Editorial Áurea
Curialhué: con sangre en el ojo. Libro I
1era Edición. 215 páginas.
Parece ser que toda utopía
encierra dentro de sí su propio fracaso: es necesario mutilar al ser humano
para conseguir que un espacio sea gobernado en términos idílicos de justicia y
equidad, sin desmerecer ni favorecer a ninguno de sus ciudadanos. Para lograr
la anhelada utopía terrenal, es necesario que una sociedad en conjunto deje de
lado las discrepancias, el conflicto, para caminar de manera colectiva hacia un
bien común, pero esa idea encierra una trampa, pues ello conlleva a que “en una ciudad sitiada, se considere que
toda disidencia sea una traición” cita atribuida a San Agustín —y también a
Stalin—y por eso no nos debe extrañar que dentro de una isla o tras los muros de
la ciudadela utópica, se construyan cárceles, o que aparezca la tortura y el
asesinato, y la deportación sea una manera “humanitaria” de lograr encauzar por
un buen camino a la utopía.
Desmitificar la utopía y afirmar
que la divergencia es innata en el ser humano es un paso terrible,
principalmente porque sin el conflicto no habría guerras, pero tampoco habrían
procesos históricos, ni conocimiento científico o artístico, y el desarrollo de una cultura quedaría
petrificada bajo un ideal o bandera. La utopía quiere a un hombre nuevo, pero
ese hombre nuevo no puede tener historia, no discierne, es un autómata, un
zombi, es finalmente un agente de la revolución, y la revolución siempre tiende al desorden y al caos de un orden ya establecido.
La novela de Rodrigo Muñoz Cazaux, Curialhué, se ensambla al tópico literario
del locus amoenus en un escenario
post-apocalíptico: un grupo de personajes de diferentes edades y extracciones
sociales se ven envueltos en un acontecimiento real que tuvo lugar en Chile: el
terremoto del 27 de febrero de 2010, el cual alcanzó una cifra cercana a los 9
grados Richter y que tuvo consecuencias inmediatas en cuanto al deterioro de
transportes, comunicaciones, interrupción de servicios básicos y daño
estructural, además de pérdidas de vidas humanas cifradas en cerca de 500
habitantes. Esto conlleva a la reflexión de que en Chile, pese a sus condiciones ambientales, aún no se inaugura una
tradición de la literatura catastrófica o sísmica; pareciera ser que si bien estamos preparados para recibir estos sacudones de la naturaleza, rápidamente
nos olvidamos que somos un país de terremotos, y en vez de exorcizar nuestros
horrores como lo harían en Japón con robots gigantes, explosiones y monstruos del espacio para constatar un trauma, nuestra narrativa aún se concentra en relatar las heridas y cicatrices de otro trauma: la dictadura.
Curialhué no escapa de la sombra
de la dictadura: en sus páginas aparece Joaquín, un hombre viejo, atormentado por un
pasado de torturador; se trata de un solterón que lleva consigo un expediente enorme escrito por él mismo, titulado El Manual del Usuario, una suerte de diario de vida
nihilista que combina crónica, con reflexiones, hipótesis, e ideas vagas, y no
tan vagas, como la que plantea respecto a la raza humana:
“La Tierra (…) siempre va a encontrar los medios para hacer que todo vuelva a su cauce natural. Ya sea el río desviado por la mano del hombre, ya sea el árbol que al crecer ha cubierto de sombra la planicie donde estaban esas flores. (…) Aun cuando creemos que somos los reyes del mundo y nos vanagloriamos que nuestras construcciones y las luces de nuestras ciudades son visibles desde el espacio, no hemos siquiera tenido el tiempo suficiente en la superficie como para poder registrar en nuestros libros los verdaderos efectos de la deriva continental”.
El accidente cósmico
Entender nuestro pasado geológico nos puede llevar a postular que la raza humana no sea más que un accidente
cósmico -y de no serlo- que seamos muy similares a un parásito extraterrestre que no parece guardar
armonía con los más de 4 mil millones de años que tendría nuestro hogar, si
consideramos especialmente que sólo aparecemos en la Tierra hace poco menos de 200 mil años, sin contar que la civilización parece ser otro accidente en el tiempo, pues con su llegada no se suman ni
10 mil años.
Curialhué se estructura de forma
coral, con varios personajes que sin responder a un arquetipo, dan cuenta de
la sombra y la luz de la humanidad: está Sergio, un hombre de familia común y
silvestre, separado, que oculta un secreto que va más allá de la trata de
blancas; está Clara, una ninfómana que no parece tener parámetros morales pero
que detrás de si esconde una infancia derruida; Aurora, una enfermera que aún
siendo hermosa y apuesta, causa una repulsión inexplicable entre sus pares o el citado
Joaquín, que además de guardar una relación cercana con la dictadura, lleva una
vida velada como homosexual. El punto de partida de la novela es el terremoto ya mencionado,
pero antes se relata otro hecho histórico, El incendio de la Compañía de Jesús
en 1863, ocurrido un martes 8 de diciembre, cuando en plena misa repleta de fieles, se
originó un incendio que arrasó con toda la estructura y sus parroquianos, quienes no pudieron escapar pues las puertas se abrían hacia adentro,
y los cadáveres de los caídos apilados en las entradas obstaculizaron cualquier tipo de salida.
