viernes, 22 de junio de 2018

El parroquiano del mundo: una visita al Walden de Thoreau


Ed. Cátedra.
Walden: una vida en los bosques. Henry David Thoreau
1era ed. 1854.  Esta edición: 2016.
Traducción: Javier Alcoriza y Antonio Lastra

¿En qué momento un ser humano, de cualquier época, tribu o nación, determinó que para encontrar su propia voz y ver la autenticidad de la vida, con sus hechos desnudos y sin mediaciones, necesitaba aislarse del resto? La idea nunca fue nueva. En los casos de la fe, los ejemplos se cuentan a raudales: la soledad de Zoroastro, el peregrinaje de Siddharta, los cuarenta días y cuarenta noches de Jesús en el desierto, el pastoreo solitario en las montañas de Mahoma, sólo por nombrar a los grandes profetas, sin mencionar a sus consiguientes imitadores, en diversos grados de soledad, como los estilititas, monjes que pasaron años o incluso hasta la muerte viviendo sobre columnas sin poner un pie en el suelo, o la fervorosa meditación de anacoretas y monjes errantes que buscaron la divinidad o la iluminación en páramos desolados, yendo tras la verdad en lugares poco aptos para la vida.


El caso de Henry David Thoreau es diferente, y ya por su sola singularidad y anomalía, vale la pena analizar su experimento sin precedentes, el cual culminó con su libro Walden: una vida en los bosques. Estamos a mediados del siglo XIX, en pleno proceso capitalista de expansión industrial, con nuevas líneas férreas que se van emplazando en los EE.UU, con el auge del servicio postal y el desarrollo de la telegrafía, con nuevos empleos surgidos por la creciente subdivisión y especialización en el trabajo, y un hombre, en medio de esa vorágine creciente, un hombre serio, descrito como severo, muy poco dado a las bromas, decide dar un paso al costado y sumergirse en los bosques, para construir su propia cabaña y vivir dos años ahí, para ver qué pasaba. 

UN SISTEMA SIN SISTEMA

Thoreau encarnó una visión filosófica y literaria de la soledad; si antes el problema radicaba en que la soledad era un medio para trascender hacia la divinidad (a través del ayuno, la meditación o tormentos, por separado o todo junto), el escritor estadounidense aterriza los conceptos y a través de un pragmatismo teñido de naturalismo, experimenta y escribe sobre la soledad desde la soledad. La soledad pues, no es un problema o un mal, sino que es vista como un don:
"Considero saludable estar solo la mayor parte del tiempo. Estar acompañado, incluso por los mejores, pronto resulta fatigoso y disipador."
Pero la soledad para Thoreau no se mide por las millas de espacio que separan un hombre de otro, sino por la manera de estar en el mundo. La necesaria soledad del hombre que cumple jornada en trabajos agrícolas, o la del estudiante que se pasea en las bibliotecas, son las fundamentales para llevar a cabo cualquier tarea digna de provecho. Pero aún así, en los momentos de esparcimiento y distracción, Thoreau aboga por reducir los contactos entre los hombres, tan pueriles y normados, que difícilmente puede extraerse una experiencia verdadera estando en compañía. Esta idea es una piedra fundamental en la poética de Thoreau, que nos interpela directamente: ¿cómo vivir una experiencia real en un mundo que ha comenzado a dilapidarse por acción de la técnica? La respuesta no parece encontrarse a través de la sombra de los setos, ni contemplando el lago, ni siquiera oyendo el rumor de la locomotora, y menos sintiendo el crujir de las mofetas y las ardillas pisoteando las hojas otoñales. Hay en Thoreau una melancolía por una vida útil, pero libre de cargas innecesarias, vidas como las que llevaron los antiguos sabios, a quienes cita constantemente, en especial a los chinos, hindúes, griegos y romanos, pero hay algo más en su pensamiento: el principal alegato de Thoreau es una prédica respecto al tiempo, y si el tiempo se sustenta y se ancla en la materia —pues la corroe y la desfigura a su antojo— existe un sistema al cual el hombre no puede sustraerse, debe encararlo tarde o temprano, y no es otro que:

LA ECONOMÍA

El trabajo, como principal método de subsistencia, y la posesión de bienes, como los dos ejes cardenales que estructuran a un hombre, una familia o una comunidad, son examinados con lupa y puestos en entredicho en Walden. ¿Qué tenía en la cabeza Thoreau cuando decidió irse a vivir apartado de la civilización en los bosques, construyendo él mismo su propia cabaña? Quizá buscaba mejorar su escritura, puesto que era necesario liberarse de muchos yugos para lograr la concentración necesaria y así observar el ambiente y describirlo de forma certera; esa fue su principal herencia para los naturalistas que vinieron después, no sólo literarios, sino también científicos y sus diversas ramas. Pero su escritura implicaba un cuándo y un dónde, y esa ubicación temporal y espacial probablemente naciera por el afán de Thoreau de imitar a los antiguos, a los buenos antiguos, quienes vivieron bajo una suma de principios autoimpuestos, lo que les permitió llevar una vida holgada y centrada, escasa en bienes materiales, pero rica en hechos y en espíritu.   

Thoreau afirma que muchos viajeros se sorprenden al ver las ruinas de Egipto, Roma o Grecia, y no se extraña que les surja la interrogante: "¿quiénes habrán construido tan vastos imperios y monumentos?" Thoreau, con un sentido del humor casi siempre involuntario, afirma que él hubiese preguntado lo contrario: "¿quiénes no construyeron esos monumentos?" Esta ironía revela su tesis central económica, la cual desdeña la superabundancia y la espectacularidad  de las riquezas, a tal modo de afirmar que:
“La mayoría de los lujos, y muchas de las llamadas comodidades de la vida, no sólo no son indispensables, sino que resultan verdaderos obstáculos para la elevación de la humanidad”
¿En qué se basa para afirma esto? La respuesta radica en la observación:

“Cuando el granjero tiene su casa, puede que no sea más rico ni pobre por ello y que sea la casa lo que lo tenga a él”.
Identifica, de forma audaz y adelantada a su tiempo (en una época, debemos recordar, donde aún no existía el lujo desbordante gracias al superávit del capitalismo furioso y mutante), que uno no posee posesiones, sino que es al revés, son las posesiones las que nos poseen, que ser heredero de un pedazo de tierra o de una casa puede conllevar muchas más obligaciones, gastos y sacrificios, que una vida holgada en una cabaña unipersonal y estrecha, pero con todo el vasto horizonte y el espacio como escenario natural. A Thoreau no le impresionan las vulgares demostraciones colosales de poderío y riqueza, le interesa la naturaleza y sus escenarios, y también le impresiona la vida de los antiguos indios que eran capaces de montar y desmontar sus propias rucas, llevando sus casas en sus propias espaldas, sin la atadura de tener que ejercer control sobre una zona de tierra: un nomadismo en estado puro. Dice con su ingenio característico: 
“Mientras que la civilización ha ido mejorando nuestras casas, no ha mejorado de igual modo los hombres que han de habitarlas. Ha creado palacios, pero no era tan fácil crear nobles y reyes”.
Thoreau, el hombre grave y adusto que se burla de la gravedad y la adustez de los mortales. Ahí sus impresiones sobre el vestir y la moda: ¿tanto importa ir vestido con una ropa de punta si quién las viste vale menos que sus ropajes? Pero también cuestiona a los pobres, los sujetos de caridad que visten harapos para demostrar lástima y cumplir con su cometido de conseguir limosna. Para Thoreau, nadie puede ser tan miserable y pobre que no pueda valerse por su propio esfuerzo, aún con el trabajo más sencillo y humilde, y que sea capaz de comprar un vestido mínimamente presentable. Pero la gente le presta demasiada atención a lo accesorio, y la ropa, como símbolo de lo accesorio, es algo que está ahí para entorpecer la vista hacia otras realidades. Thoreau enfatiza que las personas serían capaces de ir por los campos y tomar por un ser humano a un espantapájaros, sólo porque viste ropa de hombre, saludándolo de manera afectuosa. Concluye que la moda, aquella pasajera que se impone por razones de mercado y de disponibilidad de materiales, le tiene sin cuidado. Si va a un sastre y le pido una chaqueta determinada, y éste se niega por pasada de moda, Thoreau le increpa y le dice que se ponga de inmediato a confeccionarla, pues se pondrá de moda en ese mismo momento. Esa es su economía individual, otro tanto le dedica a la comida, a la vivienda y a los bienes. El ojo de Thoreau es soberbio: sobre las minucias es capaz de levantar un tratado completo, dejándose muy pocas cosas afuera.

