viernes, 3 de julio de 2020

La fealdad de E.T.A. Hoffmann y su hombre de Arena

Autorretrato de E.T.A Hoffmann

¿Cuántas veces no hemos oído y leído que la belleza es enteramente subjetiva porque dependería de cada quien para juzgarla? Esta misma noción abre la puerta para deconstruir la belleza, para llegar a concluir que no es más que una construcción social, que depende de los estereotipos de cada época, o que es tributaria de una etnia o de un pueblo, pues ahí donde un oriental puede ser considerado feo por un occidental, los orientales de regreso no dudarían en calificar al occidental de “mono narigón”.

¿Por qué no podemos decir lo mismo de un paisaje? ¿A alguien se le ocurriría decir que un pantano cenagoso repleto de basura, con árboles chamuscados y destruidos, es más bello que una colina florida y de espeso verdor? ¿Y el terror? ¿Es una construcción social, un aprendizaje inconsciente para preservarnos de daños físicos o mentales? Ciertamente no hay que enseñarle a un niño a que le tema a una araña, pues ahí existe un gesto atávico, una emoción arcaica heredada por miles de generaciones que impulsan al organismo a huir, a ponerse en alerta. Por lo mismo, si ponernos de acuerdo en nociones de belleza puede ser dificultoso, a la hora de pensar el horror y la fealdad no cuesta mucho.

Ryūnosuke Akutagawa (1892-1927) afirmaba que un artista integral sólo lo era si podía apreciar la belleza de la fealdad, pues lo feo y horroroso también podían ser bellos. Y probablemente el horror, la fealdad o lisa y llanamente la monstruosidad y la deformidad, pone de relieve que el fenómeno estético no sólo es tributario de lo perfectamente acabado o sano, sino que tiene mucho que decir con su reverso, y todos sus niveles y grados de degradación, fealdad y enfermedad.

Primer corolario: si somos incapaces de determinar qué puede ser bello, difícilmente podríamos hablar de lo horroroso, pues es evidente que ambos conceptos se necesitan para definirse.

Físicamente, es indudable que E.T.A Hoffmann (1776-1822) era feo. Basta ver sus pinturas para constatar su fealdad. ¿Acaso importa aquello en relación a su trabajo? En un terreno especulativo, por supuesto que no, pudo haber sido terriblemente hermoso, y quizás no habría cambiado un ápice su obra. Pero no se trata de ser baladí; saco a colación su apariencia, porque probablemente exista una estrecha relación entre la fealdad y la literatura de terror. Si miramos las fotos de Stephen King o de Thomas Ligotti, por mencionar a dos de sus principales cultores vivos, sabemos muy bien que sus rostros no son los de un adonis. Quizá tampoco sea casualidad que Lovecraft, de una fealdad eminente y evidente, haya pergeñado la mejor obra de horror de todo el siglo XX. Extrapolando la fealdad a otros artistas, sabemos que Lichtenberg, Swift y Kierkegaard fueron jorobados, y los tres no se destacaron precisamente por tener una visión cándida de las cosas: donde no pudieron ser nihilistas, fueron de lleno polémicos, mordaces y pesimistas.

Segundo corolario: para escribir buena ficción de terror hay que ser feo.

Pero como todo en la vida, la fealdad no es suficiente. Relacionar al terror con la fealdad como índice de calidad no es una hipótesis insuficiente, pues hubo cultores muy apuestos: Edgar Allan Poe tuvo muy buena estampa, quizás el alcoholismo lo arruinó, pero guardaba facciones simétricas. Arthur Machen también lucía un rostro límpido, de viejo caballero irlandés, o Algernon Blackwood, que bajo su reluciente calva guardaba toda la compostura de un famélico mayordomo inglés. No obstante, no podemos sustraernos a que la fealdad es una fatalidad para su poseedor: es raro que alguien la exhiba de forma orgullosa, aún cuando León Bloy decía que la fealdad superaba a la belleza, pues ahí donde la belleza se acababa rápido, la fealdad era interminable.

