viernes, 5 de febrero de 2021

Las Varonesas de Catania: ¿cuánto odio se necesita para escribir?

Bacanal con Sileno, de Durero.

Editorial Las Cuarenta. Las Varonesas. Carlos Catania

Fecha de publicación original: 1978, Seix Barral

Bien sabemos que en literatura no basta con escribir una obra maestra para que ésta sea estudiada e interpretada por sus lectores. Pero ¿qué es una obra maestra, o cómo identificarla dentro del enorme fárrago de escritos que circulan? ¿Puede ser una obra, maestra, si carece de estudios críticos o lectores que la reconozcan como influencia? Al menos existe un criterio que podríamos considerar universal, y es el factor cronológico:  la perspectiva del tiempo permite identificar mejor a través de nuevas generaciones qué obras confrontadas a la crítica e incluso al lector pedestre, sigue resistiendo nuevas lecturas, influyendo en nuevas obras que se desprenden de su tronco genealógico y que se insertan lateral o directamente al torrente sanguíneo que mana en múltiples direcciones, sin detenerse, como un río caudaloso. Otro factor determinante es la lengua en que está escrita la obra, y bien sabemos que desde nuestra órbita hispana no es lo mismo la recepción de un autor que escribe en nuestra propia lengua, que uno en inglés, en ruso o en congolés. ¿Cuántos se habrán leído Sueño en el pabellón rojo considerada como la más elevada cumbre de la literatura china, que a su vez ha derivado en una corriente de estudios completa conocida como la rojología?

Obviando cualquier metafísica, no debe extrañar a nadie que el resultado de una obra de peso, fuera de diversas operaciones de marketing o polémicas extraliterarias, se debe también al espacio físico en que fue concebida, siendo los imperios los principales vehículos que permiten su difusión y recepción, relegando a un tercer o cuarto plano obras inscritas en lenguas que no cuentan con el respaldo de una poderosa maquinaria con anclajes físicos en la academia, la prensa y los comercios. ¿Cuántas obras maestras podríamos enumerar del polaco, del rumano o del finlandés? El problema no es que no existan o no se encuentren escritores sin talento en estas latitudes, sino que responde al escaso impacto que provoca una obra escrita en lenguas con cada vez menos hablantes en el mundo, sumado a que no fueron naciones que alcanzaron un grado imperialista.

La conexión entre Imperialismo y literatura no responde a una tesis antojadiza si enumeramos algunos ejemplos. Observemos bien que nació en Grecia, que no fue imperio, pero que sin el impulso del imperio romano y su helenización no solo no habría literatura griega, sino que ni filosofía, medicina o matemáticas, o las habría, pero no como las conocemos ahora. El impulso romano a su vez dio empuje a los estados o reinos que lo compusieron, generando obras en italiano, francés o en español, y lo mismo podría decirse de los británicos, que a su vez empujaron su conquista hacia América y crearon un nuevo vértice con los Estados Unidos. ¿Por qué Japón o China en vez de Singapur o Tailandia?

El español es un caso diferente, pero que guarda las mismas resonancias de los ejemplos citados. Fuera de Estados Unidos (con su poderoso lobby en universidades y con editoriales multinacionales que pagan y facturan en millones de dólares), los Estados hispanoamericanos son un resabio, ruinas de un imperio español fracturado, que de manera muy lateral ha logrado penetrar en ámbitos ajenos a nuestra esfera hablante, y aquella penetración en otras lenguas se debe en gran parte al boom latinoamericano, una movida a escala mundial propiciada precisamente por editoriales afincadas en Barcelona (Carlos Barral y Carmen Ballcells fueron determinantes), acaso como una jugada final, un impulso sin precedentes, que sin la plataforma del pasado imperial español, habría sido imposible siquiera imaginar (como dato decidor: hay 580 millones de hablantes de español en el mundo, que sin un proceso imperialista no se habría dado). Al margen de estas anotaciones, hay que pensar al boom como una maniobra de joyería que pudo existir en un momento determinado, el cual no podrá repetirse, pues ni con todo el peso de las actuales editoriales que llevan las riendas del mercado español, no se ha logrado la misma penetración en latitudes fuera de la hispanoesfera, salvo casos excepcionales como son Roberto Bolaño o César Aira.

Carlos Catania: una singularidad del postboom

El escritor argentino Carlos Catania es el caso de aquellos olvidados, que no dio a luz su obra en la cresta de la ola del boom, pero sí fue cercano a otros como Sábato o García Márquez, lo que nos lleva a pensar que con un poco más de empuje, la escritura del argentino habría corrido otros derroteros. Su obra Las varonesas, en efecto fue publicada en 1978 por Seix Barral, pero fue censurada en su país por la dictadura militar argentina, lo que generó, según palabras del mismo autor, un hundimiento en un profundo silencio, “colgué los guantes” como confesó en una entrevista a David Pérez Vega que se puede leer acá: http://desdelaciudadsincines.blogspot.com/2016/01/entrevista-carlos-catania-autor-de-las.html 

No obstante, debido a que Las Varonesas se trata de una novela que no pasa desapercibida, aun cuando ni el mismo autor ni editorial (y todo el aparataje de redes y relaciones sociales) no se encargaron de ponerla en órbita durante tres décadas, una lectura actual pone en evidencia que no sólo no ha envejecido ni un ápice, sino que da la impresión de haber sido escrita y publicada hace apenas un mes: sus materiales siguen frescos y vigentes.

¿Pero qué es una obra maestra? ¿Y cómo se integra al canon? Volvemos al comienzo, y aun no respondemos la pregunta, y para articular una respuesta, no podemos obviar que en toda valoración siempre subyacen criterios personales. Negar la existencia del canon imposibilitaría incluso hablar de obras maestras; el canon es precisamente lo que permite atribuir a una obra el dominio por sobre otras, ya sea por características formales, temáticas o de innovación. Negar la existencia del canon es renunciar a que existan obras mejores que otras, todas serían igual de valiosas, pero tampoco necesitamos por oposición la idea de un canon eterno e inmutable, ni somos eternos ni necesitamos nociones imperecederas; lo que nos puede aportar como lectores no es la edificación de un canon rígido, hay que cuestionarlo, ponerlo en crisis, confrontarlo con otros cánones (un canon inglés que tiene como centro a Shakespeare por defensa de Harold Bloom, o uno hispánico promovido por Jesús G. Maestro donde ubica a Cervantes), de otra manera tendríamos una vida lectora predeterminada, y nos conformaríamos con un puñado de escritores sin aumentar nuestros horizontes.

Al margen, es verdad que el estudio de cualquier referente literario pasa por la aprobación de la academia, y que sin academia ni siquiera podríamos formular la noción de canon, pero ser lectores fuera del ámbito académico no nos invalida para confrontar e integrar a nuevos autores. Es una discusión mucho más larga que excede este escrito, pero la fijo como una posible temática a explorar en el futuro. Terminando todo preámbulo, vamos de lleno a Las Varonesas.

Carlos Catania
La familia monstruosa

La novela arranca con las reflexiones de Alfredo, un personaje que irá cobrando mayor presencia en las siguientes páginas, y que jugando pool en un salón junto a otros sujetos, recuerda y va uniendo retazos con diversas observaciones que se relacionan con la muerte, pero no solo con lo metafísico de la muerte, sino que con la pudrición real de los cuerpos, los cadáveres magullados, una rata que es descrita con pelos y señas, y que se nos anuncia con parsimonia que tendrá un destino estelar al final de las páginas (¡y vaya que destino!). El narrador es fragmentario, hila y deshilvana la madeja sin respetar tiempos cronológicos, acercándose muy de cerca al narrador del Ulises de Joyce, logrando desestabilizar más la lectura cuando se introduce un segundo narrador omnisciente intercalado en los párrafos (recurso que Carlos Droguett llevaría hasta las últimas consecuencias en su trepidante Eloy).