EL ENTORNO, LA LECTURA, LOS ANIMALES

Thoreau no necesita imponer sus ideas a la fuerza; no habla desde el púlpito, ni tampoco se solaza en su experiencia. Sobre los predicadores, opina con desdén que son hombres que han monopolizado a Dios como si fuera parte de su patrimonio, analogía certera, porque eso es lo que hace un predicador en primera y segunda instancia, negociar, sacar réditos económicos del bolsillo de los desesperados. Respecto a la experiencia, afirma que a sus treinta años nunca ha recibido un consejo valioso ni serio de sus mayores, porque no da la vida como algo sentado (¿alguien debería?), y porque la experiencia tiene el cariz de que se sustenta en el fracaso.

Pocos libros concentran en tan pocas páginas descripciones memorables; la mayor parte del tiempo leeremos pasajes que están atravesados de pensamientos, pensamientos fuertes y decidores con una fuerte deriva filosófica, siempre en un plano concreto, con ideas que sin duda fueron precursoras del pragmatismo y del objetivismo estadounidense. No obstante, de forma paralela, hay un Thoreau místico que comienza a desligarse de las percepciones cotidianas, como si estuviera ebrio, borracho por la naturaleza, fundiéndose en ella en una suerte de estado psicótico en el que los árboles cobran vida, las huellas de los roedores dejan marcas que se perciben tras días, el sonido de la noche se funde con el silbato de la locotomotora y el pisar de los caminantes emergen como sombras. Un punto aparte merece su descripción de la laguna Walden, a la que le dedica un capítulo completo para hablar de ella, pero también de otras lagunas, dejando de manifiesto su estética provocativa, un verdadero monumento a la lengua:
“Un lago es el rasgo más hermoso y expresivo del paisaje. Es el ojo de la tierra; al mirar a su interior, el observador mide la profundidad de su propia naturaleza. Los árboles acuáticos de la orilla son las finas pestañas que lo bordean y las colinas boscosas y los acantilados que lo rodean sus salientes cejas.”
Su vertiente naturalista le obliga a preguntarse por el origen de las cosas, y la toponimia es también parte de su mirada que busca abarcar todo un espacio: el nombre del lago Walden es rastreado entre el folclor y los libros, y en su origen parece remontarse a la de una antigua mujer india que vivió en esa zona, o quizás a la contracción del vocablo walled-in, que quiere decir empedrado, lo que podría ser por la forma de lago.  Pero donde no perdona, por considerarlo una práctica de mal gusto, es la de nombrar una zona geográfica con el nombre propio de una persona, como es el caso del lago Flint. ¿Por qué se enfurece tanto? Porque, según su opinión, es una arbitrariedad obscena utilizar el nombre de algún granjero o campesino cualquiera, analfabeto probablemente, que por el sólo hecho de tener tierras y dinero —una cuota nada simbólica de poder— se le otorgue el derecho de utilizar su nombre o apellido para nombrar una porción de tierra, una nadería si consideramos que la posesión transitoria de un terreno no tiene parangón al lado de los diez mil años de civilización, los doscientos mil años de humanidad y la eternidad del universo.

Uno de los apartados más breves, pero más intensos de todo Walden, se intitula leer, y ahí se sintetiza en pocas páginas cuánto de provechoso existiría en la lectura, y qué reglas o normas deberíamos considerar a la hora de enterrar nuestras narices sobre una superficie de letras.
"Creo que después de aprender las primeras letras deberíamos leer lo mejor de la literatura, y no repetir siempre a,b, abs y demás monosílabos de las clases de cuarto y quinto, sentados en los primeros bancos toda la vida."
Para Thoreau la dificultad siempre es una virtud; de lo fácil no se desprende nada, porque sólo hay obtención y contento, y eso redunda en más repetición, más de lo mismo. Lo difícil incluye disciplina y erudición, y para conquistar esas cimas se precisa de voluntad y tiempo, y aquello se puede aplicar a todas las áreas de la vida. Por eso caracteriza la lectura de libros difíciles como un reto, pero también introduce la idea de que un tiempo de lectura debe ser casi equivalente al tiempo en que un autor tardó en escribir un libro, desgranando codo a codo el mismo esfuerzo que costó escribirlo, como si las páginas tuvieran que ser desenrolladas antes de ser interpretadas. Pero, ¿cómo discriminar un libro bueno de los malos? ¿Qué hace que un libro como Walden perdure tras ciento cincuenta años? Un buen libro tendría al menos lo siguiente:
“No defienden una causa propia y, mientras ilustren y mantengan al lector, su sentido común no los rechazará.  Sus autores son una aristocracia natural e irresistible en toda sociedad y ejercen mayor influencia sobre la humanidad que reyes y emperadores.”
Probablemente esta frase no tenga mucho sentido hoy, en una época en que se lee poco y nada, en que los reyes y emperadores han sido devorados por la farándula, y en que las listas de ventas de libros se engrosan con libros sobre las causas propias y ajenas, del tipo de derechos humanos (explotando la miseria) o de género y minorías, y toda las variantes y subvariantes de la escuela del resentimiento. No obstante, pese a las listas de ventas y a todo lo pasajero, el estatuto de libro clásico no ha sido pervertido ni por las modas ni por los mercados ni por la ideología de moda; siguen gozando de buena salud, y aunque mayormente reposan en nuestras bibliotecas, acumulando el polvo para que nuestras manos se impregnen por el olor y la tierra de las centurias que nos separan de su creador; no van a caducar por mucho que nos demoremos, pues no son libros urgentes, estos que son descritos y alabados por cierta prensa cultural como necesarios, no, los clásicos no fueron escritos de forma urgente y frenética para una era determinada, y quizá sólo por eso tengan mucho más que decirnos, más que cualquier porquería actual que se apila en los saldos y en las novedades:
“¿Qué son los clásicos sino el registro de los más nobles pensamientos del hombre? Son los únicos oráculos que no han decaído y brindan tales respuestas a la investigación más moderna como nunca dieron Delfos y Dodoma.”
Cada sección de Walden nos lleva a un  recoveco de lugares impensados; así como nos habla de la lectura, la soledad, las visitas inesperadas, el ruido de las locomotoras, también describe la fauna del lugar con una precisión milimétrica, y en esto no hay exageración, como cuando nos habla de los peces y los tipos que existen en la laguna, la forma en que deben ser atrapados, o cuando nos narra (y este es uno de los momentos más hilarantes de todo el libro),  una cruenta batalla entre hormigas negras y rojas, en la que una valiente hormiga que arremete contra todo, es comparada con el soberbio Aquiles.

