viernes, 25 de enero de 2019

A contrapelo, de Joris-Karl Huysmans

Detalle de La Aparición, de Gustave Moreau
Editorial Cátedra
A contrapelo, de  Joris-Karl Huysmans
1era. Ed. en francés 1884. Esta edición 2004. 376 páginas.


Biblia del decadentismo, libro de cabecera de Oscar Wilde, defensa apasionada del esteticismo más perverso y rebelde, golpe mortal contra la moral burguesa, son sólo algunos de los epítetos que alguna vez se han asociado con À Rebours de Joris-Karl Huysmans, palabra del francés que tanto traductores españoles como ingleses, no han logrado acertar con una traducción unívoca, pues a grandes rasgos se revela como una palabra que puede significar algo que va hacia atrás, o al revés de algo, y por eso ha tomado diversos nombres como Against the grain o Contra natura en una traducción de Tusquets, o A contrapelo, que es la traducción tomada para escribir estas impresiones, que sirven como punto de entrada para hablar de una de las novelas más extrañas y polémicas que se gestaron durante el siglo XIX.

¿Por qué la obra de Huysmans  no es tan visible si la ponemos al lado de otros escritores franceses contemporáneos suyos como Maupassant, Flaubert o Zola?  Probablemente porque dentro de sí fluya una fuerza creativa muy divergente a muchos, una fuerza que consistió en una primera etapa con romper los moldes del realismo y del naturalismo imperante, al cual consideraba limitados para capturar el alma humana, y una segunda fase de onirismo y conversión, donde fe y religión son los únicos asideros para no caer en una existencia plana y soporífera. Todo ello redunda en que este autor se encuentre más lejos del gran público y mucho más cerca de los mismos creadores. Podríamos decir que estamos ante uno de los primeros en ser considerado “un escritor para escritores”, pero la fórmula lo simplifica; en su obra hay mucho más que estética, hay una ética y un legado.

Artificios y prótesis mentales

A contrapelo es una novela en la que casi toda la acción se concentra en una casona de Fontenay. La experiencia hace recordar al Walden de Thoreau pero totalmente a la inversa; si el escritor norteamericano relataba su reclusión en una cabaña para celebrar la soledad y las fuerzas dominantes de la naturaleza, el francés inventa a un aristócrata anémico y alucinado llamado Des Esseintes y lo encierra para llevar hasta las últimas consecuencias la celebración del artificio. Ahí donde Walden escribe una crónica que ensalza la soledad y pone de relieve lo salvaje y lo cívico que se alberga dentro de nosotros, A contrapelo intenta darle un nuevo sentido al hombre por medio del artificio: se enaltece el maquillaje, las flores exóticas, las pedrerías, el perfume, el sadismo, las pinturas morbosas, y la misma literatura, caminos todos válidos para romper los hielos de la monotonía y avanzar firmes hacia los abismos paradisíacos.

La novela abre con una nota introductoria en la cual se resume de forma sucinta la vida de Des Esseintes: huérfano, con una gran fortuna heredada y luego dilapidada en el juego y en las mujeres, decide juntar el dinero que le queda y comprarse una casona en Fontenay, un pueblo muy alejado de París. Como el hombre sin atributos de Robert Musil, o como los cortesanos sin norte que describe Proust en sus alambicados salones, el protagonista es alguien que se siente débil y enfermo, un neurasténico que pudiéndolo haberlo hecho todo, abraza el nihilismo y la desesperanza, pero impulsado por la natural preservación que tenemos como mecanismo ante la autodestrucción y el suicidio, emprende la tarea de unificar vida y arte, pensamiento y praxis, experiencia e idea. Para ello pretende reemplazar la naturaleza bajo nuevas coordenadas:
La naturaleza, esa sempiterna vieja chocha, ha agotado ya la paciente admiración de los verdaderos artistas, y ha llegado el momento de sustituirla, siempre que sea posible, por el artificio.


Joris-Karl Huysmans en su estudio
Las anécdotas son mínimas: un conato de viaje a Inglaterra, el afán de pervertir a un menor por los caminos de la delincuencia, el uso de un aparato para regular la digestión, son algunas de las pocas acciones que emprende el personaje; no obstante, todo el libro gira en torno a la búsqueda auténtica de escapar de la vida, para sumergirse de lleno en un mundo simulado por máquinas virtuales, máquinas que la tecnología de aquella época aún no inventa, pero que el protagonista se las ingenia para recrearlas. Así, adorna las paredes con colores determinados según estados anímicos, cuelga de las paredes frescos e ilustraciones sugestivas, ordena su biblioteca de acuerdo a exigentes parámetros, e incluso invierte los horarios que tendría cualquier mortal, para dormir durante el día y permanecer despierto durante las noches. Todo ello demuestra el antiguo afán por el simulacro, noción cada vez menos abstracta en un mundo actual donde los límites entre la vida y las simulaciones se borran, reconfigurándose con los videojuegos, las redes sociales, el cine o la música, por nombrar algunos de los escapismos cotidianos. Para fortuna nuestra, Des Esseintes no convive con esas máquinas, pero profetiza la enferma dependencia que necesitamos con aquellas prótesis mentales.

La pintura, los perfumes y la flora

Con la acción detenida al mínimo —apenas aparecen sirvientes que finalmente actúan como autómatas, pues no piensan ni hablan, sólo obedecen — el discurrir del libro se abre y se cierra entre evocaciones, vivencias estéticas, ensayos sobre pintura, examen a piedras preciosas, diversas reflexiones sobre el mal y la religión, disquisiciones literarias y apuntes biográficos,  creándose así una obra que se eleva por sobre el estatuto convencional de la novela, acercándose más a lo experimental, al artefacto, pero sin dejar de lado los cimentos novelescos: el resultado es un libro delirante y extraño, único, como una oculta joya vibrante y anhelada, que bien vale la pena analizar con detalle.

La principal pugna que intenta explicar de forma reiterada el narrador de A contrapelo, es que la naturaleza ya ha sido trabajada y explorada hasta el cansancio por los artistas: es un camino transitado el cual se debe dinamitar para que entre aire fresco. En este sentido se asemeja mucho al proyecto que llevaría a cabo décadas más tarde el poeta chileno Vicente Huidobro con su creacionismo, donde afirmaba que el deber del artista no es cantar a la rosa, sino que recrearla dentro del poema, dejando de poetizar y cercar a la realidad, para destruirla y crear una nueva. Por eso Des Esseintes nos advierte:
Lo importante es saber cómo hacerlo, saber concentrar su espíritu sobre un único punto, abstraerse lo suficiente para producir la alucinación y poder sustituir la realidad objetiva por la visión imaginaria de esa realidad.
Y como esa simulación debe ser estimulada por medios sensoriales, nada mejor que utilizar la imaginería de ilustradores, pintores y artistas del grabado, pero no cualquiera, sino de  un selecto grupo de exploradores que metieron sus cabezas a mundos regidos por la brutalidad, la belleza y el caos. A contrapelo saca de los márgenes y pone al centro obras plásticas que ya en esos tiempos estaban aisladas, posicionándolas  en un pedestal por diversos méritos, ya sea por el tratamiento hermético y escandaloso sobre temas religiosos o esotéricos, ya sea porque no se ajustaron al sensiblero gusto de las masas burguesas. Se nos menciona el arte sacro del dibujante holandés Jan Luyken (1649-1712), fervoroso protestante que realizó una serie de grabados titulado Persecuciones religiosas, un tratado visual explícito sobre torturas y escarmientos diseñados al amparo del fanatismo religioso: se trata de la obra de un artista obsesionado con la muerte, la laceración de los cuerpos y la crueldad, imágenes que no nacen de un mente afiebrada, sino que tienen correlato con la historia. Pero también le interesa el refinamiento y la imaginación creadora de Gustave Moreau (1826-1898), pintor que escandalizó con sus obras, y que en sus evocaciones unió el misticismo de oriente con el rigor de occidente, tamizado por temas bíblicos, como lo es La Aparición, en la que se nos muestra una Salomé desnuda apuntando a la cabeza cortada y flotante de Juan Bautista, en medio de un palacio irreal y recargado, como sacado de una era perdida y sumergida en los sueños de dioses paganos y asesinos. Otros artistas son analizados y puestos bajo los  expertos ojos del narrador, entre ellos los menos conocidos como Rodolphe Bresdin (1822-1885) u Odilon Redon (1840-1916), o los ya consagrados y conocidos como Rembrandt, El Greco o Goya, llegando a concluir que existe un arte bobalicón y facilista, y otro que necesita una iniciación, un estudio previo para lograr su goce:

