viernes, 2 de febrero de 2018

Lernet-Holenia: la obsesión por el móvil

Editorial Siruela
El Conde Luna: Alexander Lernet-Holenia
Traducción: J.R. Wilcock

1era Edición 1955. 167 páginas.

¿Cuántas novelas existirán sobre hombres que se obsesionan con otros hombres? Fuera del policial, en la que se repite la idea motriz del policía siguiendo la pista del delincuente, se me vienen a la mente un par, como por ejemplo Nocturno Hindú de Antonio Tabucchi, en la que un amigo sale en busca de otro amigo en una estrafalaria y ensombrecida India, o La verdadera vida de Sebastián Knight de Nabokov, en la que un hombre busca desmitificar la biografía de su hermanastro,  un insigne escritor al cual apenas conoce su obra.

Lernet-Holenia no es un autor que fácilmente se aparezca en el camino del lector. Principalmente porque no es citado o reconocido como un maestro, también porque su obra no ha sido expoliada por ningún sector de la crítica, cómo ha ocurrido profusamente con otros escritores que se desarrollaron en la primera mitad del siglo XX, como por ejemplo Borges o Kafka, por citar dos casos paradigmáticos de lo que significa una literatura de maestros pero sin discípulos.

Es el primer libro que he leído del autor, y su impresión me dejó tan buen sabor de boca, que en el futuro, sin dudar, le seguiré  la pista. Pero vamos ahora a lo que trata el libro.

El Conde Luna nos narra la historia de Alexander Jessiersky, un hombre de negocios que ha perdido el interés en los mismos, alguien con un pasado ensombrecido por familiares que nunca demostraron cercanía y cariño por los suyos, alguien que rápidamente aprendió que la familia no es necesariamente un refugio, el núcleo para encontrar cobijo y esperanza, alguien que, sin dudas, camina por un tablón con un abismo profundo a sus pies, pero que no se da cuenta que un paso en falso es sinónimo de perdición.

Las primeras páginas del libro se abren con la expedición del protagonista hasta Roma, y sin saber por qué motivos, soborna al guardia de una antigua iglesia para acceder a unas catacumbas de los primeros tiempos del cristianismo. El guardia le advierte que el ingreso está prohibido, debido a la peligrosidad del recinto; hace un tiempo, le advierte, dos religiosos se extraviaron y nunca más se supo de ellos, ni siquiera se encontraron sus cadáveres. Las catacumbas sugieren una construcción laberíntica, pero hay algo más, algo que debe ser resuelto al terminar de leer el libro. Al protagonista, Alexander Jessiersky, estas advertencias no le importan, él quiere ingresar a como dé lugar, y finalmente lo hace. Y como era de esperar, desaparece. Esto sucede en algún punto de los años cincuenta, y la primera parte del libro, que funciona a manera de prólogo, se recorta y su estilo cambia. Sabemos que Alexander Jessiersky está extraviado, y que en su país de origen, Austria, existe una orden emanada para buscarlo. ¿Por qué puede suscitar interés para las autoridades la desaparición de este hombre? No es un motivo fútil o de poca relevancia: aquello se explicita en el último tramo del libro.

Tras la introducción que funciona a modo de prólogo, la historia es contada por un narrador que va recogiendo datos para armar una suerte de expediente, sumergiéndonos en el pasado del protagonista, enterándonos de su vida, de sus antepasados y sus relaciones familiares (explicado de forma muy sucinta), de la Segunda Guerra Mundial y el ascenso del III Reich, de la patética caída en desgracia de gran parte de la aristocracia con títulos nobiliarios que no valen nada, y  finalmente la aparición de un misterioso personaje, el que da el título a la novela: el Conde Luna. ¿En qué estriba su misterio? Parte por el nombre, y es que su linaje "Luna" pareciera remontarse a ningún lugar, como si efectivamente el hombre viniese desde el satélite natural o de algún pliegue oculto de la realidad. El conflicto central nace a raíz de la expansión de negocios de Jessiersky a lo largo de Austria, expansión que se topa de frente con los terrenos del conde Luna, quien de forma tajante se niega a vender sus predios. Por una escalada de trámites burocráticos, y la remarcada sospecha del régimen nazi sobre Luna (a quien se la cusa de tener preponderantes ideas monárquicas), es llevado a un campo de concentración, punto en el que tras el fin de la guerra, se pierde su paradero.

Las condiciones que llevan a Jessiersky a obsesionarse con Luna, parten por el hecho de que sus gestiones administrativas traen como consecuencia el encarcelamiento de Luna, y es la culpabilidad de haber empujado a la desgracia a otra vida, el motivo por el cual Jessiersky se empecina en acercarse a él, pero sus intentos son infructuosos, no pudiendo entrevistarse con él, o siquiera escribirle o saber datos relevantes de su figura. El tema es remarcadamente kafkiano, en el sentido de que A intenta llegar a B, pero un obstáculo, una fuerza superior o la simple burocracia, impiden que llegue a su destino. En este contexto, la novela se destaca por tener dos giros importantes: el protagonista sospecha que el Conde Luna lo acecha desde la oscuridad para provocarle daño, daños que reales o irreales, terminarán por llevarlo a la ruina moral. El otro giro decisivo tiene lugar en la última etapa del libro, giro que tiene matices policíacos, pero que se decanta por lo fantástico, aunque no abiertamente: esa indecisión entre el realismo y lo fantástico es el punto más alto de todo el libro, si consideramos a la ambigüedad como un valor en el estilo. 

¿Cómo se explica esto? La novela, escrita con una prosa sencilla y con ciertos visos de naturalismo decimonónico, comienza a desmarcarse de esta zona para situarse en algo que podríamos denominar como “extrañamiento progresivo”: hay algo que puede o no puede ser fantástico, y que lentamente se va instalando en la novela, borrando muy tenuemente las fronteras entre la realidad y el ensueño de lo relatado. 

No es casualidad que Lernet-Holenia sea un autor poco leído y celebrado: al revés de otros de sus contemporáneos, como el mismo Kafka, y otros grandes de entreguerras de la Mitteleuropa (pensemos en Zweig, Canetti, Walser) no fue poseedor de una pluma demoledora, ni tampoco tuvo ninguna participación destacada durante la etapa nacional-socialista (no se manifestó ni a favor ni en contra), y probablemente esa tibieza lo ha relegado poco a poco al olvido. Pero todas estas razones son extraliterarias, y si bien El Conde Luna no es una obra que destaque por su construcción o por el uso y abuso del lenguaje, causa una grata impresión ver cómo el inicio y su final, dos piezas que parecen no tener relación entre sí, se engarzan magistralmente con el cuerpo central de la novela, generando una de esas raras obras que sin ser precursoras de algo nuevo, se salvan de la hoguera porque en su pequeñez brillan con luz propia sin deberle nada a nadie. Un autor para redescubrir.

viernes, 26 de enero de 2018

César Aira al triplicado: arte contemporáneo y fábula oriental



Editorial Emecé.
Actos de Caridad. Los dos hombres. El Ilustre Mago: César Aira
1era Edición 2017. 192 Páginas

César Aira se ha convertido en uno de esos escasos escritores que desestabilizan las nociones preconcebidas que tenemos de la literatura. Así, la Literatura (con mayúsculas) que parece ser esa máquina acorazada e indestructible que se traga a los autores y les impone sus reglas en un loop eterno, de repente no era tan indestructible como creíamos, ni todo estaba dicho y escrito.

No es que Aira haya descubierto la pólvora. Más bien la perfecciona.  Entre sus antepasados más directos encontramos a Juan Emar, escritor que hizo una rara fusión entre el campo chileno y la vanguardia, y Raymond Roussel,  que por medio de la combinatoria y los juegos de palabras anticipó a los surrealistas franceses y a OuLiPo.

