Detalle de La Aparición, de Gustave Moreau |
A contrapelo, de Joris-Karl Huysmans
1era. Ed. en francés 1884. Esta edición 2004. 376 páginas.
Biblia del decadentismo, libro de
cabecera de Oscar Wilde, defensa apasionada del esteticismo más perverso y
rebelde, golpe mortal contra la moral burguesa, son sólo algunos de los
epítetos que alguna vez se han asociado con À
Rebours de Joris-Karl Huysmans, palabra del francés que tanto traductores
españoles como ingleses, no han logrado acertar con una traducción unívoca, pues
a grandes rasgos se revela como una palabra que puede significar algo que va hacia atrás, o al revés de algo, y por eso ha tomado diversos
nombres como Against the grain o Contra natura en una
traducción de Tusquets, o A contrapelo,
que es la traducción tomada para escribir estas impresiones, que sirven como
punto de entrada para hablar de una de las novelas más extrañas y polémicas que
se gestaron durante el siglo XIX.
¿Por qué la obra de Huysmans no es tan visible si la ponemos al lado de
otros escritores franceses contemporáneos suyos como Maupassant, Flaubert o
Zola? Probablemente porque dentro de sí
fluya una fuerza creativa muy divergente a muchos, una fuerza que consistió en una primera etapa con romper
los moldes del realismo y del naturalismo imperante, al cual consideraba
limitados para capturar el alma humana, y una segunda fase de onirismo y conversión, donde fe
y religión son los únicos asideros para no caer en una existencia plana y soporífera.
Todo ello redunda en que este autor se encuentre más lejos del gran público y
mucho más cerca de los mismos creadores. Podríamos decir que estamos ante uno de los primeros
en ser considerado “un escritor para escritores”, pero la fórmula lo
simplifica; en su obra hay mucho más que estética, hay una ética y un legado.
Artificios y prótesis mentales
A contrapelo es una novela en la que casi toda la acción se
concentra en una casona de Fontenay. La experiencia hace recordar al Walden de
Thoreau pero totalmente a la inversa; si el escritor norteamericano relataba su
reclusión en una cabaña para celebrar la soledad y las fuerzas dominantes de la
naturaleza, el francés inventa a un aristócrata anémico y alucinado llamado Des Esseintes
y lo encierra para llevar hasta las últimas consecuencias la celebración del artificio. Ahí donde Walden escribe una crónica
que ensalza la soledad y pone de relieve lo salvaje y lo cívico que se alberga
dentro de nosotros, A contrapelo intenta darle un nuevo sentido al hombre por medio del artificio: se
enaltece el maquillaje, las flores exóticas, las pedrerías, el perfume, el sadismo, las pinturas
morbosas, y la misma literatura, caminos todos válidos para romper los hielos
de la monotonía y avanzar firmes hacia los abismos paradisíacos.
La novela abre con una nota
introductoria en la cual se resume de forma sucinta la vida de Des Esseintes:
huérfano, con una gran fortuna heredada y luego dilapidada en el juego y en las
mujeres, decide juntar el dinero que le queda y comprarse una casona en
Fontenay, un pueblo muy alejado de París. Como el hombre sin atributos de
Robert Musil, o como los cortesanos sin norte que describe Proust en sus
alambicados salones, el protagonista es alguien que se siente débil y enfermo,
un neurasténico que pudiéndolo haberlo hecho todo, abraza el nihilismo y la
desesperanza, pero impulsado por la natural preservación que tenemos como
mecanismo ante la autodestrucción y el suicidio, emprende la tarea de unificar
vida y arte, pensamiento y praxis, experiencia e idea. Para ello pretende
reemplazar la naturaleza bajo nuevas coordenadas:
La naturaleza, esa sempiterna vieja chocha, ha agotado ya la paciente admiración de los verdaderos artistas, y ha llegado el momento de sustituirla, siempre que sea posible, por el artificio.
