Ed. Cátedra.
Walden: una vida en los bosques. Henry David Thoreau
1era ed. 1854. Esta edición: 2016.
Traducción: Javier Alcoriza y Antonio Lastra
¿En qué momento un ser humano, de
cualquier época, tribu o nación, determinó que para encontrar su propia voz y
ver la autenticidad de la vida, con sus hechos desnudos y sin mediaciones, necesitaba aislarse del resto? La idea nunca fue
nueva. En los casos de la fe, los ejemplos se cuentan a raudales: la soledad de
Zoroastro, el peregrinaje de Siddharta, los cuarenta días y cuarenta noches de
Jesús en el desierto, el pastoreo solitario en las montañas de Mahoma, sólo por nombrar a los grandes profetas, sin mencionar a sus
consiguientes imitadores, en diversos grados de soledad, como los estilititas,
monjes que pasaron años o incluso hasta la muerte viviendo sobre columnas sin
poner un pie en el suelo, o la fervorosa meditación de anacoretas y monjes errantes que buscaron la divinidad o la iluminación en páramos desolados,
yendo tras la verdad en lugares poco aptos para la vida.
El caso de Henry David Thoreau es
diferente, y ya por su sola singularidad y anomalía,
vale la pena analizar su experimento sin precedentes,
el cual culminó con su libro Walden: una vida en los bosques. Estamos a
mediados del siglo XIX, en pleno proceso capitalista de expansión industrial,
con nuevas líneas férreas que se van emplazando en los EE.UU, con el auge del
servicio postal y el desarrollo de la telegrafía, con nuevos empleos surgidos
por la creciente subdivisión y especialización en el trabajo, y un hombre, en
medio de esa vorágine creciente, un hombre serio, descrito
como severo, muy poco dado a las bromas, decide dar un paso al costado y sumergirse en los bosques, para construir su propia cabaña y vivir dos años ahí, para ver qué pasaba.
UN SISTEMA SIN SISTEMA
UN SISTEMA SIN SISTEMA
Thoreau encarnó una visión
filosófica y literaria de la soledad; si antes el problema radicaba en que la
soledad era un medio para trascender hacia la divinidad (a través del ayuno, la
meditación o tormentos, por separado o todo junto), el escritor estadounidense
aterriza los conceptos y a través de un pragmatismo teñido de naturalismo,
experimenta y escribe sobre la soledad
desde la soledad. La soledad pues, no es un problema o un mal, sino que es
vista como un don:
"Considero saludable estar solo la mayor parte del tiempo. Estar acompañado, incluso por los mejores, pronto resulta fatigoso y disipador."
Pero la soledad para Thoreau no
se mide por las millas de espacio que separan un hombre de otro, sino por la
manera de estar en el mundo. La necesaria soledad del hombre que cumple jornada
en trabajos agrícolas, o la del estudiante que se pasea en las bibliotecas, son
las fundamentales para llevar a cabo cualquier tarea digna de provecho. Pero
aún así, en los momentos de esparcimiento y distracción, Thoreau aboga por
reducir los contactos entre los hombres, tan pueriles y normados, que difícilmente puede extraerse una experiencia verdadera estando en compañía. Esta idea es una piedra fundamental en la poética de
Thoreau, que nos interpela directamente: ¿cómo vivir una experiencia real en un mundo que ha comenzado a
dilapidarse por acción de la técnica? La respuesta no parece encontrarse a
través de la sombra de los setos, ni contemplando el lago, ni siquiera oyendo
el rumor de la locomotora, y menos sintiendo el crujir de las mofetas y las
ardillas pisoteando las hojas otoñales. Hay en Thoreau una melancolía por una