La obra que no es rechazada por los imbéciles, y que, al no contentarse con suscitar el auténtico entusiasmo de unos pocos, se convierte, por eso mismo, ante los ojos de los iniciados, en algo contaminado, banal, casi repulsivo.

Detalle de La comedia de la muerte, del citado Rodolphe Bresdin

Pero el verdadero tour de force de la novela, es llevar estas consideraciones estéticas al plano de los perfumes o de las plantas. Así como una esencia puede ser creada de forma industrial y embotellada para su uso masivo, también están los perfumes que son búsquedas de vidas enteras en los lugares más remotos del mundo, todo en pos de generar una fragancia que no sólo esté ahí para disimular el mal olor, sino que también sirva para evocar, sugerir o excitar los sentidos. Y es así como inesperadamente, avanzamos por un libro que se transforma en un receptáculo y sugerencias de olores y sensaciones, dando paso al colorido y variado mundo vegetal, abriéndose a punta de machetazos ante la pura contemplación de plantas carnívoras y frenéticas o rígidas como lanzas apuntando hacia el cielo, abiertas o cerradas como asesinos esperando a su presa, oxidadas, de hielo o flamígeras como creadas por dementes, y todas, desfilando y analizadas según sus colores, la floración de sus hojas, los pétalos y los capullos, la rugosidad y suavidad de su textura, adentrándonos al exótico mundo de las plantas que nos enseña a despreciar a las vulgares rosas o a las calas o girasoles, y en general a toda esa flora que suelen lucir casi todos los jardines del mundo.

La literatura latina y francesa

Si bien existe una delgada línea argumental que va hilando cada capítulo, también es cierto que A contrapelo puede ser leído por separado, pues cada parte entrega de forma autónoma un arco de ideas que se va armonizando con la extraña y anormal situación que se plantea el protagonista. Uno de sus puntos más elevados es la revisión de los clásicos de la literatura latina y francesa. En un momento de la novela, Des Esseintes declara que sólo le interesan los clásicos romanos y la literatura contemporánea francesa, y nada más. Menciona en algún lugar a Dickens, sólo para rescatar sus pincelazos de la vida cotidiana inglesa, pero relativiza su valor por ser pacato en cuanto a pasiones y amores; también recuerda el Barril de amontillado de Edgar Allan Poe, con la intención de evocar la tétrica historia que tiene por fondo la venganza y el horror, sirviéndole como puente para hablar de sus amados y odiados contemporáneos franceses.

El Satiricón de Petronio
El ojo de Joris-Karl Husymans —de mano de su protagonista— es agudo y mordaz; tiene la rara virtud de despreciar a muchos autores por innúmeras razones, y de vindicar a unos pocos por la originalidad que demuestran, aún cuando no se traten de autores populares o avalados por la crítica. El conocimiento que muestra por la literatura clásica romana es impresionante, dándoles con todo a muchos considerados como el baluarte de la Antigüedad: descarta a Séneca por hinchado y pálido, a Julio César por aburrido y jactancioso, a Virgilio lo pulveriza por pomposo y vacío, a Ovidio por discreto y moderado, a Horacio lo trata de payaso y zalamero, a Cicerón de ampuloso y oscuro, y así, van cayendo esos ídolos como títeres descabezados, uno tras otro, hasta llegar a Lucano con La Farsalia, que es donde detiene sus espadazos y garrotazos, dedicándole algunas líneas positivas, para alabar recién de forma portentosa a Petronio y específicamente El Satiricón; ¿qué ve en este autor y particularmente en esta obra? Ve la rotura de las pompas y de las formas, el fin del lenguaje encorsetado y métrico, abriéndose paso a una dimensión en que entra el habla de la calle con toda su sordidez, sin impostaciones; es la mirada de un observador imparcial que no enjuicia, que violando las reglas del siglo de oro de la literatura latina es capaz de crear algo nuevo: es esa frescura y esa pericia por narrar lo que lo seduce, y así avanza hasta lo que se conoce como el periodo de decadencia de la cultura romana, iniciada con la muerte de Augusto,  periodo que paradojalmente coincide con la mayor expansión del imperio en occidente, pero que significó que la literatura perdiera su brillo y su equilibrio al contaminarse con barbarismos y extranjerismos de otras tierras y pueblos indexados a Roma, opinión que para Des Esseintes es precisamente lo contrario; es esta decadencia la que de verdad le seduce, y sus referencias a múltiples autores —muchos desconocidos—, supone un verdadero deleite para quienes busquen adentrarse en una época en la que cuesta encontrar obras reconocibles.

Y así sigue el examen de escritores hasta el fin del imperio, saltándose casi olímpicamente la Edad Media, para llegar a la Francia de fines de siglo XIX, una Francia literaria donde el centro, la verdadera fuerza centrípeta de la cual nacería una nueva estética es detentada por un pequeño núcleo, presidido por Charles Baudelaire, quien se lleva todas las loas, principalmente por su uso atrevido del verso para horadar en las regiones más siniestras del ser, y también por su confección de pequeños poemas en prosa, forma que es considerada como el futuro de una nueva sensibilidad narrativa, al que le siguen de cerca Villiers de L`isle-Adam, destacado por el uso burlesco y siniestro de la palabra en sus cuentos mordaces, Jules Barbey d`Aurevilly, por su catolicismo retorcido donde lo diabólico toma gran fuerza, y Stephan Mallarmé, a quien reconoce el valor de su alta poesía que se adentra en lo más oculto, mirando ahí donde nadie es capaz de posar la mirada. 

Su juicio a la literatura francesa está lejos de ser un capricho; a cada autor lo sopesa con argumentos, y en su análisis intenta no dejar a nadie afuera, considerando incluso a escritores católicos, moderados o ultramontanos, furibundos como un León Bloy o liberal como el Conde de Falloux, y si como exégeta tiene muchos elogios y epítetos para referirse a los que conforman la verdadera avanzada de las letras francesas, no se queda atrás y se mete con los grandes, con Stendhal, Balzac Flaubert,  a los que les reconoce sin duda pericia, pero que por un agotamiento de procedimientos y de técnicas han llegado a la extenuación; son los atletas que durante la maratón más brillo tuvieron, pero que han llegado exhaustos hasta la meta, no dejando tras de sí más que buenas obras, algunas maestras, pero sin dejar un legado renovador que pueda perpetuarse con el tiempo.

