Algunos autores de la antología. De izquierda a derecha: JL Flores, Pablo Rumel, Beda Estrada, Juan Calamares e Ignacio Fritz |
Pocos
meses después de conocernos personalmente con Ignacio Fritz, y compartir
nuestras lecturas, era irremediable que no saliera a la palestra el nombre de
Roberto Bolaño. Quizás a muchos lectores mayores de cuarenta años no les
parezca tan importante su gravitación en las letras, y está bien que no les
pueda gustar, tampoco somos apóstoles de Bolaño, pero para nosotros, que
dábamos nuestros primeros pasos, que teníamos veinte y pocos años, su irrupción
significó una ampliación y revisión del campo literario. Bolaño diseccionó el
boom latinoamericano, nos habló del espíritu de la ciencia-ficción, y también
escribió novelas teñidas de sangre y violencia, novelas que no eran policiales
al uso, pero que la figura del investigador —de sus “detectives salvajes“—
cobró dimensiones colosales, en particular con su voluminosa y vigorosa 2666 y La parte de los crímenes.
Bolaño
no sólo nos entregó literatura. También nos entregó una moral: nos enseñó que
una literatura vigorosa (y esto tuvo que haberlo leído en El Quijote, donde Cervantes mencionaba que el costo de una obra de
calidad requería desvelos, fatigas y entuertos) se fortalecía a la intemperie,
sin becas, sin academia, casi sin lectores. Recordemos sus palabras cuando
compara al escritor no con un detective, sino con un samurái, y en la visión de
Bolaño los samuráis no suelen batirse a duelo contra otros samuráis, sino que
lo hacen contra un monstruo, generalmente gigantesco, de titanio, de múltiples
brazos y cabezas, y este samurái-escritor, que creía en el honor y que tenía
sus códigos de lucha, salía a dar la pelea, sabiendo de antemano que perdería. Entonces
eso era para él la literatura, se trataba de salir a pelear, aunque el monstruo
nos reventara a patadas.
Sergio Alejandro Amira. Otro autor de la muestra |
Eran
esas conversaciones que teníamos con Ignacio, en un heladísimo julio de 2017,
aunque quizás fue en verano y vestíamos chalas y pantalones cortos, y lo del “heladísimo
julio” lo pongo para darle mayor dramatismo. Pero me desvío del tema. Lo que
quería contarles era cómo había nacido la idea de hacer una antología policial,
y el punto cero fue el nombre de Bolaño. ¿Por qué no inventamos un grupo de
escritores desalmados y hacemos la revolución en la literatura chilena? Me
propuso Ignacio Fritz, con el fin de tributar a Los detectives salvajes. ¡Estás loco! Le contesté, ya estamos cerca
de los cuarenta, y a nuestra edad nos está faltando salvajismo y también
tiempo, ya no somos aquellos jóvenes imberbes que fuimos, que veníamos a
revolver el gallinero y ponerlo todo patas para arriba. Nos habíamos
aburguesado, pero el llamado de la selva seguía persistiendo en algún punto
perdido de nuestras psiques.
No
obstante la idea quedó flotando. Quizás una de las ambiciones de la literatura
sea recrear un tipo de realidad, o al menos el de generar una visión alterna de
los hechos cotidianos y estereotipados. Piglia decía que el escritor podía
transformarse en un revolucionario si le arrebataba al Estado el “relato”, en
el sentido de que el Estado es el órgano que fabrica y produce narrativas que
envuelven y amordazan a la realidad.
Le
propuse entonces a Ignacio la idea de crear una antología de textos de autores
nuevos, y no tan nuevos, algo así como Antología
del nuevo cuento chileno, trabajo que pudiese dar cuenta de que existían
más escritores que los promovidos y amparados por algunas instituciones
privadas o por el mismo Estado, y que la prensa vocifera como si fuesen unos
genios. Entonces Ignacio me propuso que el crimen había que perpetrarlo desde el
relato policial. Si no podíamos crear un grupo de escritores desalmados que
operaran en la realidad, sí podíamos convocarlos en torno a una antología.
Desde
un comienzo nos propusimos que esta antología iba a tener dos ejes: el
principal, que contuviese relatos de calidad, y el segundo, que sus autores
hayan ensayado previamente la escritura de relatos policiales, ya sea como
cultores del policial duro y clásico, o bien conociendo los patrones y las
reglas del policial, las desdeñaran con textos limítrofes o paródicos, donde la
muerte por homicidio o la investigación policial estuvieran presentes.
Con Quiero la cabeza de Sir Arthur Conan Doyle,
quisimos entregar un fresco actual con las versiones posibles de un género, ampliamente explotado y trabajado en otras latitudes, pienso en EE.UU, Inglaterra, Japón o
Suecia, pero que en Chile a lo largo de los años apenas ha reunido a un decena
de escritores, que contra viento y marea han conseguido publicar sus obras y
crear un público cautivo. Es importante aclarar que nuestra antología no busca
abarcar la totalidad de los autores policiales chilenos, que tienen méritos de
sobra para figurar en cualquier muestra, sino la de mostrar el trabajo de
escritores que se están abriendo camino; salvo tres o cuatro excepciones que ya
tienen proyección internacional, el resto aún lustramos nuestras placas y
revólveres.
