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viernes, 13 de mayo de 2022

El juego, el amor y la prisión, en La Invasión Divina de Philip K. Dick

“Su liberación es lo que los encarcelará. Una paradoja: le hemos dado libertad al constructor de mazmorras. Es nuestro deseo de emanciparlos, hemos aplastado las almas de todos los seres vivientes” (PKD, La invasión divina)

La invasión divina (1980) fue una de sus últimas obras que publicó Philip K. Dick antes de morir. Con una larga serie de novelas que partieron en la década del cincuenta, su escritura, en este último trecho de su vida, había dejado totalmente de lado la introducción de adelantos tecnológicos, que como bien sabemos, es lo que “materialmente” dota de verosimilitud al género de la ciencia-ficción, la regla implícita con la cual se escribe ficción con la ciencia a un costado (o mirando detrás del hombro), para teorizar sobre la aplicación en un plano físico y posible una tecnología inexistente, pero que perfectamente podría desarrollarse en un futuro, aún ésta viole las reglas más simples de la física: se trata de una narrativa hipotética, que simula anclajes teóricos basándose en ciencias realmente existentes, o que podrían existir en una posible hibridación o desarrollo ulterior de un campo científico.

En La Invasión Divina están todas las obsesiones de Dick: la realidad material versus la realidad ilusoria, las conciencias criogenizadas viviendo en mundos ilusorios, el despliegue de poderes totalitarios y maquiavélicos, objetivados en este caso en un (im)posible bloque mundial dominado por la Iglesia Católica Islámica, y el Partido Comunista Científico. La novela (ya hablaremos de su argumento) está atravesada por un misticismo muy cercano a la gnosis y a la cábala, es decir, está más cerca de especulaciones religiosas que científicas, al grado tal, que la materialidad científica que plantea este mundo ficcional está rota, con campos de energía positrónicos o robots sirvientes que parecen sacados de los Jetsons (1962) o de películas clase Z. Los personajes aún escuchan música en cintas, cuando en Estados Unidos ya en 1978 se comercializaban laser discs, los antecesores del CD y el DVD. El concepto de la positrónica es aún más viejo: Isaac Asimov lo teorizó durante los años cuarenta, especulando que el cerebro de un robot podría estar creado en base a positrones, simulando las conexiones neuronales (que con el desarrollo de la informática y de la IA ahora no tiene sentido), dejando en claro que la veta de Dick como inventor de prodigios está acabada: poco tenía que hacer frente a la nueva avalancha de escritores anglosajones que teorizaban respecto al ciberespacio, sobre nuevas fuentes de energía que permitiesen alcanzar la velocidad de la luz o los últimos avances en materia de manipulación genética que precedería al transhumanismo.

El argumento se podría resumir en una suerte de surrealismo autobiográfico con altos toques de misticismo, dejando a un lado la parafernalia científica, que como siempre en los libros de Dick, son puentes para el desarrollo de la trama, y no hipótesis respaldadas en documentos científicos. La invasión Divina es una novela de fuertes ecos precristianos, específicamente enraizada con la tradición del judaísmo rabínico y su expresión en la Cábala, la Torá y el Talmud, en la que el creador de todo lo existente escogió a un pueblo (el único que aceptó ciegamente sus preceptos), para que su palabra se diseminara por el universo. Asistimos pues, a un regreso de la Divinidad, quien fecundando a Rybys, una mujer hipocondriaca que sufre de una enfermedad terminal, une su destino con el protagonista del libro, Herb Asher.

En esta ocasión, como un demiurgo, Dick despliega la trama a través de diversos planos, estableciendo un mundo narrativo en el que: a) los protagonistas viven encerrados dentro de cápsulas en el planeta CY30-CY30B: b) pero en realidad sus cuerpos están destruidos y viven una fantasía criogénica, tal cual como una Matrix y: c) El niño que lleva en el vientre la mujer, que es Dios, lleva una vida normal en la Tierra, sin sus padres y con una enfermedad que afecta su memoria. Dios no sabe que es Dios, pero lo intuye, está a punto de recordarlo. Con este esquema, Dick vierte todo su espíritu lúdico de un director de juegos en su novela, moviendo a sus personajes como trágicas marionetas que no saben si es la realidad que están experimentando es una alucinación provocada por drogas o por una fuente externa; incluso el mismo Dios (Emanuelle es su nombre terrestre) ha perdido su ubicuidad y omnipotencia, por su problema mental, haciéndolo más equitativo al antidios o al némesis que debe enfrentar en un juego a muerte: a Belial, una antifuerza o antienergía primordial que se ha propuesto destruir a la existencia, al reino de Dios.

Los presupuestos teológicos y místicos que maneja Dick, no siempre son coherentes. Uno de sus personajes postula que viviríamos una realidad dual, como la presentan los gnósticos, un mundo material y físico creado por un demiurgo o Satanás, y otro espiritual que ha penetrado a este universo, luz divina del verdadero Dios. Pero al mismo tiempo, teoriza que este mundo material y espiritual es obra de Yah, o Yahveh como en las Antiguas Escrituras, pero con la Caída, fue corrompido y arruinado por Lucifer, incapaz de soportar la belleza de la creación. Las religiones, y las creencias, siempre fueron campo lúdico para Dick, por lo cual intentar armar una visión unitaria respecto a la divinidad en su obra, en particular en esta novela, sería una tarea infructuosa, llena de baches. 

El núcleo de este libro y donde propongo que mejor podemos entenderlo, es la libertad, entendida como una potencia creadora, una herramienta (nunca un fin) para quitarse de encima los velos o engaños, una llave para no extraviarse en laberintos mentales o metafísicos. La forma de la novela es la de una cárcel: Belial, el antidios, se encuentra enjaulado con forma animal en un zoológico, pero sus protagonistas están encerrados primero en cápsulas dentro de un planeta hostil y dañino, para luego descubrir que solo sus conciencias tienen sustento real, pues sus cuerpos están congelados. El mismo Dios de la novela está perdido en sus recuerdos, desconociendo su verdadera naturaleza, no es libre, pues desconoce las reglas del juego que él mismo ha creado.

El protagonista, Herb Asher, como bien decimos, cumple una función de un nuevo José, como padre de un niño Dios, pero vive una existencia mundana como propietario de una tienda de música y amplificación de sonidos. Como buen melómano, está obsesionado con una cantante, con Linda Fox, y como confidente, tiene a su amigo Elias Tate, que en uno de los mundos asume la figura de un anciano barbón con aspecto de mendigo, y en otro es un ciudadano negro que habla y predica todo el día sobre el fin del mundo y el próximo Advenimiento (así con mayúsculas) de una nueva religión o fe. Elias es el único que puede entender y comunicarse con las ideas más deschavetadas del protagonista, quien si bien no siempre está consciente de la realidad que padece, intuye la verdad. Linda Fox, representa para Asher la posibilidad de una nueva vida, pero llega a dudar de su real existencia, cree que es solo una alucinación de su mente. Hasta que en un momento la ve cantar en un concierto, ocasión en que está muy cerca, a centímetros, de poder hablar y conocerla. La novela plantea de manera muy ingeniosa la posibilidad de que esa hipotética relación amorosa reconstituya el orden del universo o termine destruyéndolo, y es en estas coordenadas donde aflora la prosa más profunda de Dick, preguntándose qué significa amar a alguien, cuáles son sus implicancias y por qué la entrega y la renuncia no siempre son opuestas, sino como en todo sistema lúdico, las más de las veces son parte de una estrategia, caras de una misma moneda, y por qué no, también una llave para salir de la prisión.

“Los que viven aquí abajo son prisioneros, y la peor de las tragedias es que no lo saben. Creen ser libres porque nunca han sido libres y no entienden lo que eso significa. Esto es una prisión, y muy pocos hombres han logrado adivinarlo.”