vida útil, pero libre de cargas innecesarias, vidas como las que llevaron los antiguos sabios, a quienes cita constantemente, en especial a los
chinos, hindúes, griegos y romanos, pero hay algo más en su pensamiento: el principal alegato de Thoreau es una prédica respecto al tiempo, y si el tiempo se sustenta y se ancla en la materia —pues la
corroe y la desfigura a su antojo— existe un sistema al cual el hombre no puede sustraerse, debe encararlo tarde o temprano, y no es otro que:
LA ECONOMÍA
LA ECONOMÍA
El trabajo, como principal método
de subsistencia, y la posesión de bienes, como los dos ejes cardenales que
estructuran a un hombre, una familia o una comunidad, son examinados con lupa y
puestos en entredicho en Walden. ¿Qué
tenía en la cabeza Thoreau cuando decidió irse a vivir apartado de la
civilización en los bosques, construyendo él mismo su propia cabaña? Quizá buscaba mejorar su escritura, puesto que era necesario liberarse
de muchos yugos para lograr la concentración necesaria y así observar el
ambiente y describirlo de forma certera; esa fue su principal herencia para los
naturalistas que vinieron después, no sólo literarios, sino también científicos y sus diversas ramas. Pero su escritura implicaba un cuándo y un dónde, y esa ubicación
temporal y espacial probablemente naciera por el afán de Thoreau de imitar a los
antiguos, a los buenos antiguos, quienes vivieron bajo una suma de principios
autoimpuestos, lo que les permitió llevar una vida holgada y centrada, escasa en bienes materiales, pero rica en hechos y en espíritu.
Thoreau afirma que muchos
viajeros se sorprenden al ver las ruinas de Egipto, Roma o Grecia, y no se
extraña que les surja la interrogante: "¿quiénes habrán construido tan vastos
imperios y monumentos?" Thoreau, con un sentido del humor casi siempre involuntario, afirma
que él hubiese preguntado lo contrario: "¿quiénes no construyeron esos
monumentos?" Esta ironía revela su tesis central económica, la cual desdeña la superabundancia y la
espectacularidad de las riquezas, a tal modo de afirmar que:
“La mayoría de los lujos, y muchas de las llamadas comodidades de la vida, no sólo no son indispensables, sino que resultan verdaderos obstáculos para la elevación de la humanidad”
¿En qué se basa para afirma esto? La respuesta radica en la observación:
“Cuando el granjero tiene su casa, puede que no sea más rico ni pobre por ello y que sea la casa lo que lo tenga a él”.
Identifica, de forma audaz y
adelantada a su tiempo (en una época, debemos recordar, donde aún no
existía el lujo desbordante gracias al superávit del capitalismo furioso y
mutante), que uno no posee posesiones, sino que es al revés, son las posesiones las que nos poseen, que ser heredero de un pedazo de
tierra o de una casa puede conllevar muchas más obligaciones, gastos y
sacrificios, que una vida holgada en una cabaña unipersonal y estrecha, pero
con todo el vasto horizonte y el espacio como escenario natural. A
Thoreau no le impresionan las vulgares demostraciones colosales de poderío y riqueza, le interesa la naturaleza y sus escenarios, y también le impresiona la vida de los antiguos indios que eran capaces de montar y
desmontar sus propias rucas, llevando sus casas en sus propias espaldas, sin la
atadura de tener que ejercer control sobre una zona de tierra: un nomadismo en
estado puro. Dice con su ingenio característico:
“Mientras que la civilización ha ido mejorando nuestras casas, no ha mejorado de igual modo los hombres que han de habitarlas. Ha creado palacios, pero no era tan fácil crear nobles y reyes”.