El lugar que Aira ocupa en las letras ha dejado de ser marginal, y su radio de influencia aumenta con el tiempo: si durante los ochenta escribía novelas breves que se auto-saboteaban destruyendo sus premisas con finales espectaculares y giros impensados, y durante los noventa comenzó a integrar con mayor ahínco elementos de la cultura popular (científicos locos, robots, enanos, travestis, superhéroes, dobles), la fase más reciente de su escritura incorpora imágenes y conceptos provenientes del arte contemporáneo. No es que sea un escritor que siga una escritura programática; probablemente desde un comienzo estuvo todo en Aira, pero cada época ha ido modelando y acentuando ciertos elementos que antes eran más o menos visibles.

Emecé ha reunido 3 nouvelles de Aira de similar extensión (60 páginas promedio), publicadas anteriormente en pequeños tirajes por editoriales pequeñas, y que de no ser por este gesto, para el lector habría sido complicado hacerse con una de estas copias. Esto ocurre porque la tendencia del escritor argentino es publicar en grandes y pequeñas editoriales, en distintos formatos y tirajes, por lo que una tentativa de leer todo lo que ha publicado se vuelve casi imposible, pues Aira no concentra en un solo país toda su producción, dispersándose en múltiples latitudes y formatos.

Pero vamos de lleno a lo que encontraremos en estas novelitas. La primera, Actos de caridad (publicada originalmente por la Editorial Hueders), narra como si se tratase de un catálogo de decoración el devenir de varios sacerdotes, quienes llegan hasta una casa en medio de un pueblo hundido en la miseria. No obstante no se trata de un catálogo frívolo: hay reflexiones filosóficas en torno a las necesidades materiales y espirituales de quiénes morarán en la casa, el detalle descriptivo se conecta con un despliegue obsesivo y  microscópico de los arreglos que van realizándose en la casa, desde las paredes, el piso, hasta la creación de salones y todo lo que se necesita para amueblarlo y hacerlo funcional.  ¿Es que vamos a leer durante el resto de la obra descripción tras descripción del mobiliario que se despliega ante la imaginación de uno (y varios sacerdotes) para decorar una casa y transformarla? Sí, y no a la vez. Sí, porque tras la acumulación de detalles sobre el desarrollo de la casa, subterráneamente se desarrolla una historia paralela no contada, pero sí sugerida, de un pueblo de personas hambrientas y convalecientes que necesitan de la caridad religiosa para subsistir, pero que el sacerdote aludiendo a razones que podrían ser o no teológicas (podrían, porque la fabulación aireana se basa en romper el verosímil recreando un mundo ordenado a partir de la pura imaginación), posterga y posterga y posterga… Hasta el absurdo, como en las mejores piezas de Kafka o en las paradojas de Zenón, en la que alguien o algo intenta llegar a un destino, pero de forma razonada se interponen mil y un obstáculos. El relato no se cierra de forma explosiva ni inesperada, como en otras obras de Aira, sino que de forma reposada se proyecta al infinito lo que podría ser una moraleja sin moraleja, o un cuento de hadas sin hadas.

Con Los dos hombres entramos sin más preámbulos a la relación del narrador con dos hombres deformes, uno con los pies gigantes y el otro con las manos gigantes, quienes viven dentro de una casa, van desnudos, y que son mantenidos por el narrador del relato. A diferencia de otras historias, que comienzan en un marco híperrealista cotidiano y comienzan lentamente a contaminarse o desbordarse hacia lo fantástico y lo imposible (siempre es un interesante ejercicio “ver” esa transición, el hilo que se corta entre un realismo hiperlógico y el cuento de hadas en otros de sus trabajos), acá desde un inicio se nos presenta lo imposible de la escena. Como es usual en su novelística, sus narradores tratan de buscarle una explicación lógica a hechos que desafían toda lógica, deteniendo el flujo de la acción de lo narrado para convertir en pequeños tratados o ensayos intercalados asuntos que escapan a los mismos temas que plantea, para conectarlos con otros muy disímiles, enhebrando asuntos muy dispares de forma muy fina; en Los dos hombres, pues, aquella aberración de la naturaleza le sirve para hablar nada más y nada menos que del arte contemporáneo, específicamente sobre la puesta en escena de la obra de arte, ya sea a través de la fotografía, el videoarte o el dibujo. Las piruetas narrativas de Aira pueden chocar o sorprender al lector poco enterado y entrenado en su obra, pero para quienes estamos familiarizados con su trabajo, volvemos a ver que su búsqueda imaginativa siempre se encamina para abrir nuevas puertas respecto al estatuto de la novela (cuestionándolo, anulándolo o deformándolo), poniendo en crisis las nociones de representatividad que podemos tener respecto a la ficción.



