jueves, 29 de diciembre de 2022

El buhó ciego de Philip K. Dick (una indagación)


Hay una imagen, la imagen de un ave, que la tercera esposa de Philip K. Dick (1928-1982), Anne R. Dick, retrató con gran lirismo en su contundente y seminal biografía En busca de Philip K. Dick, en la que un hecho aparentemente baladí se convirtió años más tarde en una clave que podría dilucidar el contenido de la última novela que no alcanzó a trabajar el «escritor proletario», como así se autodenominaba el oriundo de Illinois.

La biografía antes señalada, un texto que combina el dietario, la anécdota, la entrevista y, por supuesto, los detalles de la relación Anne-Dick, constituye un documento fundamental para conocer a fondo su etapa más fructífera (El hombre en el castillo, Tiempos de Marte, Dr. Bloodmoney, por nombrar algunas de las obras que escribió entre 1959 y 1965), pero, además, es una visión microscópica de la vida de un escritor casado, de cómo lidió ante las estrechez económica para levantar una obra y, en suma, cómo era el día a día de una de las mentes más prodigiosas que nos legó el mundo anglosajón del siglo XX, inteligencia objetivada en una literatura que se encargó de responder las preguntas de siempre —«¿quién soy?», «¿a dónde voy?»—, pero enfrentadas a la hostilidad de un mundo amenazado por la Guerra Fría, la bomba atómica, y la irrupción de nuevas tecnologías que pondrían a la humanidad en una paradoja: mayor confort a cambio de libertad.

 

Es en ese tráfago de anécdotas que nos narra la exmujer de Dick —el cual incluye peleas, el abuso de estupefacientes de Phil y la internación psiquiátrica de Anne, momentos emotivos, como los paseos a la playa, las incursiones en el campo o el avistamiento de estrellas— en las que hace aparición un inusual ave: una mañana lluviosa de invierno, ambos contemplan a una lechuza grande y blanca que se posa en los cipreses del jardín matrimonial, la cual antes de emprender vuelo, se sacude las alas de manera enérgica. Dick, que no era ajeno a las sincronías, pudo haber pensado que aquella aparición atravesaba su existencia. ¿Pero en qué sentido pudo marcarlo?

PKD y los animales

No existen muchas fotografías de PKD, y es entendible, porque falleció mucho antes de la irrupción masiva de las cámaras que vendrían a democratizar las pulsiones narcisistas, pero de las pocas que existen, en muchas sale posando con alguno de sus gatos, e incluso con una oveja. En sus últimas obras —y acá pondremos con mayor atención nuestro foco— asistimos a una maduración en la narrativa philipdickiana; sus escritos ya no solo plantean las problemáticas de la ciencia ficción que durante los años sesenta había escenificado, como la simulación de la realidad o las inteligencias artificiales, hay ahora una búsqueda trascendental en la que el universo completo se juega su continuidad espacio-temporal, y en su ficción, las señales son evidentes: la Divinidad se ha manifestado como un rayo rosa creando un vasto sistema de inteligencia, e incluso con una nueva encarnación física, un retorno de Cristo. La divinidad de Dick no es el Dios de los filósofos, ni siquiera es el Dios de los teólogos, está mucho más cerca del catarismo, de los gnósticos, de la cábala judía y, cómo no, de la creación de tecnologías que pueden servir como dispositivos carcelarios (el imperio nunca terminó) o imitadores de realidad (cuerpos criogenizados viviendo segundas vidas).

 

En sus últimos años, PKD llevaba pergeñando un largo mamotreto, síntesis entre diario de vida y religión, titulado Exegesis, del cual existe una publicación en su idioma original en 2012, y que para los especialistas se ha convertido en un reto difícil de interpretar, por ser contradictorio y hermético. En su etapa final, entre 1979 y 1982, publicó en orden cronológico La invasión divinaLa transmigración de Timothy Archer y Valis. En la primera de las obras señaladas, se nos describe el encuentro entre Dios, que está amnésico, y un perro agónico. Dios, al tocar la cola del perro, entiende perfectamente lo que este dice: sufre no solo por su lamentable estado, sino porque no «comprende» por qué está muriendo, aunque sí entiende que él es parte de un juego en el que mata con sus mandíbulas para atacar a otras criaturas. ¿Lo hace por placer? No. Lo hace porque es parte del juego, lo hace porque fue diseñado con esa anatomía mandibular. Como contraparte de este perro, en Valis nos encontramos con un gato que muere, de igual manera, aplastado por un coche en la carretera. ¿Qué significado encierra su muerte? El gato muere por imbécil, dice un niño sabio de la novela, no porque estuviera predestinado o porque Dios lo hubiese querido, muere simplemente por no prever que atravesar una carretera podía costarle la vida. 

De regreso al búho diurno

No sabemos muy bien en qué creía PKD, pero sí sabemos que en sus últimos años estuvo interesado por las religiones, probablemente porque —como sugiere su exmujer Anne—, veía en ellas una posibilidad de experimentar diferentes ángulos de la realidad como si fueran drogas; el budismo, el misticismo oriental, así como otras creencias, representaban nuevas formas de asediar a la realidad, así como la cábala o el psicoanálisis de Jung. Poco antes de morir, Dick le confiesa a su amigo Gwen Lee que estaba trabajando en la novela The Owl in Daylight (que podríamos traducir como El búho del amanecer), obra que sería su propia versión del Finnegans Wake (sí, una obra experimental delirante) y que tendría al menos tres fuentes principales: Beethoven que representaría la cumbre de la humanidad, una relectura de la historia clásica del Fausto de Goethe, y la relación de la Divina Comedia de Dante con la teofanía.

 

[*Nota al margen: La última esposa de PKD, Tessa Dick, publicó una novela con el mismo nombre, The Owl in Daylight en 2009, pero ella misma aclara que no utilizó ningún concepto ni personaje ideado por su difunto esposo, sino que más bien fue una inspiración, un intento de recrear el espíritu que podría haber tenido esta novela inconclusa. Respecto al título, la viuda aclaró que surgió luego de que el escritor sostuviera una conversación con una mujer sureña, la cual le habría dicho: «Si no le entendía lo que quería decir, entonces estaba ciego como un búho a plena luz del día».]

