viernes, 3 de enero de 2025

El demonio meridiano, Varios autores: La España fantástica y terrorífica del Antiguo Régimen

 


El demonio meridiano, de Miraguano Ediciones, redescubre con lujo de detalles una tradición oculta en la vieja literatura escrita en español, en la que abundan historias truculentas con torturas infames, ritos demoníacos, profanaciones de cadáveres, sueños que se confunden con la vigilia, pero también historias con aparecidos, asistentes a sus propios funerales, viajes a tierras imposibles, monjas enloquecidas o caballeros batallando contra criaturas fantásticas.

Es indesmentible que en el centro del canon anglosajón yace Shakespeare, así como en el mundo hispano tenemos a Cervantes; ambos autores, que al igual que dos árboles centenarios, han arrojado luces y sombras sobre dos tradiciones, que vistas en retrospectiva, nos ayudan a entender por qué desde un lado se desarrolló con más potencia una literatura fantástica, y por el otro, campeó con mayor holgura una literatura de corte realista. Si en el inglés la fantasmagoría y la pesadilla inundan a la realidad, en el español lo que prima es la realidad, en constante fricción con el mundo de la imaginación.

Pero el principal motivo de por qué se desarrolló con más potencia la literatura fantástica y de terror en el mundo anglosajón sobre el mundo hispano (y con el mundo hispano incluimos la herencia en América), es porque Inglaterra —hija predilecta de la reforma protestante y de la Ilustración—, desarrolló con fuerza el Romanticismo, movimiento que traería consigo el redescubrimiento de lo antiguo, actitud que no se explica sin la influencia de la Ilustración (que en España fue menor y tardía), con su racionalismo científico y positivista que buscaba comprenderlo todo, y que a modo de rechazo, los románticos volvieron a refugiarse en lo desconocido para combatir esa luz como si fuera una lepra: Ilustración y Romanticismo son, pues, dos caras de la misma moneda.

El Romanticismo postuló que era imperioso indagar en la oscuridad y en el pasado, fortaleciéndose mitos olvidados de la antigüedad y revitalizándose figuras folclóricas medievales que sirvieron como sedimento para la creación de nuevos horrores: ahí tenemos al Drácula, de Bram Stoker (1847-1912), que tomó la figura del vampiro necrófilo saqueador de tumbas para convertirlo en una suerte de noble, de figura explotadora que podría equipararse a la del capitalista que vampiriza a sus trabajadores, o el Frankenstein de Mary Shelley (1797-1851), como un ataque nada velado a la prepotencia de algunos científicos que soñaban con recrear la vida humana sin ninguna clase de miramientos, aun fuera pervirtiendo a la Naturaleza.

Y la literatura española, ¿qué?

Que el mundo hispano no tenga obras maestras reconocidas de la literatura de terror y fantástica, no quiere decir que en un futuro próximo o ahora mismo no pueda producirlas, y tampoco quiere decir que como sedimento de una tradición literaria, no existan obras en el plano fantástico dignas de interés: no en vano la imagen de la lanza quijotesca contra los molinos representa, además del impulso del paladín para batirse contra gigantes, el hecho de que Alonso Quijano fuera un lector de “libros de entretenimiento” en el que pululaban no sólo caballeros furiosos y damas en apuros, sino también enanos, gigantes incestuosos, aparecidos, monstruos alados y antediluvianos, y poderosos hechiceros que animaban figuras mecánicas a distancia para el deleite, para el combate o para resguardar sitios prohibidos.

El demonio meridiano: de regreso al arcón hispano de lo fantástico

Con el fin de demostrar que en España sí hubo una pujante literatura fantástica y de terror, El demonio meridiano (Miraguano Ediciones, 2015) –El demonio, de acá en adelante- presenta cincuenta y siete textos extraídos de diversas fuentes escritos por treinta y siete autores, que además de tomar la pluma, ejercieron los más diversos oficios: canónigos, frailes, soldados, viajeros y abogados. La obra posee una considerable cantidad de material gráfico distribuido a lo largo de sus casi 500 páginas en formato mayor, que van desde grabados, ilustraciones de portadas, detalles de manuscritos, retratos de algunos autores, imágenes de cubiertas y fotografías, lo que realza más aún su valor como pieza de colección.

El estudio que antecede a los textos reunidos merece aparte un comentario aparte. El trabajo que realiza Gerardo González de Vega (1952) es encomiable, pues sin el ánimo del erudito filólogo, ni la ramplonería de quien antóloga por capricho, entrega una cuidadosa selección tanto para el lector común, el cual podrá deleitarse con fragmentos de obras casi desaparecidas de las bibliotecas actuales, como para el estudioso, que encontrará un completo estudio de casi 150 páginas, en el que se contextualiza a la literatura fantástica, hablándonos de sus orígenes, los espacios fantásticos, los soportes escriturales, los primeros géneros y todo el imaginario fantástico que salpicó a la realidad, abarcando desde los fines de la Edad Media hasta la invasión napoleónica.

