viernes, 23 de octubre de 2020

Sobre la libertad a propósito de El jardín de los suplicios

Editorial Impedimenta. El jardín de los suplicios, Octave Mirbeau. Traducción Lluís Ma Todó. Edición original 1899.

Los libros mordaces que ponen en el centro a la decadencia y a la perversidad humana no son una constante en la historia literaria: a veces asumen la forma de la fantasmagoría y la locura vesánica, como Los cantos de Maldoror de Lautréamont, otras, la miseria humana vistas desde los ojos de un niño como El lazarillo de Tormes, o ya en nuestro siglo pasado, el monumento a la violencia pornográfica y fetichista con Crush, de J.G. Ballard, obra en la cual se nos relata sin empacho la adicción de un hombre a los automóviles y al sexo duro.

El caso de El jardín de los suplicios es emblemático; publicada en 1899, fue una obra que impactó en su época, pero no siguió un curso de influencias como otros de sus contemporáneos, como fue el caso El corazón de las tinieblas de Conrad (publicada el mismo año), y otras obras del decadentismo, en especial el francés, como la influencia irrefrenable de Charles Baudelaire con Las flores del mal o Joris Karl Huysmans con su A contrapelo. El jardín, en efecto, bebe de los mismos afluentes de sus contemporáneos: está la visión descarnada hacia la sociedad y a la civilización occidental, aparece el desprecio por las instituciones, se presenta la muerte de forma sublime y poética, y la objetivación de sus ideas filosóficas, en especial el tema de la libertad, encarna una paradoja y una advertencia: ¿hacia dónde nos puede llevar la libertad absoluta?

Pero ¿Libertad de qué y para quién?

El escritor francés y anarquista 
Octave Mirbeau
El concepto de libertad suele discutirse de forma ligera o muy amplia, y es que en los tiempos posmodernos su concepto se ha maltratado a tal punto que no existen nociones claras ni cercos establecidos: es la lepra inoculada por pensadores sofistas que dotan a la realidad de psicologismo, juego de (pos)verdades, o el mero capricho infantil de “si soy libre hago lo que me da la gana”.  Lo cierto, es que como afirma el filósofo colombiano Nicolás Gómez-Dávila, “la verdad no es un objeto que se pueda entregar de mano en mano”, y en este caso, el concepto de libertad no es algo que se pueda dar como dado; por su propia borradura genealógica y de aplicación práctica, merece más que nunca una interpretación crítica. Muy a grandes rasgos, la libertad corresponde a momentos históricos que pueden ser determinados según la sociedad en que se vive, y la distinción que haré calza como anillo al dedo a la novela examinada. En la oposición civilización/barbarie (que ya demarqué a grandes rasgos en mi análisis a la obra de Robert Howard) la libertad en los pueblos sin Estado, en las tribus o en los clanes, se refleja por la lucha del más fuerte: la libertad de hacer y deshacer es patrimonio de los individuos o los grupos más fuertes, con mejor armamento, técnica o inteligencia, siendo el control de los demás la única forma de asegurarse la libertad para hacer lo que se quiera. Con la llegada de la civilización y la formación de los Estados esto cambia: la libertad toma un tenor muy distinto, pues desde ese momento la fuerza pública y el poder de coacción son detentados por las diversas instituciones ancladas en el seno estatal, por lo cual el decurso de la libertad toma una normativa jurídica y política, lo que a su vez se traduce en que los individuos con mayor manejo de recursos, logísticos o partidistas, pueden asegurarse un mayor grado de libertad. En esta línea de pensamiento, es irrisorio que los Estados pretendan asegurar la libertad a todos los individuos que lo conforman, puesto que los mismos desniveles existentes en todas las sociedades prueba que es imposible confirmar esa premisa, y en los casos históricos en que los Estados han conseguido un grado superior de igualdad entre sus habitantes fue bajo regímenes totalitarios como el comunismo, donde ni siquiera se garantizó el derecho a libertad de expresión (en la esfera soviética son emblemáticos los casos de Boris Pilniak, Isaac Babel, Mijail Bulgákov o Boris Pasternak, escritores que no sólo se les negó el derecho a publicar, sino que fueron hostigados e incluso asesinados en algunos casos). No sin razón, Bertrand Russell afirma que los gobiernos y las leyes existen precisamente para restringir la libertad. Para ahondar más en torno a la temática recomiendo El sentido de la vida del filósofo español Gustavo Bueno, donde analiza retrospectivamente el concepto de libertad en todas sus implicancias.

