Texto leído en la presentación de Rancor de Daniel Rojas Pachas, el 11 de noviembre de 2018
Fue durante el siglo XIX que la forma de la novela cristalizó
con una larga serie de cultores, como Balzac, Dostoievski, Henry James o Herman
Melville, lo que se tradujo en las bases que tendrían las novelas de porvenir;
se definió su extensión, su cronología, su temperamento, su cercanía con un
público burgués, ávido de romances, aventuras y misterios. Si pudiéramos trazar una línea imaginaria entre
aquel siglo XIX y nuestro tiempo, podríamos ver una larga serie de novelas, la
mayoría casi, que no han hecho más que repetir, homenajear o parodiar un
esquema consolidado. Pero la batalla contra la novela estándar partió desde muy
temprano. Si tomamos un libro como Los
cantos de Maldoror, publicado originalmente en 1868, ya percibimos,
principalmente en el último canto, que la llamada poesía en prosa pasa a
convertirse en una especie de novela folletinesca. Por esos mismos años,
Joris-Karl Huysmans, en plena efervescencia del naturalismo francés, decía que
aquellas obras de lo único que trataban eran del mozo de cuadra enamorado de la
campesina, o del señor que cortejaba a la dama de alta alcurnia; estudiar a la
sociedad no hacía más que redundar en la superficie del alma humana, como si el
fin último de nuestra especie no fuera más que la reproducción biológica.
Desde entonces que han existido novelas que por un lado,
siguen avanzando por los rieles del realismo y de sus procedimientos —incluso
las novelas fantásticas que siguen utilizando los mismos armazones—y otras que
simplemente han dinamitado la estación de tren, incorporando dentro de sí
mutaciones o parásitos que redundan en que difícilmente podamos reconocerlas
como tales. Es lícito preguntarse: ¿una novela irreconocible, a medio camino
entre la ilegibilidad y la incoherencia, puede seguir llamándose novela? Es lo
que vamos intentar responder, basándonos en la lectura de Rancor de Daniel Rojas Pachas.
Daniel Rojas Pachas |
Raúl Ruiz se quejaba con insistencia respecto al cine de sus
contemporáneos; su verdadero conflicto, decía, era la tesis del conflicto
central, la cual en pocas palabras no es más que la subyugación de una trama al
servicio de un esquema dividido en tres fases: inicio, conflicto y desenlace,
siendo el conflicto (o una suma de conflictos) el motor que permite el avance
del relato. Trasladado a la literatura, la novela funciona si se supedita a un
tiempo cronológico, en el cual todo ocurre en un largo fluir, desde el pasado
hacia el presente narrativo. Pero
entonces ¿qué es un libro bien narrado? ¿Es el que repite la luminosidad de
estos esquemas, como una brújula que permite que el lector se oriente y no se
pierda? Sí, pero hay más horizontes. Rancor
va a la contra de esta idea. Se trata un libro chocante, no sólo por los
materiales diversos que agrupa (ya nos refreiremos a ellos), sino por la
destrucción de las convenciones novelísticas que plantea desde un comienzo.
Intentar combatir la dictadura del realismo y del conflicto central no es una
lucha nueva. Joyce destruyó el lenguaje con su intraducible Finnegans Wake,
pero ya antes Laurence Sterne con su Tristram
Shandy fracturó la linealidad del relato, e incluso más atrás, con Don Quijote, donde Cervantes introdujo
un juego ficcional al pretender que el libro que teníamos entre las manos no
era más que una traducción del español al árabe de un tal Cide Hamete
Benengeli, el verdadero autor del libro. Más de cerca, tenemos la narrativa de
Thomas Pynchon, dislocada, paranoica, siempre abierta para explorarla y
perdernos irremediablemente, o los juegos de Georges Pérec, y citamos una de
sus obras más llamativas, como lo es El Secuestro (La disparition)
en la cual se omite en todo el libro la letra E, la vocal más utilizada en el
idioma galo, estructurando de esta forma una novela que se abre hacia los
bordes de la ilegibilidad.
No podemos desconocer que la narrativa durante mucho tiempo
quiso imitar a la naturaleza: era lógico, si pensábamos que la escritura, antes
de la literatura, era un modo de transmitir conocimiento, pero la percepción de
la realidad en el siglo XIX era muy distinta a la de nuestro siglo, tan dispar
y distante como el pensamiento del hombre de la Edad Media con el de la
Antigüedad. Hay nodos, hay información, hay un cerebro y un montón de
algoritmos que procesan datos, sí, siempre los hubo, pero la irrupción del
Internet y de otras formas del arte —formas
bastardas para los que las desdeñan— como el cómic, el manga, el animé, la
pornografía o la confesión escrita u oral de un asesino serial,
desestabilizaron todo lo que veníamos entendiendo por realidad, y ello redundó
en que se esté escribiendo una literatura ya no interesada en reflejar la
realidad, sino que en reflejar el reflejo que tenemos de esa realidad.
Martín Kohan, en uno de sus atentos y excelentes ensayos,
supone una tesis muy útil que nos puede ayudar a entender cómo se arman los
textos. Existen textos construidos deliberadamente, sabiendo previamente que
tendrán una lectura; es la escritura que se mira a sí misma, que se pule y se
nutre en función de saber que la están mirando, una escritura exhibicionista,
impúdica, y ello abarca desde los estados del Facebook, los blogs, la redacción
de un artículo judicial, hasta la última novela que cayó en nuestras manos.