La tercera y última novela que cierra el conjunto es El Ilustre mago, novela que podría estar inserta dentro de alguna especie de ciclo sobre la auto-conciencia de César Aira como novelista, en la que él mismo se sitúa como personaje, y en la que deja entrever sus mecanismos literarios y su particular relación con la ficción. El argumento se puede resumir así: el escritor protagonista se encuentra con un hombre que dice tener poderes, poderes que violan las leyes de la realidad y que podría traspasárselos a él, con lo cual podría concluir su anhelo de volverlo millonario. ¿La prueba? El mago, ante un alelado César Aira, le muestra que puede convertir un terroncito de azúcar en oro puro. ¿Cuál es la condición? No es menor, y estriba en que éste debe dejar de leer y escribir para  recibir el beneficio. Por supuesto que el argumento no es más que la excusa para adentrarse en otros terrenos y reflexiones, porque el libro no trata precisamente sobre un mago, un escritor y poderes especiales, sino que se direcciona hacia el poder de la ficción y la lectura misma, poderes que podrían estar siendo acechados o no, por fuerzas ajenas a la literatura.

viernes, 19 de enero de 2018

Pierre Bayard o el arte de la no lectura

Editorial Anagrama.
Cómo hablar de los libros que no se han leído: Pierre Bayard (Ensayo)
1era Ed. en español 2008. 200 páginas.
Traducción: Albert Galvany Larrouquere

Lo positivo de enfermarse, sobre todo de enfermedades graves, es que todo el vacío del tiempo cae a cascadas sobre la inmovilidad del enfermo, y esa inmovilidad es fundamental para la lectura. En realidad no me refiero a cualquier enfermo, tampoco a cualquier enfermedad, en realidad lo que quería hacer notar es que existen libros, grandes, voluminosos, como En busca del tiempo perdido, de Proust, o Umbral de Juan Emar, que parecen concebidos más para gente con piernas fracturadas, caderas rotas, tísicos, y toda una larga lista de patologías que inmovilizan y nos anclan a una cama, que para el ciudadano común de a pie, ese que lee poco, o lee mal, y no porque no le guste leer...¡cómo no le va a gustar leer si leer es tan entretenido! No lo hace, simplemente, porque no tiene tiempo para leer. Pero tiene tiempo para mirar horas interminables las redes sociales a través de su móvil, o para darse maratones interminables de Netflix, por mucho que el cristiano en cuestión trabaje o tenga mil responsabilidades por delante.

La verdad es que los únicos que sufren ansiedad por no leer, por no tener un tiempo más amplio para hacerlo, somos los que leemos, los que estamos constantemente haciendo listas escritas o imaginarias de libros por leer o releer, los que estamos (o no estamos) hasta el cuello con responsabilidades, buscando robarle horas a la rutina, ya sea en el trabajo, o arriba del transporte público o entre sueño y sueño, para poder dejarse arrastrar por el vicio impune. 


Ante la ansiedad de no lecturas, es que Pierre Bayard expone una singular tesis. En Cómo hablar de los libros que no se han leído, Bayard afirma que en nuestra memoria, en nuestra biblioteca individual, existen un montón de baches, de lagunas mentales causadas por la desmemoria y/o la imposibilidad física, monetaria o azarosa para conseguir libros fundamentales para nuestro espíritu, tan culto, cautivo y cautivante de lecturas. Bayard toma esta premisa, pero da un paso más. Afirma que en un contexto académico, tales lagunas son imperdonables. La no lectura de Hamlet para un profesor de literatura inglesa, es igual de devastadora que la no lectura del Quijote, si se trata de un profesor de literatura hispánica. Hay libros canónicos, una lista mínima necesaria que debe conocer un académico. 