“Tras la extinción del fuego, miles de cuerpos calcinados quedaron al descubierto. Frente a la imposibilidad de identificarlos y al riesgo sanitario que implicaba, se decidió darles sepultura en una fosa común del Cementerio General. El amanecer gris del 9 de diciembre estuvo acompañado del viaje al cementerio de 146 carretones llenos de cadáveres rociados de cal que abarrotaron la fosa cavada por más de 200 hombres. Cuatro días demoró el entierro. Pasados ocho días de la catástrofe, se pronunciaron las exequias en la Iglesia Metropolitana. Días más tarde las autoridades decidieron trasladar el templo de su lugar original, dejando en la tradicional esquina un monumento en honor a las mártires.” (extraído de Memoria Chilena)
Esta inserción primaria se complejiza en
el entramado novelesco, principalmente porque no parece tener ninguna relación
con los hechos que se van relatando. La estructura es coral y en tercera
persona, recordando la narrativa de Juego de Tronos (pero sin la desmesura-río
de cascadas y cascadas de sucesos que van cayendo), pero en especial su narrativa nos remite al Apocalipsis, de
Stephen King. Si en la novela de King se trata de un virus que se esparce a la
velocidad de la luz, en Curialhué se trata de los efectos de un terremoto y las
mutaciones mentales que experimentan los personajes y no menor, la aparición del nombre en el horizonte psíquico de los personajes de
una ciudad misteriosa que se llama Curialhué. En las desventuras
que correrán los protagonistas se irá conformando un ambiente hostil muy en la
línea de los road movies, habrán obstáculos, bandas rivales y
violencia, todo narrado con un pulso fuerte y trepidante, conformando una
premisa que es fundamental en un libro que respira de cerca a los best-sellers,
las películas clase B o las historias pulps, que es la de no parar y avanzar
con inesperados giros, dejando el listón de las expectativas cada vez más arriba.
La ciudad de los Césares
Las novelas de ciencia-ficción,
la mitología, el folclor, los diarios de expedicionarios, han tratado desde
diversas perspectivas la posibilidad de que exista una ciudad o un mundo
invisible, como lo es en el caso paradigmático de Viaje al centro de la Tierra,
de Julio Verne, que propone la existencia de una civilización perdida enterrada
a miles de kilómetros de la superficie: estas narraciones intentan desentrañar
una posibilidad que tiene muchas caras, pudiendo ser un nuevo Edén bajo la
tierra (el imperio de los mil años del III Reich de Miguel Serrano), el
avanzado pueblo de los hiperbóreos que plantea Bulwer-Lytton en su La raza futura,
o la vertiente horrorosa que nos presenta H.G Wells con La máquina del tiempo,
donde nos muestra a los morlocks, una raza maligna y bárbara que busca
esclavizar a los habitantes de la superficie.
Lo cierto es que la creencia de
civilizaciones perdidas se remonta a relatos tan antiguos como los de Platón y
su postulación de La Atlántida, el continente mítico que quedara sumergido
luego de un cataclismo. Muñoz Cazaux actualiza esta deriva, para presentarnos
una ciudad de piedra y cavernosa, en la que sus habitantes reciben a los
protagonistas que vienen escapando de algo (¿pero de qué? La paranoia de sus
personajes es otro ingrediente central), y que por medio de unas aguas
milagrosas los van subyugando lentamente. La ciudad de Curialhué, es pues, descrita como apacible, con
condiciones aptas para la vida, pero a medida que los personajes centrales
empiezan a recorrer y descubrir sus complejas galerías atravesadas por ríos
subterráneos, sienten que algo, que una fuerza desconocida opera en ese
espacio, siendo el tiempo la primera variable en dislocarse: una hora podría
ser un día completo en la superficie, y el embarazo de una de las mujeres
protagonistas parece acelerarse, siendo otro elemento que causa el pavor y el desconcierto.
El choque entre lo conocido y lo
desconocido, entre la luz y la sombra, entre la vida y la muerte, circula una
vez más como lo que planteamos al comienzo: parece ser que para llegar hasta un
lugar perfecto y sin conflictos, es necesario despojarse de muchas cosas, y
que finalmente todo paraíso, natural o artificial, siempre parece cobrar un precio para
quienes buscan alojarse en su seno. Y ese precio parece ser no otro, que el de aceptar que el
infierno sí puede ser un lugar idílico y confortable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario