*Publicado originalmente en Lector.cl el 15 de julio de 2024
«Se imponía una neblina mortífera, una distancia entre la ciudad y él. Como si algo acechara y el peligro se acompañara de una soledad blanquecina».
*Publicado originalmente en Lector.cl el 15 de julio de 2024
«Se imponía una neblina mortífera, una distancia entre la ciudad y él. Como si algo acechara y el peligro se acompañara de una soledad blanquecina».
Arte de Frank Frazetta |
BAUTIZO DE FUEGO
Entré casi por azar. Me dijeron que tenía que ser casto, que tenía que donar el diezmo a la Iglesia, que mis mejores amigos serían los sacerdotes, y que bajo ningún motivo, so amenaza de castigo, debía codiciar riquezas y fama. A cambio de tanto sacrificio, se me entregaría una espada sagrada, una bella y reluciente espada, de acero forjado en hornos draconianos y con el mango confeccionado a partir de los huesos de un santo. Única condición para tamaña responsabilidad que conllevaba aquel poder: tenía que consagrarme a Tyr, el dios de la balanza y el martillo de guerra, y cual místico en trance conectándose con la deidad, su voz de trueno resonó con furia dentro de mi cabeza dictándome mis mandamientos: “Revela la verdad, castiga al culpable, deshaz los entuertos y sé siempre justo en tus acciones.”
Allá, por un lejano 1998, cual clérigo entrando al monasterio, hice mis votos, y junto a un grupo de compañeros de escuela, dimos inicio a nuestras andanzas en el mundo de Advance Dungeons and Dragons™, lo que auguraba un futuro lleno de magia, combates brutales, acertijos espeluznantes, presencia de entidades malignas, y cómo no, terribles aventuras en mazmorras repletas de sibilinas criaturas viscosas, atrocidades reptantes, trolles aulladores, y trampas, muchas trampas, que sortear.
Porque la primera e irrefutable verdad del mundo de los juegos de rol, es que una vez que se empuña una espada o un báculo, se levanta sobre la cabeza un sello sagrado o se guarda celosamente un pergamino, ya no hay marcha atrás: el juego de rol domina con sus tentáculos tu mente, invade tu inconsciente, y es el juego mismo la criatura más temible e invencible de todas, el boss más monstruoso, el desafío más terrible, el Dragón de flores rojas que describiría tan bien el poeta español Juan Eduardo Cirlot, aquel dragón como luminosa serpiente azul, que lame nuestros corazones de rocas tersas, cual espejo donde el mar extiende su metal incandescente.
Mis inicios en el mundo rolero fueron accidentados. Tendría catorce o quince años, cuando un compañero, que a su vez tenía a un hermano mayor, ya iniciado (y recordar, iniciado es la palabra clave de todo esto) nos conjugó, o mejor dichos, nos conjuró, junto a otros pocos elegidos, cual caballeros en busca del grial, para adentrarnos en un lugar, en un pliegue del espacio-tiempo que tenía como principal combustible y materia al fuego, pero no cualquier fuego, sino que al fuego secreto de los filósofos, que no es otro que la imaginación , poderosa matriz que nos ayudaría a desatar el desorden y la luz, el frenesí y la magia, y cómo no, la diversión a raudales.
¿UN JUEGO QUE SE JUEGA CON LA IMAGINACIÓN?
La visión que tenía de los juegos de rol en aquella lejana década de los noventa, estaba fuertemente anclada al mundo de los videojuegos; la saga Final Fantasy era prueba de ello, juego que rompía la lógica de los tradicionales matamarcianos o Yo solo contra el barrio, pues acá debíamos encarnar a un grupo de héroes que salían en busca de aventuras para destruir al dragón, robarle el tesoro y quedarse con la princesa. Y había que leer mucho texto para completar las misiones. Textos que venían en inglés. Las mecánicas de estos peculiares videojuegos se ordenaban en combate por turnos, lo que por supuesto para la gran mayoría de los jugadores de aquella época (y me consta que de hoy), era una lógica infumable, porque eliminaba el concepto de la velocidad y la inmediatez, sustituyéndola por una más arcaica y reposada, como el de la dama o los juegos de ajedrez. Mucho texto. Mucha lentitud. Ir de acá y de allá a un pueblo. No. Eso no atrapaba.
Pero volvamos al inicio. ¿De qué se tratan los juegos de rol de mesa? El sociólogo francés Roger Callois publicó en 1958 un libro que compendia muy bien cuál es la función de los juegos. Se trata de Los juegos y los hombres, libro que analiza y disecciona filosóficamente lo lúdico, categorizándolo en cuatro grandes grupos. El primero es el Agon, juegos de competencia como el deporte o el mismo ajedrez; Alea, juegos de azar, como las entretenciones de casino o el cacho; Mimicry, juegos de simulación, que tendría como pilar el teatro o los juegos de mímica infantiles; y finalmente Ilinx, los juegos de vértigo, que van desde los deportes extremos, a juegos más arriesgados donde es posible perder la vida, como la ruleta rusa (y que sirva como nota al pie: el escritor rumano Mircea Cărtărescu publicó una pequeña obra maestra sobre la ludopatía, un cuento llamado El ruletista, donde lleva hasta las últimas consecuencias el riesgo, el azar y el vértigo del juego).