A veces nos perdemos, pero no en un laberinto gris de retórica vacía; la prosa de Catania tiene muchas capas y pinceladas sin ser agreste, colorida sin esos toques a veces naifs que podríamos detectar en otros narradores de su época, como García Márquez: es una escritura con giros barrocos pero sin la carga sensual de un Lezama Lima, es espontánea cuando los personajes utilizan dialectos argentinos o caribeños, es evocativa y descriptiva, a veces rozando altas cuotas de poesía y de filosofía, como en el destacado pasaje en que habla de las divisiones de la ciudad, y desalienta a los escritores que no conozcan a su propia ciudad: que ni intenten ningún proyecto narrativo serio. En algunas zonas de la novela, una tal Lucía, una mujer descrita como católica y conservadora, escribe en su diario, intentando comprender a sus hermanos. En ese punto de inflexión nos damos cuenta de una deriva familiar que agrupa a cinco hermanos: Alfredo, la voz que arranca la novela y quien se hace llamar escritor, Adela, estudiante de filosofía que experimenta una fuerte atracción sexual hacia su hermano Alfredo, Patricia, una niña pequeña que mira al mundo con la misma impresión que podría tener un astronauta en un planeta desconocido, Aldo, un hermano perdido que ha elaborado la Teoría del Error,  y la mencionada Lucía, la outsider de una familia que con tranquilidad podría ocupar el mote de la oveja negra (u oveja blanca), y los padres, dos figuras borrosas y barrocas atemorizantes, que entre lo monstruoso y lo absurdo recrearán escenas que recuerdan al mejor Ionesco (y un apunte: Carlos Catania también es, o fue, un hombre de teatro).

Una novela de guerrillas

Ernesto "Che" Guevara en la guerrilla

La segunda parte (de cinco, repartidas en casi seiscientas páginas), se entronca al libro como una anomalía: no sabemos más de aquella extraña familia y sus avatares, y ahora entramos a otro libro, a una nueva zona en la que asistiremos al nacimiento y años de aprendizaje de dos personajes que se tornarán centrales: El Castor y el Flaco, dos revolucionarios lleno de ideales; es acá donde nos damos cuenta que estamos frente a una novela poliédrica con múltiples voces, que sale de una pequeña zona de tragedia familiar (el final de la primera parte anuncia lo que vendrá: muerte y traición por doquier), a la consumación trágica de un movimiento revolucionario centroamericano que no solo aspiró a asentar las nuevas bases de un nuevo hombre y de una nueva sociedad, sino de repensar completamente a la Historia (con mayúsculas) y al devenir de la humanidad, con el cameo de una figura clave en las lides de las revoluciones sesenteras: el Che Guevara.

“No basta comprender el mundo, hay que cambiarlo. Pero si uno desea de veras cambiarlo, debía comprenderlo primero en sus más recónditas raíces”,

nos dice uno de los personajes, y ahí está el intríngulis de la acción revolucionaria descrita, intentar comprender quiénes la perpetraban, qué intereses los movía y cómo pretendían esbozar un plan de acción con resultados a corto y mediano plazo. Pero toda vía revolucionaria implica un vía crucis: traiciones, deslealtades y ejecuciones, éstas últimas detalladas y narradas sin ningún atisbo de crueldad, al borde de la martirologio, como en la comparación entre la figura mesiánica de Jesús y Marx.  Así, El Castor y El Flaco, compañeros de ruta, terminan en trincheras opuestas, convirtiéndose en némesis que a lo largo de las páginas restantes intentarán anularse el uno y el otro sin medir ninguna consecuencia, con operativos y contra-operativos, delaciones, torturas, todas narradas a través de un discurso largo e ininterrumpido de un nuevo narrador (el sexto o séptimo de la serie), que recuerda mucho a los narradores de la segunda parte de Los Detectives Salvajes, y como bien anuncia el prolegómeno de la novela, fue un escrito del chileno aparecido en Entre Paréntesis quien recuerda a un tal Catañia , a quien consideraba que había escrito una novela fulminante antes de desaparecer del mapa, lo que empujó a editores y escritores a rescatarla del olvido, y permitió en el fondo, dar un nuevo brío a un libro que no tuvo el impacto que debió tener.

Una novela que aspira a la totalidad

La génesis del título del libro, Las Varonesas, es referida por el mismo autor santafesino, y que a modo de fractal prefigura con toda su carga poética y misteriosa lo que leeremos: en uno de sus tantos paseos en bote durante su juventud, llegó hasta una pequeña isla desolada donde encontró unas curiosas estatuas de mujeres avejentadas con la inscripción de Las Varonesas, arcaísmo intraducible a cualquier lengua, que significa mujer, varón en femenino, término que en efecto se asemeja al título nobiliario de baronesa, y en términos generales la novela, que acapara lo múltiple a través de cuadros de costumbre, reflexión filosófica, apuntes de un dietario imposible (La Teoría del Error), género epistolar y novela revolucionaria, apunta desde un comienzo a lo que implica nacer y morir en este mundo, es decir a lo femenino profundo, a lo maternal dis/torsionado en jóvenes que entregan sus vidas azuzados por mujeres, o a mujeres que intentan detener la vorágine por medio de la seducción o la aguda observación. Entremedio de revolucionarios que sueñan con reconstruir al mundo y un escritor que está convencido de que la especie humana es un error, una pifia en el cosmos, Patricia, la hermana menor, conversa con los insectos y se entera de sus cuitas, o Lucía, la otra hermana, retraída, que vive encerrada en sí misma pendiente de las teleseries, intenta comprender a sus hermanos, pero no lo logra. o Leonor, un recuerdo tallado en una estatua y de la que se dice que se sumergió en la poesía y en la naturaleza para escapar de los hombres, pues su brutalidad inherente “terminaría por destruirla”.

La visión de Catania es caleidoscópica, no hay un narrador fijo ni un protagonista que señale todos los arcos argumentales, las biografías se cruzan con la estructura parpadeante de los paisajes, con la ensoñación de la lluvia o el horror de compañeros de ruta siendo torturados sin misericordia, pero en alguna esquina, en algún rincón, todo se termina relacionado de alguna manera, la rata, la mesa de pool, la guerrilla, los enemigos, las mujeres, la muerte de un señor ajeno a todo, y que como en toda obra maestra (interrogante que no terminamos de responder), deja perlas relacionadas a la escritura, como la siguiente:

“Como el sueño, la literatura es otro canal desintoxicante. ¿Cuánto odio se necesita para escribir? Entre acabar un gran libro y asesinar a un tipo no hay diferencia de fondo. Hay quien escribe para no matar. Lo ideal sería hacer ambas cosas”

O no abandonar el cuadrilátero, no colgar los guantes, pelear hasta que se apaguen las luces, hasta que no quede nadie, hasta que el corazón dé su martillazo final.

viernes, 13 de noviembre de 2020

La ballena de Aldo Berríos: sombras y espectros del Japón

Wayward whale in the city de Maggie Hurley

Editorial Áurea. La Balena. Aldo Berríos. 
1era edición Octubre de 2020. 127 páginas.

En su Tesis sobre el cuento, Ricardo Piglia resume una anotación de Chéjov que contiene el núcleo de un relato que nunca desarrolló:

Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida.

La anotación, que puede servir perfectamente como una ficción breve (hay un personaje, hay una trama y un final), tiene la peculiaridad de que puede abrirse como un abismo infinito de interpretaciones. ¿Quién se suicida teniendo dinero? Pero lo cierto es que todo suicidio tiene un fondo de enigma: no son más enigmáticos los que dejan notas, como el polémico suicidio ritual japonés (seppuku) que cometió el italiano Emilo Salgari, dejando más preguntas que respuestas con sus hipotéticas razones para llegar a tan drástica situación.  

Porque quizás, como plantea la magnífica novela japonesa El grito silencioso de Kenzaburo Oé, probablemente lo más macabro de terminar con la vida no sea el acto en sí mismo, sino el descubrimiento que puede llegar a hacer un suicida para tomar tan drástica situación. En Japón hay una tradición ilustre de escritores que se auto-eliminaron, Mishima, Kawabata, Akutawaga, todos de distintas maneras y es muy sabido que además de ser una cultura de fuerte raigambre guerrera, con un pasado imperialista y militar, el suicidio en Japón es un pozo de nunca cavar.