Un salón de caballeros y una discusión en torno al asesinato

La novela parte con la reunión en la casa de un famoso escritor del cual no se dice más, dentro de un salón repleto de hombres sin nombre que encarnan diversos arquetipos; ahí discuten en torno al asesinato. Apenas bosquejados, lo único que importa son sus opiniones: ¿es el asesinato la mayor preocupación humana?  Todos están de acuerdo en ello, aunque desde diferentes ópticas. El filósofo, el literato, el médico, van entregando sus impresiones, y la respuesta de cada uno remite a la naturaleza del hombre. Para unos, el asesinato es más que una de las tantas bellas artes, es una pulsión innata que se ve sofrenada por las instituciones; para otros, el asesinato puede ser cometido a mansalva, si el individuo que los comete tiene asegurados los medios para expresar su libertad de matar impunemente. En un punto de equilibrio, se considera al asesinato desde la perspectiva de la ciencia como una curiosidad: una voz explica que su padre, de profesión médico, asesinó a un paciente durante una operación sólo porque pensó que un órgano estaba en mal estado, abriéndole y provocando su muerte. Pero en esta perspectiva macabra, que recorre las prácticas políticas más en boga en aquel siglo, como el antisemitismo o el colonialismo, uno entrega una perspectiva muy curiosa sobre el hecho de matar, y que en efecto servirá como principal núcleo que se desarrollará a lo largo de libro: tanto el placer sensual y el goce, se unifican con el deseo de asesinar o de morir, ejemplificándolo por la gran excitación sexual que sentiría un sujeto cualquiera al estrangular a su víctima, postulado que recuerda indefectiblemente al de Freud respecto a las pulsiones de vida y muerte relacionadas con Eros y Tanatos (y en efecto, Freud tuvo que haber leído al decadentista francés, principalmente por la proximidad espacial y temporal entre ambos, relación para un análisis que excede a este escrito).

La historia se abre a las tinieblas

Como en los antiguos relatos enmarcados, en el clásico tópico del manuscrito (en la que una historia se inserta dentro de otra ya sea por el descubrimiento de un manuscrito o por la exposición de un narrador), es acá el narrador protagonista de los hechos, quien presenta ante el grupo de distinguidos caballeros su obra escrita en un papel enrollado, advirtiendo que no se ha atrevido a publicarlo y menos a dar su nombre. Una mujer y un viaje, marcarán su derrotero, y ante la búsqueda de una explicación a los hechos que relatará, muy en la línea del romanticismo oscuro, afirma (apelando a una esfera ligada a lo irracional) que las cosas no necesitan ser demostradas sino sentidas.

El protagonista es un político, y según sus propias palabras, es un político que se está abriendo en el mundo electoral; todas las relaciones que establece con otros personajes son de un cinismo puro y galopante. En un inicio, afirma que llegó a postularse a una circunscripción en la que nunca había estado, pues era aquello, o simplemente arrojarse al Sena. Suicidio o vida política, o recordando más bien la frase de Max Weber “quien entra en política hace un pacto con el diablo”, pero ¿qué clase de política? O mejor preguntarse: ¿qué clase de diablo? El flamante candidato es apoyado financieramente por el mismísimo Gobierno, y una de las primeras recomendaciones que recibe no puede ser más contundentes:

La honradez (en el mundo de la política) es inerte y estéril, ignora la explotación de apetitos y ambiciones, las únicas energías con las que puede fundarse algo verdadero.

