“Su liberación es lo que los encarcelará. Una paradoja: le hemos dado libertad al constructor de mazmorras. Es nuestro deseo de emanciparlos, hemos aplastado las almas de todos los seres vivientes” (PKD, La invasión divina)
La invasión divina (1980) fue una de sus últimas obras que publicó Philip K. Dick antes de morir. Con una larga serie de novelas que partieron en la década del cincuenta, su escritura, en este último trecho de su vida, había dejado totalmente de lado la introducción de adelantos tecnológicos, que como bien sabemos, es lo que “materialmente” dota de verosimilitud al género de la ciencia-ficción, la regla implícita con la cual se escribe ficción con la ciencia a un costado (o mirando detrás del hombro), para teorizar sobre la aplicación en un plano físico y posible una tecnología inexistente, pero que perfectamente podría desarrollarse en un futuro, aún ésta viole las reglas más simples de la física: se trata de una narrativa hipotética, que simula anclajes teóricos basándose en ciencias realmente existentes, o que podrían existir en una posible hibridación o desarrollo ulterior de un campo científico.
En La Invasión Divina están todas las obsesiones de Dick: la realidad
material versus la realidad ilusoria, las conciencias criogenizadas viviendo en
mundos ilusorios, el despliegue de poderes totalitarios y maquiavélicos,
objetivados en este caso en un (im)posible bloque mundial dominado por la
Iglesia Católica Islámica, y el Partido Comunista Científico. La novela (ya
hablaremos de su argumento) está atravesada por un misticismo muy cercano a la
gnosis y a la cábala, es decir, está más cerca de especulaciones religiosas que
científicas, al grado tal, que la materialidad científica que plantea este
mundo ficcional está rota, con campos de
energía positrónicos o robots sirvientes que parecen sacados de los Jetsons
(1962) o de películas clase Z. Los personajes aún escuchan música en cintas,
cuando en Estados Unidos ya en 1978 se comercializaban laser discs, los
antecesores del CD y el DVD. El concepto de la positrónica es aún más viejo:
Isaac Asimov lo teorizó durante los años cuarenta, especulando que el cerebro de un
robot podría estar creado en base a positrones, simulando las conexiones
neuronales (que con el desarrollo de la informática y de la IA ahora no tiene
sentido), dejando en claro que la veta de Dick como inventor de prodigios está
acabada: poco tenía que hacer frente a la nueva avalancha de escritores anglosajones
que teorizaban respecto al ciberespacio, sobre nuevas fuentes de energía que
permitiesen alcanzar la velocidad de la luz o los últimos avances en materia de
manipulación genética que precedería al transhumanismo.
El argumento se podría resumir en
una suerte de surrealismo autobiográfico con altos toques de misticismo, dejando
a un lado la parafernalia científica, que como siempre en los libros de Dick,
son puentes para el desarrollo de la trama, y no hipótesis respaldadas en
documentos científicos. La invasión
Divina es una novela de fuertes ecos precristianos, específicamente enraizada
con la tradición del judaísmo rabínico y su expresión en la Cábala, la Torá y
el Talmud, en la que el creador de todo lo existente escogió a un pueblo (el
único que aceptó ciegamente sus preceptos), para que su palabra se diseminara
por el universo. Asistimos pues, a un regreso
de la Divinidad, quien fecundando a Rybys, una mujer hipocondriaca que sufre de
una enfermedad terminal, une su destino con el protagonista del libro, Herb
Asher.