Joris-Karl Huysmans en su estudio |
La pintura, los perfumes y la flora
Con la acción detenida al mínimo
—apenas aparecen sirvientes que finalmente actúan como autómatas, pues no piensan
ni hablan, sólo obedecen — el discurrir del libro se abre y se cierra entre
evocaciones, vivencias estéticas, ensayos sobre pintura, examen a piedras
preciosas, diversas reflexiones sobre el mal y la religión, disquisiciones
literarias y apuntes biográficos, creándose así una obra que se eleva por sobre
el estatuto convencional de la novela, acercándose más a lo experimental, al
artefacto, pero sin dejar de lado los cimentos novelescos: el resultado es un
libro delirante y extraño, único, como una oculta joya vibrante y anhelada, que
bien vale la pena analizar con detalle.
La principal pugna que intenta
explicar de forma reiterada el narrador de
A contrapelo, es que la naturaleza ya ha sido trabajada y explorada hasta
el cansancio por los artistas: es un camino transitado el cual se debe dinamitar para que entre aire fresco. En este sentido se asemeja mucho al proyecto que
llevaría a cabo décadas más tarde el poeta chileno Vicente Huidobro con su creacionismo, donde afirmaba que el deber del
artista no es cantar a la rosa, sino que recrearla dentro del poema, dejando de
poetizar y cercar a la realidad, para destruirla y crear una nueva. Por eso Des
Esseintes nos advierte:
Lo importante es saber cómo hacerlo, saber concentrar su espíritu sobre un único punto, abstraerse lo suficiente para producir la alucinación y poder sustituir la realidad objetiva por la visión imaginaria de esa realidad.
Y como esa simulación debe ser
estimulada por medios sensoriales, nada mejor que utilizar la imaginería de
ilustradores, pintores y artistas del grabado, pero no cualquiera, sino de un selecto grupo de exploradores que metieron sus cabezas a mundos regidos por la brutalidad, la
belleza y el caos. A contrapelo saca
de los márgenes y pone al centro obras plásticas que ya en esos tiempos
estaban aisladas, posicionándolas en un pedestal por diversos méritos, ya sea por el tratamiento
hermético y escandaloso sobre temas religiosos o esotéricos, ya sea porque no
se ajustaron al sensiblero gusto de las masas burguesas. Se nos menciona el
arte sacro del dibujante holandés Jan
Luyken (1649-1712), fervoroso protestante que realizó una serie de grabados
titulado Persecuciones religiosas, un
tratado visual explícito sobre torturas y escarmientos diseñados al amparo del
fanatismo religioso: se trata de la obra de un artista obsesionado con la
muerte, la laceración de los cuerpos y la crueldad, imágenes que no nacen de un
mente afiebrada, sino que tienen correlato con la historia. Pero también le
interesa el refinamiento y la imaginación creadora de Gustave Moreau (1826-1898), pintor que escandalizó con sus obras, y
que en sus evocaciones unió el misticismo de oriente con el rigor de occidente, tamizado por temas bíblicos, como lo es La Aparición, en la que se nos muestra una Salomé desnuda apuntando a la
cabeza cortada y flotante de Juan Bautista, en medio de un palacio irreal y
recargado, como sacado de una era perdida y sumergida en los sueños de dioses
paganos y asesinos. Otros artistas son analizados y puestos bajo los expertos ojos del narrador, entre ellos los
menos conocidos como Rodolphe Bresdin
(1822-1885) u Odilon Redon
(1840-1916), o los ya consagrados y conocidos como Rembrandt, El Greco o Goya, llegando a concluir que existe un
arte bobalicón y facilista, y otro que necesita una iniciación, un estudio
previo para lograr su goce:
La obra que no es rechazada por los imbéciles, y que, al no contentarse con suscitar el auténtico entusiasmo de unos pocos, se convierte, por eso mismo, ante los ojos de los iniciados, en algo contaminado, banal, casi repulsivo.
Detalle de La comedia de la muerte, del citado Rodolphe Bresdin |
Pero el verdadero tour de force de la novela, es llevar
estas consideraciones estéticas al plano de los perfumes o de las plantas. Así
como una esencia puede ser creada de forma industrial y embotellada para su uso
masivo, también están los perfumes que son búsquedas de vidas enteras en los
lugares más remotos del mundo, todo en pos de generar una fragancia que no sólo
esté ahí para disimular el mal olor, sino que también sirva para evocar,
sugerir o excitar los sentidos. Y es así como inesperadamente, avanzamos por un
libro que se transforma en un receptáculo y sugerencias de olores y
sensaciones, dando paso al colorido y variado mundo vegetal, abriéndose a
punta de machetazos ante la pura contemplación de plantas carnívoras y frenéticas o rígidas como lanzas apuntando hacia el cielo,
abiertas o cerradas como asesinos esperando a su presa, oxidadas, de hielo o flamígeras
como creadas por dementes, y todas, desfilando y analizadas según sus colores,
la floración de sus hojas, los pétalos y los capullos, la rugosidad y suavidad
de su textura, adentrándonos al exótico mundo de las plantas que nos enseña a despreciar
a las vulgares rosas o a las calas o girasoles, y en general a toda esa flora que
suelen lucir casi todos los jardines del mundo.
