A los que no (se) abandonan.
Existen escritores que hacen todo lo posible para salir a relucir y darse a conocer, todo el esfuerzo y la concentración y las mil y un penurias, con el fin de conseguir la sacrosanta fama y el estrellato. Hacer todo lo posible, incluye, entre otras prácticas, la de realizar un lobby eterno, conseguir suculentas firmas con editoriales, apariciones televisivas estelares, redacción de columnas sobre sus últimas obras en las páginas centrales de los suplementos culturales, y todo esto, aderezado con una intensa actividad pública, la cual redunda en maratónicas jornadas de firmas de libros, participación en ponencias, charlas, coloquios, homenajes, elegías, bautizos, casamientos, todo, todo, tanta lágrima, sudor y esfuerzo, para intentar estar en el puesto de los más vendidos y en la boca de todos los críticos.
En la era de las redes sociales lo importante es estar siempre presente. Para ello vale opinar de lo que venga, política, economía, religión, el más acá y el más allá, la santería y la última película, el escándalo de moda de la semana, la última frase que dijo Trump. La red, configurada en sintonía con el artista, son la quintaesencia de la figura del escritor “antena cultural” que debe estar absorbiendo todo lo que circunda a su alrededor, porque de lo contrario corre el riesgo de caer en el olvido, y un escritor invisibilizado es un cero a la izquierda, alguien que no se ve y que no existe, por ende, su escritura corre el mismo peligro.
No obstante, hubo un escritor legendario al que no le importó hacer lobby, ni tener una poderosa red de contactos, ni tener que recurrir al periodismo de su época para mostrar con orgullo (el inefable y el pesado fardo del orgullo) sus muchos libros, los que publicó mayormente entre las dos primeras décadas de los años veinte en Suiza. No. La falsa modestia no fue una postura o un simple tópico, fue para este escritor legendario un modus vivendi, y es muy difícil encontrar casos en que obra y autor calcen como mano y guante, en el sentido más lato de la palabra: coherencia absoluta entre el devenir de una literatura y el de una vida misma, que dialogando se complementan, para formar ese oscuro hermano gemelo que alguna vez elucubró Sergio Pitol.
UNA LEYENDA SIN HEROÍSMO
El escritor legendario se llamó Robert Walser, nació en Suiza en 1878 y murió internado en un psiquiátrico del mismo país en 1956. Si se le hubiese visto entremedio de una gran multitud, no se le habría reconocido por nada inusual: vestía como un hombre de su época, era siempre reservado, y opinaba que un hombre que buscaba demostrar sus conocimientos o su valía le parecía la práctica de alguien detestable e indigno. Walser era un maestro de la lentitud, y para él, hablar de grandezas y proyectos era propio de seres que no se detenían, que sólo cotorreaban porque carecían de un poder de observación que los hiciera detenerse y mirar un poco mejor a su alrededor. Escribe en Jakob von Gunten :
“¿Qué es uno realmente en medio de ese oleaje, de esa abigarrada corriente humana que no tiende cuándo acabar? (…) Aquí todo el mundo busca, todos sueñan con riquezas y bienes fabulosos. Caminan muy deprisa.”
Jakob von Gunten (1909) trata sobre las impresiones de un joven estudiante, y ese es el hilo conductor de todo el libro. En la literatura de Walser hay por sobre todas las cosas impresiones, principalmente sobre las cosas cotidianas de la vida, como la graciosa forma de los zapatos de la mujeres (Los hermanos Tanner), la insulsa velocidad de los automóviles (El paseo), o la necesidad de que los niños tengan que ir a estudiar (Los cuadernos de Fritz Kocher).
Los cuadernos de Fritz Kocher (1904) es su primer libro impreso, y ya se prefigura en él todo lo que vendría a continuación. Un prólogo, casi a modo de advertencia, nos informa que el libro que tenemos en las manos se trata de unas sencillas redacciones escolares de un tal Fritz Kocher, el cual ha fallecido tempranamente y que por voluntad de la madre se ha publicado íntegramente. Walser atribuye su escrito a este falso Fritz, arguyendo que se le deben perdonar sus incorrecciones, pues si buen un joven puede tener ideas maravillosas, a renglón seguido es esperable que también suelte alguna estupidez. Y sin duda, en esta primeriza obra de Walser se deja ya sentir toda la frescura y la elegancia que recorrerán sus futuras páginas, remarcado por un lado su gusto por describir las nimiedades de la vida en formatos que son casi estampas, pero que también funcionan como una suerte de ensayos desplazados, observaciones sobre la futilidad del tiempo o la importancia de hacer gimnasia en el colegio, miradas donde se engarzan con maestría la ingenuidad y la visión profunda, conviviendo ambas bajo una misma máscara, como un dios bifronte con los rostros del niño y del anciano abismados y perdidos.