La Iglesia Católica

La relación de Huysmans con la religión siempre fue ambigua y ambivalente hasta antes de su conversión al catolicismo. Cuando escribió esta novela, él aún no se convertía, era escéptico, seguidor de las ideas de Schopenhauer, pero ya acá aparece por primera vez su visión, muy particular, de lo que significaba este credo. En este libro se desprenden variadas posturas de la boca de Des Esseintes, que como se demostró con el tiempo, guardaban una estrecha relación con su autor en cuanto a valoraciones y opiniones. El personaje, por un lado, admira a quienes abrazan a estas creencias, pero por otro, le parece que quienes militan en la Iglesia son personas mediocres, comunes y silvestres, que sólo están ahí por la fuerza de la costumbre o por el miedo.

No obstante, en muchos pasajes se nos habla del portento que significa la creación de una institución milenaria, que con luces y sombras, ha preservado de la barbarie todo el legado que tenemos de la antigüedad: sin los monjes copistas, sin la creación de estos receptáculos de la información almacenados en monasterios, la memoria de siglos y siglos habría perecido frente a la hoguera. En un aspecto espiritual llega mucho más lejos, y es la promesa de paz y esperanza por una vida mejor que ésta entrega, principalmente en condiciones donde una existencia limitada puede ser asediada por plagas, enfermedades, desamores y el mismo sonsonete brutal y sinsentido de la vida: no puede negarse, afirma la voz de la novela, que es un milagro que entre tanta negrura y sangre brille una luz que calme a los débiles, menesterosos y enfermos, a los tísicos del espíritu, que gracias a esa iluminación que viene perpetuándose desde la época de los primeros cristianos, les sirva para mantenerse erguidos y de pie, con la frente en alto. 

A contrapelo también analiza el estilo que emplean los escritores católicos franceses, afincados en un lenguaje de raigambre latinista con conceptos e ideas inmutables, las cuales se encuentran en el seno mismo de la Iglesia y de sus prédicas, logrando así que sus mejores estilistas (pocos, Leon Bloy por ejemplo) sean capaces de levantar la pluma con una claridad retórica que en nada tendrían que envidiarle a los escritores laicos, ni siquiera a Rousseau o Voltaire —a quienes considera mediocres— pues esta vertiente mística y espiritual tiene la facilidad para asimilar abstracciones con mucho más claridad que en una lengua no religiosa.

Por último, hay que señalar que la traducción y edición al cuidado de Juan Herrero, convierten al libro en un objeto realmente apetecible: no sólo hay notas introductorias, sino que estas en conjunto conforman un verdadero ensayo que nos ayuda para situarnos mejor en una época tan lejana, que pese a su distancia y sus sinsabores, aún sigue resonando tan actual, tan a la vuelta de la esquina.

viernes, 11 de enero de 2019

La pesadilla de Sergio Alejandro Amira

Visión tras el sermón, de Paul Gauguin

Editorial Pudú
Sweet Dreams, Sergio Alejandro Amira
1era Edición 2018, 250 páginas. 

¿Es real el realismo?

Joris-Karl Huysmans se quejaba en Francia a fines del siglo XIX que los mecanismos del naturalismo, y toda su joyería anclada en el realismo, ya se estaba agotando, y que por lo tanto era necesario indagar en la ficción a través de nuevas formas La novela decimonónica ya estaba dominada y sujeta a esquemas pequeñoburgueses que no hacían más que repetir la misma historia pero con diversos elementos: el cortejo, las nupcias, la infidelidad, el crimen, máscaras de una misma obra que podían adoptar el mozo de cuadra, el marino mercante o el conde arruinado. Algo había que hacer, y así fue como los decadentes (movimiento no programático con el que se asoció la figura de Huysmans) pusieron la primera piedra de algo que se aproximaba, de algo que dejó su constancia telúrica y que arrasó como una bomba atómica los floridos campos de Europa. Aquel impulso redundó en que durante la primera mitad del siglo XX, y sólo en el país galo, se concentrara una pléyade completa de movimientos y artistas que desafiaron las convenciones de la realidad, quedando sus frutos regados por todo el continente. Nombres como Jarry, Proust, Céline, Breton o Roussel, aún estallan y resuenan, y eso fue sólo el comienzo de una larga tirada de escritores coronados por una nueva aura que venía a desafiar las convenciones del realismo.

Algo muy diferente sucedió en Chile. Algo de lo que por suerte supo sustraerse la poesía, pero no la narrativa. Se trata del excesivo peso que ha ejercido el realismo en la balanza creativa, poniendo en primera fila a un grupo de autores que sólo se han contentado con repetir los mismo esquemas narrativos de hace doscientos años, y cuando estos mismos autores han tanteado caminos divergentes, rápidamente han regresado al camino seguro, todo con el fin de no evitar rechazos y frustraciones. ¿Por qué será que en Chile aún se siga valorando la literatura como un medio utilitario o de denuncia? ¿No es posible avocarse sólo al placer estético? Pero no se trata de enarbolar una concepción del arte por el arte mal comprendida; se trata de sacudir a la literatura, desempolvarla y removerla de las mismas formas probadas y gastadas, de terminar con la modorra de provincia y ombliguista,  para abrirse paso hacia lo desconocido, a los infértiles terrenos de la incomodidad, a la selva de los temas que nadie habla o quiere tocar como la violación, el incesto, o la misma ambigüedad que unen la muerte con el sexo. 

Si hubiese existido un Huysmans chileno a fines del siglo XIX (¿pero cuántos  lo leen fuera de Francia en la actualidad?), o si la obra de Juan Emar durante la década de los treinta hubiese despegado, probablemente estaríamos ante otro paisaje literario, uno que no señalase con el dedo a la literatura fantástica tratándola de irreal o evasiva, porque precisamente lo seminal de la literatura fantástica no es evadir la realidad (y si lo hace siempre resulta triunfante, porque como decía Teófilo Cid, es necesario derribar esta asquerosa realidad para ser libres) sino para mostrarnos una realidad aumentada y especulativa en la que caben dentro de sí las variaciones de la historia, los símbolos arquetípicos, el misterio de la creación, el enigma, y por supuesto, los sueños, variables que la literatura realista-convencional, en su misma simpleza y chatura, es incapaz de integrar armoniosamente la disrupción de lo desconocido. 

El centro silencioso y la mágica cortina de humo

Sweet Dreams tiene como centro la voz de un narrador que nos muestra la fisura y  descomposición de su mundo personal, mundo en que ni el trabajo ni el amor han servido como anclajes para evitar el desastre: ¿debo seguir viviendo o mejor apretó el gatillo? El narrador se hace cargo de todas esas fuertes pulsiones autodestructivas mostrándonos que nada tienen que ver con la posición social, el éxito mediático o la ostentación de bienes. De hecho, el narrador-protagonista ha sorteado los principales obstáculos como para lograr conquistar su propio metro cuadrado: está casado, tiene una hija, una mujer bella y adinerada, hogar propio, e incluso es escritor y no le va nada de mal con las ventas.