Recordemos que Callois publicó este libro en la década de los cincuenta, casi veinte años antes del nacimiento del primer juego de rol con reglas de simulación y combate, el famoso Dungeons & Dragons™, publicado en 1974, que cumple este año medio siglo, elaborado, pensado y sacramentado por Gary Gygax y compañía. Pero más que trazar una historia wikipédica del género, lo que importa es comprender la múltiple naturaleza, cual hiedra, de los juegos de rol: son juegos que combinan el azar, la estrategia, la actuación, el riesgo y la imaginación, dividiéndose las categorías en dos grandes grupos: los jugadores propiamente tales, quienes interactúan en el mundo, y el árbitro del juego (Juez, Director, o Dungeon Master, y muchas denominaciones más) quien oficia de narrador oral e intérprete de un mundo, ya escrito y concebido, por él mismo o por otro autor, para generar una inmersión imaginativa, en el que todo cabe, sí, pero que se constriñe esa imaginación a un sistema o conjunto de reglas y a una verosimilitud enganchada según el mundo de juego: si estamos en una edad media fantástica no voy a tomar un avión o utilizar dinamita para completar mi objetivo, pero sí puedo utilizar un conjuro para volar o lanzar una bola de fuego épica legendaria ultra híperexplosiva.
Los juegos de rol son una suerte de literatura oral actuada, combinada con un sistema de azar que utiliza un juego de dados (de lo más simples hasta unos alucinantes, como los Zocchi), y que tiene la facilidad de poder jugarse siguiendo un reglamento (los hay de todos, de los más diversos), más lápiz o papel, aunque la experiencia inmersiva se puede amplificar utilizando miniaturas, mapas y diversa parafernalia que le agregan más sabor al caldo rolero.
MI EXPERIENCIA: DE NVEL 1 A DUNGEON MASTER
La palabra “iniciado” era fundamental en mi época para adentrarse al mundo rolero. En una época de pre-Internet, en la cual el escaso material que llegaba traducido desde España se encontraba en escasas tiendas capitalinas a precios elevadísimos, la primera trampa a sortear era conseguirse los manuales: tuvimos la bendita fortuna de contactarnos con un grupo de jugadores mejores curtidos y más viejos (el hermano mayor de un compañerito, Alexis Órdenes, saludos estés donde estés), quienes nos facilitaron las fotocopias, lo que incluía el manual de monstruos, las hojas de personajes y poco más.
La otra trampa a sortear era conseguir un grupo. Podías comprarte todo lo necesario para armar una partida, pero los libros no te decían cómo iniciar una partida; había consejos, recomendaciones, ejemplos, incluso algunos módulos (así se les llama a las historias lúdicas) pensados para ser jugados en solitario y así entender cómo era la mecánica del juego. En la era pre-Internet todo era diferente: había que conseguirse un grupo y experimentarlo en vivo, y la única posibilidad de contactar a alguien del mundillo era en ferias roleras o medievales, que con suerte se hacían una vez al año en alguna facultad de alguna universidad, o tener a un amigo, hermano del tío del amigo del primo, conocido de.
Y la trampa más difícil de todas era conseguir a un director de juego o un Dungeon Master. Ya volveremos a ello. Continúo relatando mi experiencia. La condición que se nos pidió al ingresar al grupo rolero era que no se debía hablar del asunto ni menos enseñarles a otros profanos, sagrada regla que violé, y tal Prometeo que roba el fuego a los dioses para dárselo a los mortales, por petición expresa de otro grupo de compañeros que querían adentrarse al mundo rolero, me senté con ellos a explicarles la mecánica del juego. Parte del encanto de este mundo era el secretismo, el de pertenecer a un club o secta oculta, y yo lo quebré en detrimento de difundir la buena nueva. Conclusión: me convertí en una suerte de traidor involuntario del grupo, siendo expulsado sin dilación por uno de los que oficiaba de jefe. Encogiéndome de hombros (nunca he tenido una naturaleza per se belicosa), lo vi como una oportunidad única: en mi grupo del cual fui expulsado tempramente, ya había dos o tres con pasta suficiente para ser Master, en cambio en el grupo naciente yo era el que lo sabía todo, y entre ser súbdito de la corona en un mundo dominado por grandes señores, o irse a una isla y mandar a dos o tres pelotudos y ser el rey, no había por dónde perderse.
