poesía trovadoresca o las églogas que resaltan la vida pastoril en armonía sui generis con la naturaleza.

El siglo XIV fue una época de abundantes poetas: sin imprenta, la poesía circulaba de mano en mano o era cantada y recitada en plazas públicas y lugares de encuentro. El canon a imitar, tanto en forma y temática es la escuela italiana, con Dante y Petrarca a la cabeza; aparecen los cancioneros, que a semejanza de los antiguos aedos, se componían para ser recitados y cantados a viva voz, relatando hechos bélicos o amorosos. “La Poetria e gaya sciencia es una escriptura o composición muy sotil e bien graciosa…” Escribe Juan Alfonso de Baena, judío converso y autor del cancionero de Baena. La figura de quien ejerce la poesía es idealizada, debe ser noble, hidalgo y cortés, y debe preciarse de ser enamorado o al menos fingirlo, aunque muchas veces sea todo lo contrario, un mujeriego, un flojo y un bebedor.  

En Las Coplas de Jorge Manrique se refleja ese mundo antiguo y católico, en la cual la vida queda dividida entre la muerte, que es el reino de los cielos, y la existencia material, pasajera y falaz, lugar de tránsito atado a valles de lágrimas y calaveras, como denuncian los poetas y sacerdotes de la época, pero, y acá reside la originalidad de Manrique, abre una tercera vida, que consiste en el esfuerzo del hombre, acción real en el mundo, desdeñando las riquezas materiales y poniendo por encima a la fama, no esa fama inútil y estéril del culto a la personalidad de nuestros tiempos, sino la fama de los triunfos militares, del valor en el trabajo y del enfrentamiento con la muerte.

La fama es un valor antropológico, no teológico


El ejercicio de la fama requiere un espacio antropológico y material en el cual desarrollarse, pero eso no quita que animales o lugares también puedan erigirse como tales, así podemos hablar del famoso Rocinante o de la famosa torre de Pisa. Al margen de la mala fama, la fama como virtud requiere una vida virtuosa y ordenada, independiente de si se posea o no valentía, ingenio o sabiduría. La fama es más alta que el honor, por ser la estimación en el fuero interno que los otros tienen de alguien, ya que el rótulo de lo honorable, muchas veces se hace por adulación o fingimiento.

En las copla número 27 y 28, Manrique establece una lista de ilustres varones famosos por distintas razones; por ventura, Octaviano, por estrategia en la guerra, Julio César, por la sabiduría y la laboriosidad, Aníbal, por la bondad, Trajano, por festividad y alegría, Tito, por la clemencia, Antonio Pío, por la fe, el papa Constantino. Separados por casi un milenio de la época en que vivió Manrique, todos son romanos (a excepción de Aníbal que fue cartaginés pero ligado al mundo latino), lo que demuestra lo viva que estaba la historia antigua, y que el modelo a imitar se encontraba en los santos, en los militares y en los gobernantes justos. Y por supuesto, en la cartografía del imperio romano.

Para Manrique, la fama no descansa en las riquezas y bienes materiales: un burgués puede acumularlas por raudales y ser famoso, pero el fundamento de su concepto original, tan alejado en la actualidad, no se relaciona con los tesoros, sino con la determinación de ir a la guerra y ganarlas. Dice en las coplas sobre su padre:

“Non dexó grandes tesoros,

ni alcançó muchas riquezas

ni vaxillas;

mas fizo guerra a los moros

ganando sus fortalezas e sus villas”

Muerte y amor

La muerte para Manrique es la gran igualadora: ahí donde papas, prelados y emperadores ejercen su poder, finalmente son tratados de la misma forma por la Muerte que a los pastores más humildes. En la guerra, la muerte se erige como una jueza imparcial, no importándole ni castillos, ni huestes, ni pendones, ni estandartes. Es una flecha móvil que no sabe de obstáculos, avanza y es eficaz en sus designios. Pero también la guerra es entendida como una alegoría militar del amor, viejo tópico de Ovidio restablecido por Manrique: Militat omnis amans, et habet sua castra Cupido, Es soldado todo amante y Cupido tiene su campamento propio.  El corazón es un castillo, y el amante debe asediarlo para conquistar a la mujer, como canta Manrique en Castillo de Amor:

“Porque estays apoderada

vos de toda mi firmeza

en tal son,

que no puede ser tomada

a fuerça mi fortaleza

ni a traición”.

Y si Cupido tiene su campamento propio, la mujer no solo puede estar prisionera en una fortaleza, en la que intrépidos escaladores asedian sus muros para alcanzar la meta, sino que ella también puede cautivar al guerrero para aprisionarlo con su beldad y mesura.

Una conclusión

El valor de Las Coplas a la muerte de su padre reside no sólo en su originalidad poética, sino que sintetiza de manera asombrosa lo mejor de la vieja España y sus raíces: el estoicismo para enfrentar a la muerte, el orden espiritual y terrenal del Dios cristiano, el ejemplo anclado en la buena fama como tercera vía para enfrentarse a la muerte, la guerra como unidad y como lugar de temple; y desde otro ángulo, es un poema inaugural que explicita los fundamentos que tendrían los futuros conquistadores en las nuevas tierras con la expansión del imperio y el establecimiento de la verdad cristiana universal. En suma, en los versos de Manrique se pueden rastrear ideas de pensadores del mundo grecolatino y de los padres de la Iglesia, en un tono elegíaco de elevación paterno-filial que es filosofía en verso en todo su esplendor. No existe otro ejemplo de concisión y estilo fuera de la literatura hispana.

 

Bibliografía recomendada

Coplas a la Muerte de su Padre, Jorge Manrique. Editorial Edaf, edición de Amparo Medina-Ríos.

La época medieval, J.A. García de Cortázar. Alianza Universidad.

España frente a Europa, Gustavo Bueno. Pentalfa.

Poesía medieval, edición de Víctor Lama. De Bolsillo.

La poesía lírica española, Guillermo Díaz-Plaja. Editorial Labor.

Romancero viejo, edición de María Cruz García de Enterría, Castalia Didáctica.

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