Mandrake el mago
Como toda novela que se alza por sobre las convencionales, el libro discurre por múltiples carriles en las que las interpretaciones y las lecturas van corriendo dispares al interior de los ríos y las aguas que arrastra la prosa de Amira. No es exagerado decir que la novela se trata nada más y nada menos que de un escritor que ha extraviado el camino y que gran parte de lo que (le) sucede ocurre en su mente; pero lo que ocurre en su mente, las dislocaciones e idas y venidas por distintos recuerdos y fantasmagorías, contaminan e invaden la noción de plenitud y unidad del sujeto narrativo, dejando al descubierto algo que siempre hemos sospechado de los demás, e incluso de nosotros mismos: que no somos más que marionetas ancladas en un escenario de utilería.
La mente es igual a un biocomputador, es un biocomputador que funciona de acuerdo a un programa. Actuamos de acuerdo a nuestra programación, de acuerdo a determinada forma de presentarnos al mundo. Pero debajo de esa programación (…) hay un centro silencioso.
Sweet Dreams es una novela que se torna obsesiva, que está salpicada de referencias a otras obras y artistas, pero a diferencia de esos textos donde sus autores intentan exhibir vulgarmente sus conocimientos librescos, como en un espectáculo de fuegos de artificio, Amira hace lo contrario; agrupa en bosques incendiados diversas líneas de pensamientos y conocimientos dispersos que van siendo hilados y tamizados al son de la trama, acumulación de los días que nos va relatando esa misma voz que cada vez sentimos más cercana, como la de un amigo que a veces nos relata algo importante, y a veces lejana, cuando de repente delira y comienza a discurrir en torno a la soledad, al fracaso, la angustia, la locura y el inexorable paso del tiempo.

Pero Sweet Dreams no es sólo una enciclopedia del mal o del buen gusto estético, porque por fuera y por dentro de las reflexiones de este yo, que se torna cada vez más enigmático, van desfilando sus experiencias en el matrimonio y en el amor, institución y sentimiento socavados por las malas experiencias, emergiendo claro está, la figura de la femme fatale, de la mujer manipuladora y maligna, que absorbe como un parásito al narrador, aparece su hija, con la cual establece una relación de odio-amor incestuosa, y el mismo narrador, que no se nos muestra como un ser angelical o como una víctima de las circunstancias; al contrario, muchas veces se golpea a sí mismo con la misma virulencia con la que golpea a los demás. Y así como el narrador tiene una idea sobre qué podría ser la mente, también tiene más de una sobre qué es el mundo:
Hay pistas en todas partes, pero el creador de este rompecabezas es astuto. Las pistas, aunque a nuestro alrededor, están confundidas entre otras cosas. Y a esas otras cosas, a la incorrecta lectura que hacemos de las pistas, la llamamos mundo. Nuestro mundo es una mágica cortina de humo.
Así como el vidente o el psicótico experimentan que muchas veces se pueden ver las costuras y lo artificioso de la realidad —como en la matrix—, el que ve, también intuye que tras esa realidad ilusoria puede que exista algo más que no necesariamente sea un lugar idílico como el Jardín del Edén, sino que acaso algo intoxicado, enfermo y patológico.

El escritor es el monstruo y el patólogo a la vez

Así como existen pocas obras que buscan explorar el otro lado del espejo, la parte más visceral y monstruoso de nosotros mismos, pocas también tienen como centro las motivaciones y las vivencias de un artista. Ejemplos lo podemos encontrar en la obra de Enrique Vila-Matas, donde mixtura ficción y ensayo literario, o los diarios de Cesare Pavese o Kafka, constataciones de los días y las pesadillas, aunque más próximo a la constelación de Sergio Alejandro Amira encontramos a Philip K Dick (en especial con Valis), o Mircea Cartarescu y su Solenoide, todas novelas teñidas no sólo por la búsqueda de encontrar alguna respuesta entre los cortinajes y las tarimas de lo novelesco, sino que también por las implicancias metafísicas y filosóficas de lo que presupone consagrar una vida a una actividad que no suele entregar réditos, ni económicos ni sociales. Esto es cierto no en el caso de los best-seller, con escritores-fábrica que homologan la actividad literaria a una industria de crear libros, sino que se trata cuando la actividad literaria se transforma en una religión o en una droga, en una manera auténtica de estar solos.

Sergio Alejandro Amira
Pero ese estar solo, lo que discurre entre afirmarse como un yo, con una historia y una memoria, como un alguien desprovisto y desnudo de máscaras, implica asumir una identidad, y la identidad es una constante en la literatura de Amira. Lo que nos sugiere el narrador de Sweet Dreams, es que no sólo es importante y vital el ¿hacia dónde vamos?, sino que hay algo más estricto que se debe desentrañar, y es el ¿quiénes somos?, porque sin identidad no puede haber camino, pues se necesita de una voluntad y un propósito para andar. Es el horror vacui, el miedo a la zombificación, el ir y venir entre las mareas siguiendo los dictados de la moda o apropiándose de frases hechas y slogans como inspiraciones de vida, es el horror a navegar como una carcasa vacía que luego será enterrada y cifrada bajo un número y un código, es el pánico de sentir que al momento de morir darán en el funeral un sentido y lloroso discurso, no para elevar la memoria de un individuo para diferenciarlo para siempre del resto, sino que sólo para aplanarlo, comprimirlo, y terminar aniquilándolo igual que como quedarán los huesos y la carne, presas de la putrefacción y el olvido. No es pues, el miedo a la muerte, sino que es el miedo a no ser nadie, peor aún, es el miedo más íntimo de mirarse al espejo y ratificar que efectivamente no somos nadie porque no sabemos qué somos, de qué estamos compuestos, cuál es nuestro origen, y por qué existen fuerzas secretas que nos atormentan.

En Sweet Dreams no todo es monólogos o digresiones; como en todo universo original, alrededor de la voz principal aparece su hija Agustina y su mujer Mónica, el núcleo familiar y claustrófobico a la vez, pero también discurren por la vida del narrador otros escritores y lectores, que van sucediéndose para constatar diversas teorías sobre el arte y la novela. No obstante, como suele suceder en la realidad, no siempre las conversaciones más explosivas o intelectualmente atrevidas suelen darse entre artistas; puede venir desde una alumna que le pregunta al protagonista por el sentido o sinsentido de leer a Joyce, o la siempre en sospecha y bajo la lupa (y léase con letras de neón y pequeños chispazos) ciencia-ficción, o la posibilidad que sugiere un hombre apodado "Soviet", en la que los escritores ven a la literatura tan sólo como un mecanismo, como una droga para alejarse de los sueños, más letales que la vida misma. ¿Hay que vivir o escribir? La pregunta es tramposa, porque...
No hay que escribir, hay que vivir. Pero la vida es parte de una escritura hermética... ¿Dejar mi pluma para abrazar el fuego blanco? Eso jamás.

viernes, 21 de diciembre de 2018

El joven que encontraba humillante morir


Kensignton Gardens, de Therese Lessore

Editorial Alba.
El diario de un hombre decepcionado. W.N.P Barbellion
1era edición, 1919. Esta edición, 400 págs. 

La premisa básica de todo diario es contar la vida de quien lo escribe, pero los mejores diarios no son los que se limitan simplemente a registrar una existencia: habiendo millones de diarios escritos, muy pocos llegan a la imprenta, y de esos, muy pocos, son realmente los memorables. Quizá se deba, no a que la realidad carezca de gente interesante (el mundo está plagado de gente sobresaliente e interesante con miles de likes en sus redes sociales), sino porque muy pocos han visto la ductilidad del género diarístico, el cual puede llegar a ser mucho más proteico que la misma novela, ese cajón de sastre-máquina confeccionado para narrar cualquier experiencia personal o colectiva.