UNA PUERTA DE SALIDA, UNA PUERTA DE ENTRADA

El terrible Thoreau, el juez, como fue apodado por sus compañeros de estudios, murió a los cuarenta y cuatro años: sin duda fue visto por sus contemporáneos como un excéntrico, y quizás más de las veces, más como un loco que como un raro. Su desobediencia civil se tiñó de leyenda cuando se negó a pagar unos impuestos, argumentando que no iba a pagar a un Estado que financiaba la guerra contra México y que tuviese como sostén económico a la esclavitud negra: aquellas prácticas le parecían abominables y actuó en consecuencia. Pasó una noche en la cárcel, y luego de la furia y el arrebato, argumentó de forma muy sapiencial, que si alguien consideraba a una sociedad enferma y demente, no debía perder el juicio y actuar como un loco, al revés, había que lograr desesperar a la sociedad y que ella actuase como loca. 

Cuesta imaginar a alguien que estudió en Harvard (en sus inicios, cuando aún no era una institución de prestigio internacional), optara por llevar una vida austera, que no se dejara seducir por los lujos, en una época en que el lujo era estrictamente secundario, pues se estaba formando una nación, era la niñez de una nación, de hombres que iban y probaban fortuna, y muchas veces fallaban, y muy jóvenes, intentando plantar su semilla.

Henry David Thoreau, como Kant (como tantos otros), no fue un gran viajero, pero tuvo consigo el espíritu del pragmatismo: en vez de abatirse por la soledad, la incomprensión o la enfermedad (sufrió de tuberculosis), tomó sus ahorros, se consiguió un  hacha y se construyó una cabaña con sus propias manos. Luego escribió su experiencia. Otros habrían ideado fórmulas intrincadas y violentas para asediar la realidad. Thoreau, como cualquier pensador, sí le interesaban las ideas y la metafísica, pero con asideros, con posibilidades reales de vivirlas, al alero de una experiencia, de una vida que no fuera dada.

Henry James, cosmopolita, de afinada pluma, dijo sobre él —respecto a su escaso tránsito espacial— que no había sido un provinciano, peor, ¡había sido un parroquiano!  Pero vaya qué parroquiano. Walden sintetiza el pensamiento de un hombre que empuja a despejar las variables de la vida, a buscar una forma personal, nunca un método, para que podamos tener la libertad para dedicarnos a lo que más amemos, entregando pistas para que podamos sacudir de nuestras vidas los pesados fardos del trabajo, a vivir una vida con lo necesario para no tener que atarnos a compromisos ridículos que nos siguen restando y restando, y al afán de tener que tener más y mejor, sin ningún motivo más que la obtención. Harold Bloom dice que Thoreau podría haberse convertido en el gran ingeniero de Estados Unidos, pero finalmente ese puesto lo alcanzó Henry Ford, y la imagen de una cabaña frente a un lago fue reemplazada por una industria y por automóviles, nada más profético de una nación que pudo haber sido una Suiza aumentada, pero que terminó altamente industrializada y extraviada en la pólvora y el acero.

Pero la cabaña y el lago persisten, aguantan en alguna parte, se esconden de nosotros, sin duda, pero fulguran como una imagen posible:
“No permitas que ganarte la vida sea tu oficio, sino un esparcimiento. Disfruta de la tierra, pero no la poseas. Por falta de iniciativa y fe los hombres están donde están, comprando y vendiendo y gastando sus vidas como siervos”.
Y no hay peor servidumbre que la del amo que la ejerce contra sí mismo, convirtiéndose en su propio esclavo.

viernes, 8 de junio de 2018

Sobre el origen de Thomas Bernhard y la originalidad

Ed. Anagrama
El Origen. Thomas Bernhard
1era Ed. 1975. Esta edición: 2011
Traducción: Miguel Saenz

Existe una faceta que un escritor, o un aspirante a escritor, debería detenerse un momento para analizar y sopesar. Difícil, se me dirá, que un escritor o un aspirante a escritor de la actualidad se detenga un momento, si se pasa la mitad de su vida auto-promocionándose y ocupando su tiempo en conversatorios, charlas, books-tours, avisos publicitarios, entrevistas, confundiendo, en suma, el arte de la literatura con la industria del libro. Aquella actitud recuerda una anécdota que relata Thoreau en su espléndido Walden. Un indio, viendo que los hombres blancos se asentaban con sus nuevos negocios, con la llegada del ferrocarril y el comercio, creyó que si tejía hermosas cestas las vendería de inmediato, pues la cestería también debería ser absorbida por el progreso y con eso bastaba, razonó. Pero no pudo vender ninguna cesta, porque todos los hombres blancos le decían ¿y para qué quiero yo una cesta? El indio se equivocó, precisamente, porque no acertó a ver que debía entregar razones para que los hombres blancos compraran las cestas. Tenía que vender un producto que por sí solo jamás se vendería. Lo mismo ocurre con un libro. O el autor dedica tiempo, esfuerzo, y ganas en tratar de convencer al resto de que compre su cesto, porque es el mejor y el más lindo, o bien se libera de la necesidad de vender sus cestos, y se preocupa de lo fundamental: de encontrar entre la selva de posibilidades una solución de continuidad para su escritura, es decir, un proyecto que sea original y que se entronque como un eslabón nuevo en la cadena de la originalidad. Porque la originalidad, y así lo prueban las biografías de los escritores que hemos conocido, llegaron a ese punto liberándose de todos los fardos posibles, en especial del pesado fardo de tener que agradar y ser inteligible para un público.

EL ORIGEN DE THOMAS 

Originalidad, otro término que habría que repasar, pero que excede el alcance de esta nota. Sin entrar en la mecánica de Bloom y su angustia de las influencias, es patente que no existen autores que saquen conejos desde un sombrero sin tener que deberle nada a nadie. Si ya estamos insertos en un lenguaje y en una tradición, la creación literaria no puede darse en un ambiente inocente, en la que un autor pretenda ser original en algún planteamiento o estilo. Escribí sobre Kafka y la escritura mutante, donde postulaba que sus últimas creaciones estaban transformándose en algo nuevo, en algo que aunaba forma, estilo y contenido, hecho que se podía vislumbrar en su último relato Der Bau (La Madriguera).

Kafka fue un escritor fuera de norma, no por escribir con un estilo soberbio o enrevesado, sino porque no se limitaba a traducir la realidad, sino a deformarla, o a escarbar en ella para ver lo que nadie podía ver. Fue un autor que agotó su tiempo en investigar y ensayar un camino hacia dentro para pulir su escritura, como lo atestiguan sus Diarios, un documento maestro salpicado de observaciones y ejercicios de estilo que asustan, porque muchas veces aparece una pesadilla repetida una y otra vez con ligeras variaciones o entonaciones. Era como si Kafka estuviera viviendo una pesadilla lógica y lúcida, y eso es lo que nos ha legado: una pesadilla. Y también una directriz.

Surge la pregunta: ¿qué habría ocurrido si Kafka hubiese seguido avanzando en esa dirección? La  muerte lo encontró en su mejor  momento, y aventurar hipótesis no sería más que especular. No obstante, pienso que en cierta manera Thomas Bernhard, como un corredor, fue quien tomó el testimonio de Kafka y lo relevó para seguir la loca carrera hacia el abismo. Pero Bernhard en su carrera no se estrecha contra un muro ni tampoco se cae, al contrario, va saltando los abismos, y nos va entregando su visión de primera fuente, sin temor a que el abismo le devuelva la mirada.