La literatura latina y francesa
Si bien existe una delgada línea
argumental que va hilando cada capítulo, también es cierto que A contrapelo puede
ser leído por separado, pues cada parte entrega de forma autónoma un arco de
ideas que se va armonizando con la extraña y anormal situación que se plantea
el protagonista. Uno de sus puntos más elevados es la revisión de los clásicos
de la literatura latina y francesa. En un momento de la novela, Des Esseintes
declara que sólo le interesan los clásicos romanos y la literatura
contemporánea francesa, y nada más. Menciona en algún lugar a Dickens, sólo
para rescatar sus pincelazos de la vida cotidiana inglesa, pero relativiza su valor por
ser pacato en cuanto a pasiones y amores; también recuerda el Barril de
amontillado de Edgar Allan Poe, con la intención de evocar la tétrica historia
que tiene por fondo la venganza y el horror, sirviéndole como puente para
hablar de sus amados y odiados contemporáneos franceses.
El Satiricón de Petronio |
El ojo de Joris-Karl Husymans —de
mano de su protagonista— es agudo y mordaz; tiene la rara virtud de despreciar
a muchos autores por innúmeras razones, y de vindicar a unos pocos por la
originalidad que demuestran, aún cuando no se traten de autores populares o
avalados por la crítica. El conocimiento que muestra por la literatura clásica
romana es impresionante, dándoles con todo a muchos considerados como
el baluarte de la Antigüedad: descarta a Séneca por hinchado y pálido, a Julio
César por aburrido y jactancioso, a Virgilio lo pulveriza por pomposo y vacío,
a Ovidio por discreto y moderado, a Horacio lo trata de payaso y zalamero, a
Cicerón de ampuloso y oscuro, y así, van cayendo esos ídolos como títeres
descabezados, uno tras otro, hasta llegar a Lucano con La Farsalia, que es donde detiene sus espadazos y garrotazos, dedicándole
algunas líneas positivas, para alabar recién de forma portentosa a Petronio y
específicamente El Satiricón; ¿qué ve
en este autor y particularmente en esta obra? Ve la rotura de las pompas y de
las formas, el fin del lenguaje encorsetado y métrico, abriéndose paso a una
dimensión en que entra el habla de la calle con toda su sordidez, sin
impostaciones; es la mirada de un observador imparcial que no enjuicia, que
violando las reglas del siglo de oro de la literatura latina es capaz de crear
algo nuevo: es esa frescura y esa pericia por narrar lo que lo seduce, y así
avanza hasta lo que se conoce como el periodo de decadencia de la cultura
romana, iniciada con la muerte de Augusto,
periodo que paradojalmente coincide con la mayor expansión del imperio
en occidente, pero que significó que la
literatura perdiera su brillo y su equilibrio al contaminarse con barbarismos y
extranjerismos de otras tierras y pueblos indexados a Roma,
opinión que para Des Esseintes es precisamente lo contrario; es esta decadencia
la que de verdad le seduce, y sus referencias a múltiples autores —muchos desconocidos—, supone un
verdadero deleite para quienes busquen adentrarse en una época en la que cuesta
encontrar obras reconocibles.