 

viernes, 31 de julio de 2020

El Conan de Robert Howard: una historia violenta de honor y barbarie


Ricardo Piglia, citando a Balzac, afirmaba que el mejor novelista del mundo era la plata, porque el sólo hecho de contar cómo se ganaba (o se perdía), y en qué cosas se podía gastar, traía inmediatamente a un primer plano una serie de conexiones, relaciones o impresiones, que servían para poner en marcha cualquier máquina creativa. El circulante, como bien sabemos, es producto de las civilizaciones, el cual debió aparecer para facilitar el intercambio de bienes y servicios en los mercados, que en alguna época pretérita tuvo como método al trueque, pero ahí donde se volvió imposible intercambiar mil onzas de trigo por cien cabezas de ganado (un paréntesis largo: pensemos en todas las dificultades que traía consigo operaciones mayores de trueque, la dificultad del acarreo, el transporte mismo y los peligros innatos producto del pillaje, no sólo con los asaltantes de caminos, sino también con los piratas, las tribus errantes, y mucho más), la acuñación de las primeras monedas inició el camino del dinero convertido en metáfora: ya no era literalmente planchas de bronce, vestidos o sacos de trigo, sino que ahora podía significar cualquier cosa que se pudiera comprar, lo cual incluye por cierto, a los sueños.

La historia de la civilización siempre ha tenido como contrapunto a la barbarie: ambos conceptos se necesitan para explicarse, pero el cerco que limita uno con otro ha sido tan variado y heteróclito como la vida misma. Si bien el salvajismo ha tomado diversas caras por medio de figuras del imaginario, como cinocéfalos (hombres cabeza de perro), gigantes, blemmys, orcos, goblins  o dragones, también ha sido encarnado por pueblos reales, como los aborígenes americanos, las tribus africanas, los vikingos o los hunos, por mencionar algunos. En términos generales, la separación civilización/barbarie opera por contrarios: donde la civilización incluye el uso de la ropa, el funcionamiento de instituciones políticas y las relaciones de pareja reguladas, en la barbarie prima la desnudez, las prácticas tribales como el canibalismo, y en términos sexuales la promiscuidad absoluta, incluyendo el incesto, la poligamia y la violación grupal.

Robert Howard: una historia de dinero y salvajismo

Uno de los pocos retrasos del autor
Una de las pocas fotos del autor

El dinero, visto como producto de la civilización y como metáfora, fue un tema que para el autor de Conan fue ineludible: la forma de su prosa adoptó las exigencias de un mercado y de un tipo de lector que no sólo moldearon sus principales temáticas, sino que su frenética producción obedeció a estrictas necesidades económicas. Recordemos que toda la producción de Robert Howard es la de un veinteañero, que falleció a los treinta años, y que toda su obra apareció publicada en diversas revistas pulps, como la Weird tales, o la Action stories, revistas que aglutinaban a decenas de escritores que debían seguir diversas reglas para complacer a sus lectores, que no eran precisamente caballeros de monóculo, frac y bastón, sino la gran masa ciudadana que compraba estas revistas en kioskos y no en librerías, y que leía expresamente para entretenerse: no eran snobs ni intelectuales que buscasen la quintaesencia de la sabiduría, por lo cual la única vara que se tenía para medir a esta literatura era lo impactante que podía llegar a ser: crímenes violentos, mujeres en poca ropa, monstruos, muchos monstruos, criaturas interdimensionales o científicos locos, eran sólo parte de una interminable tropa de personajes que poblaban estas demenciales páginas, muchas veces de escasa calidad, sea dicho de paso, con planteamientos y desarrollos estereotipados y esquemáticos, y personajes cuando no caricaturescos, lisa y llanamente planos, de cartón. En su idioma original se puede encontrar material en varios sitios de Internet, y en nuestro idioma existen por lo menos dos antologías, la Weird Tales (1923-932) antologada por Francisco Arellano y editada por La biblioteca del laberinto, y la esperpéntica y superlativa, Los hombres topos quieren tus ojos reunida por Jesús Palacios y publicada por Valdemar.

De toda esa legión de escritores que firmaron estas revistadas destacaron Dashiel  Hamett, Raymond Chandler, H.P Lovecraft, Clark Ashton Smith, y por supuesto Robert Howard, que como ninguno de los citados, se entregó con frenesí a cualquier clase de desafío escritural que se le presentase, escribiendo literalmente sobre lo que le pidieran: historias picantes, historias de boxeadores, westerns, terror, ciencia-ficción, histórico, y por supuesto, los relatos de aventura, género donde se destacaría notoriamente, con cuatro personajes fundamentales, Solomon Kane, Kull, Cormac y Conan.

El entorno de producción

Nunca antes, ni después, con la era dorada de las publicaciones pulps, nacieron tantos subgéneros literarios que dependieran estrictamente de un formato de rápido consumo, y por lo general ceñido a reglas editoriales que debían acatar sus escritores, so pena de quedar excluidos en la próxima publicación, lo que redundaba en no recibir las garantías económicas por cada relato aceptado y publicado. En esa época se solía pagar a centavo por palabra, por lo cual un relato era valorado según su extensión, paga que oscilaba entre los 10 y los 100 dólares, que en dinero de los años 30 se traducía entre los 100 y mil dólares de ahora. Robert Howard tomó la determinación de dedicarse íntegramente a la escritura, decisión que en su grupo era minoritaria, pues gran parte de los escritores de pulps (como los de ahora y de cualquier época), tenían otros oficios, como abogados, oficinistas, periodistas, profesores, etc. Para bien o para mal, la publicación de relatos pulps ayudó como nunca antes a la profesionalización del oficio, iniciativa enteramente propulsada por la actividad privada, sin necesidad de recurrir a financiamiento estatal o bajo el manto de instituciones académicas: las revistas crecían y los escritores surgían sólo si vendían, de lo contrario las iniciativas quebraban y redundaba en el cierre de revistas, como efectivamente pasó cuando muchas no pudieron mantenerse financieramente, ecosistema que finalmente terminó destruido no sólo por la reducción de ventas, sino también por la persecución de grupos moralistas, como el alcalde de Nueva York de la época, la influencia del American Mercury y del propio Parlamento, que veían a estas publicaciones como retrógradas, degradantes e inmorales (y lo eran), lo que redundó en lo inevitable: el debut y el ocaso de una forma de hacer literatura que duró poco más de una década, pero que su poderoso legado se percibe en la actualidad, en el cine, las historietas, los videojuegos, y por supuesto, la literatura misma.

Robert practicó boxeo, aumentando su masa muscular, lo que lo llevo a adoptar un físico similar a los héroes que retrataba.

Conan el bárbaro

Robert Howard tenía un método de composición fuertemente anclado a sus investigaciones en torno a pueblos y civilizaciones antiguas, en especial referente a los pueblos salvajes, que eran sus predilectos, pero a la hora de la escritura misma, cuando se sentaba a teclear furiosamente sobre su máquina Underwood, afirmaba que los rostros, los hombres y las tramas mismas se le “aparecían”, como si existiesen ya previamente en una realidad paralela y él simplemente se dedicase a transcribirlas, método compositivo que más nos haría pensar en místicos como William Blake o Teresa de Jesús, que en escritores de pulp, más dados a los esquemas y a los estereotipos. Es indesmentible que el Conan de Robert Howard se transformó en uno de los pilares de todo el género de espada y brujería, (o fantasía heroica) épica con reminiscencias de las gestas homéricas o los libros de caballería, y si lo ponemos a un costado de Tolkien por ejemplo, podemos constatar lo diferentes, casi opuestos, que como autores fueron. A diferencia del sudafricano, y de otros émulos posteriores, el mundo de Conan, denominada como La Era Hiboria, no reconstruye genealogías completas de héroes ni recreaba un universo de forma meticulosa; Conan es un héroe arrojado a la experiencia misma en un mundo violento dominado por los más fuertes y astutos, y ese mismo molde responde casi de forma fractal a todas las historias que protagoniza: lo vemos como rey, luego como mercenario, a veces como pirata incluso o ladrón; da lo mismo, se presenta una situación u obstáculo que debe resolver, unos cuantos giros a la trama y luego su resolución. Por formato no estaba destinado a formar una saga lineal, y su hechura, siempre partía por la presunción de que el lector se adentraba por primera vez en su historia, por lo cual era común que en cada cuento fuese presentado como desde el comienzo.