 

Sobre la trama de esta novela inconclusa, la primera versión señala que pudo haber tratado de un diseñador de parque de diversiones que buscaba emular al mundo de los años cincuenta, quedando atrapado en un estado alucinatorio; la otra versión, que en realidad trataría sobre un compositor de música sordo (y de ahí la reminiscencia a Beethoven) que, gracias a la implantación de un chip en su oído, lograba comunicarse por azar con una civilización extraterrestre. Probablemente la novela habría integrado ambas tramas, como era común en los escritos de PKD.


Para muchas culturas el búho simboliza la tristeza y la soledad al ser un animal que rehúye la luz y que se refugia en la noche. Los griegos representaban a Atenea con un mochuelo en su hombro, ave similar al búho, de ahí que en cuentos infantiles aparezca el animal ligado a la sabiduría. No podemos decir que PKD haya sido una persona completamente infeliz o completamente sombría; como lo describe su exesposa Anne, sus estados mentales se intercalaban, pasando por periodos de bonanza y mucha actividad, y periodos catatónicos que lo sumían en una actitud contemplativa. 

 

¿Podríamos recrear esta novela?


Y si en vez de imaginar esta novela alimentásemos a una Inteligencia Artificial con lo que hemos recabado ¿qué pasaría? El resultado dependería de la capacidad de la Inteligencia de asimilar los datos, de los humanos que están detrás alimentándola y por supuesto de la información entregada.  Junto a lo que hemos mencionado, podría ser útil sugerir dos obras que PKD pudo haber leído, las cuales comparten además de la palabra "búho", una cierta familiaridad por las temáticas. 


La primera es una novela muy muy rara, titulada El búho ciego, escrita en 1936 por el también sombrío y misterioso iraní Sadeq Hedayat (1903-1951), obra que pudo haber leído PKD pues fue traducida al inglés en 1957; se trataba de una novela onírica y decadente que perfectamente se enmarca en la poética del escritor estadounidense, la cual narra el delirio de un pintor en una habitación cerrada —y que estaría viviendo en una realidad repetitiva y alucinatoria—, para quien la muerte es la única salida posible de aquel infierno circular, en el cual es incapaz de distinguir la realidad de la ilusión. ¿Habría sido esta novela un material de inicio para la obra dickiana? 


La segunda, El incidente del Puente del Búho, de Ambrose Bierce, es una obra maestra del relato breve que resume la alucinación de una persona condenada a la horca y su posterior escape. El Puente del Búho es el lugar donde se decantan los hechos, y si hemos seguido la significación del búho como una entidad que está entre la realidad y la alucinación, la vida y la muerte, podría haber servido como referencia para Dick.


 ¿Hay más ejemplos de obras con búhos que pudo haber leído Dick? Sin duda, pero esto es una indagación primera, un hilo mucho mayor que alguien más podría tomar, y con Baudelaire, y su poema Los búhos (les hiboux), bien podemos decir:

Sous les ifs noirs qui les abritent, Les hiboux se tiennent rangés, Ainsi que des dieux étrangers, Dardant leur œil rouge. Ils méditent.

o en español:

Debajo de las oscuras tejas que los guardan, los búhos se mantienen en filas, y al igual que los extraños dioses, asoman sus ojos rojos: meditan.

miércoles, 12 de octubre de 2022

FAMA Y GUERRA EN JORGE MANRIQUE*

*Publicado originalmente en Revista Ciudad de los Césares Nº132, junio-agosto 2022.


 Una de las imágenes más gastadas para hablar de los comienzos de la literatura es la del patriarca o el joven, que sentado frente una hoguera junto a una atenta audiencia, habla de sus peripecias de la caza, o sobre el encuentro con un espíritu errante que lo acompañó mientras recorría los lindes del bosque. La hoguera puede ser una mesa, un altar o una roca. Pero esta figura es incompleta. El relato se interrumpe. Atónitos, el hipotético narrador y sus oyentes miran en dirección al este: un cuerno crepita al son de los tambores. Saben muy bien que en los próximos segundos tendrán que arrancar del invasor o enfrentarlo con lo que tienen a mano en una lucha a muerte. Los antiguos griegos afirmaban que los Dioses lanzaban guerras a los hombres para que los poetas tuvieran algo que contar. No es casualidad tampoco que la primera obra escrita en occidente fuera un poema militar: La Ilíada de Homero.

La guerra no solo es una prolongación de la política, sino también es el lugar donde se gesta la ruindad y el heroísmo, la vida y la muerte, el ataque y la defensa, en suma, hechos dignos de ser contados

Cada época, cada tiempo, tiene su ardid. Así como es imposible concebir la gracia del baile y los juegos de imitación en tiempos de paz, la genealogía de la literatura —muy lejos de nacer en un club selecto de señoritos —tuvo su origen en el campo de batalla; pluma y espada se entrelazan en una frenética danza mortal, y no siempre para glorificar los hechos beligerantes. Ya la antigua Grecia tuvo a su Arquíloco, poeta y soldado que prefirió lanzar su escudo y beber un buen vino antes que pelear, o Aristófanes, que condenó a los demagogos que llamaban a las armas en su comedia Los Caballeros, por el hecho de que las invasiones afectaban con mayor fuerza a los campesinos que a los nobles. En el otro extremo de la tradición, no podemos dejar de mencionar a los escaldas, antiguos poetas vikingos que ejercieron guerra y poesía como profesión, y en el mundo galo, Bertran de Born, admirado por Ezra Pound, poeta del siglo XII que glorificó la guerra, por ser una vía para ejecutar sus vendettas y mejorar su situación económica.

En la antigua España, católica e hija de Roma, el nacimiento de sus letras guarda una relación muy similar con la tradición griega, pues al igual que la Ilíada,  El cantar de Mío Cid es su poema inaugural, el que como bien sabemos, trata sobre su destierro y su entronización heroica en las batallas contra los moros. En esta herencia de soldados poetas y cantos bélicos, a mediados del siglo XIV, casi cerrando la Edad Media, aparece la figura de Jorge Manrique, más conocido por sus Coplas a la muerte de su padre que por sus hazañas militares. La importancia de su poema no sólo radica en su carácter elegiaco ni en el uso de la técnica, sino porque objetiva en sus versos la tradición grecolatina y ejemplifica los valores más altos a los que puede aspirar un individuo en el mundo hispano: fama, fuerza, valor y entereza ante la muerte.

Desde sus primeros versos, escritos en un lenguaje vigoroso, alejado de cualquier afectación y manierismo, somos interpelados de manera indirecta:

Recuerde el alma dormida,

avive el seso e despierte

contemplando cómo se passa la vida,

cómo se viene la muerte tan callando

Interpelación que nos recuerda la fugacidad de la existencia y la fragilidad de los placeres sensuales, islas de carne entre océanos de sufrimiento: “Cuán presto se va el plazer, cómo, después de acordado, da dolor;

Pero el mundo no tiene por qué ser un valle de lágrimas y esqueletos

¿Qué rasgos caracterizan a la España que cobijó a Manrique, desde mediados del 1400, hasta la fecha de su muerte en 1479 cuando solo contaba con 39 años? La península ibérica comenzaba a levantarse de la dominación mora, pero surgían graves problemas diplomáticos con Italia y Francia, que buscaban fragmentar su unidad. En 1469 la corona de Castilla, patria de Manrique, pudiendo unificarse con el reino de Portugal, finalmente opta por acercarse al reino de Aragón, siendo la figura de la reina Isabel más gravitante que la de Fernando, pues el reino castellano tenía mayores recursos económicos y demográficos que el de Aragón: es el nacimiento de lo que conocemos como España, no aún como nación moderna, pero sí como fermento del imperio en desarrollo, encauzado en un régimen monárquico y católico con pretensiones universalistas, que se abrió paso a través de la Historia en su lucha contra el Islam, y que precisamente fue ese el motivo que la empujó para avanzar hacia el poniente, no por el anacronismo de “querer descubrir a América”, sino porque se quería rodear por la espalda (y con la espada) a los musulmanes.

El ascenso de la Iglesia, como ente espiritual y aglutinador fue clave en el ordenamiento jerárquico y social, “cada cosa acá en lo bajo, tiene su correspondencia en lo alto”, siendo piedra fundamental para la resolución de conflictos entre sus gentes; ahí donde existía belicosidad, se levantaron Asambleas de tregua y paz, ahí donde los débiles estaban desamparados, se levantaron hospitales, ahí donde era menester defender a doncellas, viudas y huérfanos, se bendijo a las órdenes de caballería. Pese a la férrea base espiritual, es en este siglo XIV donde se cuestiona con mayor fuerza a sacerdotes por llevar una vida laxa y licenciosa, teniendo como consecuencia que la teoría del poder teocrático tuviera fisuras, ingresando en las clases ilustradas nuevas ideas con raíces en las antiguas Grecia y Roma, que bien se pueden rastrear en las composiciones literarias de la época, como la poesía trovadoresca o las églogas que resaltan la vida pastoril en armonía sui generis con la naturaleza.

El siglo XIV fue una época de abundantes poetas: sin imprenta, la poesía circulaba de mano en mano o era cantada y recitada en plazas públicas y lugares de encuentro. El canon a imitar, tanto en forma y temática es la escuela italiana, con Dante y Petrarca a la cabeza; aparecen los cancioneros, que a semejanza de los antiguos aedos, se componían para ser recitados y cantados a viva voz, relatando hechos bélicos o amorosos. “La Poetria e gaya sciencia es una escriptura o composición muy sotil e bien graciosa…” Escribe Juan Alfonso de Baena, judío converso y autor del cancionero de Baena. La figura de quien ejerce la poesía es idealizada, debe ser noble, hidalgo y cortés, y debe preciarse de ser enamorado o al menos fingirlo, aunque muchas veces sea todo lo contrario, un mujeriego, un flojo y un bebedor.  

En Las Coplas de Jorge Manrique se refleja ese mundo antiguo y católico, en la cual la vida queda dividida entre la muerte, que es el reino de los cielos, y la existencia material, pasajera y falaz, lugar de tránsito atado a valles de lágrimas y calaveras, como denuncian los poetas y sacerdotes de la época, pero, y acá reside la originalidad de Manrique, abre una tercera vida, que consiste en el esfuerzo del hombre, acción real en el mundo, desdeñando las riquezas materiales y poniendo por encima a la fama, no esa fama inútil y estéril del culto a la personalidad de nuestros tiempos, sino la fama de los triunfos militares, del valor en el trabajo y del enfrentamiento con la muerte.

La fama es un valor antropológico, no teológico


El ejercicio de la fama requiere un espacio antropológico y material en el cual desarrollarse, pero eso no quita que animales o lugares también puedan erigirse como tales, así podemos hablar del famoso Rocinante o de la famosa torre de Pisa. Al margen de la mala fama, la fama como virtud requiere una vida virtuosa y ordenada, independiente de si se posea o no valentía, ingenio o sabiduría. La fama es más alta que el honor, por ser la estimación en el fuero interno que los otros tienen de alguien, ya que el rótulo de lo honorable, muchas veces se hace por adulación o fingimiento.

En las copla número 27 y 28, Manrique establece una lista de ilustres varones famosos por distintas razones; por ventura, Octaviano, por estrategia en la guerra, Julio César, por la sabiduría y la laboriosidad, Aníbal, por la bondad, Trajano, por festividad y alegría, Tito, por la clemencia, Antonio Pío, por la fe, el papa Constantino. Separados por casi un milenio de la época en que vivió Manrique, todos son romanos (a excepción de Aníbal que fue cartaginés pero ligado al mundo latino), lo que demuestra lo viva que estaba la historia antigua, y que el modelo a imitar se encontraba en los santos, en los militares y en los gobernantes justos. Y por supuesto, en la cartografía del imperio romano.

