lunes, 15 de abril de 2024

Para ser escritor hay que dejar de escribir

 Originalmente publicado el 5 de enero de 2023 en PAN Magacín



«Plantearse escribir es adentrarse en un espacio peligroso, porque se entra en un oscuro túnel sin final, porque jamás se llega a la satisfacción plena, nunca se llega a escribir la obra perfecta o genial, y eso produce la más grande de las desazones.»

Enrique Vila-Matas





Para los que escribimos, la situación es irredargüible: tarde o temprano nos preguntan para quiénes escribimos. La pregunta, admitámoslo, más de una vez nos ha pillado volando bajo, como moscas aturdidas por el fuego, agazapados en el rincón más mísero de los rincones. Las respuestas desfilan como imágenes caleidoscópicas, a veces revistiéndose de dignidad, otras, explotando por ingenuidad.


—Escribo para el proletariado —dice el conductor de pueblos, o el que aspira a serlo.

Otros, poniéndose las calzas fucsias de la más hipócrita modestia, nos dicen: 


—Escribo para los que no leen. —¿Eres Mandrake el mago que puedes hacer leer a los que no leen? 


A veces el que responde admite con franqueza el fulgor que se desprende de su ponzoñoso ónfalo, y nos suelta sin asco:


—Escribo para mí mismo. —Como si nuestro señorito o señorita fuera el primer y último hombre en la Tierra. ¡Cuánta franqueza! ¡Cuánto pundonor!


No falta, en este selecto grupo de connaisseurs, el literato pasado (de moda y de copas), que, impulsado por profundas pasiones y afanes de cambios y revoluciones, afirma que escribe para ilustrar y educar a los hombres, enarbolando con puntero y monóculo, que la literatura está ahí en la mesa o sobre un cerro como bandera de lucha, dispuesta para mejorar al ser humano. ¡Muy bien! Aquellos deberían fundar una Escuela, o por lo menos, un Movimiento. La peor variante de estos idealistas es la de los moralistas, quienes creyendo que el arte es ese espejo que refleja a la naturaleza, debe mostrar lo bueno como ejemplo, y lo malo para ilustrar el pecado: más tarde, cuando nadie lo vea, el moralista se encabritará con una moza sobre los palafrenes, suspirando con violencia. 


¿Pero el arte es ese espejo opaco de bordes bruñidos, o es más bien, como dijera Waldo Rojas (1944), la realidad del reflejo?


Pero no nos desatendamos de lo central: la mayoría de los que afirman ser escritores (¡y lo hacen con todo el derecho del mundo!, con ese mismo derecho a colgar en pendones sus lustrosos nombres en conversatorios donde nadie conversa, o a poner en sus redes sociales tags en inglés tipo #writer o #writerlife) no suelen enarbolar a la escritura como un arma de lucha cargada de futuro, o como un medio para inspirar a las masas; no escriben para las amas de casa, ni para el oficinista, ni para el minero, o el pálido universitario, no les interesa el concepto de la patria y mucho menos la revolución, escriben, escriben no más. En ese contexto: ¿para quién carajos escriben? ¿Cuándo se jodió el escritor? Para ser escritor hay que dejar de escribir, pues aquel valioso tiempo es necesario utilizarlo a fondo para gestionar las redes sociales, saber posar bien, con ropa provocativa o literalmente en pelotas, ofrecer talleres (como si el genio pudiera traspasarse de mano en mano pagado en cómodas cuotas), hablar, hablar harto, en lanzamientos y conversatorios a los que solo asisten viejos casposas y viejas bostezantes, hablar, hablar, de lo que sea, de la contingencia ¿por qué no?, de la última serie de moda, de la película gringa que la rompe en taquillas. Escriben, espejo de Narciso, para que los reconozcan como escritores, porque antes que redactar un pobre y triste soneto, un cuentito de cien palabras o la lista de supermercados, es importante verse y parecer un escritor (no olvidar el pendón).


¿Y quedan escritores que leen? Si vivimos en un medio donde campean los pompiers, los escritores que sobresalen por sus conocimientos lectores prácticamente no sobresalen, la mayoría prefiere vivir ahí, acá o allá, refugiados al calor de las redes sociales, acaparados en su metro cuadrado, en su caverna del yo donde es mucho más confortable buscar el sobajeo y el agasajo, que endurecer la musculatura cerebral con arduas, fatigosas e inmarcesibles lecturas, ese campo de entrenamiento bestial en que se goza con la virtud –o falta de virtud— de los que escriben.


Y aún no hemos respondido lo central: ¿Y para quiénes mierda escribimos, Dios mío? Tranquilidad. Como dijera el poeta catalán Joan Margarit (1938-2021), la respuesta no estaba lejos, no era difícil: se escribe para los que leen novelas, cuentos y poemas, y no hay más misterios ni huevos órficos que desentrañar.

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