Wayward whale in the city de Maggie Hurley |
En su Tesis sobre el cuento, Ricardo Piglia resume una anotación de Chéjov que contiene el núcleo de un relato que nunca desarrolló:
Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida.
La
anotación, que puede servir perfectamente como una ficción breve (hay un
personaje, hay una trama y un final), tiene la peculiaridad de que puede
abrirse como un abismo infinito de interpretaciones. ¿Quién se suicida teniendo
dinero? Pero lo cierto es que todo suicidio tiene un fondo de enigma: no son más enigmáticos
los que dejan notas, como el polémico suicidio ritual japonés (seppuku) que cometió el italiano Emilo Salgari, dejando más preguntas que respuestas con sus hipotéticas razones
para llegar a tan drástica situación.
Porque
quizás, como plantea la magnífica novela japonesa El grito silencioso de
Kenzaburo Oé, probablemente lo más macabro de terminar con la vida no sea el
acto en sí mismo, sino el descubrimiento que puede llegar a hacer un suicida para
tomar tan drástica situación. En Japón hay una tradición ilustre de escritores
que se auto-eliminaron, Mishima, Kawabata, Akutawaga, todos de distintas
maneras y es muy sabido que además de ser una cultura de fuerte raigambre
guerrera, con un pasado imperialista y militar, el suicidio en Japón es un pozo
de nunca cavar.
Una novela chilena ambientada en Japón
El
gesto de Aldo Berríos, de utilizar como telón de fondo a una realidad más
lejana a la nuestra, recuerda la actitud de otros artistas para escenificar sus
ficciones, como el chileno Paulo de Jolly, que le cantó a los jardines de Louis
XIV, o el español Jesús Ferrero con su Bélver Yin ambientada en los puertos de Shanghái.
La ballena tiene como narrador y protagonista a un mestizo mitad chileno, mitad
japonés, quien viaja hasta el país del sol naciente con una tarea muy clara: investigar al
bosque de Aokigahara para escribir un reportaje sobre la zona, lugar que en la realidad es tristemente célebre por albergar a una gran cantidad de suicidas,
quienes año a año eligen a esta zona boscosa como tumba para acabar con sus vidas.
Aldo Berríos, autor de La Ballena |
El
hijo del protagonista es menor de edad
Y
ahí radica el quid de la búsqueda, ¿por qué un niño decide acabar con sus
días? Los motivos para que un adulto decida morir descansan en factores
innumerables, pero por lo general se trata de una decisión tomada racionalmente
porque la vida se ha convertido en una carga: sí, no suelen estar locos ni bajo
efectos de una droga los que deciden partir, de hecho estadísticas elaboradas
respecto al momento del día en que se comete el acto, lo ubica entre mediodía y
antes de la noche, horas en que el sujeto en cuestión está más lúcido, libre de
sicotrópicos o de cualquier sustancia. Las razones son tan infinitas como seres humanos
existen, por deudas, debido a una enfermedad catastrófica, cuestiones políticas o remordimientos tras
cometer un hecho delictivo o reprobable.
El
mundo de los niños es distinto. El narrador intenta esbozar alguna explicación,
porque sin duda lo que experimenta un suicida, no es otra cosa que una ruptura
entre su yo y el mundo:
El mayor defecto de nuestro sistema está en ocultar el sufrimiento. En tapar el sol con un dedo insensible. Hoy por hoy, la mayoría padece alguna enfermedad mental no tratada, pero la ocultamos con nuestras fuerzas, porque es más sencillo callar que dar explicaciones.
Una
observación similar realiza Carl Gustav Jung, al diagnosticar que vivimos en un
mundo esquizofrénico haciendo una dura crítica a nuestra modernidad, la cual ha
edificado un mundo con gruesas bases ancladas en la ciencia, pero que ha
perdido el contacto natural con sus fenómenos, y así hemos dejado de oír la voz
de los dioses en los truenos o de asimilar la belleza y la sabiduría en el símbolo
del árbol: descreídos totalmente de los dioses, depositamos nuestras esperanzas
en sistemas políticos y económicos manejados por hombres, que con todo el
progreso de la técnica han facilitado, en efecto, nuestras vidas, pero no la han
profundizado, quedando una superficie costrosa y deslizante en la
cual es muy fácil resbalar y caer, y muchas veces para siempre.
Una
guía de espectros de bolsillo
El
marco realista de la novela se desborda en las primeras páginas, una vez que su
protagonista hace contacto con el guía que lo conducirá hasta los bosques de
Aokigahara. El trayecto que realizan ambos se asemeja mucho al recorrido de
Dante por el infierno en la Comedia, y así como una vez se traspasa el umbral,
es mejor abandonar toda esperanza. El viaje hacia los bosques queda deslindado
con la impactante descripción del actuar de un extranjero, que haciendo caso
omiso a cualquier gala de cortesía, marcará el decurso del libro con un hecho extraordinario y cruel. A lo largo de la novela, constataremos que el paisaje
interior se funde con el paisaje exterior, y la relación entre iniciado e guía se mixturan, dando paso a un mundo fantasmal donde los espectros y
seres del mundo espiritual de Japón hacen su aparición: todo habla y se comunica,
los meandros del camino, la neblina que cae entre los árboles, los mismos
personajes fantasmales, que repiten ininterrumpidamente su sufrimiento, muchas
veces de manera sadomasoquista, y en efecto, eso los liga con los círculos dantescos.
En un diálogo entre el padre del hijo muerto y su guía, éste le relata la historia, a modo de acertijo, de un hombre que recibe una llamada telefónica muy de noche, y le cuentan que en un accidente fallecen muchas personas. Tras escuchar esto, el hombre se levanta, prende la luz, y se suicida. Ese pequeño relato condensa en gran medida la relación del yo con el resto: no estamos tan solos como podríamos creer, y si llegásemos a estarlo, seríamos como los dioses, acaso los más soberbios, pues ellos tienen la autodeterminación de saber cómo y cuándo abandonarán este mundo. Y probablemente aquella imagen del hombre que se levanta y prende la luz resuma todo esto, pues como dice el narrador de La Ballena, cuando se enciende una luz en algún lugar, hay una que se apaga en otro.
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