Para Manrique, la fama no descansa en las riquezas y bienes materiales: un burgués puede acumularlas por raudales y ser famoso, pero el fundamento de su concepto original, tan alejado en la actualidad, no se relaciona con los tesoros, sino con la determinación de ir a la guerra y ganarlas. Dice en las coplas sobre su padre:

“Non dexó grandes tesoros,

ni alcançó muchas riquezas

ni vaxillas;

mas fizo guerra a los moros

ganando sus fortalezas e sus villas”

Muerte y amor

La muerte para Manrique es la gran igualadora: ahí donde papas, prelados y emperadores ejercen su poder, finalmente son tratados de la misma forma por la Muerte que a los pastores más humildes. En la guerra, la muerte se erige como una jueza imparcial, no importándole ni castillos, ni huestes, ni pendones, ni estandartes. Es una flecha móvil que no sabe de obstáculos, avanza y es eficaz en sus designios. Pero también la guerra es entendida como una alegoría militar del amor, viejo tópico de Ovidio restablecido por Manrique: Militat omnis amans, et habet sua castra Cupido, Es soldado todo amante y Cupido tiene su campamento propio.  El corazón es un castillo, y el amante debe asediarlo para conquistar a la mujer, como canta Manrique en Castillo de Amor:

“Porque estays apoderada

vos de toda mi firmeza

en tal son,

que no puede ser tomada

a fuerça mi fortaleza

ni a traición”.

Y si Cupido tiene su campamento propio, la mujer no solo puede estar prisionera en una fortaleza, en la que intrépidos escaladores asedian sus muros para alcanzar la meta, sino que ella también puede cautivar al guerrero para aprisionarlo con su beldad y mesura.

Una conclusión

El valor de Las Coplas a la muerte de su padre reside no sólo en su originalidad poética, sino que sintetiza de manera asombrosa lo mejor de la vieja España y sus raíces: el estoicismo para enfrentar a la muerte, el orden espiritual y terrenal del Dios cristiano, el ejemplo anclado en la buena fama como tercera vía para enfrentarse a la muerte, la guerra como unidad y como lugar de temple; y desde otro ángulo, es un poema inaugural que explicita los fundamentos que tendrían los futuros conquistadores en las nuevas tierras con la expansión del imperio y el establecimiento de la verdad cristiana universal. En suma, en los versos de Manrique se pueden rastrear ideas de pensadores del mundo grecolatino y de los padres de la Iglesia, en un tono elegíaco de elevación paterno-filial que es filosofía en verso en todo su esplendor. No existe otro ejemplo de concisión y estilo fuera de la literatura hispana.

 

Bibliografía recomendada

Coplas a la Muerte de su Padre, Jorge Manrique. Editorial Edaf, edición de Amparo Medina-Ríos.

La época medieval, J.A. García de Cortázar. Alianza Universidad.

España frente a Europa, Gustavo Bueno. Pentalfa.

Poesía medieval, edición de Víctor Lama. De Bolsillo.

La poesía lírica española, Guillermo Díaz-Plaja. Editorial Labor.

Romancero viejo, edición de María Cruz García de Enterría, Castalia Didáctica.

martes, 6 de septiembre de 2022

Sobre la hybris a partir de un episodio del Amadís de Gaula

Uno de los episodios más notables de la obra maestra de los libros de caballería, El Amadís de Gaula, ocurre cuando se enfrenta a Dardán El soberbio en singular combate. Amadís representa el ideal clásico del caballero cristiano: es humilde, sencillo, presto a servir a los huérfanos, a las viudas y a los desamparados. Dardán es su perfecto opuesto: altanero, arrogante y violento.

Su primer encuentro ocurre cuando en una de sus tantas aventuras, Amadís solicita al señor de un castillo que le dé alojamiento, pero el señor lo desprecia y le pide que se largue. Amadís entiende que la única forma de reparar esta afrenta a su honor caballeresco es desafiando en un duelo a su agresor: el señor se niega, diciendo que es de noche y se refugia en su torre. En efecto, el señor de esa torre que ha despreciado a nuestro caballero es Dardán. Amadís sigue su camino.
Más adelante, Amadís se encuentra con dos doncellas que lo acogen en su campamento. Resulta que ellas se dirigen a la corte del Rey Lisuarte para presenciar un juicio por combate (juicio divino), y en la querella, una parte -por un azar lleno de sentido- tiene como representante al mismísimo Dardán, pero la otra parte, una viuda, necesita a un campeón que la represente, pues debido a un conflicto legal puede perder su herencia. Amadís sabe que no puede desaprovechar esa oportunidad, y no pudiendo negar su espada a una viuda, se ofrece para oficiar en el combate. ¿Entonces lo hace motivado por la venganza y la ayuda a la viuda es solo una coartada? No, como veremos más adelante.
Tras una serie de peripecias (los libros de caballería están repletos de aventuras, los encuentros son constantes y sonantes), finalmente llega a Amadís a la corte del rey, con un detalle; se esconde en un bosque para no aparecer entre la fanfarria y el festejo al campo de batalla, y en segundo término, para esconder su identidad. En el lugar, Dardán salta al campo de batalla exhibiéndose como un retador invencible, haciendo gala de su armadura y sus habilidades. Es en ese momento en que Amadís se transforma en su reverso perfecto, en su némesis: emerge de la floresta ofreciéndose como campeón con el yelmo abajo, para no revelar su rostro, y ante la maravilla de los presentes, con su escudo dañado pero entero de cuerpo, la viuda acepta su defensa. Entonces se baten en una justa clásica: primero a caballo y con lanzas, luego a espadas, y finalmente a pie, dándose golpes y estocadas mortales (un apunte: estas historias eran mal vistas en su época, sobre todo por el clero, pues vindicaban la violencia y los competidores de justas emulaban a sus héroes caballerescos, muchas veces con consecuencias nefastas).
La pelea es mortal, hasta que en un lance, Amadís logra derribar a su atacante, y pidiéndole que se rinda, le perdona la vida. Tras darle una lección de humildad, Amadís sin revelar su verdadera identidad, hace una reverencia y se retira nuevamente al bosque, ante el asombro de todos.
Pero acá es donde la desmesura y la soberbia hacen lo suyo: Dardán, el caballero más soberbio de cuantos han habido en el mundo, enloquece de celos al oír a su prometida que prefiere la elegancia y la humildad de su atacante, y preso de la ira, la atraviesa en dos con su espada, y no bastando con su acto desesperado, se suicida.
Y eso nos lleva al último párrafo del capítulo XIII, que nos dice:
"Aquella muerte plugo mucho a todos los más, porque ahunque este Dardán era el más valiente y esforzado cavallero, su sobervia y mala condición fazían que lo no empleasse sino en injuria de muchos, tomando las cosas desaforadas, teniendo en mas su fuerza y gran ardimiento del corazón que el juicio del Señor muy alto, que con muy poco del su poder haze que los muy fuertes de los muy flacos vencidos y deshonrados sean (pág. 374)"
Que es otra manera de decir que la soberbia es una fuerza ciega que nos arrastra hacia los placeres que irrazonablemente nos gobiernan, y junto a Aristóteles decimos que el placer que provoca esa soberbia es por el objetivo de "sentirse superior al resto". Y la literatura está plagada de ícaros y prometeos que quisieron ser más grandes de lo que eran, siempre con funestos resultados.