Pero para el resto de los mortales ¿a qué se refiere Bayard con la no lectura? El asunto parte con la proposición lógica de que somos incapaces de retener la totalidad de un libro: la memoria actúa como una especie de fotocopia errónea, llena de jeroglíficos que luego son reinterpretados por nuestro consciente. Pierre Bayard traslada un concepto del psicoanálisis a este ámbito: los “recuerdos pantalla”. Esto tiene que ver con ciertos recuerdos de nuestra infancia, que al ser tan dolorosos, nuestro inconsciente, incapaz de tolerar tales imágenes, suplanta con otro recuerdo al trauma, haciendo más tolerable nuestro porvenir. En el caso de la lectura, al no poder recordar cada fragmento del libro, creamos un “libro-pantalla”, una superposición general y bastante antojadiza del verdadero libro.

Sin embargo, el concepto de no lectura no se limita a los libros olvidados, también existen las categorías de “libros hojeados” y “libros desconocidos”. Son tantos los libros que los cánones culturales (piénsese en el monstruoso Harold Bloom) empujan a leer, y es tan escaso el tiempo, que muchas veces debemos aplicar lecturas antojadizas, rápidas, para hacernos una idea general de un libro. También existen comentaristas que nos hablan sobre libros que jamás hemos escuchado hablar, ilustrándonos a veces en dos líneas, o con el mero título del libro en cuestión, de qué podría tratarse tal obra. La no lectura empuja entonces al lector a situarnos de manera imaginativa al interior de las páginas del libro hipotético, a recrearlo por medio de un par de líneas, o inclusive por la portada o arte del libro.

Bayard, por cierto, no escribe un burdo manual para hablar en público de libros que no se han leído, sino que al contrario, toma como hecho fundamental que en todo ámbito de la vida humana reina una gran hipocresía –más aún y patente en el mundo académico- por lo que la no lectura no debe ser un escollo a la hora de hablar sobre aquellos libros no leídos, sino que nos insta a utilizar esta desventaja como un resorte imaginativo, que nos empuje a analizar detalles, arcos temáticos o personajes inexistentes, que sólo son capaces de existir gracias a la actividad creativa de los interlocutores.

Cada capítulo del libro contiene un ejemplo literario, que es examinado como si se tratara de hechos reales. Así, tenemos el secreto de la abadía y el libro maldito, en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, las delirantes aventuras de un escritor de best-sellers que es confundido con otro más selecto, en El tercer hombre, de Graham Greene, o el caso de un sectario grupo de críticos y editores que publican y critican sin la necesidad de leerse los libros, como se ilustra en Las ilusiones perdidas, de Balzac.

Este libro es una exquisitez, tanto por su humor ácido y refinado, propio de un Oscar Wilde disparando a quemarropa (el cual también es mencionado en la obra) como por su sentido lúdico de la literatura. Una vez terminada la lectura de la obra, de seguro que quedará discurseando en nuestras cabezas eso que siempre supimos referente a la conversación en torno a los libros, pero que nunca tuvimos la posibilidad de leerlo en un trabajo dedicado íntegramente al tema.

viernes, 12 de enero de 2018

Diez Notas a partir de Tardanza del fuego de Sergio Ojeda


Editorial Mago
Sergio Ojeda: Tardanza del fuego (Poesía)
1era Edición 2007. 58 páginas.