Una novela chilena ambientada en Japón

El gesto de Aldo Berríos, de utilizar como telón de fondo a una realidad más lejana a la nuestra, recuerda la actitud de otros artistas para escenificar sus ficciones, como el chileno Paulo de Jolly, que le cantó a los jardines de Louis XIV, o el español Jesús Ferrero con su Bélver Yin ambientada en los puertos de Shanghái. La ballena tiene como narrador y protagonista a un mestizo mitad chileno, mitad japonés, quien viaja hasta el país del sol naciente con una tarea muy clara: investigar al bosque de Aokigahara para escribir un reportaje sobre la zona, lugar que en la realidad es tristemente célebre por albergar a una gran cantidad de suicidas, quienes año a año eligen a esta zona boscosa como tumba para acabar con sus vidas.

Aldo Berríos,
autor de La Ballena
El estilo que despliega Aldo es sutil, como bien se emplearía aquel adjetivo para describir las formas que mejor conocemos de la literatura japonesa: trazos delicados para introducirnos a cada escena, descripción breve y poética, una utilización constante de la figura de la sinestesia, esto es amalgamar sonidos, sensaciones o sabores con recuerdos, y diversos recursos propios de la literatura parenética y proverbial oriental, con pequeños consejos morales propios de la sabiduría universal. En La Ballena no hay juegos de perspectivas, ni fracturas en el tiempo, recursos que la obra no necesita, pero sí constantes monólogos internos con superposiciones a la voz narrativa de otra voz, como si la mente de quien nos narra estuviera invadida por un fantasma. La trama que nos relata Aldo es introspectiva y se relaciona con tratar de entender por qué el hijo del protagonista decidió suicidarse.

El hijo del protagonista es menor de edad

Y ahí radica el quid de la búsqueda, ¿por qué un niño decide acabar con sus días? Los motivos para que un adulto decida morir descansan en factores innumerables, pero por lo general se trata de una decisión tomada racionalmente porque la vida se ha convertido en una carga: sí, no suelen estar locos ni bajo efectos de una droga los que deciden partir, de hecho estadísticas elaboradas respecto al momento del día en que se comete el acto, lo ubica entre mediodía y antes de la noche, horas en que el sujeto en cuestión está más lúcido, libre de sicotrópicos o de cualquier sustancia. Las razones son tan infinitas como seres humanos existen, por deudas, debido a una enfermedad catastrófica,  cuestiones políticas o remordimientos tras cometer un hecho delictivo o reprobable.

El mundo de los niños es distinto. El narrador intenta esbozar alguna explicación, porque sin duda lo que experimenta un suicida, no es otra cosa que una ruptura entre su yo y el mundo:

El mayor defecto de nuestro sistema está en ocultar el sufrimiento. En tapar el sol con un dedo insensible. Hoy por hoy, la mayoría padece alguna enfermedad mental no tratada, pero la ocultamos con nuestras fuerzas, porque es más sencillo callar que dar explicaciones.

Una observación similar realiza Carl Gustav Jung, al diagnosticar que vivimos en un mundo esquizofrénico haciendo una dura crítica a nuestra modernidad, la cual ha edificado un mundo con gruesas bases ancladas en la ciencia, pero que ha perdido el contacto natural con sus fenómenos, y así hemos dejado de oír la voz de los dioses en los truenos o de asimilar la belleza y la sabiduría en el símbolo del árbol: descreídos totalmente de los dioses, depositamos nuestras esperanzas en sistemas políticos y económicos manejados por hombres, que con todo el progreso de la técnica han facilitado, en efecto, nuestras vidas, pero no la han profundizado, quedando una superficie costrosa y deslizante en la cual es muy fácil resbalar y caer, y muchas veces para siempre.

Una guía de espectros de bolsillo


El marco realista de la novela se desborda en las primeras páginas, una vez que su protagonista hace contacto con el guía que lo conducirá hasta los bosques de Aokigahara. El trayecto que realizan ambos se asemeja mucho al recorrido de Dante por el infierno en la Comedia, y así como una vez se traspasa el umbral, es mejor abandonar toda esperanza. El viaje hacia los bosques queda deslindado con la impactante descripción del actuar de un extranjero, que haciendo caso omiso a cualquier gala de cortesía, marcará el decurso del libro con un hecho extraordinario y cruel. A lo largo de la novela, constataremos que el paisaje interior se funde con el paisaje exterior, y la relación entre iniciado e guía se mixturan, dando paso a un mundo fantasmal donde los espectros y seres del mundo espiritual de Japón hacen su aparición: todo habla y se comunica, los meandros del camino, la neblina que cae entre los árboles, los mismos personajes fantasmales, que repiten ininterrumpidamente su sufrimiento, muchas veces de manera sadomasoquista, y en efecto, eso los liga con los círculos dantescos. 

En un diálogo entre el padre del hijo muerto y su guía, éste le relata la historia, a modo de acertijo, de un hombre que recibe una llamada telefónica muy de noche, y le cuentan que en un accidente fallecen muchas personas. Tras escuchar esto, el hombre se levanta, prende la luz, y se suicida. Ese pequeño relato condensa en gran medida la relación del yo con el resto: no estamos tan solos como podríamos creer, y si llegásemos a estarlo, seríamos como los dioses, acaso los más soberbios, pues ellos tienen la autodeterminación de saber cómo y cuándo abandonarán este mundo.  Y probablemente aquella imagen del hombre que se levanta y prende la luz resuma todo esto, pues como dice el narrador de La Ballena, cuando se enciende una luz en algún lugar, hay una que se apaga en otro.

viernes, 23 de octubre de 2020

Sobre la libertad a propósito de El jardín de los suplicios

Editorial Impedimenta. El jardín de los suplicios, Octave Mirbeau. Traducción Lluís Ma Todó. Edición original 1899.

Los libros mordaces que ponen en el centro a la decadencia y a la perversidad humana no son una constante en la historia literaria: a veces asumen la forma de la fantasmagoría y la locura vesánica, como Los cantos de Maldoror de Lautréamont, otras, la miseria humana vistas desde los ojos de un niño como El lazarillo de Tormes, o ya en nuestro siglo pasado, el monumento a la violencia pornográfica y fetichista con Crush, de J.G. Ballard, obra en la cual se nos relata sin empacho la adicción de un hombre a los automóviles y al sexo duro.

El caso de El jardín de los suplicios es emblemático; publicada en 1899, fue una obra que impactó en su época, pero no siguió un curso de influencias como otros de sus contemporáneos, como fue el caso El corazón de las tinieblas de Conrad (publicada el mismo año), y otras obras del decadentismo, en especial el francés, como la influencia irrefrenable de Charles Baudelaire con Las flores del mal o Joris Karl Huysmans con su A contrapelo. El jardín, en efecto, bebe de los mismos afluentes de sus contemporáneos: está la visión descarnada hacia la sociedad y a la civilización occidental, aparece el desprecio por las instituciones, se presenta la muerte de forma sublime y poética, y la objetivación de sus ideas filosóficas, en especial el tema de la libertad, encarna una paradoja y una advertencia: ¿hacia dónde nos puede llevar la libertad absoluta?

Pero ¿Libertad de qué y para quién?

El escritor francés y anarquista 
Octave Mirbeau
El concepto de libertad suele discutirse de forma ligera o muy amplia, y es que en los tiempos posmodernos su concepto se ha maltratado a tal punto que no existen nociones claras ni cercos establecidos: es la lepra inoculada por pensadores sofistas que dotan a la realidad de psicologismo, juego de (pos)verdades, o el mero capricho infantil de “si soy libre hago lo que me da la gana”.  Lo cierto, es que como afirma el filósofo colombiano Nicolás Gómez-Dávila, “la verdad no es un objeto que se pueda entregar de mano en mano”, y en este caso, el concepto de libertad no es algo que se pueda dar como dado; por su propia borradura genealógica y de aplicación práctica, merece más que nunca una interpretación crítica. Muy a grandes rasgos, la libertad corresponde a momentos históricos que pueden ser determinados según la sociedad en que se vive, y la distinción que haré calza como anillo al dedo a la novela examinada. En la oposición civilización/barbarie (que ya demarqué a grandes rasgos en mi análisis a la obra de Robert Howard) la libertad en los pueblos sin Estado, en las tribus o en los clanes, se refleja por la lucha del más fuerte: la libertad de hacer y deshacer es patrimonio de los individuos o los grupos más fuertes, con mejor armamento, técnica o inteligencia, siendo el control de los demás la única forma de asegurarse la libertad para hacer lo que se quiera. Con la llegada de la civilización y la formación de los Estados esto cambia: la libertad toma un tenor muy distinto, pues desde ese momento la fuerza pública y el poder de coacción son detentados por las diversas instituciones ancladas en el seno estatal, por lo cual el decurso de la libertad toma una normativa jurídica y política, lo que a su vez se traduce en que los individuos con mayor manejo de recursos, logísticos o partidistas, pueden asegurarse un mayor grado de libertad. En esta línea de pensamiento, es irrisorio que los Estados pretendan asegurar la libertad a todos los individuos que lo conforman, puesto que los mismos desniveles existentes en todas las sociedades prueba que es imposible confirmar esa premisa, y en los casos históricos en que los Estados han conseguido un grado superior de igualdad entre sus habitantes fue bajo regímenes totalitarios como el comunismo, donde ni siquiera se garantizó el derecho a libertad de expresión (en la esfera soviética son emblemáticos los casos de Boris Pilniak, Isaac Babel, Mijail Bulgákov o Boris Pasternak, escritores que no sólo se les negó el derecho a publicar, sino que fueron hostigados e incluso asesinados en algunos casos). No sin razón, Bertrand Russell afirma que los gobiernos y las leyes existen precisamente para restringir la libertad. Para ahondar más en torno a la temática recomiendo El sentido de la vida del filósofo español Gustavo Bueno, donde analiza retrospectivamente el concepto de libertad en todas sus implicancias.

Un salón de caballeros y una discusión en torno al asesinato

La novela parte con la reunión en la casa de un famoso escritor del cual no se dice más, dentro de un salón repleto de hombres sin nombre que encarnan diversos arquetipos; ahí discuten en torno al asesinato. Apenas bosquejados, lo único que importa son sus opiniones: ¿es el asesinato la mayor preocupación humana?  Todos están de acuerdo en ello, aunque desde diferentes ópticas. El filósofo, el literato, el médico, van entregando sus impresiones, y la respuesta de cada uno remite a la naturaleza del hombre. Para unos, el asesinato es más que una de las tantas bellas artes, es una pulsión innata que se ve sofrenada por las instituciones; para otros, el asesinato puede ser cometido a mansalva, si el individuo que los comete tiene asegurados los medios para expresar su libertad de matar impunemente. En un punto de equilibrio, se considera al asesinato desde la perspectiva de la ciencia como una curiosidad: una voz explica que su padre, de profesión médico, asesinó a un paciente durante una operación sólo porque pensó que un órgano estaba en mal estado, abriéndole y provocando su muerte. Pero en esta perspectiva macabra, que recorre las prácticas políticas más en boga en aquel siglo, como el antisemitismo o el colonialismo, uno entrega una perspectiva muy curiosa sobre el hecho de matar, y que en efecto servirá como principal núcleo que se desarrollará a lo largo de libro: tanto el placer sensual y el goce, se unifican con el deseo de asesinar o de morir, ejemplificándolo por la gran excitación sexual que sentiría un sujeto cualquiera al estrangular a su víctima, postulado que recuerda indefectiblemente al de Freud respecto a las pulsiones de vida y muerte relacionadas con Eros y Tanatos (y en efecto, Freud tuvo que haber leído al decadentista francés, principalmente por la proximidad espacial y temporal entre ambos, relación para un análisis que excede a este escrito).

La historia se abre a las tinieblas

Como en los antiguos relatos enmarcados, en el clásico tópico del manuscrito (en la que una historia se inserta dentro de otra ya sea por el descubrimiento de un manuscrito o por la exposición de un narrador), es acá el narrador protagonista de los hechos, quien presenta ante el grupo de distinguidos caballeros su obra escrita en un papel enrollado, advirtiendo que no se ha atrevido a publicarlo y menos a dar su nombre. Una mujer y un viaje, marcarán su derrotero, y ante la búsqueda de una explicación a los hechos que relatará, muy en la línea del romanticismo oscuro, afirma (apelando a una esfera ligada a lo irracional) que las cosas no necesitan ser demostradas sino sentidas.

El protagonista es un político, y según sus propias palabras, es un político que se está abriendo en el mundo electoral; todas las relaciones que establece con otros personajes son de un cinismo puro y galopante. En un inicio, afirma que llegó a postularse a una circunscripción en la que nunca había estado, pues era aquello, o simplemente arrojarse al Sena. Suicidio o vida política, o recordando más bien la frase de Max Weber “quien entra en política hace un pacto con el diablo”, pero ¿qué clase de política? O mejor preguntarse: ¿qué clase de diablo? El flamante candidato es apoyado financieramente por el mismísimo Gobierno, y una de las primeras recomendaciones que recibe no puede ser más contundentes:

La honradez (en el mundo de la política) es inerte y estéril, ignora la explotación de apetitos y ambiciones, las únicas energías con las que puede fundarse algo verdadero.

Lo verdadero es, como en el tópico del mundo al revés, la falsedad absoluta, ejemplificado por su candidato rival, que sin ningún miramiento se ufana ante las multitudes gritando a viva voz: “yo robo, yo robo”, no obteniendo un rechazo por su actitud, sino que es coreado y aprobado por sus seguidores: “sí, él roba, él roba”. El narrador explica que su oponente ha ganado las elecciones, suponiendo un fuerte golpe a su integridad, pero que no lo saca del entramado en el que se mueve, y es que una vez iniciado un camino cuesta tanto desandarlo. Condes, barones, comerciantes, políticos, toda la élite es descrita por Mirbeau como un estrecho maridaje entre ambición y corrupción. Se percibe en varios pasajes de esta primera parte del libro aquello de la estrecha unión entre las identidades que se mueven en este teatro: la caída de uno por una traición o habladuría puede suponer la ruina de muchos, y ante el amago de una delación, basta poner una buena bolsa de oro por delante para comprar complicidades, y como se puede inferir por la actitud de quien nos narra todo esto, se suele preferir la libertad al dinero.

Porque la mejor forma de encerrar a alguien es haciéndole creer que es libre

Sin talento, sin un camino forjado por su propia voluntad, el protagonista es “quitado” de la escena local política por su rival de manera astuta, quien lo embarca en una misión a la China con el supuesto título de entomólogo. El protagonista duda del ofrecimiento, y con razón, pues ¿cómo va a actuar como un entomólogo si no tiene ninguna noción de aquella ciencia? Pero la caridad para el político no suele tener límites, si sus “actos de bondad” los hace con la plata de los contribuyentes, jamás con su fortuna. Se le ofrece dinero, una posición, un destino, a cambio de que se retire de la vida pública por dos años. ¿Qué mejor manera de anular a alguien si no es diseñándole una cárcel a medida? El protagonista, que como ya sabemos no tiene nombre, acepta el billete y la misión y se embarca en su supuesta misión de entomólogo; como ocurre con las mejores novelas, cada escena va prefigurando a la siguiente, o las sugiere a grosso modo.

Durante su viaje en mar hacia las lejanas costas orientales, traba amistad con un oficial inglés, un hombre de pasado militar que representa lo más cruento y vil que pude encarnar alguien del mundo de las armas: el gusto por exterminar a poblaciones humanas y el afán sádico por crear un arma que pueda aniquilar a gran cantidad de enemigos. Nótese que en el año que se publicó la novela aún no ocurrían las guerras mundiales, pero la carrera armamentista y la cantidad de conflictos bélicos tanto en América como en Europa afloraban desde causas independistas, hasta conflictos civiles y territoriales: nada nuevo bajo el sol, porque la guerra es una constante. Otro personaje que destaca es un cazador furtivo, uno de aquellos individuos muy en boga en aquellos años, sujetos capaces de cruzar continentes enteros en busca de especies y tesoros preciados, y que en uno de sus tantos viajes se ve obligado a comer carne humana, pero no de negros, sino de blanco, por considerarla de mejor calidad. Nótese que son hombres blancos de países civilizados los que cuentan sus historias, y en sus relatos aflora el canibalismo, la guerra y el exterminio.

