Editorial Impedimenta. El jardín de los suplicios, Octave Mirbeau. Traducción Lluís Ma Todó. Edición original 1899.
Los libros mordaces que ponen en el centro a la decadencia y a la perversidad humana no son una constante en la historia literaria: a veces asumen la forma de la fantasmagoría y la locura vesánica, como Los cantos de Maldoror de Lautréamont, otras, la miseria humana vistas desde los ojos de un niño como El lazarillo de Tormes, o ya en nuestro siglo pasado, el monumento a la violencia pornográfica y fetichista con Crush, de J.G. Ballard, obra en la cual se nos relata sin empacho la adicción de un hombre a los automóviles y al sexo duro.
El caso de El jardín de los
suplicios es emblemático; publicada en 1899, fue una obra que impactó en su
época, pero no siguió un curso de influencias como otros de sus contemporáneos,
como fue el caso El corazón de las tinieblas de Conrad (publicada el
mismo año), y otras obras del decadentismo, en especial el francés, como la
influencia irrefrenable de Charles Baudelaire con Las flores del mal o
Joris Karl Huysmans con su A contrapelo. El jardín, en efecto, bebe de
los mismos afluentes de sus contemporáneos: está la visión descarnada hacia la
sociedad y a la civilización occidental, aparece el desprecio por las
instituciones, se presenta la muerte de forma sublime y poética, y la
objetivación de sus ideas filosóficas, en especial el tema de la libertad, encarna
una paradoja y una advertencia: ¿hacia dónde nos puede llevar la libertad
absoluta?
Pero ¿Libertad de qué y para
quién?
El escritor francés y anarquista Octave Mirbeau |
Un salón de caballeros y una
discusión en torno al asesinato
La novela parte con la reunión
en la casa de un famoso escritor del cual no se dice más, dentro de un salón
repleto de hombres sin nombre que encarnan diversos arquetipos; ahí discuten en
torno al asesinato. Apenas bosquejados, lo único que importa son sus opiniones:
¿es el asesinato la mayor preocupación humana?
Todos están de acuerdo en ello, aunque desde diferentes ópticas. El
filósofo, el literato, el médico, van entregando sus impresiones, y la
respuesta de cada uno remite a la naturaleza del hombre. Para unos, el
asesinato es más que una de las tantas bellas artes, es una pulsión innata que
se ve sofrenada por las instituciones; para otros, el asesinato puede ser cometido
a mansalva, si el individuo que los comete tiene asegurados los medios para
expresar su libertad de matar impunemente. En un punto de equilibrio, se
considera al asesinato desde la perspectiva de la ciencia como una curiosidad:
una voz explica que su padre, de profesión médico, asesinó a un paciente
durante una operación sólo porque pensó que un órgano estaba en mal estado,
abriéndole y provocando su muerte. Pero en esta perspectiva macabra, que
recorre las prácticas políticas más en boga en aquel siglo, como el
antisemitismo o el colonialismo, uno entrega una perspectiva muy curiosa sobre
el hecho de matar, y que en efecto servirá como principal núcleo que se
desarrollará a lo largo de libro: tanto el placer sensual y el goce, se
unifican con el deseo de asesinar o de morir, ejemplificándolo por la gran
excitación sexual que sentiría un sujeto cualquiera al estrangular a su víctima,
postulado que recuerda indefectiblemente al de Freud respecto a las pulsiones
de vida y muerte relacionadas con Eros y Tanatos (y en efecto, Freud tuvo que
haber leído al decadentista francés, principalmente por la proximidad espacial
y temporal entre ambos, relación para un análisis que excede a este escrito).
La historia se abre a las tinieblas
Como en los antiguos relatos
enmarcados, en el clásico tópico del manuscrito (en la que una historia se
inserta dentro de otra ya sea por el descubrimiento de un manuscrito o por la
exposición de un narrador), es acá el narrador protagonista de los hechos,
quien presenta ante el grupo de distinguidos caballeros su obra escrita en un
papel enrollado, advirtiendo que no se ha atrevido a publicarlo y menos a dar
su nombre. Una mujer y un viaje, marcarán su derrotero, y ante la búsqueda de
una explicación a los hechos que relatará, muy en la línea del romanticismo
oscuro, afirma (apelando a una esfera ligada a lo irracional) que las cosas no
necesitan ser demostradas sino sentidas.