Tercer y último corolario: la fealdad es interminable, e interminables pueden ser las razones para rechazarla o intentar maquillarla.

Pero volvamos a Hoffmann, autor alemán que escribió su obra en una época en la que aún no nacía el terror moderno que todos conocemos, pero que ya tenía sus raíces en el género gótico (Walpole, Beckford, Radcliffe, Hoffmann mismo), con sus ruinas, fantasmas, sótanos y herencias malditas, y por otro lado el romanticismo, acaso uno de los movimientos que más precursores y cultores tuvo a lo largo del siglo XIX, con sus relatos de aparecidos y ánimas en pena, alargando su sombra hasta nuestros días (y de ahí a que se dijera que Poe fuera un romántico tardío no parece ser ningún oxímoron). La importancia de Hoffmann no radica tanto en su técnica (que la tiene, y que a momentos parece prefigurar a los mejores cuentistas rusos), sino más bien en sus argumentos e ideas, que sirvieron de base para el posterior desarrollo de la literatura fantástica y de terror.

El hombre de arena: un examen al horror

Autómata árabe del siglo XI

Probablemente Hoffmann no sea un autor muy citado y leído en estos tiempos, pero es indudable que su peso fue gravitante en una gran cantidad de autores, y no sólo entre escritores de terror, sino en otros tan disímiles como Kafka, Freud, Jung o Calvino, precisamente porque su singular prosa abarcó no sólo las atmosferas sombrías y tétricas en las cuales se hundían sus personajes, sino también porque horadó con fuerza dentro del corazón humano y sus insondables abismos.

Por esto mismo, es común que su nombre aparezca en cualquier antología de terror de relatos clásico que se precie, y relatos como Vampirismo o El magnetizador sorprenden tanto por la técnica desplegada, como por las temáticas que trata. Nocturnos probablemente sea su obra más reconocida junto a Los elixires del diablo. Su trascendencia se debe al relato El hombre de la arena, comentado por Sigmund Freud para hablar de los mecanismos de represión y lo ominoso, lo que puesto en perspectiva, remarca más aún sus propiedades de obra maestra, pues fue escrito a comienzos del siglo XIX, cuando no existía ninguna psicología que diera cuenta de traumatismos ligados a la infancia: es un relato pues, que marca una senda y un derrotero muy claro de cómo habría de escribirse el terror del siglo XIX y parte del XX, un terror que ahonda en los fantasmas irreales y reales, y en el terror mismo de la locura.

En términos generales, el hombre de arena es un arquetipo presente en todas las culturas y épocas, cambiando de ropajes, sexo o singularidades, sin dejar de ser lo que siempre fue: un ser daimónico maligno, un ente imaginario que tiene la misión de atormentar a los más pequeños, utilizado a menudo por los padres para reprimir los instintos infantiles con el fin de evitar el castigo corporal o psíquico. ¿Es mejor un mecanismo de ficción que una coacción violenta para corregir a un niño? Hoffmann pareciera sugerirnos que no, pues aquellos miedos pueden incubar en los infantes horrores que con el tiempo pueden adoptar, reaparecer o sobresalir con otras formas. Pero volvamos al arquetipo. El hombre de arena es el viejo del saco en Chile, el coco en España, la llorona en México, bogeyman en Estados Unidos, el Baubau en países cercanos al mediterráneo, o el Buba de Albania, un ser con forma de serpiente que asesina a los niños que no se quedan callados. El Sandman, el hombre de arena del cuento Hoffmanniano, es descrito como se le conoce en el folclor, como el de un hombre que en las noches arroja arena a los ojos de los niños para que entren en sueño.

La prosa de Hoffmann no es difícil, pero está repleta de variaciones y detalles menores que una lectura veloz puede no notar. El cuento pues, se inicia epistolarmente con tres personajes principales, Nathanael, el protagonista del relato, Clara, la amada del protagonista, y Lothar, hermano de Clara y por ende cuñado de Nathanael.  La primera carta está escrita por Nathanael y dirigida a Lothar, misiva donde nos cuenta que su miedo por el hombre de arena se transformó en algo desmedido y neurótico, pues de niño oyó a una criada una versión más cruel: el ser ya no se contentaba con echar arena a los ojos, sino que los arrancaba de las cuencas para llevárselos en un saco y dárselo de comer a sus crías.