Un diario de vida no es sólo una constatación empírica de un yo o la narración de una experiencia; es también un género de la introspección salpicado por escenas, anécdotas, diálogos, poemas, proyectos y recuentos. Es también una pared o un confidente de secretos terribles. Pero no hay que dejarse engañar por las experiencias puras: el diario de un asesino o una actriz porno no tendrían, de suyo, porque ser más interesantes o profundos que el diario de un peluquero, una monja o un entomólogo. Revisar y medir piojos, o revivir las cuitas y las intrigas de un convento, pueden tener una pulpa mucho más sabrosa que una vida de aventuras. ¿Por qué no?

Grandes diaristas fueron Frankz Kakfa, Lev Tolstói, Cesare Pavese, pero llegamos hasta ellos estrictamente porque edificaron un camino basado en sus obras literarias. Por eso parece un milagro que El diario de un hombre decepcionado, escrito por  Bruce Frederick Cummings bajo el pseudónimo de W.N.P Barbellion, tenga altos momentos descriptivos, literarios y filosóficos, siendo que en vida sólo publicó esa obra, falleciendo a los treinta años. La excepcionalidad del relato radica en que Barbellion no fue un explorador de la Amazonía ni un asesino a sueldo; tampoco un escritor aclamado, fue alguien que vivió principalmente en Londres entre 1889 y 1919, que ofició de periodista para el periódico local, pero que siempre tuvo los deseos de convertirse en un naturalista de renombre. No obstante hubo un sino que marcó sus días: la esclerosis múltiple, enfermedad crónica y degenerativa que lo llevó a corta edad a la tumba, y quizá aquella enfermedad, y la conciencia y el shock que genera saber que se está viviendo con los días para atrás, fue el principal aliciente que determinó el empuje de convertir a su diario, más que un diario común:
La intensa vida interior que llevo, preocupado por mi salud, leyendo (siempre leyendo) reflexionando, observando, sintiendo, amando y odiando —sin salida para el vapor superfluo, retenido y comprimido por todas partes, sin amigos ni influencia de ningún tipo, sin conocidos siquiera, exceptuando mis colegas periodistas (a los que desprecio) —, va a convertirme en el ser más egoísta, vanidoso, sensiblero y torpe del mundo.

Una vida de lecturas

Siempre leyendo. Su diario está salpicado de retruécanos propios y paráfrasis de otros poetas o escritores, principalmente británicos, pero también italianos y franceses, muchos conocidos, como Stevenson o Kipling, pero que también vale mencionar a los olvidados, de los que apenas tenemos noticia como Oliver Goldsmith, George Gissing o William Ernest Henley, que en su época fueron realmente famosos y vendían a raudales, y a los que hoy pobremente podremos reconocer en una entrada en Wikipedia. Las alusiones a obras de zoólogos, evolucionistas y fisiólogos es otra delicia del diario: aparecen ahí como inspiración directa a Barbellion, y si no lo fueron, están como parte integral de los estudios que realizó. 

La ubicación temporal de sus días es vital para entender el marco en el que se barajan sus ideas: por esos años era muy fuerte la pugna entre los hombres de ciencia representados por el naturalismo y el positivismo, y las creencias religiosas que estaban siendo asediadas por postulados evolucionistas. Barbellion se siente decepcionado e iracundo por ejemplo, cuando lee al canónigo Tomás de Kempis (La imitación de Cristo), donde afirma que un hombre no debe inclinarse ante los misterios de la divinidad, o cuando asiste a la charla  de  un hombre que se las da de naturalista, diciendo que detrás de organismos microscópicos —y no de forma metafórica— se encuentra escondida la cara de Dios. Barbellion anota:
Me enorgullezco de mi herencia simia. Me gusta pensar que en otro tiempo fui un magnífico ejemplar peludo que vivía en los árboles y que mi cuerpo procede a lo largo de un tiempo geológico, de la medusa, de los gusanos y anfioxos, peces, dinosaurios y monos. ¿Quién querría cambiar eso por la pálida pareja del Jardín del Edén?
Pero no hay una lucha interna por aceptar el avance de la ciencia con sus creencias cristianas, que las tiene arraigadas en sí. Relata, por ejemplo, en una sabrosa anécdota cómo atrapa una culebra, con mucho pánico, a la cual finalmente la mata para practicarle una disección.
He preparado el cráneo de la culebra. Me parece que le he sacado los ojos con deleite (…) como si estuviera vengándome de la bestia por su comportamiento en el Jardín del Edén.

La lucha interna de Barbellion es otra. El tránsito entre los trece y sus veinte años marca el florecimiento y las energías vitales de su adolescencia: está el joven excursionista que atrapa animales y recorre la campiña inglesa, el que desea investigar las lombrices y escribir un ensayo sobre la vida secreta de los gatos, están los deseos de estudiar y seguir una carrera científica, aparece la sombra del amor, los paseos por los jardines de Kensington viendo a las bellas muchachas en flor, con sus largos vestidos y sombrillas, las amistades que van apareciendo y deshaciéndose como es natural en toda vida, pero los golpes que embisten a Barbellion son crueles: primero la muerte del padre, luego de la madre. Aún no cumple veinticinco y ya las brújulas y los mapas internos se han borrado. Sólo quedan los libros polvorientos y las amistades. Y acaso el amor. El proceso de descomposición es rápido, comienzan sus primeros achaques, el diagnóstico de la esclerosis múltiple que no llega a tiempo. Barbellion relata con detalle su periplo entre varios especialistas médicos, y anota con mucha sorna, como uno de ellos además de revisarlo, realiza una oración por su salud, pues se teme lo peor.

Literatura+Naturalismo =Enfermedad

Y es que la esclerosis múltiple no da tregua. Como nunca ha sido una enfermedad común, los síntomas siempre se agrupan de forma distinta en cada paciente, y en ello estriba su dificultad para su diagnosis; peor era el panorama hace más de una centuria. No obstante, los principales síntomas responden principalmente a problemas estomacales, hormigueo y entumecimiento de las extremidades, pérdida parcial o temporal de la visión de algún ojo, cefaleas, dolores de huesos, catarros, depresión, crisis nerviosas, problemas respiratorios, y una serie de achaques que van minando la moral y las energías de quien padece el mal. 

El diario de un hombre decepcionado, a pesar de estar plasmado por muchos pensamientos funestos, sí tiene muchas cuotas de felicidad y de humor. Como por ejemplo cuando Barbellion confiesa que lleva tres sobres en sus ropas con direcciones de conocidos, todo esto por si le da un ataque al corazón y lo encuentran tirado en la calle, pero además agrega una petaca de coñac, o la tontera burocrática en los museos naturalistas en los que trabaja como asistente, en la cual pedir un instrumento científico es casi una gesta épica.
Ayer vi junto a la carretera un hermoso pino albar: alto, erecto, tan tieso como una columna de Partenón. Sólo con verlo recuperé el valor (…) Enderecé los hombros y avancé, prometiéndome no flaquear nunca más.
¿Quién no ha tenido un mal día y ha deseado morir con todas las fuerzas del mundo? Ese es el ritmo oscilante de toda vida que registra con tan buen ojo Barbellion, siempre pasando de la frialdad matemática de los pensamientos que nos hunden, hacia la visión del naturalista y la energía renovada del poeta, energía que siempre nos alumbra y que se llama esperanza: para algunos un anatema, para otros, la verdadera luz  que nos impulsa.

Su visión como naturalista, como ya hemos dicho, no lo hace diseccionar al mundo como una anatomía muerta y dispuesta; sabe que existe el misterio y la sombra, y esos influjos se manifiestan cuando comienza a cambiar los libros de ciencia por Chéjov y Maupassant.  Él mismo se recrimina toda esa poesía y todo esa visión catastrófica y sublime sobre la vida que se ha perdido en sus primeros años, y que nada, absolutamente nada, tienen que decir esos libros soporíferos de ciencia, que aunque estén terriblemente bien documentados, jamás llenan por completo las vasijas de nuestras almas.

Publicación inmoral

Cuando se editó la primera edición en 1919 (en una época de fin de la Gran Guerra y que marca en las páginas del diario otro ritmo trepidante sobre la muerte y el belicismo), hubo suplementos que la calificaron de inmoral. Probablemente por los resabios de la época victoriana, encontraron poco apropiados pasajes que describían el despertar sexual en un joven, o sus cuestionamientos a la política que llevaba Inglaterra con la guerra. En todo caso la mirada de Barbellion no escandalizaría a nadie en la actualidad, y a pesar de toda esa carga que sentía por “amar a tantas a la vez”, es lo que sentiría cualquier veinteañero y que expresaría sin pudor en las redes actuales.  

Pero la mayor inmoralidad de Barbellion es poner la vida patas para abajo y abrirla de cuajo, haciéndose las preguntas que no nos queremos hacer, o de hacerlas, nos daría pavor responder.
¿De qué sirve semejante vida? ¿Adónde lleva? ¿Adónde voy? ¿Por qué iba a trabajar? ¿Qué significa esta procesión de noches y de días por la que todos avanzamos firmes y severos, como si tuviéramos algún fin u objetivo? 
Sabemos como va a terminar, y poco a poco nos vamos acostumbrando a sentir más de cerca la experiencia de ese amigo cercano que no conocimos, de ese amigo secreto a quien le parecía humillante morir tan joven, pues ¿cómo iba a demostrar a las solteronas su valía? ¿Cómo iban a admirarlo sus amigos? ¿Cómo, si las páginas que va llenando en su diario, las escribe con la conciencia clara de que la máscara de la muerte está imitando sus gestos y copiándole el semblante?



W.N.P. Barbellion

viernes, 7 de diciembre de 2018

Curialhué: con sangre en el ojo, de Rodrigo Muñoz Cazaux



Editorial Áurea
Curialhué: con sangre en el ojo. Libro I
1era Edición. 215 páginas.

Parece ser que toda utopía encierra dentro de sí su propio fracaso: es necesario mutilar al ser humano para conseguir que un espacio sea gobernado en términos idílicos de justicia y equidad, sin desmerecer ni favorecer a ninguno de sus ciudadanos. Para lograr la anhelada utopía terrenal, es necesario que una sociedad en conjunto deje de lado las discrepancias, el conflicto, para caminar de manera colectiva hacia un bien común, pero esa idea encierra una trampa, pues ello conlleva a que “en una ciudad sitiada, se considere que toda disidencia sea una traición” cita atribuida a San Agustín —y también a Stalin—y por eso no nos debe extrañar que dentro de una isla o tras los muros de la ciudadela utópica, se construyan cárceles, o que aparezca la tortura y el asesinato, y la deportación sea una manera “humanitaria” de lograr encauzar por un buen camino a la utopía.

Desmitificar la utopía y afirmar que la divergencia es innata en el ser humano es un paso terrible, principalmente porque sin el conflicto no habría guerras, pero tampoco habrían procesos históricos, ni conocimiento científico o artístico,  y el desarrollo de una cultura quedaría petrificada bajo un ideal o bandera. La utopía quiere a un hombre nuevo, pero ese hombre nuevo no puede tener historia, no discierne, es un autómata, un zombi, es finalmente un agente de la revolución, y la revolución siempre tiende al desorden y al caos de un orden ya establecido.

La novela de Rodrigo Muñoz Cazaux, Curialhué, se ensambla al tópico literario del locus amoenus en un escenario post-apocalíptico: un grupo de personajes de diferentes edades y extracciones sociales se ven envueltos en un acontecimiento real que tuvo lugar en Chile: el terremoto del 27 de febrero de 2010, el cual alcanzó una cifra cercana a los 9 grados Richter y que tuvo consecuencias inmediatas en cuanto al deterioro de transportes, comunicaciones, interrupción de servicios básicos y daño estructural, además de pérdidas de vidas humanas cifradas en cerca de 500 habitantes. Esto conlleva a la reflexión de que en Chile, pese a sus condiciones ambientales, aún no se inaugura una tradición de la literatura catastrófica o sísmica; pareciera ser que si bien estamos preparados para recibir estos sacudones de la naturaleza, rápidamente nos olvidamos que somos un país de terremotos, y en vez de exorcizar nuestros horrores como lo harían en Japón con robots gigantes, explosiones y monstruos del espacio para constatar un trauma, nuestra narrativa aún se concentra en relatar las heridas y cicatrices de otro trauma: la dictadura.

Curialhué no escapa de la sombra de la dictadura: en sus páginas aparece Joaquín, un hombre viejo, atormentado por un pasado de torturador; se trata de un solterón que lleva consigo un expediente enorme escrito por él mismo, titulado El Manual del Usuario, una suerte de diario de vida nihilista que combina crónica, con reflexiones, hipótesis, e ideas vagas, y no tan vagas, como la que plantea respecto a la raza humana:

La Tierra (…) siempre va a encontrar los medios para hacer que todo vuelva a su cauce natural. Ya sea el río desviado por la mano del hombre, ya sea el árbol que al crecer ha cubierto de sombra la planicie donde estaban esas flores. (…) Aun cuando creemos que somos los reyes del mundo y nos vanagloriamos que nuestras construcciones y las luces de nuestras ciudades son visibles desde el espacio, no hemos siquiera tenido el tiempo suficiente en la superficie como para poder registrar en nuestros libros los verdaderos efectos de la deriva continental”.

El accidente cósmico

Entender nuestro pasado geológico nos puede llevar a postular que la raza humana no sea más que un accidente cósmico -y de no serlo- que seamos muy similares a un parásito extraterrestre que no parece guardar armonía con los más de 4 mil millones de años que tendría nuestro hogar, si consideramos especialmente que sólo aparecemos en la Tierra hace poco menos de 200 mil años, sin contar que la civilización parece ser otro accidente en el tiempo, pues con su llegada no se suman ni 10 mil años. 

Curialhué se estructura de forma coral, con varios personajes que sin responder a un arquetipo, dan cuenta de la sombra y la luz de la humanidad: está Sergio, un hombre de familia común y silvestre, separado, que oculta un secreto que va más allá de la trata de blancas; está Clara, una ninfómana que no parece tener parámetros morales pero que detrás de si esconde una infancia derruida; Aurora, una enfermera que aún siendo hermosa y apuesta, causa una repulsión inexplicable entre sus pares o el citado Joaquín, que además de guardar una relación cercana con la dictadura, lleva una vida velada como homosexual. El punto de partida de la novela es el terremoto ya mencionado, pero antes se relata otro hecho histórico, El incendio de la Compañía de Jesús en 1863, ocurrido un martes 8 de diciembre, cuando en plena misa repleta de fieles, se originó un incendio que arrasó con toda la estructura y sus parroquianos, quienes no pudieron escapar pues las puertas se abrían hacia adentro, y los cadáveres de los caídos apilados en las entradas obstaculizaron cualquier tipo de salida.

“Tras la extinción del fuego, miles de cuerpos calcinados quedaron al descubierto. Frente a la imposibilidad de identificarlos y al riesgo sanitario que implicaba, se decidió darles sepultura en una fosa común del Cementerio General. El amanecer gris del 9 de diciembre estuvo acompañado del viaje al cementerio de 146 carretones llenos de cadáveres rociados de cal que abarrotaron la fosa cavada por más de 200 hombres. Cuatro días demoró el entierro. Pasados ocho días de la catástrofe, se pronunciaron las exequias en la Iglesia Metropolitana. Días más tarde las autoridades decidieron trasladar el templo de su lugar original, dejando en la tradicional esquina un monumento en honor a las mártires.” (extraído de Memoria Chilena)

Esta inserción primaria se complejiza en el entramado novelesco, principalmente porque no parece tener ninguna relación con los hechos que se van relatando. La estructura es coral y en tercera persona, recordando la narrativa de Juego de Tronos (pero sin la desmesura-río de cascadas y cascadas de sucesos que van cayendo), pero en especial su narrativa nos remite al Apocalipsis, de Stephen King. Si en la novela de King se trata de un virus que se esparce a la velocidad de la luz, en Curialhué se trata de los efectos de un terremoto y las mutaciones mentales que experimentan los personajes y no menor, la aparición del nombre en el horizonte psíquico de los personajes de una ciudad misteriosa que se llama Curialhué. En las desventuras que correrán los protagonistas se irá conformando un ambiente hostil muy en la línea de los road movies, habrán obstáculos, bandas rivales y violencia, todo narrado con un pulso fuerte y trepidante, conformando una premisa que es fundamental en un libro que respira de cerca a los best-sellers, las películas clase B o las historias pulps, que es la de no parar y avanzar con inesperados giros, dejando el listón de las expectativas cada vez más arriba.

La ciudad de los Césares



Las novelas de ciencia-ficción, la mitología, el folclor, los diarios de expedicionarios, han tratado desde diversas perspectivas la posibilidad de que exista una ciudad o un mundo invisible, como lo es en el caso paradigmático de Viaje al centro de la Tierra, de Julio Verne, que propone la existencia de una civilización perdida enterrada a miles de kilómetros de la superficie: estas narraciones intentan desentrañar una posibilidad que tiene muchas caras, pudiendo ser un nuevo Edén bajo la tierra (el imperio de los mil años del III Reich de Miguel Serrano), el avanzado pueblo de los hiperbóreos que plantea Bulwer-Lytton en su La raza futura, o la vertiente horrorosa que nos presenta H.G Wells con La máquina del tiempo, donde nos muestra a los morlocks, una raza maligna y bárbara que busca esclavizar a los habitantes de la superficie.

Lo cierto es que la creencia de civilizaciones perdidas se remonta a relatos tan antiguos como los de Platón y su postulación de La Atlántida, el continente mítico que quedara sumergido luego de un cataclismo. Muñoz Cazaux actualiza esta deriva, para presentarnos una ciudad de piedra y cavernosa, en la que sus habitantes reciben a los protagonistas que vienen escapando de algo (¿pero de qué? La paranoia de sus personajes es otro ingrediente central), y que por medio de unas aguas milagrosas los van subyugando lentamente. La ciudad de Curialhué, es pues, descrita como apacible, con condiciones aptas para la vida, pero a medida que los personajes centrales empiezan a recorrer y descubrir sus complejas galerías atravesadas por ríos subterráneos, sienten que algo, que una fuerza desconocida opera en ese espacio, siendo el tiempo la primera variable en dislocarse: una hora podría ser un día completo en la superficie, y el embarazo de una de las mujeres protagonistas parece acelerarse, siendo otro elemento que causa el pavor y el desconcierto.

El choque entre lo conocido y lo desconocido, entre la luz y la sombra, entre la vida y la muerte, circula una vez más como lo que planteamos al comienzo: parece ser que para llegar hasta un lugar perfecto y sin conflictos, es necesario despojarse de muchas cosas, y que finalmente todo paraíso, natural o artificial, siempre parece cobrar un precio para quienes buscan alojarse en su seno. Y ese precio parece ser no otro, que el de aceptar que el infierno sí puede ser un lugar idílico y confortable.

viernes, 23 de noviembre de 2018

Santa María de Todas Las Horas, de Alexis Figueroa

El rey bebe, de Jacob Jordaens
Editorial Cinosargo / Mantra ediciones
Santa María de Todas Las Horas: Alexis Figueroa (2018)
1era. Edición. 136 páginas.

Hay una película de los años setenta que habla de la inminente dominación de las hormigas sobre la población humana.  Se trata de Phase IV, o Sucesos en la cuarta fase como se le conoció en América Latina. No fue la clásica película sobre hormigas gigantes que atacan y persiguen a humanos desesperados, al revés, se trata de una cinta de horror y ciencia-ficción hipnótica, reflexiva, que busca meter el dedo en la llaga al mostrar a una humanidad vulnerable, enarbolando la tesis de que en el inefable orden del universo (o en la entropía que busca enmascarar cualquier atisbo de coherencia), una inteligencia siempre intentará subyugar y dominar a otra, utilizando de forma directa o indirecta la violencia, la cual como la hidra, tiene múltiples rostros. La mente del criminal no dista mucho a la del enjambre; siempre busca sobrevivir en un hábitat inhóspito construyendo puentes y caminos, arrasando con lo que puede a su paso. El asesino, el psicópata, en última instancia no busca más que esclavizar a otra inteligencia, subyugarla y anularla, extrayendo de sí el goce al cual no puede acceder de forma natural. No es otro su alimento. Es lo que hizo por ejemplo el serial killer Edmund Kemper,  cuando decapitó a su madre y tuvo sexo oral con su cabeza: sublimó hasta la humillación máxima una larga tara de decepciones, fracasos y lesiones mentales que terminaron por llevarlo hasta esos abismos.

Santa María de todas las horas, de Alexis Figueroa, es una novela que tiene que ver con hormigas y mentes destruidas. Principalmente se trata de una novela que escapa a los convencionalismos y que se construye con una estructuración propia; el narrador es el atípico caso de narrador no confiable (Wayne C. Booth), se desplaza a la confesión, toma distancia y observa fríamente, conmina al lector, y vuelve a reaparecer entre el testigo y el narrador directo. Notas al pie de página aparecen subrepticiamente, abriendo nuevas brechas en el camino de la trama, a veces parca, ágil y sucia, como en un buen hard-boiled norteamericano, otras tendiendo al barroco y a lo híper-descriptivo; a veces el narrador se engolosina con la enumeración caótica o se detiene a describir la luz natural o artificial, presente como un elemento importante, y no decorativo, en el relato. Pero deberíamos decir en plural, los narradores. Estamos pues, ante varios tipos de narradores y de narraciones que se van entrecruzando, imprimiendo la obra una lentitud —o una velocidad— que busca complicidad y participación con el lector. No vale saltearse las hojas para llegar rápido hasta el final, principalmente porque cada frase tiene una sintaxis elaborada con maestría de joyero. Así, no estamos ante una novela llana que se abra libre para que la transitemos sin esfuerzo; es, en primer término, un libro que exige co-participación en su construcción, y en segundo término, innegablemente estamos ante un libro original que por su arriesgada apuesta, podríamos tentarnos de tildar como experimental, pero experimental es un concepto manido y vacío que puede englobar cualquier cosa, como aquellas obras que se abren camino a lo desconocido pero que por algún infortunio terminan sucumbiendo, generalmente ahogada por sus propias pretensiones.

