*Publicado originalmente en Revista Ciudad de los Césares Nº132, junio-agosto 2022.
La guerra no solo es una
prolongación de la política, sino también es el lugar donde se gesta la ruindad
y el heroísmo, la vida y la muerte, el ataque y la defensa, en suma, hechos
dignos de ser contados
Cada época, cada tiempo, tiene su ardid. Así como es imposible concebir la
gracia del baile y los juegos de imitación en tiempos de paz, la genealogía de
la literatura —muy lejos de nacer en un club selecto de señoritos —tuvo su
origen en el campo de batalla; pluma y espada se entrelazan en una frenética
danza mortal, y no siempre para glorificar los hechos beligerantes. Ya la
antigua Grecia tuvo a su Arquíloco, poeta y soldado que prefirió lanzar su
escudo y beber un buen vino antes que pelear, o Aristófanes, que condenó a los
demagogos que llamaban a las armas en su comedia Los Caballeros, por el hecho de que las invasiones afectaban con
mayor fuerza a los campesinos que a los nobles. En el otro extremo de la tradición,
no podemos dejar de mencionar a los escaldas, antiguos poetas vikingos que
ejercieron guerra y poesía como profesión, y en el mundo galo, Bertran de Born,
admirado por Ezra Pound, poeta del siglo XII que glorificó la guerra, por ser
una vía para ejecutar sus vendettas y mejorar su situación económica.
En la antigua España, católica e hija de Roma, el nacimiento de sus letras
guarda una relación muy similar con la tradición griega, pues al igual que la
Ilíada, El cantar de Mío Cid es su poema inaugural, el que como bien
sabemos, trata sobre su destierro y su entronización heroica en las batallas
contra los moros. En esta herencia de soldados poetas y cantos bélicos, a
mediados del siglo XIV, casi cerrando la Edad Media, aparece la figura de Jorge
Manrique, más conocido por sus Coplas a
la muerte de su padre que por sus hazañas militares. La importancia de su
poema no sólo radica en su carácter elegiaco ni en el uso de la técnica, sino
porque objetiva en sus versos la tradición grecolatina y ejemplifica los
valores más altos a los que puede aspirar un individuo en el mundo hispano: fama,
fuerza, valor y entereza ante la muerte.
Desde sus primeros versos, escritos en un lenguaje vigoroso, alejado de cualquier
afectación y manierismo, somos interpelados de manera indirecta:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso e despierte
contemplando cómo se passa la vida,
cómo se viene la muerte tan callando
Interpelación que nos recuerda la fugacidad de la existencia y la
fragilidad de los placeres sensuales, islas de carne entre océanos de
sufrimiento: “Cuán presto se va el
plazer, cómo, después de acordado, da dolor;
Pero el mundo no
tiene por qué ser un valle de lágrimas y esqueletos
¿Qué rasgos caracterizan a la España que cobijó a Manrique, desde mediados
del 1400, hasta la fecha de su muerte en 1479 cuando solo contaba con 39 años? La
península ibérica comenzaba a levantarse de la dominación mora, pero surgían
graves problemas diplomáticos con Italia y Francia, que buscaban fragmentar su
unidad. En 1469 la corona de Castilla, patria de Manrique, pudiendo unificarse
con el reino de Portugal, finalmente opta por acercarse al reino de Aragón,
siendo la figura de la reina Isabel más gravitante que la de Fernando, pues el
reino castellano tenía mayores recursos económicos y demográficos que el de
Aragón: es el nacimiento de lo que conocemos como España, no aún como nación
moderna, pero sí como fermento del imperio en desarrollo, encauzado en un
régimen monárquico y católico con pretensiones universalistas, que se abrió
paso a través de la Historia en su lucha contra el Islam, y que precisamente
fue ese el motivo que la empujó para avanzar hacia el poniente, no por el
anacronismo de “querer descubrir a América”, sino porque se quería rodear por
la espalda (y con la espada) a los musulmanes.
El ascenso de la Iglesia, como ente espiritual y aglutinador fue clave en
el ordenamiento jerárquico y social, “cada cosa acá en lo bajo, tiene su
correspondencia en lo alto”, siendo piedra fundamental para la resolución de
conflictos entre sus gentes; ahí donde existía belicosidad, se levantaron Asambleas
de tregua y paz, ahí donde los débiles estaban desamparados, se levantaron
hospitales, ahí donde era menester defender a doncellas, viudas y huérfanos, se
bendijo a las órdenes de caballería. Pese a la férrea base espiritual, es en
este siglo XIV donde se cuestiona con mayor fuerza a sacerdotes por llevar una
vida laxa y licenciosa, teniendo como consecuencia que la teoría del poder teocrático
tuviera fisuras, ingresando en las clases ilustradas nuevas ideas con raíces en
las antiguas Grecia y Roma, que bien se pueden rastrear en las composiciones
literarias de la época, como la poesía trovadoresca o las églogas que resaltan
la vida pastoril en armonía sui generis
con la naturaleza.