Y así sigue el examen de
escritores hasta el fin del imperio, saltándose casi olímpicamente la Edad
Media, para llegar a la Francia de fines de siglo XIX, una Francia literaria donde
el centro, la verdadera fuerza centrípeta de la cual nacería una nueva estética
es detentada por un pequeño núcleo, presidido por Charles Baudelaire, quien se lleva todas las loas, principalmente por su uso atrevido del verso para horadar en las regiones más siniestras del ser, y también por su confección de pequeños poemas en prosa, forma que es considerada como el futuro de una nueva sensibilidad narrativa, al que le
siguen de cerca Villiers de L`isle-Adam, destacado por el uso burlesco y
siniestro de la palabra en sus cuentos mordaces, Jules Barbey d`Aurevilly, por su
catolicismo retorcido donde lo diabólico toma gran fuerza, y Stephan Mallarmé,
a quien reconoce el valor de su alta poesía que se adentra en lo más oculto,
mirando ahí donde nadie es capaz de posar la mirada.
Su juicio a la literatura francesa está lejos de
ser un capricho; a cada autor lo sopesa con argumentos, y en su análisis intenta
no dejar a nadie afuera, considerando incluso a escritores católicos, moderados
o ultramontanos, furibundos como un León Bloy o liberal como el Conde de
Falloux, y si como exégeta tiene muchos elogios y epítetos para referirse a los
que conforman la verdadera avanzada de las letras francesas, no se queda atrás
y se mete con los grandes, con Stendhal, Balzac o Flaubert, a los que
les reconoce sin duda pericia, pero que por un agotamiento de procedimientos y
de técnicas han llegado a la extenuación; son los atletas que durante la
maratón más brillo tuvieron, pero que han llegado exhaustos hasta la meta, no
dejando tras de sí más que buenas obras, algunas maestras, pero sin dejar un
legado renovador que pueda perpetuarse con el tiempo.
La Iglesia Católica
La relación de Huysmans con la
religión siempre fue ambigua y ambivalente hasta antes de su conversión al
catolicismo. Cuando escribió esta novela, él aún no se convertía, era
escéptico, seguidor de las ideas de Schopenhauer, pero ya acá aparece por
primera vez su visión, muy particular, de lo que significaba este credo. En
este libro se desprenden variadas posturas de la boca de Des Esseintes, que
como se demostró con el tiempo, guardaban una estrecha relación con su autor en
cuanto a valoraciones y opiniones. El personaje, por un lado, admira a quienes abrazan a estas creencias, pero por otro, le parece que quienes militan en
la Iglesia son personas mediocres, comunes y silvestres, que sólo están ahí por
la fuerza de la costumbre o por el miedo.
No obstante, en muchos pasajes se
nos habla del portento que significa la creación de una institución milenaria,
que con luces y sombras, ha preservado de la barbarie todo el
legado que tenemos de la antigüedad: sin los monjes copistas, sin la creación
de estos receptáculos de la información almacenados en monasterios, la memoria de siglos y siglos habría
perecido frente a la hoguera. En un aspecto espiritual llega mucho más lejos, y
es la promesa de paz y esperanza por una vida mejor que ésta entrega, principalmente en condiciones donde una
existencia limitada puede ser asediada por plagas, enfermedades, desamores
y el mismo sonsonete brutal y sinsentido de la vida: no puede negarse, afirma
la voz de la novela, que es un milagro que entre tanta negrura y sangre brille
una luz que calme a los débiles, menesterosos y enfermos, a los tísicos del espíritu, que gracias a esa iluminación que
viene perpetuándose desde la época de los primeros cristianos, les sirva para mantenerse erguidos y de pie, con la frente en alto.
A contrapelo también analiza el estilo que emplean los escritores
católicos franceses, afincados en un lenguaje de raigambre latinista con
conceptos e ideas inmutables, las cuales se encuentran en el seno mismo de la
Iglesia y de sus prédicas, logrando así que sus mejores estilistas (pocos, Leon
Bloy por ejemplo) sean capaces de levantar la pluma con una claridad retórica que
en nada tendrían que envidiarle a los escritores laicos, ni siquiera a Rousseau
o Voltaire —a quienes considera mediocres— pues esta vertiente mística y espiritual
tiene la facilidad para asimilar abstracciones con mucho más claridad que en
una lengua no religiosa.
Por último, hay que señalar que la traducción y edición al cuidado de Juan Herrero, convierten al libro en un objeto realmente apetecible: no sólo hay notas introductorias, sino que estas en conjunto conforman un verdadero ensayo que nos ayuda para situarnos mejor en una época tan lejana, que pese a su distancia y sus sinsabores, aún sigue resonando tan actual, tan a la vuelta de la esquina.