Vivimos bajo la ley de la guerra. ¿Y en qué consiste la guerra? Consiste en masacrar al mayor número de hombres que se pueda en el menor tiempo posible. Para hacerla más mortífera y expeditiva, se tratar de hallar máquinas de destrucción cada vez más formidables… Es una cuestión de humanidad, y se trata también del progreso moderno.

Y la bella Clara irrumpe

Así como Dante tuvo a la Beatriz que lo condujo y lo sacó del Infierno, el protagonista tiene a su Clara, que es la que lo lleva al Paraíso, pero lo lleva a un Edén que es el reverso de la utopía: El Jardín de los suplicios. Clara es descrita como una pelirroja hermosa, audaz, y altamente inteligente. En temas amorosos y sexuales los vive sin ningún pudor, y es ese desenfado, lo que enamora al hombre que nos irá a narrar muy de cerca el horror que habrá de contemplar. Clara representa el refinamiento, la exquisitez, el derroche y la agudeza, es una hija de la élite, y como tal, no tiene problemas para expresar lo que desea y en colmar sus deseos con creces: no conoce más que privilegios y desconoce el rigor y la escasez. En un muy poco tiempo seduce al joven, y ya durante el mismo viaje en la embarcación, éste se reconoce totalmente subyugado por la mujer, al grado tal de reconocerse como esclavo de la misma. La signatura de la libertad una vez más cobra sentido: si primero era prisionero de un sistema político y de unas ideas, luego de una misión hacia un país que desconoce con una profesión de la que no tiene ningún conocimiento (entomólogo), el nuevo nivel de degradación es el amor. Para el poeta latino Ovidio, el amor es un campo de batalla: Militat omnis amans, et habet sua castra Cupidus, o en español, que todos los amantes son soldados, y Cupido tiene su propio campamento (Libro I-IX, Amores). Pero si el amor es un campo de batalla, y sitiar y conquistar a la figura amada es el triunfo de esa guerra que sólo los valientes pueden librar, una vez más El jardín de los suplicios nos enseña que una vida no se compone de victorias o derrotas, sino que la principal dialéctica que nos forja en tanto individuos es la antinomia esclavitud-libertad.

La colonia penal

La descripción del puerto chino y su mercado nos remite a imágenes recientes sobre la pandemia: en esos mercados se venden murciélagos clavados en estacas, carne putrefacta, y toda clase de animales, todo narrado con lujo de detalles. Pero el espacio final de esa pesadilla es un bello jardín colorido, en el cual se tortura a hombres entre medio de aquellos paisajes de ensueño.

El Jardín de los Suplicios ocupa en el centro de la Prisión un inmenso espacio en cuadrilátero, cerrado por unos muros cuya piedra, cubierta por un tupido revestimiento de sarmentosos arbustos y plantas trepadoras, ya no se ve. Fue trazado hacia mediados del siglo pasado por Li-Pé-Hang, el botánico más sabio que haya tenido China.

La mayor cantidad de textos en torno a El jardín de los suplicios se centra en los diversos tormentos y ejecuciones brutales de los penados chinos. Es probable que las poderosas imágenes necróticas de sadismo y sangre hayan abierto el camino para otras manifestaciones artísticas, como el ero-guro japonés (del que Rampo Edogawa sería su principal cultor, en los años 20); o el grand guignol francés, que comenzó dos años antes de la publicación de esta novela, pero que su refinamiento y desarrollo se llevaría durante los primeros años del siglo XX.

En este caso, la novela traslada todo el horror por la destrucción surgida de la civilización occidental hacia una lejana, oriental, en la cual la muerte es tratada de forma estética anclada en una arquitectura del mal. Pero aquella no es una mascarada ni una teatralización de los verdugos con sus víctimas, sino que es la demostración palpable de que su escenificación no es cuestionada por sus espectadores, individuos refinados y de la elite, sino que es aplaudida e incluso alentada. En el último trecho la novela se convierte en un festival de la exquisita refinación para exterminar vidas humanas, y su protagonista narrador, extasiado y asqueado a partes iguales, identifica al jardín de las torturas con el universo.

Las pasiones, los apetitos, los intereses, los odios, la mentira; y las leyes, y las instituciones sociales, y la justicia, el amor, la gloria, el heroísmo, la religión, son las flores monstruosas y los repulsivos instrumentos del eterno sufrimiento humano.

Y no se pueda esperar mayor hondura de alguien que reflexiona desde su propio infierno construido a medida, en su perpetua esclavitud.

viernes, 9 de octubre de 2020

La mujer escarlata: un folletín hirviendo en su máximo grado de ebullición

Whore of Babylon, ilustrada por William Blake
Whore of Babylon, por William Blake

Editorial Áurea
La mujer escarlata: el rito de Bábabol. 
Sergio Alejandro Amira y Martín M. Kaiser. 
1era edición, abril de 2020. 

Por alguna curiosa disposición, las obras escritas a cuatro manos tienden a la sátira, a lo policial y al pastiche. Es como si esta disposición autoral se decantara mejor por obras en un tono burlesco, aún cuando los hechos que se narran sean tan terribles como la violación, el asesinato o el incesto. Sabemos que Borges y Bioy Casares hicieron lo suyo con Honorio Bustos Domecq, autor inventado para dar rienda suelta a relatos detectivescos que homenajeaban y ridiculizaban a partes iguales al género tributado, poniendo delante de estas ficciones a Isidro Parodi, que desde su nombre mostraba su clara intención: Parodi, parodiar, que como sabemos, lo paródico no es otra cosa que copiar un modelo (precisamente Modelo para la muerte es otra novela del par) pero desfigurándolo con una intención satírica, evidenciando sus flaquezas y pretensiones.

En Chile no tenemos una tradición de escritura a cuatro manos, pero vale la pena mencionar a la dupla hispano-chilena compuesta por Bolaño y A.G. Porta con su Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, que desde el título mismo se evidencia el homenaje y el pastiche, poniendo como protagonistas a una pareja compuesta por un narrador catalán y su novia sudamericana en plan Bonnie y Clyde: violencia, delincuencia y muerte corren como la sangre por sus páginas. Otro caso digno de mencionar es La dupla compuesta por Bartolomé Leal y Eugenio Díaz, quienes han inventado al autor Mauro Yberra, creador de los hermanos Juan y Jorge Menie, protagonistas de una trilogía compuesta por La que murió en Papudo, ¡Mataron al don juan de Cachagua! Y Ahumada Blues, las que tratan sobre diversos crímenes escabrosos donde no faltan las brujas, los donjuanes, temibles sectas satánicas, políticos fanáticos y vueltas de tuerca en cada página, muy propias de las clásicas novelas de misterio.

En esta misma línea paródica, con elementos más cargado al kitsch, se inscribe La mujer escarlata,  de los escritores chilenos Sergio Alejandro Amira y Martín Muñoz Kaiser. De entrada hay que aclarar que la novela ya había sido publicada, en 2014 por Editorial Forja bajo el nombre de WBK (siglas de Warm Blooded Killers), y en los años que circuló no tuvo gran repercusión mediática (como suele pasar con las obras singulares), pero que urgía actualizar y poner nuevamente al alcance de los lectores con una segunda vida.
Al fondo, Sergio Alejandro Amira.
En primer plano, Martín Muñoz Kaiser
.