En esta genealogía de obras que luchan por salir de su letargo —cual cadáveres llamados de nuevo a la vida— encontraremos a clásicos del Siglo de Oro español como Cervantes, Quevedo y Lope de Vega, pero también a autores de obras caballerescas como Beatriz Bernal, Martorell o Garci Rodríguez de Montalvo, e incluso a pensadores como el padre Feijóo, la deslumbrante María de Zayas y Sotomayor, y los infaltables anónimos, que por temor o desconocimiento de origen, pasaron a engrosar el nombre de pluma más famoso del mundo.


Cuentos caballerescos y fantasmales

En el primer tramo, que consiste en diez piezas, nos encontramos con títulos (que engloban muy bien su contenido) tales como «El dragón doncella», «La prueba del cuerno», «La venganza de la sierpe» o «El caballero del sepulcro negro», historias que relatan con lujo de detalles la oposición excelsa entre el bien y el mal, concepción sin lugar a dudas de raigambre cristiana, donde el demonio y sus huestes se enfrentan contra los representantes de la luz, y en la que el andante caballero, a imitación de Cristo, debe liberar o destruir algún mal que aqueja a alguna viuda, a un huérfano, a un pueblo o a un reino entero. El relato mejor ejecutado, por sus resonancias bíblicas preñadas de moralidad, es «Una bestia fiera llamada Endriago», extraído de Amadís de Gaula (1508), obra maestra de la literatura caballeresca. Se nos cuenta el nacimiento de un monstruo surgido del incesto entre un gigante con su hija, y que físicamente, además de poseer gran estatura, y forma entre dragón y serpiente al poseer escamas y largas garras y alas, expele desde dentro de sí un fuego del infierno que explicita sin lugar a dudas su origen luciferino. Amadís, el caballero valeroso, le hace frente en un singular combate, que como era común en estas historias, se nos relata con pelos y señales: se describirán con mucho detalle las magulladuras, hematomas, fracturas, contusiones, y mutilaciones que sufren los combatientes.

Pero no todo en El demonio es combates ni caballeros, hay un porcentaje bien alto de historias que hacen referencia al mundo fantasmagórico de los espíritus y de los aparecidos. Visiones o fantasmas que vio el hidalgo Costilla de Antonio de Torquemada (1507-1569), patentiza que la existencia de seres de ultratumba, en aquellos años de la vieja España, no era creído a pie juntillas: ante las apariciones sin sentido en la bruma de un jinete misterioso, el narrador intenta explicar que fantasma deriva de la palabra “fantasía”, y que la explicación de aquellos fenómenos podrían remitirse por algún humor melancólico, un eufemismo para llamar a la locura. «El oficio de un difunto», del mismo autor, es una auténtica obra maestra, en la que se nos relata el amorío de una monja con un noble—y nótese que fue escrito en pleno apogeo de la Santa Inquisición– quien acostumbrado a verse con ella en el mismo monasterio a altas horas de la noche, en uno de sus tantos escarceos, en vez de encontrar a su solícita amante, en su lugar se topa con un grupo de frailes con las candelas encendidas y en actitud piadosa, afirmando que están velando a un difunto: es el mismo noble, quien como atrapado en una pesadilla, asiste a su propio entierro.

Narraciones políticamente incorrectas

Otra variante que encontramos en El demonio es la de encerrar en estereotipos a pueblos o naciones enteras, que sin embargo se comprenden en su contexto histórico, debido a las guerras y conflictos territoriales. Es el caso de «El corazón de la puerca», de Sebastián de Horozco (1510-1581), donde nos encontramos ante una historia abiertamente antisemita, en la que un grupo de judíos busca vengarse contra cristianos por medio de una estratagema diabólica: deben sacrificar a un recién nacido arrancándole al corazón, para luego quemarlo y con las cenizas esparcirlo en las aguas, que al ser bebidas liquidarán al cristiano en el acto. Para cometer tal ardid, ofrecen altas sumas de dinero a una mujer embarazada, sin medir consecuencias con tal de vengarse. En «Conquistas monstruosas», de Fray Pedro Simón (1574-1628), se nos cuenta el descubrimiento de conquistadores en la ciudad del Cuzco (o de la Plata, el narrador no está seguro), en la que los habitantes de tierras ignotas son descritos como poco humanos al ser enanos, casi pigmeos, aparición que será antesala de un ser monstruoso que devora lo que encuentra al interior de los bosques, lo que evidencia que el trato de los conquistadores con los aborígenes de América no fue uniforme: hubo cooperación, pero también conflicto, según la zona y los intereses contrapuestos que chocaron.

Dentro del mismo arco, hay una corriente de escritos conocidos como mirabilia, narraciones que buscaban recrear la imaginación en tierras lejanas, exóticas por lo general, que servían para describir sociedades imaginarias, monstruos y hechos inexplicables: la distancia geográfica permitía a los creadores estas licencias, y ocurría que muchas veces los lectores creían las cosas que leían. Así, tenemos un cuento que guarda mucha concomitancia con los descubrimientos de Magallanes, «Viaje a la isla inaccesible», de Vicente Espinel (1550-1624), una historia singular repleta de ecos mitológicos e históricos, en las que unos navegantes descubren casi por azar una extraña tierra dominada por gigantes, un posible trasunto homérico a los cíclopes de La Odisea, pero también al de los patagones de tierras australes.