martes, 31 de mayo de 2022

Kalpa Imperial

 


“Fue un buen emperador. No les diré que fue perfecto porque no lo fue; mis buenos amigos, ningún hombre es perfecto y un emperador lo es menos que cualquiera porque tiene en sus manos el poder, y el poder es dañino como un animal no del todo domesticado, es peligroso como un ácido, dulce y mortal como miel envenenada.”

Para el filósofo español Gustavo Bueno (1924-2016), la dinámica de la historia no se explica por la lucha de clases, sino por la lucha entre Estados, dialéctica materialista que tiene su culmen en el nacimiento, desarrollo y expansión de los imperios, orgánica que a su vez, solo los Estados más avanzados logran alcanzar. ¿Qué es un imperio? Siguiendo a Bueno, podríamos responderlo no a través de una precisión semántica, sino que describiendo su comportamiento, esto es, un grupo de partes diferentes organizadas políticamente a través de un centro, que afianzadas en plataformas territoriales,  diseminan en otros pueblos o culturas su influencia no sólo desde una perspectiva de poder político real, sino que también por medio de lenguas, conocimientos, creencias y comercios, por sólo mencionar algunas actividades humanas. Es en este gran marco que podemos inscribir este libro de la escritora argentina Angélica Gorodischer (1928-2022), que por medio de un conjunto de relatos, asistimos a su particular visión del imperio desde adentro, rebasando las nociones históricas de los imperios realmente existentes, con un desarrollo y una potencia que solo la ficción puede brindar.

Kalpa Imperial es el imperio más vasto concebido por mente alguna, tan grande que una sola vida no basta para recorrerlo entero. A través de once piezas, que se pueden leer de manera independiente, asistiremos a fratricidios, luchas encarnizadas por el trono, imperios derrumbándose y rearmándose, batallas cruentas entre ejércitos, generales andróginos que seducen a jovencitos, médicos misteriosos que se niegan a tratar a cualquier enfermo, vagabundos que se esconden en jardines reales, contadores de historias, que a la manera de las Mil y una noches, cuentan historias de emperadores a emperadores, caravanas de mercaderes que esconden secretos y pueblos barbáricos que desafían la integridad de la civilización, en suma, un portentoso friso e imaginativo donde cohabita toda la fauna humana, desde pobres zarrapastrosos que mendingan por las calles, nobles codiciosos y enfermos, aristócratas venidos a menos (y a más), hasta generales que conspiran planificando golpes de Estado.

Es imposible no hacer una genealogía con otras obras que anteceden a Kalpa Imperial. El libro está dedicado a Hans Christian Andersen, Tolkien e Italo Calvino. Del primero, la autora argentina recurre a las fábulas infantiles, no siempre felices, que esconden toda una tradición parenética, con historias que encubren y muestran la miseria humana; de Tolkien, en la construcción de un universo medieval,  cortesano y guerrero, con sus enormes dinastías, pero sin recurrir al plano fantástico; y de Calvino, las paradojas de sus personajes, las descripciones de las ciudades y el tono sereno e hilvanado, en la cual va trenzando una historia, todas contadas por un narrador como de paso, o para seguir la línea imaginaria que propone la obra, las narraciones que declamaban los antiguos poetas.

El tono recuerda al de las antiguas crónicas del medioevo, y es el narrador, el contador de historias, el que va entrelazando cada capítulo de sangre, en los que no faltará la belleza y el amor, y donde no encontraremos a damiselas en apuros: al revés, la autora presenta el perfil de mujeres ruines, perversas y malvadas, pero también heroicas, compasivas y cómo no, la historia de una emperatriz sin linaje que desafió todas las convenciones, y que con astucia y rigor llegó a sentarse en el trono para coronarse como la máxima figura imperial.

viernes, 13 de mayo de 2022

El juego, el amor y la prisión, en La Invasión Divina de Philip K. Dick

“Su liberación es lo que los encarcelará. Una paradoja: le hemos dado libertad al constructor de mazmorras. Es nuestro deseo de emanciparlos, hemos aplastado las almas de todos los seres vivientes” (PKD, La invasión divina)

La invasión divina (1980) fue una de sus últimas obras que publicó Philip K. Dick antes de morir. Con una larga serie de novelas que partieron en la década del cincuenta, su escritura, en este último trecho de su vida, había dejado totalmente de lado la introducción de adelantos tecnológicos, que como bien sabemos, es lo que “materialmente” dota de verosimilitud al género de la ciencia-ficción, la regla implícita con la cual se escribe ficción con la ciencia a un costado (o mirando detrás del hombro), para teorizar sobre la aplicación en un plano físico y posible una tecnología inexistente, pero que perfectamente podría desarrollarse en un futuro, aún ésta viole las reglas más simples de la física: se trata de una narrativa hipotética, que simula anclajes teóricos basándose en ciencias realmente existentes, o que podrían existir en una posible hibridación o desarrollo ulterior de un campo científico.