Hojear cualquier libro de Bernhard revela a simple vista la consistencia de su prosa: una prosa de estructura rígida y de acero, cacofónica, repetitiva, que la han querido emparentar con cierta musicalidad (la hay, Bernhard fue un escritor con gran oído debido a su formación musical), pero que exuda mucho más que sólo música, hay ruido de martillazos, de palabras que van sonando una y otra vez, encabalgándose de manera violenta y no siempre armónica, a veces de forma sincopada, de conceptos que reaparecen y se atraviesan con otros, para volver  a surgir en otra página. La página de Bernhard es cuidadosamente descuidada:

“No hay padres en absoluto, sólo hay criminales como procreadores de nuevos seres, que actúan contra esos seres procreados por ellos, con toda su insensatez y embrutecimiento, y en esa criminalidad son apoyados por los gobiernos, que no están interesados en un ser humano ilustrado y, por tanto, realmente acorde con su época, porque, como es natural, ese ser es contrario a sus fines, y por eso millones y millares de millones de débiles mentales producen una y otra vez y probablemente producirán todavía durante decenas de años y, posiblemente, durante centenas de años, una y otra vez, millones y millares de millones de débiles mentales.”

El párrafo escogido de El origen, ilustra lo que quiero decir, y va dando una idea de por dónde van los tiros de este francotirador. La mayor parte del tiempo fue un solitario, con fracturas familiares a raíz de los tiempos que le tocó vivir (nació poco antes de la II Guerra Mundial), gozó de pésima salud y para colmo de males, vio truncada una carrera como músico que su abuelo Johannes Freumbichler (también escritor) alentó desde que fue pequeño. El origen es parte de sus libros autobiográficos, aunque lo biográfico está tamizado por la ficción, pudiendo existir exageración o alteración de cronologías, que poco y nada le deben importar a un lector, porque a fin de cuentas vamos a leer una historia, apócrifa o no, que sea capaz de calar hondo en nosotros. Y las historias de Bernhard calan, porque sus temáticas son variaciones sobre lo mismo: la destrucción y la ruina. Ahí donde Kafka vio el sinsentido de la existencia, Bernhard es el que intenta desentrañar el sinsentido de todas esas ruinas.

El origen trata de la niñez. Un niño (que coincida con la niñez de Bernhard poco aportará a la experiencia) inserto en el peor de los ambientes que podrían existir: en el punto más álgido de la II Guerra Mundial, con bombardeos a diario y operativos donde reina la paranoia; súmele a ello que se trata de un niño alejado de su familia, pues se encuentra alojado, o mejor dicho, incrustado, en un internado nacional-socialista, y tras el fin de la guerra, en uno católico: ambos se revelan como espacios cerrados donde la incomprensión y la violencia son las rectoras.

El  origen trata sobre la niñez, como decíamos, pero sobre una niñez malograda. La novela abre con un epígrafe, una noticia de época, que sitúa a Salzburgo, lugar donde transcurre la historia, como la ciudad con la mayor tasa de suicidios en Austria, y esa es la tónica del libro, es la mirada descarnada de un adulto que rememora su niñez casi sin espacio para los afectos, para la magia o para la alegría. La mirada de Bernhard es torva, apática (ser apático y aguafiestas es su marca, como afirma en El Sótano: soy a pesar de mí y del resto un aguafiestas), en blanco y negro, casi sin dejar espacio para el asombro o para la respiración: es una mirada asfixiante, pero no son los ojos de alguien cruel que se solace con el dolor y el sufrimiento humano. Al contrario, en un momento de la novela —que carece de diálogos y casi de interacciones entre personajes— el narrador, la voz que nos va desgranando la tragedia que le ha tocado experimentar, habla del sistema educacional, y de las mofas que se le realizan a las personas diferentes. Ve, observa con una mirada atenta, cómo una persona va siendo degrada y señalada por un grupo, que siendo presa de toda la crueldad es pisoteada y anulada, una y otra vez, de forma sistemática: personas buenas e inteligentes, que tienen dones y mucho que aportar, pero debido a cierta debilidad en el carácter, o alguna peculiaridad física, son acribilladas y convertidas en sujeto permanente de burla. 

LA MIRADA DE THOMAS

Bernhard, al revés de la prosa sociológica de Houellebecq (el cual plantea una tesis y una hipótesis y disecciona la realidad para buscar alguna explicación o solución de continuidad), es de los que mira a la sociedad no para intentar hallar respuestas, sino para abrirle la piel y mostrar el cáncer que la está carcomiendo. Así, barre contra todos y contra sí, no desperdiciando la oportunidad de darle con un mazazo al sistema educacional:

“Los propios profesores, como yo sentía, eran espíritus pobres y vencidos, ¿cómo hubieran podido decirme algo? Los profesores mismos eran la inseguridad y la inconsecuencia y la mezquindad, ¿cómo hubiera podido serme útil, aunque fuera en medida insignificante, lo que explicaban? (…) Despreciaba a aquellos profesores, y con el tiempo sólo los aborrecí más, porque su actuación consistía sólo para mí en que, todos los días y de la forma más desvergonzada, me vaciaban en la cabeza toda su maloliente basura histórica, en calidad de, así llamados, conocimientos superiores, como un gigantesco cubo de basura inagotable, sin dedicar ni el resto de un pensamiento al efecto real de ese proceso.”

Este tipo de realidad, que se vuelve repetitiva y obsesiva, va mellando el espíritu del pequeño, que asustado por los constantes bombardeos de los aliados, la enseñanza estricta y castigadora de las autoridades y profesores, la ausencia del padre y la suplencia de un tutor que no lo quiere adoptar y darle la paternidad legal, el clima conspiranoico y enfermizo con el fin del III Reich, va perdiendo incluso el miedo y comienza a pensar de una u otra forma que sólo existe un escape real para todos sus males: el suicidio. Y esto lo piensa en sus momentos de mayor calma, cuando se va a un cuarto donde están los zapatos de los estudiantes del internado, y con el violín en sus manos va entonando la música, que se va difuminando y encadenándose con sus pensamientos.

Bernhard vivió en una época de peligrosidad y de grandes males: quizá se asemeje a la nuestra, pero se debe recordar que en esa época un joven de dieciséis años, con o sin problemas existenciales, era o bien arrojado a un internado y educado en el rigor y en la disciplina, o bien llamado al frente y lanzado de cabeza en las fauces de la guerra. No existían especialistas que se dedicaran a los traumas sicológicos, ni padres comprensivos que trataran de encauzar a través del amor y la paciencia a sus hijos por el buen camino. Imperaba un espíritu apocalíptico, de sobrevivencia permanente, donde no se sabía si mañana ibas a despertar en medio de un prado desolado por las bombas o ibas a encontrar tu casa en ruina con todos tus seres queridos adentro fallecidos. Y es la tirantez que se va apoderando del libro, que sin guiones ni diálogos ni puntos aparte, se vuelve hipnótico al punto de jalarnos de la cabeza hacia adentro para no dejarnos respirar.