Porque yo quería ser Master. Esa era mi ambición. Mi manera de estar en compañía. El problema, que yo no sabía, era que para ser un Dungeon Master había que tener una imaginación poderosa, una memoria prodigiosa, unos dotes actorales innatos, un histrionismo digno de un bufón, y una capacidad sobrehumana para improvisar; sin esas habilidades, muy lejos no llegaría en mi carrera. Para más inri, en nuestro nuevo grupo no teníamos nada, yo desconocía la mecánica de la magia y de algunos sistemas de daño, e ignoraba casi todo respecto al mundo de la narración oral. No teníamos ni hojas de jugadores, ni de monstruos, pero sí había lo esencial: un conjunto de reglas leídas a la rápida, un par de juegos de dados, y las ganas desaforadas de jugar. ¿Qué tanto me iba a costar plagiar al Señor de los Anillos, que aún no estrenaba película, pero ya corría el libro de boca en boca entre los compañeros? ¿Qué tan difícil sería tomar algún videojuego de RPG como modelo y calcar una mazmorra? ¿Era imposible describir un casco o una espada? Le echamos huevos y nos pusimos manos a la obra.
Los inicios fueron difíciles, pero todo se fue dando por añadidura. Había que seguir, sin claudicar. Las partidas eran grandes, épicas, a veces engorrosas o lentas, teniendo una duración media de seis a ocho horas. Como los mocosos espinilludos que éramos, probablemente nuestros padres vieron con buenos ojos que sus hijos se juntaran a interpretar un juego de imaginación; al fin y al cabo era mejor que estar bebiendo en una plaza o drogándose, pero lo que no vieron al comienzo nuestros amados padres, fue el hecho de que la bestia, el verdadero dios a derrotar en estos juegos, y ya lo dije al comienzo, no era el Desuellamentes, el Golem de hierro, o el pútrido, mágico y sensual Lynch, sino que era el juego mismo, que con sus seductores tentáculos se apoderaba de nuestros corazones con sus infinitas posibilidades. Era una adicción total.
SUEÑOS INFINITOS
Éramos hijos de la clase trabajadora, éramos casi todos, creo que sin excepción, una generación de hijos de padres que no habían ido a la universidad o que tenían exiguos estudios no universitarios. Y esa clase media, más o menos acomodada, que dependía de sus manos y de sus esfuerzos y una que otra recompensa para apañárselas, en hogares donde, o trabajaban los dos padres para lograr parar la olla, o donde la madre hacía de jefa de hogar y tenía que dirigir hasta el último milímetro para que no se cayera todo a pedazos, era el universo real, material y consistente en el que vivíamos.
Y ahí pasaba nuestra alucinación colectiva. Era real, pero no teníamos nada. A lo más éramos dueño de un juego de dados, y eso sí, todos los sueños del mundo adentro circulaban dentro nuestro. Y yo, cual Cristo barroco con los brazos musculosos de Atlas, era el responsable de que ese universo imaginativo tuviera consistencia para que un grupo de aventureros (¡saludos, estén donde estén!) de unos cuatro a seis jugadores pudiera recrearse en su fantasía luchando contra orcos, goblins, derrotar a malvados en ciudadelas o castillos: ¿cómo carajos se describía un castillo, una cota de mallas reluciente o una espada? Ahí tenía a Tolkien a mi lado, y cual maestro de ceremonias, batallábamos en un mundo creado que no era más que un kitsch de todo lo que se filtraba y que oliera a espada y brujería. Así, teníamos a un mago que se llamaba Gandalf Pendragon, otro que se llama Ruy Diaz de Vivar, e incluso un hobbit llamado Tatanka en honor a un luchador de la WWF a.k.a WWE. Uno de los combates que diseñé y que aún recuerdo, fue una lucha dentro de una jaula. El premio era una espada sagrada colgando de una soga, en un combate honorable que se llevaría a cabo entre paladines, pero la pelea era sin armas, y para ganar, cual evento luchístico, había que escapar de ella a cabezazos y patadas: el paladín vencedor se quedaba con la espada. O recuerdo también que había un tabernero gordo y calvo que se llamaba Willy, y cuando mis jugadores me preguntaron por su apellido, como tenía a mano un chocolate y ninguna idea de cuál podía ser su apellido, le puse Mantecol, Willy Mantecol, nombre que soltó carcajadas. Había otro personaje que era clérigo, y que también tenía vocación en el mundo real, pues quería entrar al seminario y ordenarse, por lo que entre cada pelea además de repartir hostias literales, rezaba todo el tiempo, incluso cuando corría detrás de los enemigos, otro hecho que despertaba carcajadas.
Ya no recuerdo cuántos monstruos, trampas y calabozos repartí a diestra y siniestra. Era un culebrón creciente de villanos, damas en apuros y renegados. Carecía en ese entonces de imaginación, memoria, capacidades histriónicas y de cualquier habilidad que me distinguiera de un mueble. No estaba ni de cerca de ser un Dungeon Master competente. Pero le ponía garra. Y la garra nos recuerda que la vida se parece a los juegos de rol en el sentido de que eres capaz de acumular experiencias para subir de nivel y mejorar tus habilidades. Y además de la garra, mis jugadores me apoyaban en todo lo necesario y en lo básico. Recuerdo que cada partida exigía preparación y lectura, y como estábamos en la era pre-Internet, debía buscar y asesorarme con algunos tesoros en copias vegetales (qué lindo término para distinguirlo de las copias digitales), como los cómics adaptados del universo de Michael Moorcock que eran una delicia, o la bendita y maravillosa revista Dragón Magazine, editada en España por Ediciones Zinco y milagrosamente vendida por estos pagos a precios asequibles, con unas portadas hermosas, un contenido brutal y muchas ideas y consejos para ser un buen jugador y el mejor Dungeon Master del mundo.
Pero los sueños —todo el mundo lo sabe— tienen un precio: descuidé los estudios, porque tenía que pasarme horas leyendo manuales y revistas, y cómo no, literatura fantástica, y si diseñar el juego y cada parte del mismo requería mucho tiempo, otra cosa era juntarse en una casa y jugarlo, ponerlo a prueba, y mejorarlo. Que el nivel de la armadura, que tal poción o hechizo, que la búsqueda se interrumpía porque faltaba un jugador clave, etc.
Las notas escolares de todos los jugones bajaba trimestre a trimestre, y como éramos hijos de una clase trabajadora que solo dependía de su esfuerzo y uno que otro pergamino o hechizo, las juntas se espaciaron y los encuentros comenzaron a escasear, hasta que llegamos de pie a cuarto medio y la ilusión y el sueño se diluyó: nos mandaron a preuniversitarios o debíamos redoblar las horas de estudio porque teníamos que rendir la PAA (Prueba de Actitud Académica), que luego pasó a llamarse PSU, y luego no sé cuánto más, rendición fundamental para ser alguien en la vida.
EL FINAL DEL CALABOZO: UNA LUZ OSCURA
Una vez que me desenganché de los juegos roleros, mis notas en efecto mejoraron. Pude rendir la prueba y obtener un puntaje decente, lo que me llevó a estudiar periodismo en Valparaíso y marcharme de la capital. Tenía dieciocho años, una biblioteca pequeña, algunos manuales de juego, y cómo no, los dados, que de la treintena o más que llegué a tener, conservo solo seis. En la universidad intenté reconectar con el mundo rolero, pero en ese tiempo había otro poder que señoreaba y se tomaba los campos de batalla. Me refiero a Magic: the gathering™, juego de cartas que también practiqué, y que debido a la velocidad de sus mecánicas y nula interpretación, seguías entregando, cual manantial mágico, acceso a mundos medievales fantásticos, pero en un formato de casino, rápido y azaroso, que combinaba la imaginería de Dungeons and Dragons, pero en partidas rápidas y efectistas.
TSR, la compañía más grande de juegos roleros, y creadora del juego que ha sido la matriz de este artículo, fue comprada por Wizards of the coast (en el año 1997, específicamente), los creadores de Magic, quienes a su vez —sólo dos años más tarde— fueron comprados por Hasbro. Era, a todas luces, el fin de una era. El rol, que nació en los sótanos estadounidenses empujado por un grupo de nerds e informáticos, se había vuelto un juego multinacional de salón, un juego mainstream ya no más para iniciados, y toda esa fantasía clásica también implosionó desde adentro. Aparecieron los móviles. Apareció la Internet veloz, y los muros del laberinto se deshicieron, dando paso a una nueva generación de jugadores, que ya, lisa y llanamente, la sentí diferente, y al igual que el expatriado o el que es traicionado y expulsado de un territorio, como el emboscado de Ernst Jünger, se repliega al saberse parte de una minoría no selecta, entiende que es una antigualla que ya no encaja con esa “nueva manera”, y así fue como colgué la espada, el báculo y la capa del Máster, y mi afición pasó al olvido.
NUNCA ENTRÉ AL BOSQUE
Llegaron los años dos mil, y luego los dos mil diez. Abandoné la narración oral pero la reemplacé por la escrita. Tenía la necesidad imperiosa de contar historias. Los juegos de rol para mí habían muerto, pero el Dungeon Master interno seguía latente, agarrado desde algún filoso borde de mi inconsciente. Escribí libros de temática policial y vagamente fantástica, los publiqué, terminé mis estudios, hice amigos y enemigos, escribí poesía, dejé de escribirla, me comprometí y formé una familia. Entré al trabajo, dejé adicciones, las reemplacé por otras. Fui creciendo. Me hice viejo. A ratos intentaba emular mi experiencia rolera y me ponía a mirar las portadas de las nuevas ediciones del centenar de miles de nuevos juegos que ofrecía el mercado. Ya no era lo mismo. No entendía nada. A veces jugaba sagas de capa y espada tipo Dark Souls o Skyrim para intentar emular esa vieja sensación de meterse a un laberinto, coger un tesoro, y cagarme a espadazos a un bicharraco. Lo hacía como quien de vez en cuando juega a la pelota o se echa una partida de ajedrez.