ROSTRO Y OBRA
De las fotos que existen y que circulan de Walser, en muy pocas se le ve centrada su mirada al objetivo, y cuándo lo hace, pareciera que sus ojos traspasaran el tiempo y el espacio, pero sin esa solemnidad de quien se sabe pagado de sí mismo. Quizás sea una exageración, probablemente Walser ni siquiera tuviera conciencia de que luego de cien años sus libros iban a seguir floreciendo entre nosotros, sus lectores, pero lo que es indudable, examinando su prosa, es que la voz que se impregna en sus escritos nunca deja de pensar, siempre lleva adelante una reflexión, por mucho que un personaje vegete o se pare ante una puerta para contemplar el mobiliario de una cocina o de una alcoba. Incluso esa voz no cesa de pensar, cuando por ejemplo habla de las ventajas de no pensar, dejándose llevar por los empleos sencillos como las manualidades, en las que un hombre puede sentirse realmente útil y práctico, porque si bien por la vida desfilan personas importantes, distinguidas, de alto trato social, la gran masa de ciudadanos y desconocidos del mundo -la mayoría de nosotros- están ahora mismo, ahí, suspendidos en la inercia del trabajo remunerado, ensamblando una pieza en una fábrica, enhebrando el hilo en una aguja, realizando transacciones tras la caja registradora en alguna empresa del retail, o en el mejor de los casos, vegetando en alguna buhardilla con un libro en la mano, preparando los últimos exámenes que tendrá que dar.
Walser anota en un fragmento titulado Los poemas, recopilado en su libro Sueños, una observación respecto a la experiencia:
Yo aún ignoraba muchas cosas; las primeras experiencias me hicieron feliz. Tal vez la más preciada de mis posesiones fuese la ignorancia. El desconocimiento engrandece. Yo era como una planta en flor que constituye un misterio para sí misma.
Walser no fue un escritor de multitudes, más bien fue el escritor del ciudadano gris que se esconde en las multitudes. Sus personajes siempre son los que no tienen el ímpetu necesario o los recursos materiales para surgir ni para triunfar en nada, y si es que tienen la posibilidad de ascender socialmente, se dejan caer por el despeñadero, como si la caída fuera parte sustancial de ese viaje hacia la nada. Sin embargo Walser no se solaza de la derrota; no hay vindicación ni apología de ella. Más bien, en medio de la vorágine que puede conllevar el fracaso, la desesperación está ausente y siempre hay rastros para la dulzura:
“La pobreza incluía alegre movilidad y libertad. El frío calentaba. Quien nunca estuvo inseguro, ni sufrió por algo, ni tembló por amor, sabía poco de la felicidad, y quien vencía siempre, aún no había sido nunca el verdadero vencedor”.
Es lo que nos dice en El primer poema, breve relato que describe el asombro y la sencillez de quien se encierra por primera vez a escribir un poema, desconociendo si la empresa pueda dar algún fruto: no obstante, en ese silencio es capaz de oír el sonido de la naturaleza, pese a que en realidad no se oye nada, por lo que podemos desprender que el verdadero rumor siempre viene desde adentro, como si un verdadero poema no vendría dado por lo externo, sino que tuviera que florecer desde adentro hacia afuera.
Muchas veces, ante una gran obra, no podemos dejar de interrogarnos si ésta se parece al autor que la concibe. Algunos creen que un autor sin máscaras ni manierismos, escribiría más o menos como habla: existiría un reflejo condicionado entre la lengua adquirida y su uso, tejiendo entre la boca y la mano un puente armado por aquella artificialidad que es la escritura misma.
Pero hablar del rostro es otra cosa.
Parece haber en la mirada de Walser, y esto se nota ya muy tempranamente, una forma de ver no sólo periférica y fijada en el detalle, sino que en dirección hacia abajo, como la de alguien que conoce muy bien su lugar en el mundo, alguien que ante cualquier hecho o pensamiento nimio debe mirarse los zapatos, porque sólo los príncipes o los que se creen príncipes miran con altivez y arrogancia, pero él, que nada tiene y que solo busca extraviarse, sabe que a pesar de todas las circunstancias, sigue siempre fiel consigo mismo, acaso el único gesto de libertad al cual puede aspirar cualquier hombre.
Las conclusiones de Walser suelen cerrarse siempre en la futilidad y en la fragilidad de las cosas, como si la vida estuviese ahí delante de nosotros para experimentarla, para vivirla por el mero hecho de que se está vivo. El desprendimiento es uno de los signos constantes en las reflexiones de sus personajes, desprendimiento que él practicó en carne propia, pues nunca se le conoció domicilio fijo, ni contó con importantes bienes materiales, más que la ropa que iba trayendo y el último libro que leía, más de las veces prestado que comprado con su propio bolsillo. La misma ternura por los humildes y los desprotegidos que siente, es inversamente proporcional a las personas carentes de tacto y cultura, personajes casi siempre venidos de una burguesía en alza que sólo tiene por delante la plata y el materialismo. Anota en El Paseo (1917), su obra más célebre, exhortando a toda esa gente que considera despreciable:
“Sé con certeza que usted forma parte de esas gentes que se creen grandes por ser irrespetuosas y descorteses, que se creen poderosas porque disfrutan de protección, y que se creen sabias porque se les ocurre la palabrita "sabio". La gente como usted se atreve a ser dura, descarada y grosera y violenta frente a la pobreza y frente a la desprotección. La gente como usted posee la extraordinaria sabiduría de creer que es necesario estar en lo más alto de todo, poseer un gran peso en todas las partes y triunfar a todas las horas del día.”