Thoreau, el hombre grave y adusto
que se burla de la gravedad y la adustez de los mortales. Ahí sus impresiones
sobre el vestir y la moda: ¿tanto importa ir vestido con una ropa de punta si
quién las viste vale menos que sus ropajes? Pero también cuestiona a los
pobres, los sujetos de caridad que visten harapos para demostrar lástima y
cumplir con su cometido de conseguir limosna. Para Thoreau, nadie puede ser tan
miserable y pobre que no pueda valerse por su propio esfuerzo, aún con el
trabajo más sencillo y humilde, y que sea capaz de comprar un vestido
mínimamente presentable. Pero la gente le presta demasiada atención a lo accesorio, y la ropa, como símbolo de lo accesorio, es algo que está ahí para entorpecer la vista hacia otras realidades. Thoreau enfatiza que las personas serían capaces de ir por los campos y tomar por un ser humano a un espantapájaros, sólo
porque viste ropa de hombre, saludándolo de manera afectuosa. Concluye que la moda, aquella
pasajera que se impone por razones de mercado y de disponibilidad de
materiales, le tiene sin cuidado. Si va a un sastre y le pido una chaqueta
determinada, y éste se niega por pasada
de moda, Thoreau le increpa y le dice que se ponga de inmediato a confeccionarla, pues se pondrá de moda en ese mismo momento. Esa es su economía individual, otro tanto le dedica a la comida, a la vivienda y a los bienes. El ojo de Thoreau es soberbio: sobre las minucias es capaz de levantar un tratado completo, dejándose muy pocas cosas afuera.
EL ENTORNO, LA LECTURA, LOS ANIMALES
Thoreau no necesita imponer sus
ideas a la fuerza; no habla desde el púlpito, ni tampoco se solaza en su
experiencia. Sobre los predicadores, opina con desdén que son hombres que han
monopolizado a Dios como si fuera parte de su patrimonio, analogía certera,
porque eso es lo que hace un predicador en primera y segunda instancia,
negociar, sacar réditos económicos del bolsillo de los desesperados. Respecto a
la experiencia, afirma que a sus treinta años nunca ha recibido un consejo
valioso ni serio de sus mayores, porque no da la vida como algo sentado
(¿alguien debería?), y porque la experiencia tiene el cariz de que se sustenta
en el fracaso.
Pocos libros concentran en tan
pocas páginas descripciones memorables; la mayor parte del tiempo leeremos pasajes
que están atravesados de pensamientos, pensamientos fuertes y decidores con una
fuerte deriva filosófica, siempre en un plano concreto, con ideas que sin duda fueron precursoras del
pragmatismo y del objetivismo estadounidense. No obstante, de forma paralela, hay
un Thoreau místico que comienza a desligarse de las percepciones cotidianas,
como si estuviera ebrio, borracho por la naturaleza, fundiéndose en ella en
una suerte de estado psicótico en el que los árboles cobran vida, las huellas
de los roedores dejan marcas que se perciben tras días, el sonido de la noche
se funde con el silbato de la locotomotora y el pisar de los caminantes emergen como sombras. Un punto aparte merece su
descripción de la laguna Walden, a la que le dedica un capítulo completo para
hablar de ella, pero también de otras lagunas, dejando de manifiesto su estética provocativa, un
verdadero monumento a la lengua:
“Un lago es el rasgo más hermoso y expresivo del paisaje. Es el ojo de la tierra; al mirar a su interior, el observador mide la profundidad de su propia naturaleza. Los árboles acuáticos de la orilla son las finas pestañas que lo bordean y las colinas boscosas y los acantilados que lo rodean sus salientes cejas.”
Su vertiente naturalista le
obliga a preguntarse por el origen de las cosas, y la toponimia es también
parte de su mirada que busca abarcar todo un espacio: el nombre del lago Walden
es rastreado entre el folclor y los libros, y en su origen parece remontarse a
la de una antigua mujer india que vivió en esa zona, o quizás a la contracción del
vocablo walled-in, que quiere decir
empedrado, lo que podría ser por la forma de lago. Pero donde no perdona, por considerarlo una
práctica de mal gusto, es la de nombrar una zona geográfica con el nombre
propio de una persona, como es el caso del lago Flint. ¿Por qué se enfurece tanto? Porque, según su opinión, es una arbitrariedad obscena utilizar el nombre de
algún granjero o campesino cualquiera, analfabeto probablemente, que por el
sólo hecho de tener tierras y dinero —una cuota nada simbólica de poder— se le
otorgue el derecho de utilizar su nombre o apellido para nombrar una porción de
tierra, una nadería si consideramos que la posesión transitoria de un
terreno no tiene parangón al lado de los diez mil años de civilización, los
doscientos mil años de humanidad y la eternidad del universo.