La mujer escarlata se trata de una edición remozada y actualizada de esa WBK, y que si bien gana en algunos aspectos, pierde cierto equilibrio en otros. Por fortuna los puntos débiles son menores: cierto atolondramiento en apresurar las escenas sexuales, extensión de algunos diálogos baladíes, sobre todo entre los personajes femeninos del libro, y un snobismo a veces innecesario al poner en boca de los personajes frases completas en francés, alemán, inglés o hasta ruso (con caracteres cirílicos), lo que si bien podría considerarse como un gesto de vanguardia, esta obra no pretende lo mismo que una obra como La montaña mágica de Thomas Mann, sino que pone en primer plano el hecho de entretener y en un segundo más retirado, crear un entramado de referencias ficticias apoyadas en la magia, la religión, la ciencia y como no, la literatura. 

Uno de los cambios favorables que compensan estos lastres señalados, es que el armazón de la novela se siente más destilado, las transiciones entre las escenas están mejor logradas, los personajes mejor caracterizados y las claves iniciales se entregan desde el comienzo, con alusiones a la magia thelemita y el rito de Bábalon, las cuales guiarán al lector en una historia en quinta y a toda velocidad.

Una trama disparatada llena de disparos

La novela sitúa la acción en un Chile aparentemente aburrido donde no pasa nada, pero que tras su cartografía se esconde una ambiciosa historia de asesinos protagonizada por Andrés Kassler y Jamal Amirov, hombretones que responden al prototipo de macho alfa, no solo por ser musculados y violentos, sino también porque manejan muchas lenguas, una cultura universal que cualquier enciclopedista querría, y vamos hilando fino, el sueño húmedo de toda mujer (y hombre) que valore por sobre cualquier cosa la inteligencia y la testosterona. La bella pelirroja Sofía actúa como contrapunto entre ambos personajes masculinos, y como toda femme fatale, no pierde su tiempo en seducir y lanzar sus calzones ante la menor insinuación de Andrés, el galán de turno que sin ninguna clase de complejos volteará y pondrá patas para arriba a la bella en maratónicas jornadas de sexo, goces verbales que cualquier lector del Kamasutra agradecerá a rabiar.  



Comparativa de ambas portadas. En la primera se resaltaba más el protagonismo de Sophie, mientras que la segunda se decanta más por el vínculo peligroso entre Andrés y la pelirroja. 


Una de las claves esotéricas del libro, es que la peligrosa atracción entre la pelirroja y uno de los agentes, Andrés, puede provocar una suerte de rotura en la realidad, idea que se sustenta en la antigua creencia del Orgón, una unidad energética espiritual que dota de vida a todos los organismos, algo así como el éter, el ki, o el élan vital de Bergson. Esta poderosa atracción hormonal entre Sophie y Andrés es el conflicto inicial que desencadenará una oleada de muertes, irrupción de asesinos inspirados en procesos alquímicos y hasta la referencia a una misteriosa Compañía que opera en los márgenes del tiempo y del espacio para intentar reunir los fragmentos de múltiples universos que estallaron en miles de pedazos tras la Segunda Guerra Multiversal (sí, bien leyó), y preservar a la gran Trama, algo así como el mecanismo que permite el continuo espacio-temporal, o sea el funcionamiento del todo.  

Por otro lado, La mujer escarlata se apropia de una violencia muy al estilo de la fantasía heroica post Tolkien (Michael Moorcock, R.A Salvatore, George R.R Martin), una violencia descarnada y detallista, con muchos aderezos modernos, como armas de fuego, persecuciones de automóvil y diálogos punzantes:
–Estás muy confiado, ¿no crees que vas a morir?
No, pero en esta línea de trabajo uno aprende a vivir cada minuto como si fuese el último.
O en esta descripción que concentra todo el fulgor de un combate:

Andrés da tres pasos y salta con potencia, sostiene la nuca del agente y le revienta el rostro de un rodillazo; la sangre salta a chorros de la cara del hombre que se desploma con convulsiones por el trauma encéfalo craneal.
Dentro de este tinglado no puede faltar lo monstruoso, con personajes que deslindan la verosimilitud, herederos de la tradición del manga japonés, pero también del grand guignol y el circo freak, presentándonos lo impresentable: gigantes con piel de acero, vampiros  con habilidades psiónicas, osos polares transformados en ciborgs con poderosas garras de acero,  comunidades de locos que creen vivir en el mundo de Alicia en el País de las Maravillas, o un agente que es capaz de materializarse y desmaterializarse a voluntad.

La mujer escarlata se puede leer perfectamente como un sinóptico que reúne en un todo a las artes marciales, las historias de espías, las tramas de ciencia-ficción interdimensionales, las paradojas espacio-temporales, las conspiraciones mágicas y un mixturado variopinto de disciplinas y seudociencias estrafalarias: sí, puede que su composición y las temáticas no tengan nada que ver con lectores de perfil más serio, pero así como los antiguos libros de caballería gozaron de mucho éxito y fueron desdeñados por la academia (y tras 400 años recién recuperados), La mujer escarlata es una obra que exuda músculos, impensados giros de tuerca, y muchas veces elementos de la mejor y más aguerrida literatura. 

viernes, 31 de julio de 2020

El Conan de Robert Howard: una historia violenta de honor y barbarie


Ricardo Piglia, citando a Balzac, afirmaba que el mejor novelista del mundo era la plata, porque el sólo hecho de contar cómo se ganaba (o se perdía), y en qué cosas se podía gastar, traía inmediatamente a un primer plano una serie de conexiones, relaciones o impresiones, que servían para poner en marcha cualquier máquina creativa. El circulante, como bien sabemos, es producto de las civilizaciones, el cual debió aparecer para facilitar el intercambio de bienes y servicios en los mercados, que en alguna época pretérita tuvo como método al trueque, pero ahí donde se volvió imposible intercambiar mil onzas de trigo por cien cabezas de ganado (un paréntesis largo: pensemos en todas las dificultades que traía consigo operaciones mayores de trueque, la dificultad del acarreo, el transporte mismo y los peligros innatos producto del pillaje, no sólo con los asaltantes de caminos, sino también con los piratas, las tribus errantes, y mucho más), la acuñación de las primeras monedas inició el camino del dinero convertido en metáfora: ya no era literalmente planchas de bronce, vestidos o sacos de trigo, sino que ahora podía significar cualquier cosa que se pudiera comprar, lo cual incluye por cierto, a los sueños.

La historia de la civilización siempre ha tenido como contrapunto a la barbarie: ambos conceptos se necesitan para explicarse, pero el cerco que limita uno con otro ha sido tan variado y heteróclito como la vida misma. Si bien el salvajismo ha tomado diversas caras por medio de figuras del imaginario, como cinocéfalos (hombres cabeza de perro), gigantes, blemmys, orcos, goblins  o dragones, también ha sido encarnado por pueblos reales, como los aborígenes americanos, las tribus africanas, los vikingos o los hunos, por mencionar algunos. En términos generales, la separación civilización/barbarie opera por contrarios: donde la civilización incluye el uso de la ropa, el funcionamiento de instituciones políticas y las relaciones de pareja reguladas, en la barbarie prima la desnudez, las prácticas tribales como el canibalismo, y en términos sexuales la promiscuidad absoluta, incluyendo el incesto, la poligamia y la violación grupal.

Robert Howard: una historia de dinero y salvajismo

Uno de los pocos retrasos del autor
Una de las pocas fotos del autor

El dinero, visto como producto de la civilización y como metáfora, fue un tema que para el autor de Conan fue ineludible: la forma de su prosa adoptó las exigencias de un mercado y de un tipo de lector que no sólo moldearon sus principales temáticas, sino que su frenética producción obedeció a estrictas necesidades económicas. Recordemos que toda la producción de Robert Howard es la de un veinteañero, que falleció a los treinta años, y que toda su obra apareció publicada en diversas revistas pulps, como la Weird tales, o la Action stories, revistas que aglutinaban a decenas de escritores que debían seguir diversas reglas para complacer a sus lectores, que no eran precisamente caballeros de monóculo, frac y bastón, sino la gran masa ciudadana que compraba estas revistas en kioskos y no en librerías, y que leía expresamente para entretenerse: no eran snobs ni intelectuales que buscasen la quintaesencia de la sabiduría, por lo cual la única vara que se tenía para medir a esta literatura era lo impactante que podía llegar a ser: crímenes violentos, mujeres en poca ropa, monstruos, muchos monstruos, criaturas interdimensionales o científicos locos, eran sólo parte de una interminable tropa de personajes que poblaban estas demenciales páginas, muchas veces de escasa calidad, sea dicho de paso, con planteamientos y desarrollos estereotipados y esquemáticos, y personajes cuando no caricaturescos, lisa y llanamente planos, de cartón. En su idioma original se puede encontrar material en varios sitios de Internet, y en nuestro idioma existen por lo menos dos antologías, la Weird Tales (1923-932) antologada por Francisco Arellano y editada por La biblioteca del laberinto, y la esperpéntica y superlativa, Los hombres topos quieren tus ojos reunida por Jesús Palacios y publicada por Valdemar.