El protagonista es un
político, y según sus propias palabras, es un político que se está abriendo en
el mundo electoral; todas las relaciones que establece con otros personajes son
de un cinismo puro y galopante. En un inicio, afirma que llegó a postularse a
una circunscripción en la que nunca había estado, pues era aquello, o
simplemente arrojarse al Sena. Suicidio o vida política, o recordando más bien
la frase de Max Weber “quien entra en política hace un pacto con el diablo”,
pero ¿qué clase de política? O mejor preguntarse: ¿qué clase de diablo? El
flamante candidato es apoyado financieramente por el mismísimo Gobierno, y una de
las primeras recomendaciones que recibe no puede ser más contundentes:
La honradez (en el mundo de la política) es inerte y estéril, ignora la explotación de apetitos y ambiciones, las únicas energías con las que puede fundarse algo verdadero.
Lo verdadero es, como en el
tópico del mundo al revés, la falsedad absoluta, ejemplificado por su candidato
rival, que sin ningún miramiento se ufana ante las multitudes gritando a viva
voz: “yo robo, yo robo”, no obteniendo un rechazo por su actitud, sino que es
coreado y aprobado por sus seguidores: “sí, él roba, él roba”. El narrador
explica que su oponente ha ganado las elecciones, suponiendo un fuerte golpe a
su integridad, pero que no lo saca del entramado en el que se mueve, y es que
una vez iniciado un camino cuesta tanto desandarlo. Condes, barones,
comerciantes, políticos, toda la élite es descrita por Mirbeau como un estrecho
maridaje entre ambición y corrupción. Se percibe en varios pasajes de esta
primera parte del libro aquello de la estrecha unión entre las identidades que
se mueven en este teatro: la caída de uno por una traición o habladuría puede
suponer la ruina de muchos, y ante el amago de una delación, basta poner una
buena bolsa de oro por delante para comprar complicidades, y como se puede
inferir por la actitud de quien nos narra todo esto, se suele preferir la
libertad al dinero.
Porque la mejor forma de
encerrar a alguien es haciéndole creer que es libre
Sin talento, sin un camino
forjado por su propia voluntad, el protagonista es “quitado” de la escena local
política por su rival de manera astuta, quien lo embarca en una misión a la
China con el supuesto título de entomólogo. El protagonista duda del
ofrecimiento, y con razón, pues ¿cómo va a actuar como un entomólogo si no
tiene ninguna noción de aquella ciencia? Pero la caridad para el político no
suele tener límites, si sus “actos de bondad” los hace con la plata de los contribuyentes,
jamás con su fortuna. Se le ofrece dinero, una posición, un destino, a cambio
de que se retire de la vida pública por dos años. ¿Qué mejor manera de anular a
alguien si no es diseñándole una cárcel a medida? El protagonista, que como ya
sabemos no tiene nombre, acepta el billete y la misión y se embarca en su
supuesta misión de entomólogo; como ocurre con las mejores novelas, cada escena
va prefigurando a la siguiente, o las sugiere a grosso modo.
Durante su viaje en mar hacia
las lejanas costas orientales, traba amistad con un oficial inglés, un hombre
de pasado militar que representa lo más cruento y vil que pude encarnar alguien
del mundo de las armas: el gusto por exterminar a poblaciones humanas y el afán
sádico por crear un arma que pueda aniquilar a gran cantidad de enemigos. Nótese
que en el año que se publicó la novela aún no ocurrían las guerras mundiales,
pero la carrera armamentista y la cantidad de conflictos bélicos tanto en
América como en Europa afloraban desde causas independistas, hasta conflictos
civiles y territoriales: nada nuevo bajo el sol, porque la guerra es una
constante. Otro personaje que destaca es un cazador furtivo, uno de aquellos
individuos muy en boga en aquellos años, sujetos capaces de cruzar continentes
enteros en busca de especies y tesoros preciados, y que en uno de sus tantos
viajes se ve obligado a comer carne humana, pero no de negros, sino de blanco,
por considerarla de mejor calidad. Nótese que son hombres blancos de países
civilizados los que cuentan sus historias, y en sus relatos aflora el
canibalismo, la guerra y el exterminio.
Vivimos bajo la ley de la guerra. ¿Y en qué consiste la guerra? Consiste en masacrar al mayor número de hombres que se pueda en el menor tiempo posible. Para hacerla más mortífera y expeditiva, se tratar de hallar máquinas de destrucción cada vez más formidables… Es una cuestión de humanidad, y se trata también del progreso moderno.