Uno de los apartados más breves,
pero más intensos de todo Walden, se intitula leer, y ahí se sintetiza en pocas páginas cuánto de provechoso
existiría en la lectura, y qué reglas o normas deberíamos considerar a la hora de
enterrar nuestras narices sobre una superficie de letras.
"Creo que después de aprender las primeras letras deberíamos leer lo mejor de la literatura, y no repetir siempre a,b, abs y demás monosílabos de las clases de cuarto y quinto, sentados en los primeros bancos toda la vida."
Para Thoreau la dificultad
siempre es una virtud; de lo fácil no se desprende nada, porque sólo hay
obtención y contento, y eso redunda en más repetición, más de lo mismo. Lo
difícil incluye disciplina y erudición, y para conquistar esas cimas se precisa
de voluntad y tiempo, y aquello se puede aplicar a todas las áreas de la vida.
Por eso caracteriza la lectura de libros difíciles como un reto, pero también
introduce la idea de que un tiempo de lectura debe ser casi equivalente al tiempo en que un autor tardó en escribir un libro, desgranando codo a codo el mismo esfuerzo
que costó escribirlo, como si las páginas tuvieran que ser desenrolladas antes
de ser interpretadas. Pero, ¿cómo discriminar un libro bueno de los malos? ¿Qué
hace que un libro como Walden perdure tras ciento cincuenta años? Un buen libro tendría al menos lo siguiente:
“No defienden una causa propia y, mientras ilustren y mantengan al lector, su sentido común no los rechazará. Sus autores son una aristocracia natural e irresistible en toda sociedad y ejercen mayor influencia sobre la humanidad que reyes y emperadores.”
Probablemente esta frase no tenga
mucho sentido hoy, en una época en que se lee poco y nada, en que los reyes y
emperadores han sido devorados por la farándula, y en que las listas de ventas
de libros se engrosan con libros sobre las causas propias y ajenas, del tipo de derechos humanos (explotando la miseria) o de
género y minorías, y toda las variantes y subvariantes de la escuela del
resentimiento. No obstante, pese a las listas de ventas y a todo lo pasajero, el estatuto de libro clásico no ha sido pervertido ni por
las modas ni por los mercados ni por la ideología de moda; siguen gozando de buena salud, y aunque mayormente reposan en nuestras bibliotecas, acumulando
el polvo para que nuestras manos se impregnen por el
olor y la tierra de las centurias que nos separan de su creador; no van a caducar por mucho que nos demoremos, pues no son libros
urgentes, estos que son descritos y alabados por cierta prensa cultural como necesarios, no, los clásicos no fueron escritos de forma urgente y frenética para una era determinada, y quizá sólo por eso tengan mucho más que decirnos, más que cualquier porquería actual que se apila en los saldos y en las novedades:
“¿Qué son los clásicos sino el registro de los más nobles pensamientos del hombre? Son los únicos oráculos que no han decaído y brindan tales respuestas a la investigación más moderna como nunca dieron Delfos y Dodoma.”
Cada sección de Walden nos lleva
a un recoveco de lugares impensados; así
como nos habla de la lectura, la soledad, las visitas inesperadas, el ruido de
las locomotoras, también describe la fauna del lugar con una precisión
milimétrica, y en esto no hay exageración, como cuando nos habla de los peces y
los tipos que existen en la laguna, la forma en que deben ser atrapados, o cuando
nos narra (y este es uno de los momentos más hilarantes de todo el libro), una cruenta batalla entre hormigas negras y
rojas, en la que una valiente hormiga que arremete contra todo, es comparada con el soberbio Aquiles.