En esta ocasión, como un
demiurgo, Dick despliega la trama a través de diversos planos, estableciendo un
mundo narrativo en el que: a) los protagonistas viven encerrados dentro de
cápsulas en el planeta CY30-CY30B: b) pero en realidad sus cuerpos están
destruidos y viven una fantasía criogénica, tal cual como una Matrix y: c) El
niño que lleva en el vientre la mujer, que es Dios, lleva una vida normal en la
Tierra, sin sus padres y con una enfermedad que afecta su memoria. Dios no sabe
que es Dios, pero lo intuye, está a punto de recordarlo. Con este esquema, Dick
vierte todo su espíritu lúdico de un director de juegos en su novela, moviendo
a sus personajes como trágicas marionetas que no saben si es la realidad que
están experimentando es una alucinación provocada por drogas o por una fuente
externa; incluso el mismo Dios (Emanuelle es su nombre terrestre) ha perdido su
ubicuidad y omnipotencia, por su problema mental, haciéndolo más equitativo al
antidios o al némesis que debe enfrentar en un juego a muerte: a Belial, una
antifuerza o antienergía primordial que se ha propuesto destruir a la
existencia, al reino de Dios.
Los presupuestos teológicos y místicos que maneja Dick, no siempre son coherentes. Uno de sus personajes postula que viviríamos una realidad dual, como la presentan los gnósticos, un mundo material y físico creado por un demiurgo o Satanás, y otro espiritual que ha penetrado a este universo, luz divina del verdadero Dios. Pero al mismo tiempo, teoriza que este mundo material y espiritual es obra de Yah, o Yahveh como en las Antiguas Escrituras, pero con la Caída, fue corrompido y arruinado por Lucifer, incapaz de soportar la belleza de la creación. Las religiones, y las creencias, siempre fueron campo lúdico para Dick, por lo cual intentar armar una visión unitaria respecto a la divinidad en su obra, en particular en esta novela, sería una tarea infructuosa, llena de baches.
El núcleo de este libro —y donde propongo que mejor podemos entenderlo—, es la libertad, entendida como una potencia creadora, una herramienta (nunca un fin) para quitarse de encima los velos o engaños, una llave para no extraviarse en laberintos mentales o metafísicos. La forma de la novela es la de una cárcel: Belial, el antidios, se encuentra enjaulado con forma animal en un zoológico, pero sus protagonistas están encerrados primero en cápsulas dentro de un planeta hostil y dañino, para luego descubrir que solo sus conciencias tienen sustento real, pues sus cuerpos están congelados. El mismo Dios de la novela está perdido en sus recuerdos, desconociendo su verdadera naturaleza, no es libre, pues desconoce las reglas del juego que él mismo ha creado.
El protagonista, Herb Asher, como
bien decimos, cumple una función de un nuevo José, como padre de un niño Dios,
pero vive una existencia mundana como propietario de una tienda de música y
amplificación de sonidos. Como buen melómano, está obsesionado con una
cantante, con Linda Fox, y como confidente, tiene a su amigo Elias Tate, que en
uno de los mundos asume la figura de un anciano barbón con aspecto de mendigo, y en otro es un
ciudadano negro que habla y predica todo el día sobre el fin del mundo y el
próximo Advenimiento (así con mayúsculas) de una nueva religión o fe. Elias es
el único que puede entender y comunicarse con las ideas más deschavetadas del
protagonista, quien si bien no siempre está consciente de la realidad que
padece, intuye la verdad. Linda Fox, representa para Asher la posibilidad de
una nueva vida, pero llega a dudar de su real existencia, cree que es solo una
alucinación de su mente. Hasta que en un momento la ve cantar en un concierto, ocasión en que está muy cerca, a centímetros, de poder hablar y conocerla. La novela plantea
de manera muy ingeniosa la posibilidad de que esa hipotética relación amorosa
reconstituya el orden del universo o termine destruyéndolo, y es en estas
coordenadas donde aflora la prosa más profunda de Dick, preguntándose qué
significa amar a alguien, cuáles son sus implicancias y por qué la entrega y la
renuncia no siempre son opuestas, sino como en todo sistema lúdico, las más de
las veces son parte de una estrategia, caras de una misma moneda, y por qué no, también una llave para salir de la prisión.
“Los que viven aquí abajo son prisioneros, y la peor de las tragedias es que no lo saben. Creen ser libres porque nunca han sido libres y no entienden lo que eso significa. Esto es una prisión, y muy pocos hombres han logrado adivinarlo.”
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