En La Invasión Divina están todas las obsesiones de Dick: la realidad material versus la realidad ilusoria, las conciencias criogenizadas viviendo en mundos ilusorios, el despliegue de poderes totalitarios y maquiavélicos, objetivados en este caso en un (im)posible bloque mundial dominado por la Iglesia Católica Islámica, y el Partido Comunista Científico. La novela (ya hablaremos de su argumento) está atravesada por un misticismo muy cercano a la gnosis y a la cábala, es decir, está más cerca de especulaciones religiosas que científicas, al grado tal, que la materialidad científica que plantea este mundo ficcional está rota, con campos de energía positrónicos o robots sirvientes que parecen sacados de los Jetsons (1962) o de películas clase Z. Los personajes aún escuchan música en cintas, cuando en Estados Unidos ya en 1978 se comercializaban laser discs, los antecesores del CD y el DVD. El concepto de la positrónica es aún más viejo: Isaac Asimov lo teorizó durante los años cuarenta, especulando que el cerebro de un robot podría estar creado en base a positrones, simulando las conexiones neuronales (que con el desarrollo de la informática y de la IA ahora no tiene sentido), dejando en claro que la veta de Dick como inventor de prodigios está acabada: poco tenía que hacer frente a la nueva avalancha de escritores anglosajones que teorizaban respecto al ciberespacio, sobre nuevas fuentes de energía que permitiesen alcanzar la velocidad de la luz o los últimos avances en materia de manipulación genética que precedería al transhumanismo.

El argumento se podría resumir en una suerte de surrealismo autobiográfico con altos toques de misticismo, dejando a un lado la parafernalia científica, que como siempre en los libros de Dick, son puentes para el desarrollo de la trama, y no hipótesis respaldadas en documentos científicos. La invasión Divina es una novela de fuertes ecos precristianos, específicamente enraizada con la tradición del judaísmo rabínico y su expresión en la Cábala, la Torá y el Talmud, en la que el creador de todo lo existente escogió a un pueblo (el único que aceptó ciegamente sus preceptos), para que su palabra se diseminara por el universo. Asistimos pues, a un regreso de la Divinidad, quien fecundando a Rybys, una mujer hipocondriaca que sufre de una enfermedad terminal, une su destino con el protagonista del libro, Herb Asher.

En esta ocasión, como un demiurgo, Dick despliega la trama a través de diversos planos, estableciendo un mundo narrativo en el que: a) los protagonistas viven encerrados dentro de cápsulas en el planeta CY30-CY30B: b) pero en realidad sus cuerpos están destruidos y viven una fantasía criogénica, tal cual como una Matrix y: c) El niño que lleva en el vientre la mujer, que es Dios, lleva una vida normal en la Tierra, sin sus padres y con una enfermedad que afecta su memoria. Dios no sabe que es Dios, pero lo intuye, está a punto de recordarlo. Con este esquema, Dick vierte todo su espíritu lúdico de un director de juegos en su novela, moviendo a sus personajes como trágicas marionetas que no saben si es la realidad que están experimentando es una alucinación provocada por drogas o por una fuente externa; incluso el mismo Dios (Emanuelle es su nombre terrestre) ha perdido su ubicuidad y omnipotencia, por su problema mental, haciéndolo más equitativo al antidios o al némesis que debe enfrentar en un juego a muerte: a Belial, una antifuerza o antienergía primordial que se ha propuesto destruir a la existencia, al reino de Dios.

Los presupuestos teológicos y místicos que maneja Dick, no siempre son coherentes. Uno de sus personajes postula que viviríamos una realidad dual, como la presentan los gnósticos, un mundo material y físico creado por un demiurgo o Satanás, y otro espiritual que ha penetrado a este universo, luz divina del verdadero Dios. Pero al mismo tiempo, teoriza que este mundo material y espiritual es obra de Yah, o Yahveh como en las Antiguas Escrituras, pero con la Caída, fue corrompido y arruinado por Lucifer, incapaz de soportar la belleza de la creación. Las religiones, y las creencias, siempre fueron campo lúdico para Dick, por lo cual intentar armar una visión unitaria respecto a la divinidad en su obra, en particular en esta novela, sería una tarea infructuosa, llena de baches. 

El núcleo de este libro y donde propongo que mejor podemos entenderlo, es la libertad, entendida como una potencia creadora, una herramienta (nunca un fin) para quitarse de encima los velos o engaños, una llave para no extraviarse en laberintos mentales o metafísicos. La forma de la novela es la de una cárcel: Belial, el antidios, se encuentra enjaulado con forma animal en un zoológico, pero sus protagonistas están encerrados primero en cápsulas dentro de un planeta hostil y dañino, para luego descubrir que solo sus conciencias tienen sustento real, pues sus cuerpos están congelados. El mismo Dios de la novela está perdido en sus recuerdos, desconociendo su verdadera naturaleza, no es libre, pues desconoce las reglas del juego que él mismo ha creado.

El protagonista, Herb Asher, como bien decimos, cumple una función de un nuevo José, como padre de un niño Dios, pero vive una existencia mundana como propietario de una tienda de música y amplificación de sonidos. Como buen melómano, está obsesionado con una cantante, con Linda Fox, y como confidente, tiene a su amigo Elias Tate, que en uno de los mundos asume la figura de un anciano barbón con aspecto de mendigo, y en otro es un ciudadano negro que habla y predica todo el día sobre el fin del mundo y el próximo Advenimiento (así con mayúsculas) de una nueva religión o fe. Elias es el único que puede entender y comunicarse con las ideas más deschavetadas del protagonista, quien si bien no siempre está consciente de la realidad que padece, intuye la verdad. Linda Fox, representa para Asher la posibilidad de una nueva vida, pero llega a dudar de su real existencia, cree que es solo una alucinación de su mente. Hasta que en un momento la ve cantar en un concierto, ocasión en que está muy cerca, a centímetros, de poder hablar y conocerla. La novela plantea de manera muy ingeniosa la posibilidad de que esa hipotética relación amorosa reconstituya el orden del universo o termine destruyéndolo, y es en estas coordenadas donde aflora la prosa más profunda de Dick, preguntándose qué significa amar a alguien, cuáles son sus implicancias y por qué la entrega y la renuncia no siempre son opuestas, sino como en todo sistema lúdico, las más de las veces son parte de una estrategia, caras de una misma moneda, y por qué no, también una llave para salir de la prisión.

“Los que viven aquí abajo son prisioneros, y la peor de las tragedias es que no lo saben. Creen ser libres porque nunca han sido libres y no entienden lo que eso significa. Esto es una prisión, y muy pocos hombres han logrado adivinarlo.”


 

miércoles, 20 de abril de 2022

Reflexiones en una silla de ruedas, a propósito de El oráculo de la Fortuna

“Crucé laberintos de oscuridad infinita para llegar a ti. Yo iba a cumplir el rol que me pidieras, ese era mi fin: que me quedara contigo a pesar de todo. Sé que tienes pena, porque me duele, y es culpa tuya, porque me duele y pude haberme soltado mucho antes. Preferí quedarme aquí. No hay suficiente amor en el mundo para cubrir esta pena, pero haré lo posible para abrazarla. (…) Ahora sé que puedo cruzar océanos negros”

Junto a la guerra, detrás, adelante, o de costado, siempre viene el amor. La literatura nace con la narración de una conflagración, pero la guerra entre aqueos y troyanos se declaró por el rapto de Helena, y que haya sido o no por amor, fue por amor que se libró su rescate, y fue también por amor a una sacerdotisa que se desató la cólera de Aquiles. El oráculo de la fortuna, la novela de Aldo Berríos, no trata sobre griegos, pero su herencia palpita en sus páginas. Alberto Bruna, su protagonista, es un escritor sumido en la melancolía, sin mujer ni hijos, se mueve por el mundo en una silla de ruedas,  confinado a vivir una vida postrado tras sobrevivir a un trágico accidente automovilístico. Sin poder levantar una obra literaria que le permita vivir con holgura, ha renunciado de momento a su tarea, para dedicarse a escribir los curiosos, muchas veces ilógicos y divertidos, mensajes que vienen al interior de las galletas chinas de la fortuna. Esta imagen es repetitiva, porque nos recuerda que en efecto, toda cosa, persona o lugar, esconde dentro de sí un mensaje, muchas veces un mensaje que llena de vergüenza o de dolor a su portador.

La novela trata sobre roturas, sobre heridas irrecuperables, pero también sobre las configuraciones y los tiempos que determinan las relaciones entre personas. Alberto Bruna guarda unas muñecas rusas, unas matrioskas coloridas y bellas, enviadas por su padre, quien tras el golpe de Estado del 73 en Chile debió exiliarse en Moscú, y que en su persistencia para que su hijo no lo olvide, se las hace llegar una tras otra ¿pero qué quieren decir estos envíos? Probablemente lo mismo que las galletas de la fortuna, que las personas se van encapsulando, y que al ir retirando cada muñeca para llegar hasta el interior nos encontramos en última instancia con la sustancia de lo que estamos hecho: polvo y arena.

El punto central de la novela es una larga reflexión entre la relación más intensa que pueden sostener dos personas: el amor, que trae a su vez aparejado el odio, la envidia, el desdén, y finalmente el desengaño, que —siguiendo la metáfora que propone Aldo con las matrioskas—sería la rotura de la última muñeca que sostiene el armazón de un sentimiento, siempre frágil, siempre al borde del abismo, siempre tan condicionado por el tiempo y el espacio, monstruoso, porque es capaz de engendrar una traición o una muerte, o divino, porque puede redundar en la creación de un nuevo ser. Y entre ese mar de reflexiones y evocaciones, la figura del escritor Alberto, cada vez más desvanecida, se propone como último intento recuperar a Helena (sí, como la Helena de Troya, y una vez más podemos evocar la figura del caballo de madera, recordándonos que todos somos interioridad y misterio), pero lo que encontrará en su viaje será algo muy distinto. Y en ese encontrar, es cuando emerge de la sombra un amor, un proyecto que pueda darle sentido a su vida: su novela La luz fantasma.

El amor ha dado una serie de géneros objetivados en obras y composiciones presentes en toda la literatura universal, como las églogas, los cancioneros de amor y obras tan raras y vastas como El Sueño de Polífilo o El Decameron. Los antiguos poetas del medioevo tenían muy en alta estima el amor, a grado tal que si un poeta no estaba enamorado, al menos debía fingir estarlo. Por amor se ha matado y se ha muerto, se han edificado reinos y se han destruido dinastías, pero fuera del marco de la tragedia (que esta obra no lo es), no podemos dejar de recordar los versos inmortales de Virgilio, omnia vincit Amor; et nos cedamus Amori (El amor todo lo vence, entonces demos paso al amor), porque no solo lo podemos concebir como una fuerza arrolladora que arrebata a los sentidos, sino también como una luz que va creciendo, y que esa luz enmarañada escode gestos y momentos imperceptibles, que tarde o temprano eclosionan y se liberan, y más allá de una pasión desbocada, termina siendo la piedra angular de lo nuevo, de lo que vendrá.

Con una escritura pulcra que recuerda a los simbolistas franceses, Aldo Berríos propone en poco más de cien páginas, el devenir completo, con su pasado, su misterio y la irresolución oracular de una vida, del escritor Alberto Bruna, un hombre a la que la Fortuna, aquella dama que muchas veces da a quien menos merece y quita a quién más necesita, busca un lugar (y un tiempo) en un mundo marcado por la pérdida y el desengaño. ¿Es posible trazar un nuevo camino cuándo se han extraviado todos? Es lo que intenta desentrañar esta novela, tender puentes entre abismos, registrar esos estados mentales desvanecidos que provocan una ilusión más terrible que la realidad, aquella necedad de pensar que la vida se ha detenido mientras el mundo sigue y avanza hacia un fin, y entre medio el amor, el amor juvenil y frágil que visto en retrospectiva, por un personaje ya maduro, representa un oasis, un lugar al cual aferrarse en medio de una vida que se hunde, pero lentamente.

martes, 22 de marzo de 2022

Yoshimi Paradox o la paradoja de la máscara

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“Procura de ir con cautela en el ver, en el oír y muchas más en el hablar. Oye a todos y de ninguno te fíes. Tendrás a todos por amigos, pero guardarte has de todos como de enemigos" Baltazar Gracián

Yoshimi Paradox es una gran mascarada. En primer lugar, porque su trama —que podemos reducir en pocas líneas—trata sobre la búsqueda de un personaje, una tal Yoshimi Komatsu, bloguera de comienzos del siglo XXI, que en algún momento publicó en una gran editorial para luego desaparecer, y en segundo lugar, porque todos los personajes que desfilan a lo largo de las páginas del libro, están basados en personas reales que sentaron y desarrollaron las primeras bases de la ciencia-ficción chilena de los últimos decenios.  No obstante, los trasuntos escondidos en nombres diferentes y metamorfoseados no son identidades que coincidan plenamente con sus referentes: hay máscaras sobre máscaras, retazos o fragmentos biográficos. Es el poder que entrega la ficción. Si Amira se hubiese limitado a historiar una época, habría tenido que limitarse a cotejar cada publicación o evento en un estilo periodístico que habría empobrecido el relato; al revés, puede alterar biografías, cronologías e introducirse en recovecos íntimos que sin el pacto ficcional es imposible.