Un universo caótico se amontona sobre los escombros de la civilización

Lo que transforma a Howard en un escritor sobresaliente no es sólo la fuerza de su prosa: en realidad, su escritura nunca estuvo a la vanguardia, recordemos que en la década de los 20 y 30 ya escribían Kafka, Proust o Joyce, por mencionar a otros autores en las antípodas del texano. La escritura de Howard es diáfana y descriptiva: de no serlo, jamás habría publicado en las revistas pulps, pero como aquellos boxeadores que sin tener una técnica sobresaliente y si moverse en el ring con soltura, tiene un par de trucos que cuando los aplica bien, son tan eficaces que podría tumbar a cualquiera.

Lo primero que hace, es contarnos una historia como si se desprendiera de un universo mayor, un universo del cual nos llegan pequeños retazos a través de gestas o poemas, que dotan de mayor verosimilitud a su ficción, al grado tal de que pareciera estar haciendo fanfiction de una obra monumental ajena. La Era Hiboria[1], es una edad mítica perdida, que reúne elementos del feudalismo medieval y de la magia, con civilizaciones que recuerdan a los antiguos griegos, celtas, romanos e incluso egipcios, escenarios donde reyes déspotas aplastan a pueblos completos, y la aparición de seres interdimensionales sanguinarios son moneda corriente: los invocan brujos poderosos o magos, en entornos degradados que recuerdan que toda civilización, por muy avanzada o desarrollada, siempre oculta la basura en el patio trasero o bajo la alfombra.

Lo segundo, es que en sus historias subyacen filosofías y teorías científicas, es una literatura con ideas, un logro hiperbólico, si sabemos que toda su ficción pasaba por la revisión de editores que no pensaban estrictamente en términos artísticos, sino que numéricos; eran historias que si se volvían incomprensibles o no tenían respuesta de parte de los lectores, terminaban modificadas, cuando no en el tacho de la basura. 

Lo tercero, es la vivacidad de la acción, herencia de escritores de aventuras como Edgar Rice Borroughs (el creador de Tarzán) y una vasta tradición del siglo XIX, con escritores como Dumas, Kipling o Stevenson, pero con escenas mucho más estilizadas que los anteriores escritores, machacando en pocos párrafos toda la violencia que destilaba, ya no entre elegantes espadachines del siglo XIX, sino entre hombre y bestia, o ya de plano entre dos bestias salvajes, no vacilando a la hora de describir gráficamente hematomas, traumatismos, roturas o amputaciones.

Civilización versus barbarie

Una de las ideas más chocantes que puede provocar a los lectores de los relatos de Conan, es la manifiesta preferencia de Howard por la barbarie: no en vano el héroe es un salvaje, y por lo mismo, un fuerte sustrato nihilista acompaña sus visiones, muchas veces atacando a los civilizados por considerarlos blandos, deshonestos y falsarios. Esta idea no es descabellada, si consideramos que la aparición del primer homo sapiens se calcula entre unos 200 y 350 mil años, milenios donde no reinó ningún orden ni forma de gobierno más que la división en tribus y clanes: desde esa óptica, la civilización es casi un accidente cósmico, una conjunción azarosa de miles de variables que ante cualquier inminente evento, como una guerra nuclear, una cataclismo natural, o la aparición de un mega virus, podrían echar abajo toda esta construcción largamente escarpada en lo que parece estar al borde del abismo: una civilización de cimentos sólidos pero construida sobre un terreno tambaleante y frágil. Emerson, en su famoso ensayo Confianza en uno mismo, el cual pudo haber leído Howard (fue un lector omnívoro), tiene un famoso pasaje donde compara la suavidad de un hombre civilizado frente a la dureza de los rústicos: ahí donde el primer muere víctima de una estocada o una flecha, el otro, al estar desprovisto de los mismos cuidados que terminan ablandando los organismos, de seguro curará rápidamente sus heridas y se pondrá nuevamente de pie para seguir luchando.

El Conan de Robert Howard, y no necesariamente el que se ha masificado posteriormente en otros mass-media, es un hombre parco y de acción, pero no por eso una montaña de músculos sin raciocinio: tiene una filosofía de vida y una ética, lo cual nos empuja a repensar la figura del salvaje. Conan es un personaje libre, está más allá del bien y el mal, y categorizarlo como buen o mal salvaje sería caricaturizarlo. Su libertad radica en que no está atado, como nosotros los (pos)modernos, en tener que utilizar la razón y la gestión científica para asegurar nuestras metas: él está en contacto con lo sobrenatural, lo intuitivo y su conocimiento de las cosas son directas.

En uno de sus relatos mejor escritos, La reina de la costa negra, en la cual aparece Beltit, una guerrera que lidera una expedición de piratas que la veneran como una diosa, Conan sostiene un diálogo con ella en torno a la vida y la muerte, y le dice:

Déjame vivir intensamente mientras viva; déjame conocer los ricos jugos de la carne roja, el picor del vino en mi paladar, el caliente abrazo de los brazos blancos (…) Que profesores y sacerdotes y filósofos se ocupen de las cuestiones de la realidad y de la ilusión. Esto sé: si la vida es ilusión, entonces yo no soy sino ilusión, y siéndolo, la ilusión es real para mí. Vivo, ardo de vida, amo, mato y estoy contento.

En otro pasaje de ese mismo cuento, Conan relata que no comprende a los hombres civilizados, pareciéndoles afeminados y poco prácticos. En una ocasión es llevado ante tribunales, y ante la mirada severa y seria de los hombres de justicia, le piden que entregue a un amigo acusado de robo, pero el cimerio se rehúsa, porque aquello quebrantaría el código de la amistad. El juez se levanta y protesta, invocando al sagrado cuerpo de las leyes: como respuesta, Conan se levanta, le clava un hacha en el cráneo y arranca. La lealtad es un código inquebrantable para el bárbaro, y cuando expresa que no comprende a los civilizados, lo dice específicamente porque los hombres civilizados y exitosos no suelen surgir mediante anticuados códigos de honor y lealtad sino a través de argucias o soportes, que hoy en día podríamos llamar como redes de contactos o prebendas. Porque Conan, detrás de las aventuras y las correrías que vive, no hace más que interrogar a nuestro presente, y como observa en Más allá del río negro, ver a los hombres ocupados en asuntos de justicia y ocupando cargos públicos o políticos, no le hace más que llegar a la conclusión de que han enloquecido, por haber dejado de templar sus cuerpos en el frío y bajo el calor de la espada, viviendo la vida al límite, sin dioses ni paraísos.

Darwinismo invertido

El tema racial en los escritos de Howard, en especial en Conan, es otra de sus puntas de lanza. Suele ser algo que desdeñan muchos progresistas, al considerar que la visión del texano es vetusta, pues suele presentar continentes y razas completas de hombres que definen su ethos determinado estrictamente por su herencia genética. Los censores, los amigos de lo políticamente correcto, han llegado a censurar o modificar pasajes de las historias de Howard, pues como apunta el traductor León Arsenal en el libro Las extrañas aventuras de Solomon Kane (Valdemar), expresiones como negros salvajes, han sido cambiadas por negros guerreros, maquillando falsamente la obra howardiana, prejuicio estúpido por lo demás, porque la negritud nunca fue un problema para el escritor, y puestos a examinar como espías en busca de desviaciones ideológicas en su trabajo, no hay que olvidar que Conan era de tez morena, ojos azules y salvaje.

Al margen de tan ásperos meandros, el planteamiento novedoso de esta Era Hiboria donde habita Conan, es que sirviéndose de la especulación evolutiva entrega poderosos argumentos para hablar de razas y naciones completas que han avanzado hasta conformarse en hombres como nosotros a través de los eones, pero también utiliza estos mismos argumentos para introducir bestias en sus tramas, alteraciones que han provocado desviaciones en el tronco, involuciones de hombres que han descendido hasta asemejarse a gorilas o babuinos, surgiendo hordas de auténticos monstruos que aún para los mismos bárbaros son amenazas ciegas y demenciales. La naturaleza, en estos reinos, no siempre se presentan como armoniosa, sino que muchas veces hostil con las criaturas que subyuga, en especial con el hombre.

Un final abrupto de una carrera meteórica

El final de Robert Howard no pudo estar menos en sintonía con sus personajes: ahí donde éstos luchaban y superaban pruebas infatigablemente, saltando de encrucijada en encrucijada, algo, un estado de ánimo, una desgracia íntima, embargó y nubló su horizonte. Robert Howard fue un niño retraído y de pocos amigos, que una vez mayor dividió su tiempo en pasar horas en el gimnasio y en encerrarse a escribir y a leer para dar vida a un universo vivo y llameante que aún sigue palpitando. Cuando empezaron a publicar sus primeras obras, tenía sólo veinte años, y ya su padre le advirtió severamente que si no conseguía éxito con su emprendimiento, iba a tener que forzosamente matricularse en la escuela de negocios para dedicarse a la auditoría. 

Robert Howard fue una persona vital y enérgica, pero no pudo sobreponerse a los fantasmas que lo acechaban. Cuando su madre enfermó gravemente, y ya siendo desahuciada, le preguntó a un doctor de la familia cuántas probabilidades existían si alguien se disparaba a la cabeza con un arma de fuego: se excusó diciendo que necesitaba esa información para un relato suyo, pero los dados ya estaban lanzados. Embargado por problemas económicos, recordemos que el mundo se venía levantando recién de la Gran Depresión, siendo el único sostén económico de su madre, situación agravada por los gastos médicos y por el retraso en los pagos de las revistas, cuando supo que su madre agonizaba tomó la determinación final, que probablemente ya llevaba mucho tiempo masticando. De un disparo certero, un 11 de junio de 1936, acabó con su vida. En su billetera encontraron un papel escrito a máquina, era su despedida y decía: All fled -all done/so lift me on the pyre/ The Feast is over, and the lamps expire”, que podría traducirse así:

Todo voló, todo se fue

Ya pueden dejarme en la pira.

El festín se acaba

y las luces ya se apagan.

Conan en español

Existen múltiples ediciones del héroe bárbaro. Vale subrayar que muchas no son más que pastiches que realizaron colaboradores, y que las ediciones publicadas por Timún Mas o Martínez Roca no destacan ni por la traducción ni por trabajar con los materiales directos. La edición La reina de la Costa negra y otros relatos de Conan, de Cátedra, destaca por su contundente prólogo a cargo de Javier Hernández. La obra crítica Cuando cantan las espadas, a la cual de momento no he podido acceder, del medievalista y traductor Javier Martín Lalanda, es considerada como cumbre en nuestra idioma, pues explora de forma exhaustiva el universo creado por Rober Howard. La biblioteca del laberinto y Valdemar han publicado de forma copiosa otras vetas literarias del autor. En inglés, las mejores ediciones, rescatando el material original y inédito es patrimonio de las editoriales Wandering Star y la división de Random House, Del rey editions.  

viernes, 2 de agosto de 2019

Moby Dick: apuntes zoológicos y literarios


*Publicado originalmente en La Gata de Colette, edición junio de 2019


1. Pocas veces la literatura ha logrado legar a la humanidad una joya que resista el paso del tiempo y que por cada decenio o siglo transcurrido acreciente el fervor y el mito. Cuesta imaginar qué sería de la literatura estadounidense sin Moby Dick, de Herman Melville (1819-1891), pero más difícil es pensar qué sería de nosotros, los lectores, si no existiera ese enorme libro en el que las historias se entrecruzan y se hilan, y por cuyos bordes surgen cardúmenes de peces y las proezas y las miserias del mar, todo acompasado por la búsqueda incesante realizada por el barco Pequod (nombre que deriva de una tribu americana conocida como pequot, que en su propia lengua quiere decir destructores), ballenero comandado por el capitán Ahab, tras la infatigable y mítica Moby Dick.

2. Moby Dick es un cetáceo perteneciente a la familia de los cachalotes, siendo la más grande de las ballenas dentadas, solo superada en tamaño por la ballena azul, la cual pertenece a otra familia pues tiene barbas en lugar de dientes. Sin ser la bestia más grande del reino animal, sus dimensiones son ciclópeas: puede llegar hasta los treinta metros de longitud, que a ojo de pájaro equivaldría a un edificio de casi ocho pisos. Su peso se acerca a las cincuenta toneladas.

3. Ismael, una suerte de buscavidas y tripulante del Pequod, es quien narra esta colosal historia. En el capítulo 41 se nos entrega una relación detallada de las características físicas de Moby Dick. Comienza por la forma de su cabeza y su peculiar color blanco como nieve, y su giba alta y piramidal, y sigue por los rasgos principales que la hacen reconocible en todos los mares del mundo. Sus medidas exactas no las sabemos, pero la novela insiste en que puede tratarse del cachalote más enorme que haya existido nunca.

4. El cachalote, si bien es descrito como un gigante temible de los mares, se nos dice en la novela que lo más aterrador no es su envergadura, sino su inteligencia y su arrojo, como una especie de Ulises que, escapando de Polifemo, se vuelve y desafía a su agresor. Así, cuentan las anécdotas (que se multiplican sin cesar) que a Moby Dick se la ha visto escapar ágilmente de sus captores para, de forma imprevista, volver y arrojarse en contra de ellos. En uno de esos encuentros, el taciturno capitán Ahab halla la ruina, de ahí su odio inveterado contra el cetáceo, pues al internar arponearla sin éxito, la ballena le mutila la pierna, naciendo en ese instante su implacable sed de venganza. Para Ahab, el cachalote pasa a ser parte de sus obsesiones, el mapa mental que dominará su mente y espíritu.

Herman Melville
5. No cuesta imaginar la herida que sufrió Ahab si pensamos que cada diente de la mandíbula inferior del cachalote tiene un largo de veinte centímetros, algo así como una hilera de puñales o cuchillos de carniceros afiladísimos y prestos para cortar. La hilera de dientes está solo en la mandíbula inferior, pues en la superior no se desarrolla. Su dieta se centra en calamares gigantes y medianos, pero también en peces de menor tamaño, así como en anguilas y pulpos. Las cicatrices que se observan en su cabeza suelen ser producto —cuando no de ataques humanos— de sus encuentros con los calamares. No obstante, el animal es de naturaleza pacífica, y los ataques contra seres humanos se reportaron principalmente entre los cazadores que lo hostilizaban, siendo una medida desesperada de defensa.

6. Escribir sobre la guerra no implica que se la glorifique, así como tampoco lo hace escribir sobre crímenes o violencia. Melville toma como punto de partida su experiencia como marinero y retrata la vida en los mares, convirtiendo a su obra en una gran metáfora universal en la que los hombres luchan contra lo que apenas conocen. Nos dice Ismael, el narrador, que si el mundo fuera una llanura sin fin, entonces el viaje significaría una promesa:

Pero de qué sirve perseguir esos lejanos misterios que soñamos, o ir detrás de un fantasma demoniaco que tarde o temprano nada frente a todos los corazones humanos… Esta cacería en torno al globo nos pierde en estériles laberintos o nos hunde a mitad de camino.

7. De ahí que la famosa frase de Blaise Pascal (1623-1662) cobre especial relevancia: «La mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse en casa», porque salir del hogar, aventurarse, no siempre implica encontrar el tesoro o una riqueza ilimitada, sino que puede significar la locura, la ruina, la muerte.

8. El viaje que nos relata Melville es caleidoscópico y laberíntico. La novela se estructura de forma progresiva y lineal en el comienzo, relatándose los pesares y sinsabores de Ismael hasta su reclutamiento en el Pequod, que lo llevará hasta el confín del mundo. Pero esa forma solo es inicial, semejante a los clásicos folletines del siglo XIX: lo que viene después es el desborde, las historias que salen de bocas de otros marineros, el examen enciclopédico al equipamiento para cazar ballenas o a las singularidades del mundo submarino con sus jerarquías y pugnas internas. Las historias se descomponen, saltan de un tramo a otro, van y vuelven, como la vida misma. Esa traición a la fórmula novelística clásica es la que convierte a Moby Dick en un libro único, que fue rechazado en su época, pero que abrió un mar literario del que sería a su vez faro y desembocadura de todos los ríos literarios que vendrían después.

9. No es menor que el origen de la novela se emparienta con Chile: Melville quedó impactado con la historia real de la ballena Mocha Dick, la cual sobrevivió a más de cien ataques de arponeros, siendo el clímax de estos acontecimientos la embestida de la criatura contra la embarcación Essex en 1820, lo que provocó el naufragio de los cazadores, quienes llegaron hasta las costas de Valparaíso —más muertos que vivos— para relatar lo ocurrido. El explorador Jeremiah N. Reynolds (1799-1858) les dio forma a estas vivencias y las publicó (1839) en el relato que se tituló Mocha Dick o la ballena blanca del Pacífico: una hoja de un periódico manuscrito

10. La caza de ballenas en la actualidad es ilegal. Desde la Edad Media existen registros de esta tradición, época en que los vascos les daban persecución arpón en mano, hecho que se mantuvo así hasta el siglo XIX, cuando irrumpieron los estadounidenses, los holandeses y los británicos. El gran golpe contra la conservación de la especie vino con la creación de los arpones explosivos, lo que diezmó brutalmente la población de los cetáceos. Hoy, los cachalotes forman parte del apéndice I de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres, clasificándose como vulnerables; por lo tanto, están protegidos prácticamente en todo el mundo y la caza comercial ha cesado, aunque aún existen presiones contra Noruega y Japón, quienes podrían estar sobrepasando las cuotas mínimas establecidas.

viernes, 12 de abril de 2019

Raymond Chandler: a quemarropa contra la lógica capitalista

Fotograma de Fantomas (1913)
Editorial Debolsillo
El largo adiós, de Raymond Chandler
1era edición en inglés, 1953, Esta edición, 2015. 448 págs. 


Raymond Chandler tenía 51 años cuando inventó a Philip Marlowe con su primera novela El sueño eterno. Como Cervantes, como Saramago, Chandler es un escritor tardío; sus primeros relatos aparecieron en la revista pulp Black Mask con 45 años cumplidos durante la década de los años 30, en plena depresión económica. Es cierto que antes, en sus años mozos, hizo sus intentos con poemas y ensayos que no tuvieron mayor repercusión, poniendo su capacidad creativa en el congelador por mucho tiempo. No obstante, Chandler fue un escritor tardío en un género que en ese entonces era nuevo. El policial había echado raíces con sus defensores y cultores enfocados en el drama de misterio, crímenes de guante blanco, pruebas de ingenio y deducción, en la línea que iba desde Poe hasta Agatha Christie y que en el momento en que Chandler salta a la escena (del crimen) el género no contaba ni siquiera con un siglo. 

Chandler, sin tapujos, afirmaba que la gran ventaja que tenían los escritores policiales (Detective Story as an Art Form), era que no se contaba con obras maestras que cristalizarán un género: en sus años ni siquiera Sherlock Holmes era considerado un clásico, por ende, se trataba de un lugar donde era posible inventarlo todo. Hoy, con la perspectiva del tiempo, ya podemos hablar del género que cuenta con obras clásicas, y El largo adiós, es una de ellas. Pero ¿cómo fue incursionar en un género que recién nacía?

Continuadores de la tragedia griega

En un cuento magistral de Rubem Fonseca, Novela negra, se nos cuenta la historia de un exitoso escritor de novelas policiales que viaja hasta Europa a un congreso sobre escritores del género, donde se exponen las diferentes tesis y corrientes desarrolladas en el policial. Winner (así se llama el escritor), sorprende a la audiencia proponiendo un enigma: él ha cometido un delito e insta a los concurrentes a descubrirlo. El cuento, que pone en abismo la tormentosa relación del escritor con su agente literaria y amante, propone la idea de que en el fondo, lo que hacen los escritores policiales, no es más que revivir la tragedia griega. “Somos continuadores de la tragedia griega”, dispara Winner, y ese es el núcleo principal por el cual discurren todos los caminos del policial: sin muerto no hay tragedia, y sin enigma no hay Esfinge a la cual derrotar.

Raymond Chandler
Chandler es diferente. Desdeñando al crimen como puzle, utiliza a su detective privado Marlowe como una especie de doctor de la sociedad, doctor que busca poner el dedo en la herida pero que tampoco se empeña por buscar un remedio a la enfermedad. Sabe que los crímenes continuarán sucediéndose, una y otra vez, en diversos estratos y con diversos elementos. En sus primeros relatos ya aparece la figura de los matones de poca monta, las mujerzuelas, los policías y los detectives privados que mal viven con tal de cumplir misiones y encargos. El estilo de Chandler es prístino y a veces abigarrado. Siempre violento: su santo y seña se resume en que “más vale una buena descripción y la ambientación de una escena, que la prefiguración de una trama sofisticada”.

Ya en los lejanos años 40 Chandler reconoce los trucos del oficio, trucos puestos ahí para dotar de mayor verosimilitud al relato policial. Primer corolario: se ha saturado hasta la caricatura la atmósfera realista. El cadáver imprevisto, la mujer en apuros, la escena en la que “tras un callejón aparece un hombre apuntando con su revólver”, se han vuelto inverosímiles, porque operan como guiones efectistas que sólo apuntan a que el lector siga avanzando veloz por la página. ¿Qué hay de realista en que tras cada esquina salte un gorila con una porra? ¿O que la policía siempre esté detrás de los pasos del delincuente de turno? La novedad se agota. Hay que innovar.

El largo adiós: poder y miseria

Chandler entiende muy bien que las posibilidades del policial se cierran. Pero entiende que el relato largo, novelesco, puede sacar a relucir otras temáticas que un relato breve apenas esboza. A Chandler le importa dejar al descubierto lo inoperativo y brutal que son los sistemas policíacos y legales, más que los crímenes en sí. Ausculta la sociedad que le tocó vivir:

“¿Qué mierda de sistema legal es este que permite que un hombre sea encerrado en un bloque de delitos graves porque no respondió una pregunta de un policía?”