Y la bella Clara irrumpe
Así como Dante tuvo a la
Beatriz que lo condujo y lo sacó del Infierno, el protagonista tiene a su
Clara, que es la que lo lleva al Paraíso, pero lo lleva a un Edén que es el
reverso de la utopía: El Jardín de los suplicios. Clara es descrita como una
pelirroja hermosa, audaz, y altamente inteligente. En temas amorosos y sexuales
los vive sin ningún pudor, y es ese desenfado, lo que enamora al hombre que nos
irá a narrar muy de cerca el horror que habrá de contemplar. Clara representa
el refinamiento, la exquisitez, el derroche y la agudeza, es una hija de la
élite, y como tal, no tiene problemas para expresar lo que desea y en colmar
sus deseos con creces: no conoce más que privilegios y desconoce el rigor y la
escasez. En un muy poco tiempo seduce al joven, y ya durante el mismo viaje en
la embarcación, éste se reconoce totalmente subyugado por la mujer, al grado
tal de reconocerse como esclavo de la misma. La signatura de la libertad una
vez más cobra sentido: si primero era prisionero de un sistema político y de
unas ideas, luego de una misión hacia un país que desconoce con una profesión
de la que no tiene ningún conocimiento (entomólogo), el nuevo nivel de
degradación es el amor. Para el poeta latino Ovidio, el amor es un campo de
batalla: Militat
omnis amans, et habet sua castra Cupidus, o en español, que todos los amantes
son soldados, y Cupido tiene su propio campamento (Libro I-IX, Amores). Pero si
el amor es un campo de batalla, y sitiar y conquistar a la figura amada es el
triunfo de esa guerra que sólo los valientes pueden librar, una vez más El
jardín de los suplicios nos enseña que una vida no se compone de victorias o
derrotas, sino que la principal dialéctica que nos forja en tanto individuos es
la antinomia esclavitud-libertad.
La colonia penal
La descripción del puerto chino y su mercado nos remite a imágenes
recientes sobre la pandemia: en esos mercados se venden murciélagos clavados en
estacas, carne putrefacta, y toda clase de animales, todo narrado con lujo de
detalles. Pero el espacio final de esa pesadilla es un bello jardín colorido,
en el cual se tortura a hombres entre medio de aquellos paisajes de ensueño.
El Jardín de los Suplicios ocupa en el centro de la Prisión un inmenso espacio en cuadrilátero, cerrado por unos muros cuya piedra, cubierta por un tupido revestimiento de sarmentosos arbustos y plantas trepadoras, ya no se ve. Fue trazado hacia mediados del siglo pasado por Li-Pé-Hang, el botánico más sabio que haya tenido China.
La mayor cantidad de textos en torno a El jardín de los
suplicios se centra en los diversos tormentos y ejecuciones brutales de los
penados chinos. Es probable que las poderosas imágenes necróticas de sadismo y
sangre hayan abierto el camino para otras manifestaciones artísticas, como el
ero-guro japonés (del que Rampo Edogawa sería su principal cultor, en los años
20); o el grand guignol francés, que comenzó dos años antes de la publicación
de esta novela, pero que su refinamiento y desarrollo se llevaría durante los
primeros años del siglo XX.
En
este caso, la novela traslada todo el horror por la destrucción surgida de la
civilización occidental hacia una lejana, oriental, en la cual la muerte es
tratada de forma estética anclada en una arquitectura del mal. Pero aquella no
es una mascarada ni una teatralización de los verdugos con sus víctimas, sino
que es la demostración palpable de que su escenificación no es cuestionada por sus
espectadores, individuos refinados y de la elite, sino que es aplaudida e
incluso alentada. En el último trecho la novela se convierte en un festival de
la exquisita refinación para exterminar vidas humanas, y su protagonista
narrador, extasiado y asqueado a partes iguales, identifica al jardín de las
torturas con el universo.
Las pasiones, los apetitos, los intereses, los odios, la mentira; y las leyes, y las instituciones sociales, y la justicia, el amor, la gloria, el heroísmo, la religión, son las flores monstruosas y los repulsivos instrumentos del eterno sufrimiento humano.
Y no
se pueda esperar mayor hondura de alguien que reflexiona desde su propio infierno
construido a medida, en su perpetua esclavitud.
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