El siglo XIV fue una época de abundantes poetas: sin imprenta, la poesía
circulaba de mano en mano o era cantada y recitada en plazas públicas y lugares
de encuentro. El canon a imitar, tanto en forma y temática es la escuela
italiana, con Dante y Petrarca a la cabeza; aparecen los cancioneros, que a
semejanza de los antiguos aedos, se componían para ser recitados y cantados a
viva voz, relatando hechos bélicos o amorosos. “La Poetria e gaya sciencia es
una escriptura o composición muy sotil e bien graciosa…” Escribe Juan Alfonso
de Baena, judío converso y autor del cancionero de Baena. La figura de quien
ejerce la poesía es idealizada, debe ser noble, hidalgo y cortés, y debe
preciarse de ser enamorado o al menos fingirlo, aunque muchas veces sea todo lo
contrario, un mujeriego, un flojo y un bebedor.
En Las Coplas de Jorge Manrique se refleja
ese mundo antiguo y católico, en la cual la vida queda dividida entre la
muerte, que es el reino de los cielos, y la existencia material, pasajera y
falaz, lugar de tránsito atado a valles de lágrimas y calaveras, como denuncian
los poetas y sacerdotes de la época, pero, y acá reside la originalidad de
Manrique, abre una tercera vida, que consiste en el esfuerzo del hombre, acción
real en el mundo, desdeñando las riquezas materiales y poniendo por encima a la
fama, no esa fama inútil y estéril del culto a la personalidad de nuestros
tiempos, sino la fama de los triunfos militares, del valor en el trabajo y del
enfrentamiento con la muerte.
La fama es un valor antropológico, no teológico
En las
copla número 27 y 28, Manrique establece una lista de ilustres varones famosos
por distintas razones; por ventura, Octaviano, por estrategia en la guerra,
Julio César, por la sabiduría y la laboriosidad, Aníbal, por la bondad,
Trajano, por festividad y alegría, Tito, por la clemencia, Antonio Pío, por la
fe, el papa Constantino. Separados por casi un milenio de la época en que vivió
Manrique, todos son romanos (a excepción de Aníbal que fue cartaginés pero
ligado al mundo latino), lo que demuestra lo viva que estaba la historia
antigua, y que el modelo a imitar se encontraba en los santos, en los militares
y en los gobernantes justos. Y por supuesto, en la cartografía del imperio
romano.
Para Manrique, la fama no descansa en las riquezas y bienes materiales: un burgués puede acumularlas por raudales y ser famoso, pero el fundamento de su concepto original, tan alejado en la actualidad, no se relaciona con los tesoros, sino con la determinación de ir a la guerra y ganarlas. Dice en las coplas sobre su padre:
“Non dexó grandes tesoros,
ni alcançó muchas riquezas
ni vaxillas;
mas fizo guerra a los moros
ganando sus fortalezas e sus villas”
Muerte y amor
La
muerte para Manrique es la gran igualadora: ahí donde papas, prelados y
emperadores ejercen su poder, finalmente son tratados de la misma forma por la
Muerte que a los pastores más humildes. En la guerra, la muerte se erige como
una jueza imparcial, no importándole ni castillos, ni huestes, ni pendones, ni
estandartes. Es una flecha móvil que no sabe de obstáculos, avanza y es eficaz
en sus designios. Pero también la guerra es entendida como una alegoría militar
del amor, viejo tópico de Ovidio restablecido por Manrique: Militat omnis amans, et habet sua castra
Cupido, Es soldado todo amante y Cupido tiene su campamento propio. El corazón es un castillo, y el amante debe
asediarlo para conquistar a la mujer, como canta Manrique en Castillo de Amor:
“Porque estays apoderada
vos de toda mi firmeza
en tal son,
que no puede ser tomada
a fuerça mi fortaleza
ni a traición”.
Y si
Cupido tiene su campamento propio, la mujer no solo puede estar prisionera en
una fortaleza, en la que intrépidos escaladores asedian sus muros para alcanzar
la meta, sino que ella también puede cautivar al guerrero para aprisionarlo con
su beldad y mesura.
Una conclusión
El
valor de Las Coplas a la muerte de su
padre reside no sólo en su originalidad poética, sino que sintetiza de
manera asombrosa lo mejor de la vieja España y sus raíces: el estoicismo para
enfrentar a la muerte, el orden espiritual y terrenal del Dios cristiano, el
ejemplo anclado en la buena fama como tercera vía para enfrentarse a la muerte,
la guerra como unidad y como lugar de temple; y desde otro ángulo, es un poema
inaugural que explicita los fundamentos que tendrían los futuros conquistadores
en las nuevas tierras con la expansión del imperio y el establecimiento de la
verdad cristiana universal. En suma, en los versos de Manrique se pueden
rastrear ideas de pensadores del mundo grecolatino y de los padres de la
Iglesia, en un tono elegíaco de elevación paterno-filial que es filosofía en
verso en todo su esplendor. No existe otro ejemplo de concisión y estilo fuera
de la literatura hispana.
Bibliografía
recomendada
Coplas a la Muerte de
su Padre, Jorge Manrique. Editorial Edaf, edición de Amparo
Medina-Ríos.
La época medieval, J.A. García de Cortázar. Alianza Universidad.
España frente a
Europa, Gustavo Bueno. Pentalfa.
Poesía medieval, edición de Víctor Lama. De Bolsillo.
La poesía lírica
española, Guillermo Díaz-Plaja. Editorial Labor.
Romancero viejo, edición de María Cruz García de Enterría, Castalia Didáctica.
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