Acá no hay experimentalidad. Hay oficio y riesgo. Y sobre esto mismo, es importante recalcar que Alexis es un escritor que viene de la poesía y aquello le da una dimensión diferente a su prosa (y acá habría que poner una nota al pie para intentar desarrollar la idea, o al menos bosquejar, la relación de poetas con la narrativa, pero la magnitud del tema excede la intención inicial de esta reseña). No obstante, sí podemos constatar que por tener Alexis una formación poética, la conjugación entre un lenguaje sensual y un esteticismo barroco, se le dé de forma natural, no forzando o simulando una construcción que busque un efecto determinado; por otro lado, la incorporación de elementos del bagaje popular y folletinesco en Santa María de todas las horas no hacen más que profundizar la novela, creando múltiples capas de interpretación y de lecturas.

El siervo del emperador del cielo

Como en muchos grandes relatos, el argumento de Santa María de Todas Las Horas se puede resumir en pocas líneas: el detective privado Sergio Mancilla se reúne con un viejo compañero del colegio para investigar la muerte de su hija, una cosplayer de Sailor Moon que fue hallada en un basural envuelta en plástico. Aquello hace sospechar en una línea reducida de involucrados, principalmente porque junto al cuerpo se encontró una medalla religiosa, y en su acuñación se podría cifrar la identidad del asesino. La novela abre con una sucinta cronología en que entrega los principales hitos de la trama. Sabemos pues, que hay una joven  asesinada por un seminarista, que hay un grupo que busca desviar el curso de la investigación. Pero aquello es sólo la vertebración de la narración, redundando en que no estamos ante una novela policial  al uso; los hechos se expanden y se contraen, la narración toma caminos torcidos, la figura del detective crece y se encoge; a veces parece una hormiga, otras un justiciero implacable, la más de las veces alguien que sabe que está transitando por terrenos minados, que sabe que el caso de una chica de clase media baja no revierte importancia nacional, que los que están escondidos tras el crimen podrían ser matones retirados de la época de la dictadura en Chile, que podrían o no, estar coludidos con agentes de la Iglesia. El narrador nos interroga sobre estos hechos, y nos interpela directamente:

“Mirando la superficie tersa y radiante de la paz social dirás que no existen; los malos están todos presos si es que fueron tan malos. Los otros, esos no tan malos, en verdad no eran malos, fueron hombres que en su momento hicieron, con valentía y coraje, lo que había que hacer. Son parte de la democracia chilena.”

La realidad oculta no redunda en espíritus o seres de ultratumba, conspiraciones reptilianas o corporaciones clandestinas: para el narrador de la obra, la conspiración responde a todo aquello que los mass-media no reflejan, son movimientos que operan bajo tierra organizados por grupúsculos con poder, o porque perdieron el poder, ahora hacen lo posible por sobrevivir y protegerse en sistemas claustrofóbicos y asfixiantes… tal como las hormigas. 

En la película citada al comienzo, Sucesos en la cuarta fase, se nos sugiere que existe una maldad invisible, que mientras leemos tranquilamente recostados en el sofá de la cama o revisamos el último estado de Whatsapp, toda aquella realidad circundante cifrada en el progreso de los nuevos tiempos, nos hace olvidar que en Chile hasta hace unos 25 años existían bandos irreconciliables dispuestos a matar y provocarse daños sin mediar en consecuencias ni escatimar en recursos. Es lo que plantea Santa María de todas las horas, pero su belleza reside en que va más allá de tamizar un conflicto con una raíz histórica; como ya hemos dicho, la novela ironiza con al destino de un detective privado, de Sergio Mancilla, decadente y arruinado, dedicado a resolver infidelidades o a encontrar mascotas perdidas hasta que se le presenta un caso de verdad,  pero pone también de relieve esa gran mancha negra que vista desde el espacio es una mancha-hormiga compuesta por humanos, una mancha compacta, homogénea, que sin embargo cada uno de sus átomos bulle por lucir con luz propia. 

Y esas luces son características en estos tiempos de Internet y velocidad:

“Se trataba por la lucha de ser alguien, en el abismo interconectado de tres mil millones de personas, navegando por el laberinto insomne y proteico de la web mundial. Todos, intentaban desviar el río. Detener un segundo el vasto flujo de la información, apartar un momento de esta ubicua mole de imagen signo y sonido, para levantar su mano y decir, aquí, aquí estoy.”

Alexis Figueroa Aracena
La joven cosplayer de Sailor Moon asesinada responde a la identificación de una generación con un referente extranjero, bizarro, pero también se puede leer como la arquetípica fantasía sexual del adulto con la colegiala. La Iglesia, la principal sospechosa de estar detrás de esta muerte, nos hace recordar que cada cosa tiene su anverso y reverso, de luz y oscuridad: así como existe una Iglesia Católica santa, también hay otra satánica. La santa, nos recuerda Santa María, es la que acoge a los pobres y protege a los desvalidos en tiempos de apremios, en lucha contra la dictadura. La otra, es la que actúa en complicidad para ocultar crímenes de pedófilos y degenerados, tergiversando información, protegiendo a testigos claves o directamente a los mismos delincuentes. De ahí la impotencia del detective Mansilla, al verse sin recursos, de frente contra una institución que tiene múltiples conexiones, impotente porque la difunta era una de esas chicas normales como cualquier otra, pero que tenía un lado oculto, una vida como cosplayer que derivaba en noches de juego y placeres en banquetes para poderosos, que las caras de esos poderosos probablemente nunca saldrán a la luz, ni siquiera podremos adivinar sus muecas, puesto que hay un orden establecido que funciona con dinero, e ir contra ese orden (y es la batalla que emprende todo héroe novelesco), significa perderlo todo, incluso la vida. La endeble red de contactos que tiene el detective privado Mansilla se deshace, y ya al final de la novela, como un Cristo, vemos que ha sido abandonado a su suerte, apartado a la fuerza del camino:

 “¿Puede alguien apartarse del signo que marca al universo entero? Hasta Cristo en el Gólgota fue abandonado. ¿A qué Dios pedía cuentas el Cristo? (…) Imagina, supón, que a todos tus deudos los llevan a un desierto candente. Arena y arena, bajo las plantas resecas. La larga fila de la humanidad encorvada cruzando las líneas de Nazca abiertas al cielo. Alguien habla, alguien grita. Alguien pide socorro. Pero nadie oye.”

Coda


Fotograma Sucesos en la Cuarta Fase

Los paisajes que se repiten y que se vuelven obsesivos en la película Sucesos en la cuarta fase, son los desiertos, el desierto que implacable va creciendo y expandiéndose, como si la desertificación fuera el único sino que podría tomar como destino el planeta Tierra. Las hormigas se vuelven peligrosas gracias a que logran desarrollar un pensamiento unificado que las hace trabajar en conjunto para crear un cataclismo. Santa María de todas las horas nos predispone a ese cataclismo y juega sobre esa violencia soterrada, esa que siempre está esperando que algún incauto pise sus suelos minados para emerger como la petrificadora mirada de las gorgonas, que riéndose en nuestras caras, podrían decirnos sin remordimientos que:
“Los desterrados del mundo con su carne y hueso, son la trama, el soporte de los ornados tronos y su fantasmagoría”
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