Sabe que sus lectores ya han hecho el periplo, sabe que es necesario dar un golpe más fuerte para infundirles miedo. Marlowe, en El largo adiós investiga el asesinato de un millonario desesperado, Terry Lennox, que en realidad no es un millonario pero sí está desesperado. El hombre, una especie de Toy Boy, o juguete sexual de una mujer muy adinerada, es acusado de haberla asesinado. El pobre insiste que es inocente. Marlowe, con sus particulares códigos le cree a pie juntillas. Sabe que un hombre borracho tiene sus límites, sabe que un hombre borracho está más cerca de la verdad que de la mentira.  Marlowe, como buen borracho, cree en los borrachos. Pero Marlowe no es un mercenario, torciendo la moral de los detectives privados que sólo reciben encargos por la plata. Así, no busca sacarle dinero a su cliente, busca protegerlo, pero los lazos de protección son endebles. Sabe que tras la muerte de una mujer con plata otros mecanismos judiciales se prenden, otros mecanismos ilegales que él sospecha se activan, y en este caso se cumplen con creces: su cliente arranca a México y se suicida. Deja una nota escrita, informa la policía a la prensa, como prueba suficiente de que Lennox es el real culpable del crimen de su esposa. El caso se cierra.

 “Me siento algo enfermo y bastante asustado. En los libros encuentras situaciones semejantes, pero nunca lees la verdad.”

El caso no se cierra para Marlowe: sospecha que detrás hay una trama de millonarios aburridos, de gente peligrosa que busca cuidar reputaciones y liquidar lazos que ya no son provechosos, y que en el caótico tablero de ajedrez donde se desplazan las jugadas, la mafia y los políticos corruptos son sólo una figura más, fuerzas que se pueden usar a favor si se tiene dinero. Chandler pone la vara más alta que nunca; sus personajes lucen más cínicos y despiadados, como el millonario Harlan Potter, padre de la mujer a la cual se le achaca la mano asesina de Lennox, el cual parece estar mucho más interesado en sus negocios que en esclarecer el crimen de su propia hija. Su visión sobre el poder y los mass media son escalofriantes. Sabe que es un ciudadano común y silvestre, pero poderoso. ¿Por qué tanta mezquindad? ¿Por qué tanta ambición? El dinero, una vez más, es la contraseña del libro.

La escritura como sinonimia de éxito

Otro caso, que se va enhebrando con la muerte de Lennox, es la desaparición del exitoso escritor de best-seller Roger Wade, hombre que tiene una mansión, vende libro a raudales, tiene a una bella mujer, pero que es infeliz, un fracasado adicto al alcohol, un loser en el término total de la palabra. Chandler administra con mucho cinismo y sabiduría su particular visión de la sociedad americana capitalista: la figura del empresario, del innovador, del american dream, no son más que cortinajes que ocultan la naturaleza endeble del ser humano. Ahí donde alguien logra posicionarse y escalar, no es por su talento, es por sus relaciones sociales y su cuna. El éxito es un fracaso, porque sólo alguien demasiado inocente o que viva demasiado dopado puede esgrimir el delirio de que el dinero y el reconocimiento son el culmen de la realización personal. Wade está destrozado; no sabe cómo terminar sus libros, pero entiende que sus libros son una mierda pasatista, y nadie le venderá la pomada. Sabe que pudiendo tratar otros temas personales está amarrado de pies y manos, pues debe cumplir con el patrón oro, y el patrón oro en la literatura norteamericana de millones de ejemplares vendidos es renuente a temas espantosos o complicados que afecten la credibilidad de las instituciones. Ni hablar de estilo. Asumir una voz ajena es no tener estilo, pues para tener estilo se debe ser totalmente independiente, no cumplir con ningún credo, ni político ni social; es oír la voz interna, y desde ahí adentro ir sacudiendo las ruinas que la entorpecen y la dificultan. 

Evidentemente Chandler sí adoptó fórmulas, claro está, Hammet es su Padre  y le ayudó a correr en los primeros cien metros de la maratón, pero él como Hijo, sabe que la literatura, como dijera Nabokov, es contribuir con un nuevo lente para enfocar y mostrar lo que antes no se había visto con nitidez.

“Mis padres están muertos, no tengo hermanos ni hermanas, y cuando me liquiden en un callejón oscuro (…) nadie va a tener la sensación de que su vida se ha quedado sin sentido”.



Y salir de ese callejón oscuro, herido pero vivo, es otra forma de contar la historia personal de un escritor que entregó nuevos binoculares para continuar con la tragedia griega. Es el largo adiós, que aún sabe saludarnos desde su lejanía, para contarnos algunas cuantas verdades. Incómodas, la mayoría.

viernes, 22 de junio de 2018

El parroquiano del mundo: una visita al Walden de Thoreau


Ed. Cátedra.
Walden: una vida en los bosques. Henry David Thoreau
1era ed. 1854.  Esta edición: 2016.
Traducción: Javier Alcoriza y Antonio Lastra

¿En qué momento un ser humano, de cualquier época, tribu o nación, determinó que para encontrar su propia voz y ver la autenticidad de la vida, con sus hechos desnudos y sin mediaciones, necesitaba aislarse del resto? La idea nunca fue nueva. En los casos de la fe, los ejemplos se cuentan a raudales: la soledad de Zoroastro, el peregrinaje de Siddharta, los cuarenta días y cuarenta noches de Jesús en el desierto, el pastoreo solitario en las montañas de Mahoma, sólo por nombrar a los grandes profetas, sin mencionar a sus consiguientes imitadores, en diversos grados de soledad, como los estilititas, monjes que pasaron años o incluso hasta la muerte viviendo sobre columnas sin poner un pie en el suelo, o la fervorosa meditación de anacoretas y monjes errantes que buscaron la divinidad o la iluminación en páramos desolados, yendo tras la verdad en lugares poco aptos para la vida.


El caso de Henry David Thoreau es diferente, y ya por su sola singularidad y anomalía, vale la pena analizar su experimento sin precedentes, el cual culminó con su libro Walden: una vida en los bosques. Estamos a mediados del siglo XIX, en pleno proceso capitalista de expansión industrial, con nuevas líneas férreas que se van emplazando en los EE.UU, con el auge del servicio postal y el desarrollo de la telegrafía, con nuevos empleos surgidos por la creciente subdivisión y especialización en el trabajo, y un hombre, en medio de esa vorágine creciente, un hombre serio, descrito como severo, muy poco dado a las bromas, decide dar un paso al costado y sumergirse en los bosques, para construir su propia cabaña y vivir dos años ahí, para ver qué pasaba. 

UN SISTEMA SIN SISTEMA

Thoreau encarnó una visión filosófica y literaria de la soledad; si antes el problema radicaba en que la soledad era un medio para trascender hacia la divinidad (a través del ayuno, la meditación o tormentos, por separado o todo junto), el escritor estadounidense aterriza los conceptos y a través de un pragmatismo teñido de naturalismo, experimenta y escribe sobre la soledad desde la soledad. La soledad pues, no es un problema o un mal, sino que es vista como un don:
"Considero saludable estar solo la mayor parte del tiempo. Estar acompañado, incluso por los mejores, pronto resulta fatigoso y disipador."
Pero la soledad para Thoreau no se mide por las millas de espacio que separan un hombre de otro, sino por la manera de estar en el mundo. La necesaria soledad del hombre que cumple jornada en trabajos agrícolas, o la del estudiante que se pasea en las bibliotecas, son las fundamentales para llevar a cabo cualquier tarea digna de provecho. Pero aún así, en los momentos de esparcimiento y distracción, Thoreau aboga por reducir los contactos entre los hombres, tan pueriles y normados, que difícilmente puede extraerse una experiencia verdadera estando en compañía. Esta idea es una piedra fundamental en la poética de Thoreau, que nos interpela directamente: ¿cómo vivir una experiencia real en un mundo que ha comenzado a dilapidarse por acción de la técnica? La respuesta no parece encontrarse a través de la sombra de los setos, ni contemplando el lago, ni siquiera oyendo el rumor de la locomotora, y menos sintiendo el crujir de las mofetas y las ardillas pisoteando las hojas otoñales. Hay en Thoreau una melancolía por una vida útil, pero libre de cargas innecesarias, vidas como las que llevaron los antiguos sabios, a quienes cita constantemente, en especial a los chinos, hindúes, griegos y romanos, pero hay algo más en su pensamiento: el principal alegato de Thoreau es una prédica respecto al tiempo, y si el tiempo se sustenta y se ancla en la materia —pues la corroe y la desfigura a su antojo— existe un sistema al cual el hombre no puede sustraerse, debe encararlo tarde o temprano, y no es otro que:

LA ECONOMÍA

El trabajo, como principal método de subsistencia, y la posesión de bienes, como los dos ejes cardenales que estructuran a un hombre, una familia o una comunidad, son examinados con lupa y puestos en entredicho en Walden. ¿Qué tenía en la cabeza Thoreau cuando decidió irse a vivir apartado de la civilización en los bosques, construyendo él mismo su propia cabaña? Quizá buscaba mejorar su escritura, puesto que era necesario liberarse de muchos yugos para lograr la concentración necesaria y así observar el ambiente y describirlo de forma certera; esa fue su principal herencia para los naturalistas que vinieron después, no sólo literarios, sino también científicos y sus diversas ramas. Pero su escritura implicaba un cuándo y un dónde, y esa ubicación temporal y espacial probablemente naciera por el afán de Thoreau de imitar a los antiguos, a los buenos antiguos, quienes vivieron bajo una suma de principios autoimpuestos, lo que les permitió llevar una vida holgada y centrada, escasa en bienes materiales, pero rica en hechos y en espíritu.   

Thoreau afirma que muchos viajeros se sorprenden al ver las ruinas de Egipto, Roma o Grecia, y no se extraña que les surja la interrogante: "¿quiénes habrán construido tan vastos imperios y monumentos?" Thoreau, con un sentido del humor casi siempre involuntario, afirma que él hubiese preguntado lo contrario: "¿quiénes no construyeron esos monumentos?" Esta ironía revela su tesis central económica, la cual desdeña la superabundancia y la espectacularidad  de las riquezas, a tal modo de afirmar que:
“La mayoría de los lujos, y muchas de las llamadas comodidades de la vida, no sólo no son indispensables, sino que resultan verdaderos obstáculos para la elevación de la humanidad”
¿En qué se basa para afirma esto? La respuesta radica en la observación:

“Cuando el granjero tiene su casa, puede que no sea más rico ni pobre por ello y que sea la casa lo que lo tenga a él”.
Identifica, de forma audaz y adelantada a su tiempo (en una época, debemos recordar, donde aún no existía el lujo desbordante gracias al superávit del capitalismo furioso y mutante), que uno no posee posesiones, sino que es al revés, son las posesiones las que nos poseen, que ser heredero de un pedazo de tierra o de una casa puede conllevar muchas más obligaciones, gastos y sacrificios, que una vida holgada en una cabaña unipersonal y estrecha, pero con todo el vasto horizonte y el espacio como escenario natural. A Thoreau no le impresionan las vulgares demostraciones colosales de poderío y riqueza, le interesa la naturaleza y sus escenarios, y también le impresiona la vida de los antiguos indios que eran capaces de montar y desmontar sus propias rucas, llevando sus casas en sus propias espaldas, sin la atadura de tener que ejercer control sobre una zona de tierra: un nomadismo en estado puro. Dice con su ingenio característico: 
“Mientras que la civilización ha ido mejorando nuestras casas, no ha mejorado de igual modo los hombres que han de habitarlas. Ha creado palacios, pero no era tan fácil crear nobles y reyes”.
Thoreau, el hombre grave y adusto que se burla de la gravedad y la adustez de los mortales. Ahí sus impresiones sobre el vestir y la moda: ¿tanto importa ir vestido con una ropa de punta si quién las viste vale menos que sus ropajes? Pero también cuestiona a los pobres, los sujetos de caridad que visten harapos para demostrar lástima y cumplir con su cometido de conseguir limosna. Para Thoreau, nadie puede ser tan miserable y pobre que no pueda valerse por su propio esfuerzo, aún con el trabajo más sencillo y humilde, y que sea capaz de comprar un vestido mínimamente presentable. Pero la gente le presta demasiada atención a lo accesorio, y la ropa, como símbolo de lo accesorio, es algo que está ahí para entorpecer la vista hacia otras realidades. Thoreau enfatiza que las personas serían capaces de ir por los campos y tomar por un ser humano a un espantapájaros, sólo porque viste ropa de hombre, saludándolo de manera afectuosa. Concluye que la moda, aquella pasajera que se impone por razones de mercado y de disponibilidad de materiales, le tiene sin cuidado. Si va a un sastre y le pido una chaqueta determinada, y éste se niega por pasada de moda, Thoreau le increpa y le dice que se ponga de inmediato a confeccionarla, pues se pondrá de moda en ese mismo momento. Esa es su economía individual, otro tanto le dedica a la comida, a la vivienda y a los bienes. El ojo de Thoreau es soberbio: sobre las minucias es capaz de levantar un tratado completo, dejándose muy pocas cosas afuera.

EL ENTORNO, LA LECTURA, LOS ANIMALES

Thoreau no necesita imponer sus ideas a la fuerza; no habla desde el púlpito, ni tampoco se solaza en su experiencia. Sobre los predicadores, opina con desdén que son hombres que han monopolizado a Dios como si fuera parte de su patrimonio, analogía certera, porque eso es lo que hace un predicador en primera y segunda instancia, negociar, sacar réditos económicos del bolsillo de los desesperados. Respecto a la experiencia, afirma que a sus treinta años nunca ha recibido un consejo valioso ni serio de sus mayores, porque no da la vida como algo sentado (¿alguien debería?), y porque la experiencia tiene el cariz de que se sustenta en el fracaso.

Pocos libros concentran en tan pocas páginas descripciones memorables; la mayor parte del tiempo leeremos pasajes que están atravesados de pensamientos, pensamientos fuertes y decidores con una fuerte deriva filosófica, siempre en un plano concreto, con ideas que sin duda fueron precursoras del pragmatismo y del objetivismo estadounidense. No obstante, de forma paralela, hay un Thoreau místico que comienza a desligarse de las percepciones cotidianas, como si estuviera ebrio, borracho por la naturaleza, fundiéndose en ella en una suerte de estado psicótico en el que los árboles cobran vida, las huellas de los roedores dejan marcas que se perciben tras días, el sonido de la noche se funde con el silbato de la locotomotora y el pisar de los caminantes emergen como sombras. Un punto aparte merece su descripción de la laguna Walden, a la que le dedica un capítulo completo para hablar de ella, pero también de otras lagunas, dejando de manifiesto su estética provocativa, un verdadero monumento a la lengua:
“Un lago es el rasgo más hermoso y expresivo del paisaje. Es el ojo de la tierra; al mirar a su interior, el observador mide la profundidad de su propia naturaleza. Los árboles acuáticos de la orilla son las finas pestañas que lo bordean y las colinas boscosas y los acantilados que lo rodean sus salientes cejas.”
Su vertiente naturalista le obliga a preguntarse por el origen de las cosas, y la toponimia es también parte de su mirada que busca abarcar todo un espacio: el nombre del lago Walden es rastreado entre el folclor y los libros, y en su origen parece remontarse a la de una antigua mujer india que vivió en esa zona, o quizás a la contracción del vocablo walled-in, que quiere decir empedrado, lo que podría ser por la forma de lago.  Pero donde no perdona, por considerarlo una práctica de mal gusto, es la de nombrar una zona geográfica con el nombre propio de una persona, como es el caso del lago Flint. ¿Por qué se enfurece tanto? Porque, según su opinión, es una arbitrariedad obscena utilizar el nombre de algún granjero o campesino cualquiera, analfabeto probablemente, que por el sólo hecho de tener tierras y dinero —una cuota nada simbólica de poder— se le otorgue el derecho de utilizar su nombre o apellido para nombrar una porción de tierra, una nadería si consideramos que la posesión transitoria de un terreno no tiene parangón al lado de los diez mil años de civilización, los doscientos mil años de humanidad y la eternidad del universo.