De toda esa legión de escritores que firmaron estas revistadas destacaron Dashiel  Hamett, Raymond Chandler, H.P Lovecraft, Clark Ashton Smith, y por supuesto Robert Howard, que como ninguno de los citados, se entregó con frenesí a cualquier clase de desafío escritural que se le presentase, escribiendo literalmente sobre lo que le pidieran: historias picantes, historias de boxeadores, westerns, terror, ciencia-ficción, histórico, y por supuesto, los relatos de aventura, género donde se destacaría notoriamente, con cuatro personajes fundamentales, Solomon Kane, Kull, Cormac y Conan.

El entorno de producción

Nunca antes, ni después, con la era dorada de las publicaciones pulps, nacieron tantos subgéneros literarios que dependieran estrictamente de un formato de rápido consumo, y por lo general ceñido a reglas editoriales que debían acatar sus escritores, so pena de quedar excluidos en la próxima publicación, lo que redundaba en no recibir las garantías económicas por cada relato aceptado y publicado. En esa época se solía pagar a centavo por palabra, por lo cual un relato era valorado según su extensión, paga que oscilaba entre los 10 y los 100 dólares, que en dinero de los años 30 se traducía entre los 100 y mil dólares de ahora. Robert Howard tomó la determinación de dedicarse íntegramente a la escritura, decisión que en su grupo era minoritaria, pues gran parte de los escritores de pulps (como los de ahora y de cualquier época), tenían otros oficios, como abogados, oficinistas, periodistas, profesores, etc. Para bien o para mal, la publicación de relatos pulps ayudó como nunca antes a la profesionalización del oficio, iniciativa enteramente propulsada por la actividad privada, sin necesidad de recurrir a financiamiento estatal o bajo el manto de instituciones académicas: las revistas crecían y los escritores surgían sólo si vendían, de lo contrario las iniciativas quebraban y redundaba en el cierre de revistas, como efectivamente pasó cuando muchas no pudieron mantenerse financieramente, ecosistema que finalmente terminó destruido no sólo por la reducción de ventas, sino también por la persecución de grupos moralistas, como el alcalde de Nueva York de la época, la influencia del American Mercury y del propio Parlamento, que veían a estas publicaciones como retrógradas, degradantes e inmorales (y lo eran), lo que redundó en lo inevitable: el debut y el ocaso de una forma de hacer literatura que duró poco más de una década, pero que su poderoso legado se percibe en la actualidad, en el cine, las historietas, los videojuegos, y por supuesto, la literatura misma.

Robert practicó boxeo, aumentando su masa muscular, lo que lo llevo a adoptar un físico similar a los héroes que retrataba.

Conan el bárbaro

Robert Howard tenía un método de composición fuertemente anclado a sus investigaciones en torno a pueblos y civilizaciones antiguas, en especial referente a los pueblos salvajes, que eran sus predilectos, pero a la hora de la escritura misma, cuando se sentaba a teclear furiosamente sobre su máquina Underwood, afirmaba que los rostros, los hombres y las tramas mismas se le “aparecían”, como si existiesen ya previamente en una realidad paralela y él simplemente se dedicase a transcribirlas, método compositivo que más nos haría pensar en místicos como William Blake o Teresa de Jesús, que en escritores de pulp, más dados a los esquemas y a los estereotipos. Es indesmentible que el Conan de Robert Howard se transformó en uno de los pilares de todo el género de espada y brujería, (o fantasía heroica) épica con reminiscencias de las gestas homéricas o los libros de caballería, y si lo ponemos a un costado de Tolkien por ejemplo, podemos constatar lo diferentes, casi opuestos, que como autores fueron. A diferencia del sudafricano, y de otros émulos posteriores, el mundo de Conan, denominada como La Era Hiboria, no reconstruye genealogías completas de héroes ni recreaba un universo de forma meticulosa; Conan es un héroe arrojado a la experiencia misma en un mundo violento dominado por los más fuertes y astutos, y ese mismo molde responde casi de forma fractal a todas las historias que protagoniza: lo vemos como rey, luego como mercenario, a veces como pirata incluso o ladrón; da lo mismo, se presenta una situación u obstáculo que debe resolver, unos cuantos giros a la trama y luego su resolución. Por formato no estaba destinado a formar una saga lineal, y su hechura, siempre partía por la presunción de que el lector se adentraba por primera vez en su historia, por lo cual era común que en cada cuento fuese presentado como desde el comienzo.

Un universo caótico se amontona sobre los escombros de la civilización

Lo que transforma a Howard en un escritor sobresaliente no es sólo la fuerza de su prosa: en realidad, su escritura nunca estuvo a la vanguardia, recordemos que en la década de los 20 y 30 ya escribían Kafka, Proust o Joyce, por mencionar a otros autores en las antípodas del texano. La escritura de Howard es diáfana y descriptiva: de no serlo, jamás habría publicado en las revistas pulps, pero como aquellos boxeadores que sin tener una técnica sobresaliente y si moverse en el ring con soltura, tiene un par de trucos que cuando los aplica bien, son tan eficaces que podría tumbar a cualquiera.

Lo primero que hace, es contarnos una historia como si se desprendiera de un universo mayor, un universo del cual nos llegan pequeños retazos a través de gestas o poemas, que dotan de mayor verosimilitud a su ficción, al grado tal de que pareciera estar haciendo fanfiction de una obra monumental ajena. La Era Hiboria[1], es una edad mítica perdida, que reúne elementos del feudalismo medieval y de la magia, con civilizaciones que recuerdan a los antiguos griegos, celtas, romanos e incluso egipcios, escenarios donde reyes déspotas aplastan a pueblos completos, y la aparición de seres interdimensionales sanguinarios son moneda corriente: los invocan brujos poderosos o magos, en entornos degradados que recuerdan que toda civilización, por muy avanzada o desarrollada, siempre oculta la basura en el patio trasero o bajo la alfombra.

Lo segundo, es que en sus historias subyacen filosofías y teorías científicas, es una literatura con ideas, un logro hiperbólico, si sabemos que toda su ficción pasaba por la revisión de editores que no pensaban estrictamente en términos artísticos, sino que numéricos; eran historias que si se volvían incomprensibles o no tenían respuesta de parte de los lectores, terminaban modificadas, cuando no en el tacho de la basura. 

Lo tercero, es la vivacidad de la acción, herencia de escritores de aventuras como Edgar Rice Borroughs (el creador de Tarzán) y una vasta tradición del siglo XIX, con escritores como Dumas, Kipling o Stevenson, pero con escenas mucho más estilizadas que los anteriores escritores, machacando en pocos párrafos toda la violencia que destilaba, ya no entre elegantes espadachines del siglo XIX, sino entre hombre y bestia, o ya de plano entre dos bestias salvajes, no vacilando a la hora de describir gráficamente hematomas, traumatismos, roturas o amputaciones.