Asesinos macabros, asesinatos truculentos

El terror materialista, con gente torturada y muertes crueles, con asesinos despiadados y arrepentidos, es un condimento que no podía faltar en este festín macabro, siendo uno de los puntos más altos de la antología, en primer lugar porque técnicamente rompen la oralidad clásica del “me contaron que”, y tienen una unidad mayor que los relatos caballerescos, que si bien son auto-conclusivos y episódicos, fueron concebidos para integrar corpus mayores, como ocurre con los libros de aventuras.

«La peregrina historia de Ludovico», del doctor Juan Pérez de Montalbán (1602-1638), es un ejemplo modélico de relato moralista: un hombre ocioso, adicto al juego y a la buena vida, en su decadencia arrastra a gente inocente, en este caso a una monja prima suya, a quien enamora tras galanteos y requiebros, escapando con ella del monasterio para luego obligarla a la prostitución con tal de conseguir algún dinero. La abyección de Ludovico no tiene límites: de jugador, vicioso y vividor de mujeres, pasa a asesino a sueldo, pero un hecho crucial (¿una alucinación? ¿un fantasma? ¿intervención divina?), en último minuto le ayudan a desandar su camino para ir en busca de la expiación, lo que trasmite muy bien la concepción católica del perdón y el arrepentimiento, aunque se haya tenido una vida obscena y descarriada.

«La cruel aragonesa», de Alonso Castillo Solórzano (1584-1648), es un ejemplo de novela amorosa breve, pero teñida de locura vesánica y venganza inhumana, encarnadas en la figura de una de sus protagonistas, doña Clara, quien valiéndose de truculencias y chismes, destruye amoríos, empuja a hombres a batirse a duelos, y en su interminable lista de tropelías, llega a cometer actos sacrílegos y necrófilos al profanar una tumba. Cualquier otra versión de femme fatale se queda corta con esta mujer malvada.

«La inocencia castigada», de María de Zayas Sotomayor (1590-1647) narrada con pulcritud y gran técnica, es un imposible cruce entre las novelas rosas de Corín Tellado (1927-2009) y las narraciones tenebrosas de Edgar Allan Poe (1809-1849). Escrita y descrita con una gran tensión, hace gala de elementos espiritistas y de brujería, que ya lo habría querido tener dos siglos más tarde un E.T.A. Hoffmann (1776-1822) o un Maupassant (1850-1893), escritores que sin duda debieron haber estudiado su obra, pues la escritora se adelanta a su tiempo a la hora de describir la Maldad Humana, en mayúsculas, y los efectos traumáticos que ésta deja en personas que no pueden defenderse por cuenta propia.

Un balance, una conclusión

Fuera de las figuras prominentes del Siglo de Oro, muchos de estos autores le sonarán a chino al lector contemporáneo, pero El demonio, a sabiendas de estas lagunas, incluye una pequeña biografía de cada autor; algunas son tan buenas y curiosas que parecen sacadas de Vidas imaginarias de Marcel Schwob (1867-1905), o de la Historia Universal de la infamia de Borges (1899-1986).

A Borges, precisamente, no podemos dejar de mencionarlo, pues editó junto a Bioy Casares y Ocampo la conocida Antología del cuento fantástico (1940), guardando una estrecha relación con El demonio, al poseer ambas obras elementos exóticos que recuerda a la fábula oriental de Las mil y una noches, o a las historias orales chinas, lo que demuestra lo interconectado que estaba el mundo de aquel entonces en cuanto a influencias.

A modo de continuidad en el terreno estrictamente hispano, podemos recomendar dos antologías más, que pueden servir como un buen compendio de letras hispanas fantásticas para nuestras bibliotecas. La primera es el El cuento fantástico hispanoamericano en el siglo XIX, con notas y selección del poeta chileno Óscar Hahn (1938): el segundo es La realidad oculta: cuentos fantásticos españoles del siglo XX (Menos cuarto, 2008), de los españoles David Roas (1965) y Ana Casas, lo que en resumidas cuentas da una perspectiva (o mejor dicho, retrospectiva) mucho más amplia de lo que se ha escrito en nuestra lengua, permitiendo acceder a muchos autores que siguen sepultados en el polvo, muchos, injustamente olvidados.

El castellano antiguo, que puede ser un impedimento para un lector no avezado en las obras de factura medieval y renacentista, no representa un escollo en El demonio, pues además de estar actualizado (aunque conservando cierta ampulosidad característica de la vieja retórica), cada relato incluye notas al pie explicativas que ayudan al lector a situarse con más facilidad en el texto.

Como colofón, reproducimos el epígrafe con el cual abre esta obra, que desde ya, tiene credenciales de sobra para ser una piedra fundamental para el lector de literatura fantástica:

No temerás a terror nocturno

ni a saeta que vuela de día,

a la peste que deambula entre tinieblas

ni el asalto del demonio meridiano.

Salmos 91, 5-6

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