Existe en estos textos una intención deliberada por demostrar que se tiene una episteme, un conocimiento previo de lo
que se está redactando. Al otro lado de la vereda están los textos espontáneos,
íntimos, escritos sin esperar que sean leídos por nadie en particular, textos
redactados sobre la marcha, improvisados o dictados desde el más acá o el más
allá, como los diarios de vida, las confesiones, las notas suicidas (que por lo
general van redactadas al juez o sólo a la familia), la escritura automática,
las psicografías, los criptogramas o los apuntes. Mircea Cartarescu, autor rumano sorprendente
no sólo por su literatura sino que por sus ideas, dice al respecto en su novela
Solenoide:
“El mundo se ha
llenado de millones de novelas que escamotean el único sentido que ha tenido la
literatura: el de comprenderte a ti mismo hasta el final. (…) Los únicos textos
que deberían leerse son los no-artísticos, los no-literarios, los ásperos e
imposibles de entender, esos que fueron escritos por unos autores locos pero
que brotaron de su demencia, de su tristeza y de su desesperación.”
Aquella cita encaja como anillo al dedo con la propuesta de
trae Rojas Pachas. Su novela Rancor,
que podríamos llamar también como anti-novela o novela en miniatura, o incluso
como novela puzle, se abre con un archivo judicial sobre el asesinato de un
hombre a su mujer, y todo lo que queda en escena, además del cadáver, es un
notebook con dos documentos; el primero es un archivo titulado Y si no hay infierno ¿Dónde está la carne?
Y otro archivo, un manuscrito incompleto y lleno de incoherencias, titulado Rancor. Las siguientes páginas podrían
ser muchas cosas, he ahí la ambigüedad y la plasticidad que plantea el
libro. Se abandona la narración directa
para dar paso a la caída en cascadas de información sobre personas o personajes
virtuales, vinculadas en foros o redes sociales o páginas que bien podrían ser
retazos de la deep web, aquella porción de la Internet donde se esconden
movimientos ilícitos y aberraciones casi inenarrables. No sabemos hacia dónde
nos llevará Rancor, y aquella es su
principal virtud. En un momento la narración quedará interrumpida para dar paso
a tres historietas, que con toda su violencia gráfica y sin sentido, pareciera
que están ahí para interrogarnos directamente: ¿por qué todo ese caos y esa
sangre y esas crucifixiones? ¿Para qué esos descensos al infierno? Esas
historietas, que parecen bosquejos, ideas sueltas, sólo nos prepararán para una
nueva escalada en la perversión de la maldad que plantea Rancor. Como en las piezas de un intrincado rompecabezas, no
veremos la imagen final hasta completar el trazado que invisiblemente sugiere
cada parte.
ilustración realizada por esquizofrénico |
En la segunda mitad de libro comienza la apertura de
temáticas, tan difíciles de encarar y tratar con profundidad, como lo son la
pornografía analizada desde un punto de vista estético y moral, y la existencia
de los asesinos seriales. Sobre esto último, las referencias se van cruzando en
breves relatos que nos hablan del asesino de Green River, quien mató de forma
brutal a más de setenta mujeres según su propia confesión, o la historia Jeffrey
Dahmer, caníbal y necrófilo que asesinó a diecisiete personas, y que con los restos de sus
víctimas realizaba rituales difíciles tan sólo de imaginar. Pero la historia de
Rancor no transcurre sólo en el
ciberespacio o en los Estados Unidos, ocurre también en la mente quebradiza de
Ronald Humel, hombre que mantuvo a más de cuarenta perros albergados en su
destartalada casa, todos hacinados y enfermos y rabiosos; también la acción ocurre
en las calles de Arica con una historia de amor y odio. Si la maldad nace con la supresión hipócrita del gozo, como nos
dice Leopoldo María Panero, Rojas Pachas responde con el título de una de las
últimas entradas de Rancor: “el orden
constituye la supremacía del vicio”.
Ricardo Piglia, siempre preocupado de la forma del relato,
nos decía que una manera de poder contar una novela que no fuera a la vieja
usanza, es decir con el formato decimonónico de obra cerrada y armoniosa, era
barajar múltiples historias en construcción, que hiladas, conformaban un todo.
Pero no se trata de agarrar un puñado de relatos y coserlos a la fuerza como un
Frankestein defectuoso. En Rancor,
las costuras que podrían quedar a la vista, se van borrando a medida que
avanzamos en la historia, hasta llegar al último relato, o entrada o epílogo, en
la que las partes sueltas, como las de un cuerpo desmembrado, finalmente se
unifican. Las historias son como monedas de cambio, las escuchamos en los
bares, en las noticas, en las confidencias con el amigo, o las leemos en foros
tipo 4 Chan o portalnet. No obstante, el mérito de una obra es encauzar este
tráfico enloquecido de historias que se multiplican para fabricar un universo
propio, un universo que tenga consistencia, y que como decía Philip K. Dick, no
se desmorone con sólo sacar una frase o cambiar una coma. Rancor es la constatación de que la literatura seguirá fluyendo,
siempre misteriosa y campante, por los farragosos ríos que nos plantea la
realidad.