Las lecturas siempre estuvieron ahí, de lo más variadas: filosofía, religión, y literatura a raudales. Literatura de alta costura, clásicos, autores para gustos exquisitos. Pero también literatura carente de ambición. Literatura de evasión. Hace unos meses atrás cogí un viejo y ajado ejemplar de La espada rota de Poul Anderson, publicada el año cincuenta y cuatro, año mágico, porque ese mismo año se publicó El señor de los anillos. No obstante, La espada rota era todo lo contrario al mundo que se proponía Tolkien, una suerte de elegante cosmogonía teológica católica sin dioses, en la que el bien se enfrenta al mal en un mundo de elaborado diseño; Tolkien era Wagner, Anderson era los Sex Pistols, el punk de los mundos de fantasía: personajes boceteados a la rápida sin un trasfondo muy elaborado, mundos que eran pinceladas de novelas históricas y recortes de por aquí y por allá, y que sin embargo, brillaban con una intensidad única. La espada rota trata de un elfo llamado Skafloc, el cual vive en un mundo donde el reino de las hadas y el mundo humano coexisten; este personaje se embarca en una misión para liberar la espada rúnica Tyrfing de una maldición y así salvar a los elfos de los trolls. Sin embargo, también debe confrontar a su sombra, Valgard, quien ha usurpado su lugar en el mundo humano.
¿Dónde había leído antes todo aquello? Hace un año me puse a bocetear la historia de un aventurero, un tal Clemente, una suerte de mercenario que se enfrenta a brujas y a poderosos magos. Un kitsch de Conan el bárbaro de Robert Howard y del Berserk de Kentaro Miura. Era una historia demasiada básica, así es que para subir el listón lo metí dentro de un castillo que es sitiado por un poderoso enemigo, un emperador oriental levemente similar a Genghis Kahn. ¿Y luego qué? Le introduje una situación tipo la peste de Albert Camus mezclado con El cerco de Numancia, obra cervantina basada en el desesperado cerco que sufren los celtíberos, y cual kamikazes medievales, deciden suicidarse en masa antes que sufrir la opresión del imperio romano. Faltaba algo más, así es que acudí a una obra maestra de los libros de caballería: El Amadís de Gaula. Al releerla descubrí que todo el espíritu rolero estaba ahí puesto, en un español arcaico, pues seguía la misma lógica de los modernos juegos. Amadís, para armarse caballero, sale por las tierras y se enfrenta contra gigantes que salen de los caminos, enanos pérfidos, brujas y otros caballeros. Los combates son al azar y parecen armados con una tabla aleatoria, porque Amadís no necesita grandes motivos para enfrentarse a un rival. En un capítulo se describe su paso por “la puente” (en el español antiguo “puente” era femenino), y se machaca con otro caballero porque discuten quién tiene la dama más hermosa del mundo. El que gana tiene la razón, por lo cual solo el vencedor puede proclamar que su dama es la más bella.
Ahí había una génesis. Y ahí reparé en que siempre habíamos estado dentro de la mazmorra. ¿No es Alonso Quijano el primer jugador de rol en vivo, quien al encarnar a un personaje, a Don Quijote, sale por el mundo armado a “rolear”, teniendo al mundo completo como escenario de su juego? Reglas del juego por lo demás, determinadas por todos los amadises, palmerines, y demases que componían el enorme corpus de los libros de caballería, y cual manual, este manchego sometía a todo el mundo a su voluntad lúdica.
Hace poco descubrí un juego llamado Dungeon Crawl Classics. Es un retroclon, concepto que quiere decir que es la copia de un juego de rol, pero “a la antigua”. Los retroclones nacieron en una época, la actual, la nuestra, en que los juegos de rol se han estilizado y complejizado al máximo, al grado tal, que un movimiento conocido como OSR, que en sus siglas significa Old School Renaissance, es decir El Renacimiento de la Vieja Escuela, tiene como principios los mismos principios que compartí yo en su momento y que se reducen a: 1) simpleza, olvídate de las reglas complejas; 2) los personajes son héroes o mercenarios, no superhéroes intentando salvar al mundo; 3) lo que importa son las habilidades del jugador, no las características azarosas del personaje.
Han pasado casi veinte años desde que deserté del mundo rolero. Hace poco mandé a encargar a los señores de Goodman-Games el manual de juego mencionado en el párrafo anterior. El libro ya está en mis manos, es un objeto hermoso, un compendio de reglas y de arte clásico cargado a las tintas, nada de ilustraciones pasadas por filtros de Inteligencia Artificial o coloreadas por computadora. Tengo acá a mi lado el juego de dados. Probablemente necesite unos pocos más. Durante veinte años pensé que me había refugiado en el bosque, y cual emboscado, esperaría el momento adecuado para salir y disfrazarme de ciudadano normal y circular como uno más, entre la multitud. Eso ya no será posible. Porque me equivoqué. Nunca me metí al bosque. Porque nunca salí del horroroso Dungeon.