Sergio Ojeda es un poeta chileno que al margen de las modas y de la figuración pública, ha ido elaborando su obra poética desde el silencio, con versos contenidos que recuerden en gran medida a la poesía objetivista norteamericana, y en menor medida a la filosofía del lenguaje expresada por Wittgenstein

Veamos pues, en 10 partes, lo que nos suscita este libro:

1. Tres son las partes que componen el poemario: Los ghettos en la palabra, Las estaciones y Tardanza del fuego.

2. Versos cortos, precisos, de una prosodia y un ritmo calmo semejante al sonido de las mareas, recorren las venas del texto. Los poemas tienen una arquitectura delicada, en el sentido de que no es una poesía farragosa o volcánica, sino que muchas veces colindante al haikú, a la expresión mínima; se trata de  poemas que no pretenden ser estocadas ni armas de doble filo, sino más bien espadas de dos puntas, katanas, si queremos seguir con la comparación japonesa, que sin empuñadura, igual hieren, dejando como único rastro las marcas indelebles de la sangre:

Las fieras lamen sus huellas/ desarman sus envoltorios/ destrozan centímetro a centímetro/ el cuerpo del enemigo/ acumulan odio en las venas/ transformándose en borradores de sí mismas.

3. Los ghettos en la palabra: nueve piezas componen esta seria. ¿Por qué ghettos en la palabra? Problemente alude a las zonas mudas donde el lenguaje no puede penetrar, o mejor dicho: lo hace, pero siempre dejando un efecto residual, un montón de cenizas barridas por el polvo, imágenes que el poeta intenta restituir para referirse al amor, al quebranto, al odio, al mismo lenguaje, poesía consciente de sus alcances y limitaciones, poesía consciente de sí misma:

Esos viejos y necesarios/ lugares comunes/ repletos de miel./ Quizás/ un camino a esas conversaciones/ a las que no dimos importancia.

4. Los ghettos de la palabra y los moldes vacíos que deja la experiencia. Poética del contorno, pero también del extrañamiento, del movimiento en que una pieza encaja –o intenta encajar- con su molde, pero que sin el artificio barato, sin la metáfora probada o el efecto de magia ramplón, logra su cometido, dejando al descubierto sus fisuras, sus debilidades.

5. Las estaciones. Propuestas de lectura: a) como un solo poema, de golpe; b) como fragmentos que enhebran el mismo cuerpo del poema. Propuestas de lugares de lectura: a) sentado en un vagón del metro; b) caminando en un parque abierto, pisando las hojas secas; c) en un restorán viejo, bebiendo vino, al lado de un muro donde la pintura se descascara.

6. Se aprecia un gesto lárico del poeta, especialmente en Las estaciones:

La vida –ahora-/es un árbol sin raíces/ un mapa sin puntos cardinales/ Y –desde el borde- tú/ pretendes/ fotografiar el paraíso.

Poesía tributaria de Teillier, pero que no se petrifica en sepia: agrupa elementos de la (pos)modernidad y pasan a componer el telar de Ojeda: fotografías, un walkman, el rock, el metro, las fotocopias. Porque en sus poemas abundan las imágenes, que no se saturan caóticamente ni se desplazan ni luchan entre sí: se tiene la maestría para hacer que cada una resalte en el propio carril de su existencia.

7. Se presiente en la parte de Las estaciones un spleen baudeleriano, pero imágenes, objetos y otras presencias (ir)reales intentan poblar esa soledad. ¿Nos encontramos ante una sucesión inútil de estaciones del año? ¿Un recorrido en un tren sin rieles (o mejor, rieles sin un tren que los atraviese) en las paradas obligatorias de la vida, del azar, del destino?

8. Aferrados/ a una agenda inconclusa/ como si huyéramos del laberinto./ Nuestros lugares en el vacío/ pertenecen al paisaje.

9. Tardanza del fuego, cierre y final: El fuego, que puede ser la imagen del sexo (la carne abrasada), las formas cambiantes de Proteo (mar y fuego), la explosión de un mundo en llamas, el infierno, la furia, un cadáver consumiéndose lentamente en la hoguera, todas las anteriores, o ninguna. El poema señala y sugiere, no hace pedagogía, no busca instaurar una moral, sólo se limita a mostrar el sendero.