Lo verdadero es, como en el tópico del mundo al revés, la falsedad absoluta, ejemplificado por su candidato rival, que sin ningún miramiento se ufana ante las multitudes gritando a viva voz: “yo robo, yo robo”, no obteniendo un rechazo por su actitud, sino que es coreado y aprobado por sus seguidores: “sí, él roba, él roba”. El narrador explica que su oponente ha ganado las elecciones, suponiendo un fuerte golpe a su integridad, pero que no lo saca del entramado en el que se mueve, y es que una vez iniciado un camino cuesta tanto desandarlo. Condes, barones, comerciantes, políticos, toda la élite es descrita por Mirbeau como un estrecho maridaje entre ambición y corrupción. Se percibe en varios pasajes de esta primera parte del libro aquello de la estrecha unión entre las identidades que se mueven en este teatro: la caída de uno por una traición o habladuría puede suponer la ruina de muchos, y ante el amago de una delación, basta poner una buena bolsa de oro por delante para comprar complicidades, y como se puede inferir por la actitud de quien nos narra todo esto, se suele preferir la libertad al dinero.

Porque la mejor forma de encerrar a alguien es haciéndole creer que es libre

Sin talento, sin un camino forjado por su propia voluntad, el protagonista es “quitado” de la escena local política por su rival de manera astuta, quien lo embarca en una misión a la China con el supuesto título de entomólogo. El protagonista duda del ofrecimiento, y con razón, pues ¿cómo va a actuar como un entomólogo si no tiene ninguna noción de aquella ciencia? Pero la caridad para el político no suele tener límites, si sus “actos de bondad” los hace con la plata de los contribuyentes, jamás con su fortuna. Se le ofrece dinero, una posición, un destino, a cambio de que se retire de la vida pública por dos años. ¿Qué mejor manera de anular a alguien si no es diseñándole una cárcel a medida? El protagonista, que como ya sabemos no tiene nombre, acepta el billete y la misión y se embarca en su supuesta misión de entomólogo; como ocurre con las mejores novelas, cada escena va prefigurando a la siguiente, o las sugiere a grosso modo.

Durante su viaje en mar hacia las lejanas costas orientales, traba amistad con un oficial inglés, un hombre de pasado militar que representa lo más cruento y vil que pude encarnar alguien del mundo de las armas: el gusto por exterminar a poblaciones humanas y el afán sádico por crear un arma que pueda aniquilar a gran cantidad de enemigos. Nótese que en el año que se publicó la novela aún no ocurrían las guerras mundiales, pero la carrera armamentista y la cantidad de conflictos bélicos tanto en América como en Europa afloraban desde causas independistas, hasta conflictos civiles y territoriales: nada nuevo bajo el sol, porque la guerra es una constante. Otro personaje que destaca es un cazador furtivo, uno de aquellos individuos muy en boga en aquellos años, sujetos capaces de cruzar continentes enteros en busca de especies y tesoros preciados, y que en uno de sus tantos viajes se ve obligado a comer carne humana, pero no de negros, sino de blanco, por considerarla de mejor calidad. Nótese que son hombres blancos de países civilizados los que cuentan sus historias, y en sus relatos aflora el canibalismo, la guerra y el exterminio.

Vivimos bajo la ley de la guerra. ¿Y en qué consiste la guerra? Consiste en masacrar al mayor número de hombres que se pueda en el menor tiempo posible. Para hacerla más mortífera y expeditiva, se tratar de hallar máquinas de destrucción cada vez más formidables… Es una cuestión de humanidad, y se trata también del progreso moderno.