Alfredo Lewin y Marcelo González en la presentación. |
Trabajamos
con nuevos y antiguos materiales para construir nuestras narrativas. Edgar Allan
Poe es un referente inevitable. Con dos cuentos seminales, de los cuales deriva
gran parte de la narrativa policíaca, me refiero a Los crímenes de la rue Morgue y La
carta robada, quedó la pista dispuesta para que otros autores ejecutaran
sus crímenes. Ya entrado el siglo XX, la segunda deriva fue inaugurada por
Dashiell Hammet, quien nos muestra el caos y la locura que giraba en torno a
los cuarteles policiales, y sobre todo el quijotismo lacónico de los
irreflexivos y muchas veces arrojados detectives privados, como lo encarna su
personaje Sam Spade, y que luego perfeccionaría Raymond Chandler con su serie basada
en Philip Marlowe.
Desde
sus comienzos, la puesta en escena del policial tenía como figura central al
detective, quien de manera intelectual, como en un juego de ajedrez, resolvía
los delitos valiéndose de la lógica y la deducción. Fueron emblemáticos los
casos del cuarto cerrado, donde era imposible entrar o salir de la escena del
crimen, o el asesinato en público, el cual convertía a todos los testigos en
sospechosos. La ficción policial se llenó de hombres delicados y elegantes,
otros más rústicos y primitivos, pero siempre con sus ojos puestos más allá de
las apariencias. Aún los leemos con admiración, porque se valían sólo de la
razón, el órgano más acucioso para resolver paradojas y sinsentidos. Eran
hombres limpios, que no necesitaban irse a los combos, ni pagar testigos falsos
ni recurrir a ninguna artimaña para esclarecer sus casos. Todo estaba en la
cabeza, y cualquier situación se podía resumir a un buen puñado de variables, dirimiéndose
como en una buena ecuación.
Esta
visión romántica del policial fue cambiando a través del tiempo; acá es donde
emergen Hammet y Chandler, a quienes se les suele citar casi como si fueran un
dúo dinámico, tipo Batman y Robin, aunque en realidad podríamos decir que el
primero fue el que abrió la puerta para ventilar el olor del cadáver, y el
segundo fue el que abrió las ventanas para que terminase de expirar el hedor. La
figura del detective intelectual fue reemplazada por la de un detective
dubitativo, cansado y cínico, la escena se amplió en forma de denuncia, y se
pasaron a retratar elementos como la
corrupción, el narcotráfico o la violencia sexual, ámbitos en los cuales la
figura detectivesca coqueteaba con los códigos del hampa.
Resumiendo;
del cuarto cerrado, donde se conjugaban elementos delictivos casi como en un
insectario o en un laboratorio, el policial avanzó hacia el laberinto, donde el
caos, la burocracia, y el hampa impidió que un detective limpio, a la antigua,
pudiera sobrevivir en ese ambiente. El detective tuvo que contaminarse, adoptar
las malas prácticas.
Pero
el policial es un género mutante. No se agota en unos pocos esquemas, es tan
variado y extraño como la misma realidad.
Está la novela de espionaje y contra-espionaje, que tuvo su auge y caída
durante la Guerra Fría, o la popular whodunit (contracción de Who has done it?), en
las que la trama se centra en develar quién cometió el asesinato, todo
centrándose en una especie de literatura-juego, en la que el autor entrega
datos y pistas falsas, proponiéndole al lector un puzle que debe resolver antes
de que se acabe el libro. Hay obras que están interesadas en los aspectos judiciales,
trasladándose la acción de las calles a la burocracia de los tribunales de
justicia. En Latinoamérica, ya podemos hablar sin problemas de un policial de
denuncia social, libros principalmente dedicados a revelar los mecanismos de
represión de las dictaduras de turno, o de retratar el mundo del narcotráfico,
con la denominada narcoliteratura.
Como
decía en un comienzo, el cuerpo del género policial es enorme, corren muchos
ríos de tinta y sangre sobre su cadáver, detrás de sus engranajes podemos
encontrar delincuentes de diversa monta y catadura, detectives delicados,
elegantes, y otros no tan delicados y elegantes. Y no debemos pensar o suponer
que la literatura policiaca, por ser una literatura de género, es una
recreación menor de la Literatura con mayúsculas. Muchos, durante bastante
tiempo, la vieron como una cosa pasatista, una literatura hecha para las clases
proletarias —y en efecto lo fue en un momento gracias a las publicaciones pulps
—, historias donde se explotaba el morbo, mostraban sexo descarnado y
asesinatos escabrosos. Pero no nos engañemos: el policial tiene puestos los
pantalones largos hace rato. El género se masificó gracias al trabajo del
escocés Arthur Conan Doyle, o a la perspicaz labor de Agatha Christie. También
fue vindicada por Borges y Bioy Casares con numerosas antologías y
relatos. Pero esos son los nombres de
antaño. ¿Qué hay de nuevo viejos? Quizás no tanto, un puñado de crímenes del
pasado, del presente y del futuro, alucinaciones de psicópatas al acecho,
detectives petrificados por cortinas de humo, muchas víctimas al acecho y por
supuesto, la antología que presentamos ante ustedes. Muchas gracias.
Portada de la antología |
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