¿Pero qué es una máscara? Para referirnos a ella, también tenemos que hablar del concepto de persona, porque en sus inicios, persona se le decía en el mundo griego a la máscara que llevaban los actores para interpretar un rol en el teatro, per-sonare, el que suena, el que habla. No en vano decimos de alguien que es sincero porque no actúa, es decir no lleva cera, uno de los materiales predilectos de estas antiguas máscaras. En las sociedades preestatales, las máscaras eran utilizadas de manera ritual por los chamanes para conectarse con entidades metafísicas o seres espirituales, representaban una conexión, una llave, entre el mundo terrenal y divino. Hay mucho de aquello en la configuración de una persona: asumimos máscaras ya sea para mimetizarnos con el entorno, para seducir, para generar temor o para adentrarse en el trabajo. Una de las imprecisiones más grandes, por no decir falsedades, es cuando alguien dice ser siempre igual, que se comporta y trata a todo el mundo de una misma manera, señalando esta actitud como un valor per se. ¿Pero realmente una identidad determinada puede ser siempre la misma persona? ¿Acaso un adulto que trata con un niño de cinco años, y que luego va al bar para confidenciarle sus problemas íntimos a su amigo es la misma persona, la misma máscara?

Intimidad y misterio son dos ejes sobre los cuales descansa la idea de persona. Lo íntimo, porque a diferencia de los animales y las cosas los individuos tienen una vida interna privada, y lo misterioso, porque teniendo la complejidad y el potencial creador de un Dios, somos finitos, pronto nos iremos para dar espacio a otros individuos. Yoshimi Paradox, como bien decíamos, es la búsqueda de una persona, pero también implica la fijación de una identidad. Identidad, no es un término unívoco, sino más bien análogo, porque su uso posee muchas acepciones según el contexto, podemos hablar de identidad de género o identidad nacional, lo “identitario”. En el caso de una persona, de la psique para ser más precisos, tiene como características la fijación de la existencia en el tiempo, además de tener un principio de auto- sustentabilidad. A diferencia de la idea de persona, que nació con la máscara, el origen de identidad es más difuso, pues originalmente fue un término en latín que provenía de identitas, id-ente, “qué es una cosa”, es decir, una palabra para preguntarse por la naturaleza de algo. Es, en efecto, una palabra que se desarrolló durante la escolástica, un término de origen religioso, el que Santo Tomás lo utilizaba para referirse a una unidad, la unidad de algo, de una persona o una cosa, una identidad.  La identidad, para la ley, es una asociación expresada en un número respecto a una persona natural o jurídica, y para la psiquiatría moderna, una unidad psíquica que de ser disgregada o disuelta, puede generar trastornos, como el famoso trastorno de personalidad múltiple, mejor conocido como trastorno de identidad asociativa, o el Alzheimer, que implica la desintegración progresiva de una unidad.

La novela de Amira posee dos estructuras que bien vale la pena señalar. La primera es la entrevista, formato en la que una estudiante de letras propone como trabajo de tesis indagar en la obra y figura de Yoshimi, para lo cual interrogará a una serie de personajes que trataron directa o indirectamente con la desaparecida autora; el segundo formato es el blog mismo de Yoshimi, y que como todo diario, no solo busca inventariar el día a día, sino que es una búsqueda interna, pero al revés de la privacidad de un diario inédito, el blog es un ejercicio abierto de introspección y retrospección voyerista; en la que se configura una identidad, la cual se busca fijar en el tiempo y en el espacio; y una personalidad, que va con sus vaivenes y múltiples mareas.

Masked de Rebecca Wood
Pero también es la indagación de una generación concreta, enmascarada en Yoshimi, una generación que levantó un movimiento en Chile con una serie de publicaciones y autores, que durante ocho años se encargó de articular un movimiento que sirvió como centro de creación y semillero de talentos; hasta el 2022 aún no ha cristalizado en una obra maestra o señera que pudiera aglutinar múltiples caminos y desarrollos a posteriori: sus principales referentes han muerto o se han retirado de este tronco, algunos por considerar a la ciencia-ficción como un lugar de paso, de turisteo, otros por pensar que es un producto de manufactura anglosajona —imposible de replicar en Chile— el cual tiene para sí un aparataje materializado en tiradas sobre 100 mil ejemplares, premios dotados en miles de dólares, además de estar engarzada en centros productivos y científicos vanguardistas, al grado tal que ni siquiera durante la Guerra Fría tuvo a rivales a su altura ¿dónde están los grandes escritores de ciencia-ficción soviéticos o japoneses? Existen, pero en antologías marginales y cuyos nombres no impactaron con la misma densidad en la cultura popular como H.G Wells, Asimov, Orwell o Huxley, o en la literatura como Vonnegut, Le Guin o Greg Egan.

Yoshimi es una novela artefacto para repensar los mitos, el mito de la misma Internet, por ejemplo, la cual alguna vez se le entregó cualidades de ubicuidad infinita, cuando en realidad a cada minuto se pierden miles de datos y páginas web cierran irrevocablemente. Y también es el mito de la amistad, una red de máscaras, en las que el lector, al poco correr de las páginas, podría reconocer máscaras sobre máscaras, que protegiendo o desdibujando identidades verdaderas, buscan sacar a la luz el doble fondo, el revés de las ficciones de lo que podemos intuir apenas un atisbo lumínico, bajo pliegos y agujeros de oscuridad ilimitada.

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