Y la bella Clara irrumpe

Así como Dante tuvo a la Beatriz que lo condujo y lo sacó del Infierno, el protagonista tiene a su Clara, que es la que lo lleva al Paraíso, pero lo lleva a un Edén que es el reverso de la utopía: El Jardín de los suplicios. Clara es descrita como una pelirroja hermosa, audaz, y altamente inteligente. En temas amorosos y sexuales los vive sin ningún pudor, y es ese desenfado, lo que enamora al hombre que nos irá a narrar muy de cerca el horror que habrá de contemplar. Clara representa el refinamiento, la exquisitez, el derroche y la agudeza, es una hija de la élite, y como tal, no tiene problemas para expresar lo que desea y en colmar sus deseos con creces: no conoce más que privilegios y desconoce el rigor y la escasez. En un muy poco tiempo seduce al joven, y ya durante el mismo viaje en la embarcación, éste se reconoce totalmente subyugado por la mujer, al grado tal de reconocerse como esclavo de la misma. La signatura de la libertad una vez más cobra sentido: si primero era prisionero de un sistema político y de unas ideas, luego de una misión hacia un país que desconoce con una profesión de la que no tiene ningún conocimiento (entomólogo), el nuevo nivel de degradación es el amor. Para el poeta latino Ovidio, el amor es un campo de batalla: Militat omnis amans, et habet sua castra Cupidus, o en español, que todos los amantes son soldados, y Cupido tiene su propio campamento (Libro I-IX, Amores). Pero si el amor es un campo de batalla, y sitiar y conquistar a la figura amada es el triunfo de esa guerra que sólo los valientes pueden librar, una vez más El jardín de los suplicios nos enseña que una vida no se compone de victorias o derrotas, sino que la principal dialéctica que nos forja en tanto individuos es la antinomia esclavitud-libertad.

La colonia penal

La descripción del puerto chino y su mercado nos remite a imágenes recientes sobre la pandemia: en esos mercados se venden murciélagos clavados en estacas, carne putrefacta, y toda clase de animales, todo narrado con lujo de detalles. Pero el espacio final de esa pesadilla es un bello jardín colorido, en el cual se tortura a hombres entre medio de aquellos paisajes de ensueño.

El Jardín de los Suplicios ocupa en el centro de la Prisión un inmenso espacio en cuadrilátero, cerrado por unos muros cuya piedra, cubierta por un tupido revestimiento de sarmentosos arbustos y plantas trepadoras, ya no se ve. Fue trazado hacia mediados del siglo pasado por Li-Pé-Hang, el botánico más sabio que haya tenido China.

La mayor cantidad de textos en torno a El jardín de los suplicios se centra en los diversos tormentos y ejecuciones brutales de los penados chinos. Es probable que las poderosas imágenes necróticas de sadismo y sangre hayan abierto el camino para otras manifestaciones artísticas, como el ero-guro japonés (del que Rampo Edogawa sería su principal cultor, en los años 20); o el grand guignol francés, que comenzó dos años antes de la publicación de esta novela, pero que su refinamiento y desarrollo se llevaría durante los primeros años del siglo XX.

En este caso, la novela traslada todo el horror por la destrucción surgida de la civilización occidental hacia una lejana, oriental, en la cual la muerte es tratada de forma estética anclada en una arquitectura del mal. Pero aquella no es una mascarada ni una teatralización de los verdugos con sus víctimas, sino que es la demostración palpable de que su escenificación no es cuestionada por sus espectadores, individuos refinados y de la elite, sino que es aplaudida e incluso alentada. En el último trecho la novela se convierte en un festival de la exquisita refinación para exterminar vidas humanas, y su protagonista narrador, extasiado y asqueado a partes iguales, identifica al jardín de las torturas con el universo.

Las pasiones, los apetitos, los intereses, los odios, la mentira; y las leyes, y las instituciones sociales, y la justicia, el amor, la gloria, el heroísmo, la religión, son las flores monstruosas y los repulsivos instrumentos del eterno sufrimiento humano.

Y no se pueda esperar mayor hondura de alguien que reflexiona desde su propio infierno construido a medida, en su perpetua esclavitud.

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