Uno de los apartados más breves, pero más intensos de todo Walden, se intitula leer, y ahí se sintetiza en pocas páginas cuánto de provechoso existiría en la lectura, y qué reglas o normas deberíamos considerar a la hora de enterrar nuestras narices sobre una superficie de letras.
"Creo que después de aprender las primeras letras deberíamos leer lo mejor de la literatura, y no repetir siempre a,b, abs y demás monosílabos de las clases de cuarto y quinto, sentados en los primeros bancos toda la vida."
Para Thoreau la dificultad siempre es una virtud; de lo fácil no se desprende nada, porque sólo hay obtención y contento, y eso redunda en más repetición, más de lo mismo. Lo difícil incluye disciplina y erudición, y para conquistar esas cimas se precisa de voluntad y tiempo, y aquello se puede aplicar a todas las áreas de la vida. Por eso caracteriza la lectura de libros difíciles como un reto, pero también introduce la idea de que un tiempo de lectura debe ser casi equivalente al tiempo en que un autor tardó en escribir un libro, desgranando codo a codo el mismo esfuerzo que costó escribirlo, como si las páginas tuvieran que ser desenrolladas antes de ser interpretadas. Pero, ¿cómo discriminar un libro bueno de los malos? ¿Qué hace que un libro como Walden perdure tras ciento cincuenta años? Un buen libro tendría al menos lo siguiente:
“No defienden una causa propia y, mientras ilustren y mantengan al lector, su sentido común no los rechazará.  Sus autores son una aristocracia natural e irresistible en toda sociedad y ejercen mayor influencia sobre la humanidad que reyes y emperadores.”
Probablemente esta frase no tenga mucho sentido hoy, en una época en que se lee poco y nada, en que los reyes y emperadores han sido devorados por la farándula, y en que las listas de ventas de libros se engrosan con libros sobre las causas propias y ajenas, del tipo de derechos humanos (explotando la miseria) o de género y minorías, y toda las variantes y subvariantes de la escuela del resentimiento. No obstante, pese a las listas de ventas y a todo lo pasajero, el estatuto de libro clásico no ha sido pervertido ni por las modas ni por los mercados ni por la ideología de moda; siguen gozando de buena salud, y aunque mayormente reposan en nuestras bibliotecas, acumulando el polvo para que nuestras manos se impregnen por el olor y la tierra de las centurias que nos separan de su creador; no van a caducar por mucho que nos demoremos, pues no son libros urgentes, estos que son descritos y alabados por cierta prensa cultural como necesarios, no, los clásicos no fueron escritos de forma urgente y frenética para una era determinada, y quizá sólo por eso tengan mucho más que decirnos, más que cualquier porquería actual que se apila en los saldos y en las novedades:
“¿Qué son los clásicos sino el registro de los más nobles pensamientos del hombre? Son los únicos oráculos que no han decaído y brindan tales respuestas a la investigación más moderna como nunca dieron Delfos y Dodoma.”
Cada sección de Walden nos lleva a un  recoveco de lugares impensados; así como nos habla de la lectura, la soledad, las visitas inesperadas, el ruido de las locomotoras, también describe la fauna del lugar con una precisión milimétrica, y en esto no hay exageración, como cuando nos habla de los peces y los tipos que existen en la laguna, la forma en que deben ser atrapados, o cuando nos narra (y este es uno de los momentos más hilarantes de todo el libro),  una cruenta batalla entre hormigas negras y rojas, en la que una valiente hormiga que arremete contra todo, es comparada con el soberbio Aquiles.

UNA PUERTA DE SALIDA, UNA PUERTA DE ENTRADA

El terrible Thoreau, el juez, como fue apodado por sus compañeros de estudios, murió a los cuarenta y cuatro años: sin duda fue visto por sus contemporáneos como un excéntrico, y quizás más de las veces, más como un loco que como un raro. Su desobediencia civil se tiñó de leyenda cuando se negó a pagar unos impuestos, argumentando que no iba a pagar a un Estado que financiaba la guerra contra México y que tuviese como sostén económico a la esclavitud negra: aquellas prácticas le parecían abominables y actuó en consecuencia. Pasó una noche en la cárcel, y luego de la furia y el arrebato, argumentó de forma muy sapiencial, que si alguien consideraba a una sociedad enferma y demente, no debía perder el juicio y actuar como un loco, al revés, había que lograr desesperar a la sociedad y que ella actuase como loca. 

Cuesta imaginar a alguien que estudió en Harvard (en sus inicios, cuando aún no era una institución de prestigio internacional), optara por llevar una vida austera, que no se dejara seducir por los lujos, en una época en que el lujo era estrictamente secundario, pues se estaba formando una nación, era la niñez de una nación, de hombres que iban y probaban fortuna, y muchas veces fallaban, y muy jóvenes, intentando plantar su semilla.

Henry David Thoreau, como Kant (como tantos otros), no fue un gran viajero, pero tuvo consigo el espíritu del pragmatismo: en vez de abatirse por la soledad, la incomprensión o la enfermedad (sufrió de tuberculosis), tomó sus ahorros, se consiguió un  hacha y se construyó una cabaña con sus propias manos. Luego escribió su experiencia. Otros habrían ideado fórmulas intrincadas y violentas para asediar la realidad. Thoreau, como cualquier pensador, sí le interesaban las ideas y la metafísica, pero con asideros, con posibilidades reales de vivirlas, al alero de una experiencia, de una vida que no fuera dada.

Henry James, cosmopolita, de afinada pluma, dijo sobre él —respecto a su escaso tránsito espacial— que no había sido un provinciano, peor, ¡había sido un parroquiano!  Pero vaya qué parroquiano. Walden sintetiza el pensamiento de un hombre que empuja a despejar las variables de la vida, a buscar una forma personal, nunca un método, para que podamos tener la libertad para dedicarnos a lo que más amemos, entregando pistas para que podamos sacudir de nuestras vidas los pesados fardos del trabajo, a vivir una vida con lo necesario para no tener que atarnos a compromisos ridículos que nos siguen restando y restando, y al afán de tener que tener más y mejor, sin ningún motivo más que la obtención. Harold Bloom dice que Thoreau podría haberse convertido en el gran ingeniero de Estados Unidos, pero finalmente ese puesto lo alcanzó Henry Ford, y la imagen de una cabaña frente a un lago fue reemplazada por una industria y por automóviles, nada más profético de una nación que pudo haber sido una Suiza aumentada, pero que terminó altamente industrializada y extraviada en la pólvora y el acero.

Pero la cabaña y el lago persisten, aguantan en alguna parte, se esconden de nosotros, sin duda, pero fulguran como una imagen posible:
“No permitas que ganarte la vida sea tu oficio, sino un esparcimiento. Disfruta de la tierra, pero no la poseas. Por falta de iniciativa y fe los hombres están donde están, comprando y vendiendo y gastando sus vidas como siervos”.
Y no hay peor servidumbre que la del amo que la ejerce contra sí mismo, convirtiéndose en su propio esclavo.
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