La segunda carta la escribe Clara a su amado Nathanael, y es acá donde comienzan las perversiones de Hoffmann, en el sentido de que en el relato abundarán equívocos, alusiones y alucinaciones, y por supuesto malos entendidos. La primera carta ya comentada, reforzada además por la descripción de un mefistofélico doctor Coppelius que visitaba asiduamente a su padre, era enviada originalmente a Lothar, su cuñado, pero por alguna razón llega hasta el domicilio de Clara, quien es la que lee el contenido de la misma y le responde, produciéndose el primer equívoco que marca el relato: en esta segunda carta Clara afirma sentir una distancia inusitada de Nathanael, hecho que se revela por un cuarto personaje, una muchacha, que revelaremos más adelante.

La tercera y última carta no es la respuesta, como podríamos creer, de Nathanael a Clara, sino que nuevamente es una misiva enviada de éste a su cuñado Lothar, para terminar de contarle la historia que quiso referir al comienzo, la historia de su niñez con el hombre de arena, y la irrupción de Coppelius, una suerte de alquimista o mago, descrito con una cabeza deforme y grande, cejas espesas y punzantes ojos verdes de gato. Es la irrupción de este personaje feo el que tanto atormenta a Nathanael, afirmando con mucha convicción que:

“Cuando en aquel momento vi a Coppelius el horror y el espanto recorrieron mi alma, puesto que nadie sino él podría ser el hombre de arena; pero hombre de arena ya no era para mí aquel espantajo de cuento de la nodriza que llevaba ojos de niños al nido de las lechuzas de la media luna para alimentarlos… ¡no! Ahora era un monstruo feo y fantasmagórico que, allá donde entrara, llevaba miserias, penurias… la perdición temporal o eterna.”.

Clara, quien ocupa el rol de mediadora entre la luz y la oscuridad (una figura muy romántica por lo demás), intenta consolar a Nathanael diciéndole que son sus propios fantasmas los que lo persiguen y atormentan, intentando en vano llevar al lado de la razón a su amado, quien insiste en sindicar a ese maldito Coppelius no sólo como la personificación misma de la maldad de los cuentos de hadas, sino como el artífice de la destrucción de su familia y de su propio yo.

Conde de Cagliostro, un personaje extravagante de la época, conocido como alquimista y embaucador. Hoffmann lo cita para compararlo con un personaje clave en el cuento.


Después de la tercera carta, el relato cesa en su flujo epistolar, y quien toma la recta final es un narrador omnisciente, quien de forma detectivesca busca explicar qué sucedió tras aquellas cartas desoladoras y amargas. Acá el cuento toma elementos de la ciencia-ficción, de una ciencia-ficción arcaica, o puesto en términos más precisos, de proto ciencia-ficción que combina arte, con ciencia y alquimia, pues lo que se despliega en la vida del atormentado Nathanael ya no es el fantasma del monstruo y de la fealdad, sino que su nueva tortura es la belleza, pero la belleza artificial de una autómata, seres amparados bajo la lógica de la imitación, de la réplica: imitan la vida y también imitan la belleza, y que en efecto enfrenta al racionalismo con los parámetros definitorios de lo bello respecto a la proporción y las medidas matemáticas; y el romanticismo, que aboga muy bien con lo que enunciaba Akutawaga, que aún lo oscuro y lo feo podía ser tomado por bello, más aún si era tratado de manera artística.

¿Quién es aquella misteriosa dama de nombre Olimpia quien desencadena la locura de Nathanael? Hay que leerlo, con calma y paciencia, porque como hemos dicho la prosa de Hoffmann no va directo al grano, luce mejor en lentitud, al estar perlada de detalles y vericuetos, pero que se compensa con creces cuando llegamos hasta la última palabra, que roza muy cerca con la utopía del relato perfecto.

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