Originalmente publicado el 5 de enero de 2023 en PAN Magacín
«Plantearse escribir es adentrarse en un espacio peligroso, porque se entra en un oscuro túnel sin final, porque jamás se llega a la satisfacción plena, nunca se llega a escribir la obra perfecta o genial, y eso produce la más grande de las desazones.»
Enrique Vila-Matas
Para los que escribimos, la situación es irredargüible: tarde o temprano nos preguntan para quiénes escribimos. La pregunta, admitámoslo, más de una vez nos ha pillado volando bajo, como moscas aturdidas por el fuego, agazapados en el rincón más mísero de los rincones. Las respuestas desfilan como imágenes caleidoscópicas, a veces revistiéndose de dignidad, otras, explotando por ingenuidad.
—Escribo para el proletariado —dice el conductor de pueblos, o el que aspira a serlo.
Otros, poniéndose las calzas fucsias de la más hipócrita modestia, nos dicen:
—Escribo para los que no leen. —¿Eres Mandrake el mago que puedes hacer leer a los que no leen?
A veces el que responde admite con franqueza el fulgor que se desprende de su ponzoñoso ónfalo, y nos suelta sin asco:
—Escribo para mí mismo. —Como si nuestro señorito o señorita fuera el primer y último hombre en la Tierra. ¡Cuánta franqueza! ¡Cuánto pundonor!
No falta, en este selecto grupo de connaisseurs, el literato pasado (de moda y de copas), que, impulsado por profundas pasiones y afanes de cambios y revoluciones, afirma que escribe para ilustrar y educar a los hombres, enarbolando con puntero y monóculo, que la literatura está ahí en la mesa o sobre un cerro como bandera de lucha, dispuesta para mejorar al ser humano. ¡Muy bien! Aquellos deberían fundar una Escuela, o por lo menos, un Movimiento. La peor variante de estos idealistas es la de los moralistas, quienes creyendo que el arte es ese espejo que refleja a la naturaleza, debe mostrar lo bueno como ejemplo, y lo malo para ilustrar el pecado: más tarde, cuando nadie lo vea, el moralista se encabritará con una moza sobre los palafrenes, suspirando con violencia.
¿Pero el arte es ese espejo opaco de bordes bruñidos, o es más bien, como dijera Waldo Rojas (1944), la realidad del reflejo?
Pero no nos desatendamos de lo central: la mayoría de los que afirman ser escritores (¡y lo hacen con todo el derecho del mundo!, con ese mismo derecho a colgar en pendones sus lustrosos nombres en conversatorios donde nadie conversa, o a poner en sus redes sociales tags en inglés tipo #writer o #writerlife) no suelen enarbolar a la escritura como un arma de lucha cargada de futuro, o como un medio para inspirar a las masas; no escriben para las amas de casa, ni para el oficinista, ni para el minero, o el pálido universitario, no les interesa el concepto de la patria y mucho menos la revolución, escriben, escriben no más. En ese contexto: ¿para quién carajos escriben? ¿Cuándo se jodió el escritor? Para ser escritor hay que dejar de escribir, pues aquel valioso tiempo es necesario utilizarlo a fondo para gestionar las redes sociales, saber posar bien, con ropa provocativa o literalmente en pelotas, ofrecer talleres (como si el genio pudiera traspasarse de mano en mano pagado en cómodas cuotas), hablar, hablar harto, en lanzamientos y conversatorios a los que solo asisten viejos casposas y viejas bostezantes, hablar, hablar, de lo que sea, de la contingencia ¿por qué no?, de la última serie de moda, de la película gringa que la rompe en taquillas. Escriben, espejo de Narciso, para que los reconozcan como escritores, porque antes que redactar un pobre y triste soneto, un cuentito de cien palabras o la lista de supermercados, es importante verse y parecer un escritor (no olvidar el pendón).
¿Y quedan escritores que leen? Si vivimos en un medio donde campean los pompiers, los escritores que sobresalen por sus conocimientos lectores prácticamente no sobresalen, la mayoría prefiere vivir ahí, acá o allá, refugiados al calor de las redes sociales, acaparados en su metro cuadrado, en su caverna del yo donde es mucho más confortable buscar el sobajeo y el agasajo, que endurecer la musculatura cerebral con arduas, fatigosas e inmarcesibles lecturas, ese campo de entrenamiento bestial en que se goza con la virtud –o falta de virtud— de los que escriben.
Y aún no hemos respondido lo central: ¿Y para quiénes mierda escribimos, Dios mío? Tranquilidad. Como dijera el poeta catalán Joan Margarit (1938-2021), la respuesta no estaba lejos, no era difícil: se escribe para los que leen novelas, cuentos y poemas, y no hay más misterios ni huevos órficos que desentrañar.