10. El acto de encender una fogata: asar la carne, quemar leña para calentar los cuerpos, fuente de luz y de calor, señuelo para despistar al enemigo. Pero también la fogata como una fuente de relatos, literatura oral en ebullición, poesía que escapa a los moldes de la mera figuración en verso y que se abre en los terrenos de la prosa:

Y si fuera cierto/ que somos leños/ ardiendo al atardecer/ Y que en esa agonía/ la ficción/ es una muralla/ al fondo del patio.

martes, 9 de enero de 2018

Apuntes a un año de la muerte de Piglia


No sé si exista una edad apropiada o exacta para descubrir a un autor. He leído juicios lapidarios en torno al tema, del tipo: "si ya no leíste a X a tal edad, te lo perdiste". ¿Acaso los autores están tipificados para ser mejor entendidos a una edad específica? A los quince leí Herman Hesse y a Julio Cortázar, autores que me parecían supremos maestros, pero que con la distancia y la acumulación de lecturas me han hecho dudar de su potencialidad, relegándolos a una imaginaria lista de autores de segunda fila o tercera fila, autores que están ahí para hacer correr las distancias de fondo a las generaciones más jóvenes, pero que pese a sus hallazgos y profundidades, con el tiempo es inevitable que se nos oxiden. 

No es el caso de Jorge Luis Borges, a quién también leí en esa época y lo sigo leyendo, y lo seguiré haciendo hasta que se me fosilice el cerebro.  Borges, al revés de los otros citados, no se quedan en simples hallazgos o profundidades, es un autor que tiene la rara virtud de ir creciendo con el tiempo, de complejizar más su literatura. La temprana lectura de Borges generó en mí una especie de muro o cortina de acero en relación a la literatura argentina, una suerte de cima a la cual era imposible seguir escalando y subiendo, pues más arriba no podía haber nada más que piedra y nubes ¿Podía existir alguien o algo más grande que Borges? 

Cuando cumplí veinte, escuché a Nicanor Parra que existía un súper Borges. Por supuesto que se refería a Piglia y que a toda vista, ese juicio era  una exageración. Piglia no apareció para rivalizar con Borges y superarlo, hizo algo mejor: lo integró, creando un nuevo eslabón en la cadena (Nabokov, que en su rol de crítico, o mejor dicho de comentador de literatura, hacía la comparación del oficio literario con los científicos, en el sentido de que el detalle literario con el transcurrir de los años se va puliendo. Así, no podemos imaginar a Homero o a Shakespeare narrando el nacimiento de un bebé, con toda su tensión y su miseria,  hasta que aparece Tólstoi con su Ana Karenina. Él, sin ser más que los anteriores, le da una nueva dimensión a las letras). 

Piglia fue un escritor fundamental, en el estricto rigor de la palabra. Leer a Piglia no sólo modifica y enriquece la visión de la tradición argentina o estadounidense, también es una transformación en la percepción de la experiencia y de la vida. Piglia fue uno de esos raros escritores que mezcló la alta erudición de forma amena (Formas Breves) con la calle y el policial barriobajero (Plata Quemada), creando entremedio todo un conjunto de notas en el diapasón de la literatura. 

Piglia, que no era ciego, se pone a usar el lente borgeano,  pero le aplica la microscopía: allá donde Borges era capaz de encerrar siglos de literatura en pocas líneas con su Kafka y sus precursores, Piglia fijaba su atención en el detalle, poniendo su énfasis en Arlt y en Gombrowicz, para hablarnos de la delación o del crimen. Y también de la plata. Piglia fue quien me abrió los ojos, en aquellos años en que terminaba de estudiar periodismo y no sabía qué hacer con mi vida, y yo tenía veinte y pocos, pero a pesar de tener muchas cosas, no tenía un mundo, iba desnudo por la vida,  leí un párrafo que me marcó: "un escritor necesita plata para poder financiar sus ratos libres". Listo. Con eso no sólo me entregó un consejo, sino que una ética y una moral. Entonces me puse a trabajar, incansablemente. Ello comprueba que la literatura es más que fuegos de artificio con moralejas manifiestas o solapadas: es una herramienta que al albur del fuego nos entrega más que el resplandor de la llama. Nos replica la vida en miniatura, la concentra en pocas páginas. Y esa es otra forma de presenciar el despliegue de la sabiduría. 
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