Civilización versus barbarie

Una de las ideas más chocantes que puede provocar a los lectores de los relatos de Conan, es la manifiesta preferencia de Howard por la barbarie: no en vano el héroe es un salvaje, y por lo mismo, un fuerte sustrato nihilista acompaña sus visiones, muchas veces atacando a los civilizados por considerarlos blandos, deshonestos y falsarios. Esta idea no es descabellada, si consideramos que la aparición del primer homo sapiens se calcula entre unos 200 y 350 mil años, milenios donde no reinó ningún orden ni forma de gobierno más que la división en tribus y clanes: desde esa óptica, la civilización es casi un accidente cósmico, una conjunción azarosa de miles de variables que ante cualquier inminente evento, como una guerra nuclear, una cataclismo natural, o la aparición de un mega virus, podrían echar abajo toda esta construcción largamente escarpada en lo que parece estar al borde del abismo: una civilización de cimentos sólidos pero construida sobre un terreno tambaleante y frágil. Emerson, en su famoso ensayo Confianza en uno mismo, el cual pudo haber leído Howard (fue un lector omnívoro), tiene un famoso pasaje donde compara la suavidad de un hombre civilizado frente a la dureza de los rústicos: ahí donde el primer muere víctima de una estocada o una flecha, el otro, al estar desprovisto de los mismos cuidados que terminan ablandando los organismos, de seguro curará rápidamente sus heridas y se pondrá nuevamente de pie para seguir luchando.

El Conan de Robert Howard, y no necesariamente el que se ha masificado posteriormente en otros mass-media, es un hombre parco y de acción, pero no por eso una montaña de músculos sin raciocinio: tiene una filosofía de vida y una ética, lo cual nos empuja a repensar la figura del salvaje. Conan es un personaje libre, está más allá del bien y el mal, y categorizarlo como buen o mal salvaje sería caricaturizarlo. Su libertad radica en que no está atado, como nosotros los (pos)modernos, en tener que utilizar la razón y la gestión científica para asegurar nuestras metas: él está en contacto con lo sobrenatural, lo intuitivo y su conocimiento de las cosas son directas.

En uno de sus relatos mejor escritos, La reina de la costa negra, en la cual aparece Beltit, una guerrera que lidera una expedición de piratas que la veneran como una diosa, Conan sostiene un diálogo con ella en torno a la vida y la muerte, y le dice:

Déjame vivir intensamente mientras viva; déjame conocer los ricos jugos de la carne roja, el picor del vino en mi paladar, el caliente abrazo de los brazos blancos (…) Que profesores y sacerdotes y filósofos se ocupen de las cuestiones de la realidad y de la ilusión. Esto sé: si la vida es ilusión, entonces yo no soy sino ilusión, y siéndolo, la ilusión es real para mí. Vivo, ardo de vida, amo, mato y estoy contento.

En otro pasaje de ese mismo cuento, Conan relata que no comprende a los hombres civilizados, pareciéndoles afeminados y poco prácticos. En una ocasión es llevado ante tribunales, y ante la mirada severa y seria de los hombres de justicia, le piden que entregue a un amigo acusado de robo, pero el cimerio se rehúsa, porque aquello quebrantaría el código de la amistad. El juez se levanta y protesta, invocando al sagrado cuerpo de las leyes: como respuesta, Conan se levanta, le clava un hacha en el cráneo y arranca. La lealtad es un código inquebrantable para el bárbaro, y cuando expresa que no comprende a los civilizados, lo dice específicamente porque los hombres civilizados y exitosos no suelen surgir mediante anticuados códigos de honor y lealtad sino a través de argucias o soportes, que hoy en día podríamos llamar como redes de contactos o prebendas. Porque Conan, detrás de las aventuras y las correrías que vive, no hace más que interrogar a nuestro presente, y como observa en Más allá del río negro, ver a los hombres ocupados en asuntos de justicia y ocupando cargos públicos o políticos, no le hace más que llegar a la conclusión de que han enloquecido, por haber dejado de templar sus cuerpos en el frío y bajo el calor de la espada, viviendo la vida al límite, sin dioses ni paraísos.

Darwinismo invertido

El tema racial en los escritos de Howard, en especial en Conan, es otra de sus puntas de lanza. Suele ser algo que desdeñan muchos progresistas, al considerar que la visión del texano es vetusta, pues suele presentar continentes y razas completas de hombres que definen su ethos determinado estrictamente por su herencia genética. Los censores, los amigos de lo políticamente correcto, han llegado a censurar o modificar pasajes de las historias de Howard, pues como apunta el traductor León Arsenal en el libro Las extrañas aventuras de Solomon Kane (Valdemar), expresiones como negros salvajes, han sido cambiadas por negros guerreros, maquillando falsamente la obra howardiana, prejuicio estúpido por lo demás, porque la negritud nunca fue un problema para el escritor, y puestos a examinar como espías en busca de desviaciones ideológicas en su trabajo, no hay que olvidar que Conan era de tez morena, ojos azules y salvaje.

Al margen de tan ásperos meandros, el planteamiento novedoso de esta Era Hiboria donde habita Conan, es que sirviéndose de la especulación evolutiva entrega poderosos argumentos para hablar de razas y naciones completas que han avanzado hasta conformarse en hombres como nosotros a través de los eones, pero también utiliza estos mismos argumentos para introducir bestias en sus tramas, alteraciones que han provocado desviaciones en el tronco, involuciones de hombres que han descendido hasta asemejarse a gorilas o babuinos, surgiendo hordas de auténticos monstruos que aún para los mismos bárbaros son amenazas ciegas y demenciales. La naturaleza, en estos reinos, no siempre se presentan como armoniosa, sino que muchas veces hostil con las criaturas que subyuga, en especial con el hombre.

Un final abrupto de una carrera meteórica

El final de Robert Howard no pudo estar menos en sintonía con sus personajes: ahí donde éstos luchaban y superaban pruebas infatigablemente, saltando de encrucijada en encrucijada, algo, un estado de ánimo, una desgracia íntima, embargó y nubló su horizonte. Robert Howard fue un niño retraído y de pocos amigos, que una vez mayor dividió su tiempo en pasar horas en el gimnasio y en encerrarse a escribir y a leer para dar vida a un universo vivo y llameante que aún sigue palpitando. Cuando empezaron a publicar sus primeras obras, tenía sólo veinte años, y ya su padre le advirtió severamente que si no conseguía éxito con su emprendimiento, iba a tener que forzosamente matricularse en la escuela de negocios para dedicarse a la auditoría. 

Robert Howard fue una persona vital y enérgica, pero no pudo sobreponerse a los fantasmas que lo acechaban. Cuando su madre enfermó gravemente, y ya siendo desahuciada, le preguntó a un doctor de la familia cuántas probabilidades existían si alguien se disparaba a la cabeza con un arma de fuego: se excusó diciendo que necesitaba esa información para un relato suyo, pero los dados ya estaban lanzados. Embargado por problemas económicos, recordemos que el mundo se venía levantando recién de la Gran Depresión, siendo el único sostén económico de su madre, situación agravada por los gastos médicos y por el retraso en los pagos de las revistas, cuando supo que su madre agonizaba tomó la determinación final, que probablemente ya llevaba mucho tiempo masticando. De un disparo certero, un 11 de junio de 1936, acabó con su vida. En su billetera encontraron un papel escrito a máquina, era su despedida y decía: All fled -all done/so lift me on the pyre/ The Feast is over, and the lamps expire”, que podría traducirse así:

Todo voló, todo se fue

Ya pueden dejarme en la pira.

El festín se acaba

y las luces ya se apagan.

Conan en español

Existen múltiples ediciones del héroe bárbaro. Vale subrayar que muchas no son más que pastiches que realizaron colaboradores, y que las ediciones publicadas por Timún Mas o Martínez Roca no destacan ni por la traducción ni por trabajar con los materiales directos. La edición La reina de la Costa negra y otros relatos de Conan, de Cátedra, destaca por su contundente prólogo a cargo de Javier Hernández. La obra crítica Cuando cantan las espadas, a la cual de momento no he podido acceder, del medievalista y traductor Javier Martín Lalanda, es considerada como cumbre en nuestra idioma, pues explora de forma exhaustiva el universo creado por Rober Howard. La biblioteca del laberinto y Valdemar han publicado de forma copiosa otras vetas literarias del autor. En inglés, las mejores ediciones, rescatando el material original y inédito es patrimonio de las editoriales Wandering Star y la división de Random House, Del rey editions.  

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...