El arte del disfraz, cuando se lleva a cabo con el propósito de evitar ser reconocido, implica una meticulosa atención a cada detalle de la caracterización. Un ligero tic o incluso el tono de voz pueden comprometer el conjunto del disfraz, revelando la verdadera identidad del individuo y anulando así su propósito de ocultarse. Esta práctica difiere notablemente de la utilización del disfraz en contextos teatrales o festivos, donde su objetivo es resaltar una representación alegórica o interpretativa dentro del marco del arte. Sin embargo, disfrazarse con la finalidad de evitar la detección en la realidad plantea complejidades que aún no han sido abordadas en profundidad por la teoría académica. Aunque el arte y su correspondiente bagaje teórico pueden proporcionar herramientas útiles, no pueden abarcar por completo la complejidad de este tipo de intento.
La acción de disfrazarse para actuar supone una inversión de intenciones en comparación con el acto de disfrazarse para integrarse en la realidad circundante, y en algunos casos puede implicar motivaciones detectivescas. Sin embargo, el uso indiscriminado y superficial de estos términos puede llevar a malentendidos. En este sentido, el verdadero objetivo no es ser confundido con otra persona, sino lograr que aquellos que lo observaran no reconocieran ninguna faceta de su apariencia o comportamiento. Buscaba generar una sensación de indiferencia en el observador, similar a la que se experimenta al mirar un objeto inanimado. En este contexto, un disfraz llamativo sería contraproducente, ya que atraería la atención sobre él y pondría en peligro su objetivo. La mirada escrutadora y penetrante de los demás podría comprometer su estrategia.
*Publicado originalmente el 21 de octubre de 2023 en Lector.cl
En su conferencia El cine es otra vida, Raúl Ruiz intenta hacer una definición del cine, y para ello se sirve del ojo, como símbolo y como disparador de tramas. Ruiz afirma que el ojo tiene al menos treinta funciones, pero destaca que existen dos que sobresalen: el vértigo y la contemplación; estas funciones a veces se superponen o se distancian, y entre aquellos polos surge el descubrimiento y la observación; el ojo convierte una narración en un objeto, y en ese movimiento puede nacer aquella turbulencia que nos extravía, que nos saca de una realidad, para ponernos (a rápida velocidad) en el ojo del huracán. La erudición del cineasta chileno es conocida: afirma que este ojo es un Ojo Maligno, y para ello se sirve de un oscuro tratado de magia, del también oscuro Enrique de Aragón, conocido como el Marqués de Villena (1384-1434), una suerte de Cagliostro o Paracelso español, que prefigura ese renacimiento de alquimistas y magos que combinaban la ciencia con lo sobrenatural. Este tratado, que no es otro que un tratado sobre el mal de ojo, afirma que basta con desear el mal intensamente para manifestarlo en la realidad, así fue posible que un grupo de brujos invadiera el cerebro de un rey para dejarlo ciego e inútil.
En
efecto, el cine es la faceta final de un desarrollo tecnológico anclado a saberes
científicos, pero su prefiguración está en los tratados filosóficos, en los
libros de caballería, en las pinturas y grabados, en la poesía y el canto. Y
cómo no, en el cuento, heredero de una tradición oral, acaso una de las
primeras formas narrativas. Larvados, de la autora chilena Andrea
Calvo Cruz (1981), es un libro de cuentos que se puede relacionar estrechamente
con el Ojo Maligno que imagina Ruiz: ya desde su portada asistimos a un ojo
gris lacerado, del cual emerge una larva. El ojo, con el párpado abierto, emite
un reflejo que bien podría ser dolor, bien podría ser fascinación, o ambas,
solo hay ojo, no vemos la contracción o el rictus, la cara está ausente, por
ende, el ojo es la única identidad visible de esa laceración.
«Camera Obscura» es el relato que inaugura el libro. La cámara oscura es
un instrumento óptico que es negro y permite obtener una proyección plana de
una imagen externa sobre la zona interior de su superficie, proceso que
antecedió a la moderna fotografía. ¿Qué nos quiere revelar pues, esa cámara
oscura? En esa pregunta reside el ojo y la propuesta escritural de Andrea, que
con una prosa directa y sin florituras, se atreve a sondear zonas, y cruzar
límites y umbrales, que muy pocos se atreverían a pasar.
En
Larvados abundan textos breves de dos a tres páginas; el resto se decanta por
la mediana extensión, que no suelen superar las diez páginas, y salvo uno que
otro tropiezo («La última cena» y«Devueltos al remitente» están bajo el
promedio), es destacable la concisión y la coherencia de su poética, con
temáticas centradas en la redención, el abandono, la venganza y la violencia
pura, esa violencia sin signo ni moral, que está ahí, es palpable y cotidiana,
pero que no visibilizamos, y he ahí ese Ojo Maligno, que como los pétalos de una
flor asesina, se abren para brindarnos vértigo y contemplación.