Pero en medio de esa oscuridad, de esa ciudad poblada por los cadáveres que van cayendo a tierra, de la sensación permanente de ahogo, hay momentos de calma, de reflexión, y esa reflexión llega de mano del abuelo y los paseos que dan -acaso su último bastión-, encarnándose en la figura del único que ha depositado su amor en él, quien sin miramientos, debajo de toda esa selva de huesos y de fealdad y de lamentos, le entrega un importante legado, un salvoconducto de por vida: el dolor de la reflexión y la belleza de Montaigne

viernes, 1 de junio de 2018

El Gran Dios Salvaje de Al Álvarez


Editorial Hueders
El Dios Salvaje, ensayo sobre el suicidio. Al Álvarez
1ed. 1971. Esta edición: 2015. 339 páginas.
Traducción: Marcelo Cohen

Sabes que va a terminar mal, que va a acabar mal, pero continúas leyendo. Lees la historia personal de Al Álvarez en el prólogo de su libro El Dios Salvaje, y en esa historia te cuenta su relación personal con una poeta, con una mujer con mucho talento, una mujer que fue genio, que pudo haberse dedicado a lo que quisiera en su vida, pero que por una cuestión de afinidades y elecciones (las benditas elecciones) ha centrado su vida en pergeñar versos. Ha resuelto ser poeta. Ella es su amiga, se ha divorciado hace poco (su esposo también es poeta, casi tan bueno como ella), tiene dos hijos pequeños, y de una gran casona americana tipo gótico carpintero, se ha mudado a un departamento más modesto. Cada tanto, un joven Al Álvarez, un entusiasta escritor y crítico, lee su poesía, y a veces no sólo la lee, sino que se junta con la poeta y le escucha brotar de sus mismos labios aquellos versos, y cuando los poemas son muy buenos, deslumbrantes, además de aplaudirlos, los publica. En los últimos meses la poesía de ella se ha intensificado: es como si la autora hubiese atravesado varios abismos, contemplándolos de forma directa, y como recomendaba Pavese, los ha observado, detenido, estudiado, y finalmente ha decidido bajar a esos abismos, para ver qué ocurre ahí.  La navidad se acerca, y como hemos dicho, sabemos que la historia (la historia personal de ella) va a terminar mal. Apunta Álvarez:

“Para los desdichados, la navidad siempre es un mal trance: la terrible alegría falsa que ataca por todos lados, con su alharaca de buena voluntad, paz y diversión familiar, vuelven la soledad y la depresión especialmente difíciles de aguantar.”

Los amigos beben vino, y como siempre, ella termina sus poemas con los ojos mirando el horizonte, esperando algunas palabras de Álvarez, pero ¿qué puede decirle a una genia que está en el esplendor, en su cenit creativo? Nada más que vaguedades, superficialidades, algún acento o ritmo forzado (pero lo dice sólo por decir algo, para llenar los vacíos), quizá la medida excesiva de algún verso, o el retruécano forzado en alguna metáfora, el oxímoron demasiado oscuro, o el símbolo demasiado explícito. 



Lo que sabemos desde un principio, al leer ese prólogo, es que la susodicha es nada más y nada menos que Sylvia Plath. Sabemos que la historia va a terminar con sus ojos cerrados y con su cabeza metida en un horno, y que pese a toda la desesperación de su amigo, que trata de comprender qué pasó por la mente de su amiga, no puede dilucidar, o si lo hace, si lo puede dilucidar, es con una imagen vaga, con la imagen de un salvaje Dios que ordena, y que ante ese Dios irremisible sólo hay que acatar y agachar la cabeza. 

¿O no es tan así?

ANATOMÍA DEL SUICIDIO

Todos los años proliferan cientos de manuales y ponencias de psiquiatría para tratar de entender el acto. Más allá de calificarlo como un problema de salud mental, impresiona que la terminología de suicidio, pese a que proviene del latín, sólo apareció recién en el siglo XVII y en español en el XVIII. Pero que sea un término relativamente nuevo, no escapa a que fuera objeto de debate y discusión desde los primeros tiempos. En los albores de la civilización occidental, el acto, llamado indistintamente como autoeliminación, autoaniquilación, fin de sí mismo, y semejantes, entrañaba una cierta cuestión de honor o de atrevimiento. Antes del advenimiento del cristianismo, en el mundo grecorromano, era casi un acto de voluntad o de libre decisión. Pero curiosamente, la llegada del cristianismo (hablamos de los primeros tiempos, del cristianismo primitivo), no fue un aliciente para desalentar el suicidio, al revés, fue en cierta forma sublimado. ¿Cómo pudo ocurrir aquello? El Dios Salvaje nos narra el fanatismo de los seguidores de la cruz, quienes para trascender buscaban desosegadamente el martirio. Si el martirio, bajo una lógica implacable, era una forma de expiar los pecados y de pasar rápidamente a una vida perfecta en el paraíso, llevado al exceso provocó que cientos de fieles se arrojaran a los circos romanos para morir despedazados bajo las bestias, o incluso algunos insultaban a tribunos o generales, todo con tal de poder morir rápidamente bajo el martirio. Aquello llegó al punto de que existiera un movimiento llamado el Donatismo, grupo de fervorosos cristianos que buscaban la muerte, a tal punto de ser apartados y rechazados por la misma Iglesia, debido a los extremos de sus posiciones.

El Dios Salvaje se encarga de historiarnos, desde múltiples perspectivas, cuáles  han sido los enfoques que se la ha ido dando a esta práctica, pasando por la Edad Media y la culpa cristiana, el Renacimiento y su aceptación, la Modernidad y el bostezo, hasta el eclecticismo de nuestros días. Podemos constatar que no hay una universalidad atemporal de quienes padecen por la propia mano; así como existen épocas en que la desazón y la melancolía son consideradas como dones (romanticismo), hay otras épocas en que el suicidio es equiparado a la locura, llegando al punto de que se erigieran leyes para castigar al suicida y a su familia, confiscándole sus bienes y todo su legado para la corona de turno. 

El punto legal, es pues, otra abertura que desmenuza con mucha habilidad Álvarez. Cuesta creer que hubo épocas en que el cadáver del suicida fuera humillado en plazas públicas y castigado después de muerto, o que para alguien que lo intentase y fallase, fuese multado y condenado con penas de cárcel. Parece ser, con la mano de Durkheim (con su célebre estudio El Suicidio) que el fenómeno pasa de ser individual a social: es en la esfera social, precisamente, donde habría que entenderlo, analizando al sujeto como un todo integrado en un tejido de contactos y redes, y no como un ente mutilado y escindido de un organismo mayor. 
Otra contribución que Durkheim realiza para entender el suicidio, es que este deja de ser solamente como un acto de desesperación, haciendo una tipología comprendida por el suicidio altruista, egoísta, anómico y fatalista. Álvarez, explorando las principales ideas culturales e históricas, busca desmitificar en este segundo apartado del  libro todas las ideas preconcebidas y muchas veces erradas que podríamos tener, como por ejemplo, que sea algo hecho mayoritariamente por jóvenes, o que sólo se trataría de personas ahogadas por deudas o mal de amores. Lo que hace Álvarez no es tratar de desentrañar las causas finales que pueden gatillar una persona a matarse (¿cómo poder dictar una ley universal para un acto tan terminal y muchas veces íntimo y privado?), pero sí se acerca y bordea las posibles causas que pueden conllevar a que una persona decida terminar con su vida:

“La lógica del suicidio es diferente. Es como la irrebatible lógica de la pesadilla (…) En cuanto alguien decide matarse, entra en un mundo hermético, impermeable pero totalmente convincente donde todos los detalles encajan y cualquier incidente refuerza la decisión. Una discusión con un extraño en un bar, una carta esperada que no llega (…) todo se carga de significación especial; todo contribuye.”

EL MUNDO CERRADO DEL SUICIDIO

Ál Álvarez cree que su amiga Sylvia Plath pudo haberse arrepentido a última hora. Ello lo prueba de que escribiera una carta, ya casi desvanecida con su cabeza metida en el horno, que garrapateada decía: si me encuentran, llamen al doctor. Esto le hace postular que es posible que existan al menos dos suicidas en grandes términos; los que irremediablemente lo cometerán, ya sea por juntar el valor necesario o por la convicción misma de llevar a cabo el hecho, y otros que sólo buscan llegar a los límites, probarse a ver si son capaces de bajar a los abismos, y de ahí volver para contarlo. En el fondo se trata de personas que están pidiendo ayuda a gritos, que han pasado por malas rachas, pero que tras ella, hay algo (fe, creencia, optimismo, o cualquier sublimación), que no las aleja definitivamente de este mundo. Que las tiene, como podríamos decir de forma lisa y llana, con un pie en la tumba y otro en la tierra.