Para luego rematar, con mucha convicción:
“La gente como usted no respeta ni la edad ni el merito, ni sin duda el trabajo. La gente como usted respeta el dinero, y el respeto al dinero le impide respetar cualquier cosa".
El Paseo se podría considerar como una de sus obras más notables, no porque en ella se destile un gran argumento: se trata precisamente de un hombre que sale a pasear y comienza a observar a sus semejantes y a la realidad circundante, para ir poco a poco abismándose en pensamientos desconsoladores sobre la condición humana, y esto, en poco menos de 80 páginas.
El desprendimiento, que aparece como marca característica en sus personajes, a veces llegaba a ser exagerado en la vida del propio Walser. Nunca le interesó viajar, y es sabida una anécdota referente a un editor, el cual le pidió que eligiese Turquía o cualquier ciudad europea para conocer, ante lo que él respondió, entre bromas, que no le interesaba viajar a ningún lugar, pues un escritor con imaginación no necesitaba salir a mirar el exterior. Lo que le importaba a Walser eran las cosas que sucedían adentro, y aquello se refleja en El Paseo cuando realiza una defensa de la lentitud; se desmoraliza ante aquellos hombres que van veloces y sobre automóviles recorriendo con rabia el mundo. La manera más adecuada de reconocer una ciudad es caminando, afirma, lentamente, y aún así nunca se le conoce del todo, pues un detalle, como la sombra de un árbol o una fisura que antes no estaba en el camino, puede redimensionar totalmente un paisaje.
No se le conocieron mujeres: si bien trató con sus hermanas y con su madre durante mucho tiempo, e incluso se cuenta un intento fallido con una viuda, parecía que algo en su interior no funcionaba del todo correctamente, lo que le impedía llevar relaciones duraderas o estables con sus semejantes, hecho indesmentible pues casi no le conocieron amigos, a excepción de unos pocos, como Carl Seelig, su albacea, con quien caminó durante 20 años en las cercanías del internado psiquiátrico de Herisau donde estaba internado. Porque así ocurrió: a mediados de enero de 1929 sufrió una seguidilla de crisis nerviosas que terminaron por empujarlo al psiquiátrico, lugar del que no saldría más hasta su muerte.
En las obra de Walser el humor está presente. Son conmovedores los pensamientos de alguien que se sabe tan existente, tan ubicado en medio del marasmo y de la violencia de la vida, que no podemos menos que reírnos cuando describe a los profesores del instituto Benjamenta que aparecen en Jakob Von Gunten, aquel instituto al cual no se enseña nada, porque el destino de sus estudiantes es ser formados para ser útiles a personas de mayor rango. Ve a los profesores todos dormidos, con sus cabezas apoyadas contra los muros, simbolizando el sopor y la inutilidad de un sistema educacional tan familiar para las clases medias y bajas, no sólo de antaño, por cierto. Dice en este mismo libro:
“Cuando los hombres empiezan a contabilizar éxitos y reconocimiento, se ponen casi gordos de autosatisfacción saturadora, y la fuerza de la vanidad los va inflando hasta convertirlos en un globo casi irreconocible. ¡Libre Dios a un hombre honrado del reconocimiento de la masa!”
Y así fue como escapando del brillo de los flashs, de la admiración de los incautos, fue relegándose, o mejor dicho, replegándose más y más en el psiquiátrico, a tal punto de que abandonó la escritura, para dar paso a garabatear en hojas apretadas y estrechas, rayas, líneas intentendibles que vistas de lejos no eran más que manchones o pisotones sobre una hoja en blanco. Un 25 de diciembre de 1956, en uno de sus habituales paseos, se internó por la nieve, más y más, hasta que de pronto, aterido por el frío, o afiebrado por alguna ocurrencia que solía calentar su corazón, se desplomó y cayó sobre la nieve.
Esta fotografía fue tomada cuando se encontró su cuerpo desplomado sobre la nieve.
Hay escrituras que prefiguran eras completas. Otras que miran hacia adelante, y ven de cerca la llegada de los bárbaros y el fin de una época. Hay otras, acaso más íntimas, que sólo hablan desde el presente, pero que sin duda van moldeando la vida de su autor. Y muchas veces vida y obra dejan de ser oscuros hermanos gemelos, para al final, ser lo que quizá siempre tuvo que haber sido: una sola cosa. Walser escribió en El Paseo:
“Estar muerto aquí, y ser enterrado sin llamar la atención en la fresca tierra del bosque, tendría que ser dulce. ¡Ah, si se pudiera sentir y gozar de la Muerte en la Muerte! Quizá es así. Sería hermoso tener en el bosque una tumba pequeña y tranquila. Quizá oyera el canto de los pájaros y el susurrar del bosque sobre mí. Lo desearía.”
Y el que siempre quiso perderse, tuvo su tumba señorial en los bosques nevados.
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