«Sandías»
remite a un descubrimiento, casi por azar, de un niño que no debería oír
ciertas conversaciones -y el ojo se desplaza a oído- trayendo consigo una
práctica tan común como cortar una sandía, pero con un trasfondo de muerte y
tortura. Otro relato, «MATArT» escrito a la manera de un monólogo con un
testigo etéreo (o puede que sea a revés, un narrador fantasmal frente a un
testigo físico) invita a la masacre:
«Observa.
Toca la imagen que tienes frente a ti. Siente el frío del vidrio con la yema de
tus dedos. Esa que ves ahí no soy yo. Esa que está ahí fue la que crearon y
ahora se despide».
Asistimos,
en al menos dos cuentos, a situaciones narradas que en términos psiquiátricos
jungianos se conoce como Madre Terrible, la contracara de la Gran Madre; ahí
donde ésta significa vida, salud, ternura, protección, la negativa es su
contrario; muerte, misterio, lo que devora, seduce y envenena (léase, los
arquetipos y el concepto de ánima). En «Sinfonía láctea», a través de tres
momentos, o mejor dicho movimientos, como los de una sinfonía, asistimos a la
gestación de una madre que deviene en maligna, provocando desesperación en un
hijo que no soporta su amor demandante, enfermizo y esclavizante.
En «Amarra de la libertad», uno de los cuentos mejores logrados del libro —por
su construcción clásica y su tono paródico que roza lo demencial—, Andrea Calvo
nos narra un conflicto que genera una madre sobreprotectora, ávida de lucha
social y antisistema hasta el paroxismo, confinando a su familia a una suerte
de colonia cerrada autosustentable en la que no hay espacio para la disidencia,
transformando una familia común y silvestre, en una suerte de cárcel, de torre
inexpugnable donde la libertad es la primera en morir, todo por el
medioambiente y la ecología. «Anatema», es otro relato en la que asistimos a la
vida de una mujer traumatizada, acaso exorcizada, por un sacerdote, vertiendo
amplias dosis de locura en su cotidiano, lo que la llevará a experimentar una
suerte de psicosis religiosa, con imágenes bíblicas devoradoras que la
atormentan.
Los
hombres extraviados y malignos abundan en Larvados. Suelen ser artífices y
víctimas del mal, como en «Camera Obscura», «Cuando todo se alinea» o «Juego de
manos», este último en clave de espionaje y conspiración, que rompe con el tono
general del libro, ruptura que el lector agradecerá, porque no hay nada peor
que un libro de cuentos homogéneo y repetitivo.
La
venganza es otro leit motiv: «Talión», «Tesis de grado» y «La sentencia del
clan», conforman una trinidad en la que el rencor, la violencia planificada y
el desenlace fatal los hermana. En «TaliónK el tono es histórico, la narradora
es la hija del profesor e impulsor de la educación pública don José Bernardo
Suárez, quien con furia contenida asiste al funeral de su padre, junto a «los
buitresK, políticos que se llenaron la boca con su legado sin una verdadera
retribución en vida —cualquier parecido con la realidad es solo coincidencia—.
En «Tesis
de grado» aparece también la educación como telar de fondo. Se trata de la
venganza premeditada de dos estudiantes mujeres contra un profesor
universitario abusador. En «La sentencia del clan», la venganza va contra una
mujer por parte de un grupo, a quien le ponen el traje de chivo expiatorio, al
haber permitido el abuso de su hijo por parte de un degenerado.
Por
último, como mención aparte, no podemos dejar de mencionar el cuento con el que
cierra el libro «Los yuyos de María», uno de los mejores del conjunto. Un grupo
de jóvenes aficionados a detectives investiga la muerte de María Moya, una
mujer de Calera de Tango aficionada al alcohol, mujer brava y atrevida,
conocida también como «la vieja del saco», por su intimidante figura, rudeza, y
por portar siempre una cartera negra ¿qué esconde ahí? Se pregunta el joven
narrador. No se trata de un simple Macguffin (esos objetos
irrelevantes que solo están ahí para que corra la trama), esa cartera y su
contenido serán fundamental para explicar no su desenlace, sino más bien el
desenlace de «otros», hombres maltratadores y dañinos del pueblo.
En una estela realista que recuerda a Manuel Rojas y González Vera, a la escritura de Marta Brunet, especialmente en sus cuentos Aguas Abajo respecto a la situación periférica de las mujeres, y a la crudeza del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, Andrea Calvo Cruz presenta un conjunto que augura a una escritora de fuste, que se atreve a poner la luz en aquellas zonas oscuras que nadie quiere ver, con un registro abocado a la indagación en el mal y en la violencia, oscuridad que brilla más en sus cuentos de corte clásico, que en las narrativas menos tradicionales.