En un ensayo de tal magnitud, es imposible sustraerse a otra figura capital del pensamiento humano: Sigmund Freud,  quien examinó con otro prisma el fenómeno, y que como creador del psicoanálisis, sabía que era un abismo que no podía soslayar, pues muchos de sus pacientes terminaban, o bien llevando una vida integrada y más o menos armoniosa, o sucumbiendo a la locura y el suicidio. Apunta Álvarez:

“Freud consideraba al suicidio como una gran pasión, como el nacimiento del amor: en las dos situaciones opuestas de estar inmensamente enamorado y de querer suicidarse, el ego se encuentra abrumado por el objeto; pero en cada caso de un modo bien distinto. Como en el amor, lo que es presa del monstruo da enorme importancia a cosas que desde afuera parecen triviales, aburridas o graciosas; los más sensatos argumentos en contra le parecen sencillamente absurdos.”

No obstante, Álvarez se lamenta que Freud no haya querido socavar más en la temática, arriesgando la hipótesis de que revelar mucha información sobre sus sesiones de psicoanálisis, sobre todo las fallidas que terminaron de forma trágica, habría terminado autosaboteando el perenne cuestionado método terapéutico. Pero la idea de que el suicidio es una emoción tan impactante y desbordante para el sujeto, que es capaz de atravesarlo y modificarlo, no hace más que contribuir al relato y dotarle más espesor al fenómeno.

Sumado a ello, no podemos olvidar que Álvarez es poeta y crítico, y es por eso que también le dedica un espacio importante a su libro para examinar vidas de otros escritores suicidas, como el caso de Pavese o Hemingway, o de apologetas como Donne o Cowper, que defendiendo el suicidio, o más bien, justificándolo, no alcanzaron a morir por mano propia. No obstante, el enfoque literario no versa sobre personajes trágicos que escogieron la autoinmolación para escapar de la vida, como Ofelia o Werther, y ese es el punto más alto y original que sostiene toda su tesis: lo que postula El Dios Salvaje es examinar el ámbito creativo de un artista, y cómo esa creación impactó a la sociedad en un momento determinado. 

Pero su examen va más allá de la recepción y de los procesos creativos, a Álvarez le interesa mucho saber, o más bien desentrañar y desmentir, esa idea de que a través del arte podemos sanarnos. En efecto, existe una suerte de práctica artística terapéutica como pintar mandalas, escribir algunos versos, dibujar marinas o tomas fotografías, todo con el afán de "autoconocimiento" o "exploración de tus capacidades". Pero alguien que se tome en serio el arte no lo hará por mero ludismo, pasatismo o como fuente de ingresos: lo hará porque busca horadar, escarbar, examinar y finalmente entender qué es todo esto, qué significa estar en esto que postulamos como “vida”, y cuáles son las implicancias finales de ser una especie arrinconada y temerosa, que está consciente de su mortalidad, que sabe que detrás de un rostro, esquina o callejón se puede ocultar la guadaña definitiva. O que esa misma guadaña se puede encontrar entre sus mismas manos.

Y lo peligroso para el artista es encontrarse, entremedio de las ruinas que él mismo ha cavado y auscultado, de sopetón el material en su fuente original, con el cual está creando. Así como hay materiales inocuos y predecibles , hay otros, como la niñez, los fantasmas, los miedos o las familias, que por dentro podrían contener kilos y kilos amongelatina. Y un tratamiento descuidado o demasiado severo, sí, puede terminar como todos ya pensamos...




Con una gran explosión.

viernes, 25 de mayo de 2018

Arthur Machen y sus impostores: la verdadera pesadilla del mundo

Editorial Emecé
Los Tres Impostores, Arthur Machen
1era Ed. 1895. Versión revisada 1947.
Traducción: Benjamín Hopenhayn

En algún momento la novela realista se robusteció, a tal punto, que se convirtió en una suerte de horizonte para la industria del libro y su clientela, que ávida, comenzó a demandar en grandes cantidades libros que poseían tipos móviles seriados. Esto redundó en que se crearan reglas para contar una historia, lo que pudiendo ser una mera estrategia para encarar un texto, se convirtió en regla, y de la regla pasó rápidamente a la fórmula. Podían ser dramas sociales, aventuras fantásticas, romances lacrimógenos,  o lo que la imaginación del autor de turno quisiera narrar. La idea modular era contar una historia lineal, con una progresión in crescendo y ojalá con final cerrado, todo amarrado en una forma que fuera susceptible y aprehensible tanto para la crítica como para el lector. Novelas que se entendieran, que dentro de su caos, fueran siempre armónicas. 

En la imaginaria guerra de las maneras de escribir una historia, fue la novela del siglo XIX la que triunfó, y la que ha venido hincando con fuerzas las formas masivas de consumir (bórrese de adrede la palabra leer) un libro, siendo ésta la ramera más apetecida por la industria del libro, la cual ha intentado por todos los medios y fuerzas replicar hasta el hartazgo. Como en toda guerra, esta tuvo generales, y fueron generales grandes, de primera línea. Los grandes maestros del XIX, como Balzac, Dostoievski o Flaubert, imprimieron su sello a esta novela realista y decimonónica; tuvieron distintivos de alta originalidad (por algo son leídos después de una centuria), pero que de forma paradójica han sido clonados, repetidos y homenajeados hasta la saturación, no dejando ver otras obras de la misma época, como por ejemplo Los tres impostores, novela publicada en 1895 por el escritor galés Arthur Machen, trabajo que comentaré en estas líneas.

¿Qué hace que Los tres impostores, una novela que bordea las 200 páginas, sea postulada como una rara avis? Su innovación no está en su lenguaje —que por cierto es prístino y poético, pero sin las torceduras y giros que imprimirían más tarde un Joyce o un Proust— sino en su estructura: adopta una forma concéntrica y de muñecas rusas, que tampoco era imposible de imaginar en aquellos años, teniendo en cuenta que Los cuentos de Canterbury, o el mismísimo Quijote o Hamlet, llevaban siglos amontonando polvo con sus innovaciones en el relato. No obstante Machen, como un esteta y un buen observador de la realidad, supo imprimirle su propia rúbrica, y en vez de repetir una novela al uso, imaginó e inventó una literatura alterna, que aún leída hoy, luce más brillante y jovial que cualquier tocho o novelucha amontonada en la mesa de novedades.

En Los Tres Impostores hay de fondo un Londres que busca plasmar los barrios bajos, con casas destartaladas y callejones oscuros (sí, esa niebla flotante y esa decadencia ilustrada y revisada hasta el cansancio en la imaginería de las calles que recorrió el mítico Jack El Destripador), pero sobre ese fondo se urde la historia de dos caballeros y una dama (los tres impostores), que en un comienzo luce bastante confusa: empieza con un diálogo entre ellos repleto de sobreentendidos, pues se habla de un cuarto hombre, descrito como de enormes gafas y curiosas patillas, que por algún motivo ha sido perseguido y encontrado. ¿Ha cometido algún crimen? ¿Y quiénes son sus perseguidores? En un segundo plano, descrito de forma muy cinematográfica, dos paseantes que al parecer nada tienen que ver con esa conversación, atraviesan la escena y se apropian del foco narrativo;  rápidamente pasamos de los tres conspiradores celebrando algo que desconocemos, a saber más de los paseantes, saltos que serán la tónica en una novela de novelas, una suerte de Mil y una noche en miniaturas, porque antes que nadie, Machen pareció comprender algo decidor en el arte de la novela que vendría.