UNA PUERTA DE SALIDA, UNA PUERTA DE ENTRADA
El terrible Thoreau, el juez, como fue apodado por sus compañeros de estudios, murió a los cuarenta y cuatro años: sin duda fue visto por sus contemporáneos como un excéntrico, y quizás
más de las veces, más como un loco que como un raro. Su desobediencia civil se
tiñó de leyenda cuando se negó a pagar unos impuestos, argumentando que no iba
a pagar a un Estado que financiaba la guerra contra México y que tuviese como
sostén económico a la esclavitud negra: aquellas prácticas le parecían abominables y actuó en consecuencia. Pasó una noche en la cárcel, y luego de
la furia y el arrebato, argumentó de forma muy sapiencial, que si alguien
consideraba a una sociedad enferma y demente, no debía perder el juicio y
actuar como un loco, al revés, había que lograr desesperar a la sociedad y que
ella actuase como loca.
Cuesta imaginar a alguien que estudió en Harvard (en
sus inicios, cuando aún no era una institución de prestigio internacional),
optara por llevar una vida austera, que no se dejara seducir por los lujos, en
una época en que el lujo era estrictamente secundario, pues se estaba formando
una nación, era la niñez de una nación, de hombres que iban y probaban fortuna,
y muchas veces fallaban, y muy jóvenes, intentando plantar su semilla.
Henry David Thoreau, como Kant
(como tantos otros), no fue un gran viajero, pero tuvo consigo el espíritu del
pragmatismo: en vez de abatirse por la soledad, la incomprensión o la
enfermedad (sufrió de tuberculosis), tomó sus ahorros, se consiguió un hacha y se construyó una cabaña con sus propias manos. Luego
escribió su experiencia. Otros habrían ideado fórmulas intrincadas y violentas
para asediar la realidad. Thoreau, como cualquier pensador, sí le interesaban las ideas
y la metafísica, pero con asideros, con posibilidades reales de vivirlas, al alero de una experiencia, de una vida que no fuera dada.
Henry James, cosmopolita, de
afinada pluma, dijo sobre él —respecto a su escaso tránsito espacial— que no había
sido un provinciano, peor, ¡había sido un parroquiano! Pero vaya qué parroquiano. Walden sintetiza el pensamiento de un hombre que empuja a despejar las variables de la
vida, a buscar una forma personal, nunca un método, para que podamos tener la
libertad para dedicarnos a lo que más amemos, entregando pistas para que podamos sacudir de nuestras vidas los pesados fardos del trabajo, a vivir una vida con lo necesario para no tener que atarnos a compromisos ridículos que nos siguen restando y restando,
y al afán de tener que tener más y mejor, sin ningún motivo más que la obtención. Harold Bloom dice que Thoreau podría haberse convertido en el gran ingeniero de Estados Unidos, pero finalmente ese puesto lo alcanzó Henry Ford, y la imagen de una cabaña frente a un lago fue reemplazada por una industria y por automóviles, nada más profético de una nación que pudo haber sido una Suiza aumentada, pero que terminó altamente industrializada y extraviada en la pólvora y el acero.
Pero la cabaña y el lago persisten, aguantan en alguna parte, se esconden de nosotros, sin duda, pero fulguran como una imagen posible:
Pero la cabaña y el lago persisten, aguantan en alguna parte, se esconden de nosotros, sin duda, pero fulguran como una imagen posible:
“No permitas que ganarte la vida sea tu oficio, sino un esparcimiento. Disfruta de la tierra, pero no la poseas. Por falta de iniciativa y fe los hombres están donde están, comprando y vendiendo y gastando sus vidas como siervos”.
Y no hay peor servidumbre que la
del amo que la ejerce contra sí mismo, convirtiéndose en su propio esclavo.
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