UNA NOVELA DEBE CONTAR MÁS DE UNA HISTORIA

Aquella idea la propuso Piglia cuando se le consultó por los múltiples laberintos tejidos en una de sus obras maestras, La Ciudad Ausente. Al revés de su Tesis sobre el cuento, donde elucubra que un relato literario efectivamente debe contarnos más de una historia, en su propuesta novelística subyace el contraataque a la manoseada y asfixiante novela decimonónica: es necesario contar varias historias y no sólo una, que se superpongan o se contradigan, que se completen o se fracturen, que se aíslen o se colonicen, con la finalidad de crear un disparador de historias condensadas que se van abriendo de cara al lector. Se trataría pues de una novela proteica, o multiforme, que bien pergeñada crearía un efecto unitario, y no como una mera acumulación de relatos cosidos a la fuerza. 

Esto lo entendió Machen antes que nadie, y es por eso que al seguir las páginas de Los Tres Impostores, descubrimos que la historia va cambiando su foco, para abrirse en cada capítulo a nuevas historias, disonantes y extrañas, todas con un tamiz de horror y de sobrenaturalidad evidente. El hilo conductor de esta imaginería no es otro que el de los dos caballeros ingleses señalados en el comienzo, Mister Dyson y Mister Phillips (los que nada tienen que ver con los impostores) ambos pintados como señores, que sin ser acomodados, pueden entregarse al ocio gracias a generosas herencias, una fantasía muy en boga y codiciada por los artistas de aquellos años, goce que albergó su forma en la figura del dandismo y en el flâneur.  

De entrada, ambos hilos conductores (habrá que resistirse a llamarlos como protagonistas) son presentados como opuestos complementarios:

"Había un agitar incesante de fórmulas literarias: Dyson exaltaba los derechos de la imaginación pura; en tanto que Phillipps, que era estudiante de ciencias físicas, insistía que toda literatura debía poseer una base científica."  

Imaginación y base científica serán los polos que se irán alternando en esta novela de novelas (en miniatura), con historias que van saliendo de la misma boca de los impostores para referirnos rituales y ahorcamientos en los valles del oeste estadounidense, la investigación de un científico obsesionado con las antiguas tradiciones sobre duendes que lo lleva a páramos antiguos y desolados de Inglaterra, o la renombrada Novela del polvo blanco, la que narra los trágicos sucesos de un estudiante de derecho, que por llevar un tratamiento médico para curar su “neurótico aislamiento del mundo”, termina sus días envuelto en una terrible pesadilla, que prefigura en décadas a las ficciones lovecraftianas.

“EL UNIVERSO ES MÁS ESPLENDIDO Y MÁS TERRIBLE DE LO QUE SOLÍAMOS SOÑAR”:

Dice en una parte de Los Tres Impostores uno de los atormentados personajes que narran su desdicha. La filiación de Lovecraft con Machen es reconocida por el mismo vate de Providence en su Ensayo El horror sobrenatural en la literatura, y no puede ser de otra forma. Machen, que frecuentó sociedades ocultistas (fue miembro de la Golden Dawn), no tuvo reparos para dar un paso al costado a estos grupúsculos, por considerarlos depositarios de falsarios y charlatanes. No obstante, en vez de abrazar un materialismo fanático, optó por un escepticismo moderado que se ve cristalizado en la novela comentada. Así, vemos como los caballeros ingleses ociosos se van topando con situaciones inusitadas, que hace pensar que detrás del entramado de aquel Londres, existen fuerzas ocultas y sociedades operando, tamizado por dos ideas centrales: la primera, es que existiría un ocultismo basado en supercherías y mesmerismos de opereta, y la otra, es que lo sobrenatural realmente existe, pero subyace oculto entre leyendas y mitos que podrían esconder, a través de la parodia, una verdad, un terrible conocimiento que es mejor que circule fuera de nuestras conciencias. 

Y así como existen malos libros que se borran rápidamente de nuestras memorias, hay otros que se quedan ahí, activando algunos sentidos abotagados. Lo que nos hace llevar a pensar, como dice una señorita muy perspicaz en Los tres impostores, que no siempre sabemos de dónde viene lo que nos aterra (y los que nos obsesiona):

"Si yo supiera a qué hay que temer, podría guardarme de ello: pero aquí, en esta casa solitaria, cercada por todos lados por antiguos bosques (...) el terror parece saltar absurdo, de todos los rincones, y la carne se encoge, despavorida ante los murmullos indistintos de cosas horribles".

Y esa casa solitaria probablemente nos siga a todas partes.

viernes, 18 de mayo de 2018

Digresiones de “gente en pelota”: Hay un mundo en otra parte, de Gonzalo Maier












Editorial Random House
Hay un mundo en otra parte. Gonzalo Maier.
Ed. 2018. 112 Págs.

Por Ignacio Fritz


Penguin Random House Grupo Editorial (PRHGE) lo hizo de nuevo. Reconozco que no descubro conectores lógicos que indiquen un patrón cuando publican libros —en este caso “librito”— como el del treintañero Gonzalo Maier (Talcahuano, 1981). Seguramente los editores de Hay un mundo en otra parte (Literatura Random House, 2018) debieron haber encontrado un mérito elogioso en este volumen de cuentos —o varios, quién sabe; todo ello, quizá, ligado al tráfago de algún cafetín en el Tavelli del Drugstore de Providencia— para haber publicado este compendio por la puerta ancha, con una singular tirada de mil quinientos ejemplares. Pero la verdad de las cosas, no he visto nada notable aquí, salvo que pegué más de algún bostezo cuando iba en las primeras diez páginas, y en algún momento quise abandonar el texto entre los “insufribles” que nunca he podido terminar, aunque siempre me los trago por más que desee abortar la lectura de cualquier cachivache literario, a pesar de lo malo y letárgico que sea. Los lectores monógamos pecamos de aguantarla hasta el final y también nos “empelotan” las vicisitudes del mundillo editorial criollo, de las megaeditoriales con sedes en todo el globo.


En la época de la Nueva narrativa chilena de los años noventa se publicaban libros que marcaron un referente, tanto de crítica como de público, y que también innovaban en lo estético, aunque no le hubiesen gustado a Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 28 de abril de 1953-Barcelona, 15 de julio de 2003) en su oportunidad: autores como Jaime Collyer (Santiago, 1955) y Gonzalo Contreras (Santiago, 1958) construían narraciones en las que se notaba oficio y, en consecuencia, tuvieron el apoyo de críticos como José Miguel Ibáñez Langlois (Santiago, 1936), y el hecho de estar varias semanas en la lista de best-sellers (treinta y seis semanas con La ciudad anterior, de Contreras) lo confirmó. En general, puedes publicar porquerías hasta cinco veces, parafraseando al argentino Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 15 de septiembre de 1914-Ib., 8 de marzo de 1999) —en realidad él fue un perfeccionista: no encuentro nada malo en sus cinco primeros libros—, pero últimamente se publican libros prescindibles —a diario— en la narrativa chilena actual, de la que Gonzalo Maier forma parte inherente. Una literatura que Juan Manuel Vial, el pontificador literario de La Tercera, trata de rescatar y adular tímidamente, pero para mí Hay un mundo en otra parte está repleto de frases vacías, de una imprecación pueril, boba, manceba; simple estrategia amparada por la sarta de editores que hay en el mundillo (sobre todo si Vial ha criticado cizañeramente, negativamente, novelas de peso como Las islas que van quedando de Mauricio Electorat [Santiago, 1960]). Efectivamente, si a Maier se le considera “una voz excéntrica” en la narrativa latinoamericana actual, no sé qué queda para el resto. Curiosamente, en su cuento “Intestino grueso”, Rubem Fonseca postuló que no existe la narrativa latinoamericana.    

Aunque se trata de un libro de “tiro corto”, de escasas ciento diez páginas, con cuentos que giran en torno a una manera hedonista, simplote también, de “mirarse el ombligo” en cada párrafo —una y otra vez—, en los que no se halla punto atractivo que llame la atención, y que de alguna manera el narrador, constantemente diga y rediga hasta la saciedad que debe tratar de escribir “veinte líneas” como meta o lugar común, a cómo dé lugar, no logro descifrar el mérito narrativo aquí, salvo encontrar cierta similitud con los primeros libros de Ray Loriga (Madrid, 1967), tales como Lo peor de todo y Héroes. Aquí lo cotidiano es la fuente de inspiración; asunto que puede ser arma de doble filo, por somnífero, “latero”: las técnicas narrativas de autores avezados faltan en cada uno de estos ocho cuentos que exhiben una rancia manera de instalar el enfoque o punto de vista de su autor, predecible, monótono y fútil.  
Porque en los libros de Loriga había una prosa parca atiborrada de españolismos, ligada a lo que es el fanatismo del rock, y su obra estaba dirigida a la gente joven de la “movida” madrileña de los años noventa; de ahí que Loriga funcionara e incluso fuera reclutado en 1996 para la antología de Alberto Fuguet (Santiago, 1964) y Sergio Gómez (Temuco, 1962), McOndo. También fue encasillado como un escritor de culto, cosa que Maier no es, que yo sepa, a no ser que caiga un meteorito —como el que extinguió a los dinosaurios— justo en calle Merced 280, donde quedan las oficinas de PRHGE. Hay un mundo en otra parte debe estar dirigido a los dinosaurios de LUN, supongo, donde Maier colabora asiduamente. O a su familia. Pero nunca sabremos qué hilos fueron los que incidieron para que Hay un mundo en otra parte fuese publicado por una editorial “oficial”. 


Pasado insepulto

Supe de Gonzalo Maier hace dieciocho años. Leí su primera nouvelle, El destello (LOM, 2000), deseoso de saber cómo había logrado publicar en el sello LOM —ahora quisiera descifrar, en otro nivel, cómo consiguió publicar el Penguin Random House—, y reconozco que me interesó la historia del personaje central de ese libro, un Diablo o El Diablo, pero no me agradaron ciertos errores de novato —según mi opinión—, opcionales (tal vez) como decirle “cigarro” a un “cigarrillo”, o la utilización azarosa de los puntos suspensivos, no para generar suspenso, como se suele hacer, sino a pito de nada. También estudié Leyendo a Vila-Matas: este último librito —también de no más de cien páginas, editado por LOM en 2011— ha sido uno de mis favoritos de Maier, en la medida en que Vila-Matas es un autor de renombre que está desligado de los falsos oropeles de la literatura, pero que también incurre en lo típico cuando se trata de escritores consagrados de más de cincuenta años (aceptar halagos). La prosa de Maier intenta ser exacta, “al callo”, porque seguramente tiene la idea errónea, puesta de moda por César Aira (Coronel Pringles, 1949), de que los relatos deben ser escritos estéticamente sin mayor empleo de adjetivos o rimbombancias léxicas, con cierta parodia y autorreferencia irónica que, obviamente, al igual que Loriga, solo le resulta a Aira.

Aquí las narraciones o crónicas de minucias cotidianas alejadas de efectismos —tan en boga en el cine hollywoodense— pueden ser el catalizador de que, como casi hago yo, el lector de Hay un mundo en otra parte termine dejándolo en su mesa de luz, rezagado. Se rescata, eso sí, que muestre la idiosincrasia —o “ideosingracia” como planteó el poeta Diego Maquieira (Santiago, 1951)— de una generación igual o anterior a los millennials, con mención somera de narradores “interesantes”, entre comillas, o “cultos”. Curiosamente, los autores mencionados por Maier no son previamente identificados. No se dice quiénes son: se los nombra pero nada más (salvo en un caso, si mal no recuerdo: César Aira. Dice “el escritor argentino”, no sé para qué si todos sabemos quién es si ya está postulando al Nobel de Literatura). Personajes como Roser Bru o Wittgenstein y varios más, no se dice quiénes son. Incluso el parafraseo de ciertas ideas de autores me parece innecesario porque no va más allá, no dice algo que ya no se sepa, y claramente ostenta el reflejo acomodaticio y fláccido de la generación millennials, tan puntudos, que todo lo necesitan probado, masticado, deglutido: una narrativa para la mamita y el papito que tienen casa en Ñuñoa. (La mayoría de estos cuentos ocurren en el ceniciento, ambivalente sector ñuñoíno, hábitat de gran parte de los narradores chilenos).  

A pesar de algunos gratos títulos (Dos o tres apuntes sobre el maoísmo, Ah, la Ilustración y Ah, la Perestroika, por ejemplo), el libro se tranca en los buenos rótulos pero no profundiza en lo titulado (el nombre de una narración hará que se ahonde en el tema, pero ¿qué dice Maier sobre la Ilustración o la Perestroika que no lo sepa un alumno de octavo básico?). Aquí puedo encontrar el conector con los otros textos publicados por PRHGE, en los que se beneficia una literatura publicada para una audiencia light, salvo por uno que otro caso cuyos nombres me reservaré.

A través de las redes sociales, un amigo librero asoció a Gonzalo Maier con los libros que estaba publicando Cristián Geisse y Matías Correa, instalándolo como una “prosa exquisita”, “elegante”, “sutil”. ¿Puede ser una prosa exquisita cuando te refieres a la “gente desnuda” como “gente en pelota”, o el “cigarro” por el “cigarrillo”, como dijimos con antelación? Y suma y sigue. Los cotidiano aburre por sí solo; aquí la historia no es la columna vertebral, con mensajes archimanidos, y aquí no se reivindica el “mundo interior” como un magma que solo le puede interesar a los amigos y a la familia de Gonzalo Maier. 

Máxime, no se trata de escribir con sinceridad, ni dispersa ni volátilmente. La narración debe enganchar al lector, no aburrirlo con historias personales de esas que un psicoanalista estaría deseoso de escuchar previo pago de la consulta. ¿Hay reflexión en los cuentos de Hay un mundo en otra parte? Efectivamente, sí. Pero no al modo de la “vieja escuela”, con autores reconocidos que metían en el colador “algo” que iba “más allá” del escudriño del ombligo, de la referencia trillada y del delgado barniz cultural; por cierto, en la “vieja escuela” se tiene consistencia, espesor, innovación, denuncia: Jaime Collyer es un caso. En la “vieja escuela” se mete el dedo en la llaga; “si no duele, no vale” como decía Alberto Fuguet. 

O estoy desfasado con mi pensamiento polifásico, o algo no me cuadra aquí, sobre todo si el autor vivió varios años en Holanda y Bélgica, e hizo un máster en Estudios Iberoamericanos. ¿La mediocridad es el target de la literatura chilena de hoy? Vale decir ¿hay que escribir para preservar el statu quo trillado con autoficciones y narrativa del “facilismo”, con el consabido “realismo chato” que denunciaba Juan Emar (Santiago de Chile, 13 de noviembre de 1893-Santiago, 8 de abril de 1964)? Tampoco uno encuentra sugerencias que indiquen que hay “algo más” en este libro. A un staff de narradores instalados y publicados quién sabe por qué (o que han entrado a los poderes fácticos de las megaeditoriales), Gonzalo Maier se adhiere a la narrativa de corto aliento, lánguida, sosa, junto a Constanza Gutiérrez (Castro, 1990) y Diego Zúñiga (Iquique, 1987). Literatura trivial y cortoplacista que no escatima en aburrir al lector. Muy malo, porque aquí no estamos “en pelota”; sino, más bien, “empelota” tanta insustancialidad en los productos culturales publicados en la actualidad por las megaeditoriales como PRHGE, que dan carte blanche a narradores carentes de ambiciosa pretensión. 
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