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viernes, 9 de noviembre de 2018

Una novela hecha pedazos (y vuelta a armar)


Texto leído en la presentación de Rancor de Daniel Rojas Pachas, el 11 de noviembre de 2018

Fue durante el siglo XIX que la forma de la novela cristalizó con una larga serie de cultores, como Balzac, Dostoievski, Henry James o Herman Melville, lo que se tradujo en las bases que tendrían las novelas de porvenir; se definió su extensión, su cronología, su temperamento, su cercanía con un público burgués, ávido de romances, aventuras y misterios.  Si pudiéramos trazar una línea imaginaria entre aquel siglo XIX y nuestro tiempo, podríamos ver una larga serie de novelas, la mayoría casi, que no han hecho más que repetir, homenajear o parodiar un esquema consolidado. Pero la batalla contra la novela estándar partió desde muy temprano. Si tomamos un libro como Los cantos de Maldoror, publicado originalmente en 1868, ya percibimos, principalmente en el último canto, que la llamada poesía en prosa pasa a convertirse en una especie de novela folletinesca. Por esos mismos años, Joris-Karl Huysmans, en plena efervescencia del naturalismo francés, decía que aquellas obras de lo único que trataban eran del mozo de cuadra enamorado de la campesina, o del señor que cortejaba a la dama de alta alcurnia; estudiar a la sociedad no hacía más que redundar en la superficie del alma humana, como si el fin último de nuestra especie no fuera más que la reproducción biológica.

Desde entonces que han existido novelas que por un lado, siguen avanzando por los rieles del realismo y de sus procedimientos —incluso las novelas fantásticas que siguen utilizando los mismos armazones—y otras que simplemente han dinamitado la estación de tren, incorporando dentro de sí mutaciones o parásitos que redundan en que difícilmente podamos reconocerlas como tales. Es lícito preguntarse: ¿una novela irreconocible, a medio camino entre la ilegibilidad y la incoherencia, puede seguir llamándose novela? Es lo que vamos intentar responder, basándonos en la lectura de Rancor de Daniel Rojas Pachas.

Daniel Rojas Pachas
Raúl Ruiz se quejaba con insistencia respecto al cine de sus contemporáneos; su verdadero conflicto, decía, era la tesis del conflicto central, la cual en pocas palabras no es más que la subyugación de una trama al servicio de un esquema dividido en tres fases: inicio, conflicto y desenlace, siendo el conflicto (o una suma de conflictos) el motor que permite el avance del relato. Trasladado a la literatura, la novela funciona si se supedita a un tiempo cronológico, en el cual todo ocurre en un largo fluir, desde el pasado hacia el presente narrativo.  Pero entonces ¿qué es un libro bien narrado? ¿Es el que repite la luminosidad de estos esquemas, como una brújula que permite que el lector se oriente y no se pierda? Sí, pero hay más horizontes. Rancor va a la contra de esta idea. Se trata un libro chocante, no sólo por los materiales diversos que agrupa (ya nos refreiremos a ellos), sino por la destrucción de las convenciones novelísticas que plantea desde un comienzo. Intentar combatir la dictadura del realismo y del conflicto central no es una lucha nueva. Joyce destruyó el lenguaje con su intraducible Finnegans Wake, pero ya antes Laurence Sterne con su Tristram Shandy fracturó la linealidad del relato, e incluso más atrás, con Don Quijote, donde Cervantes introdujo un juego ficcional al pretender que el libro que teníamos entre las manos no era más que una traducción del español al árabe de un tal Cide Hamete Benengeli, el verdadero autor del libro. Más de cerca, tenemos la narrativa de Thomas Pynchon, dislocada, paranoica, siempre abierta para explorarla y perdernos irremediablemente, o los juegos de Georges Pérec, y citamos una de sus obras más llamativas, como lo es El Secuestro (La disparition) en la cual se omite en todo el libro la letra E, la vocal más utilizada en el idioma galo, estructurando de esta forma una novela que se abre hacia los bordes de la ilegibilidad.

No podemos desconocer que la narrativa durante mucho tiempo quiso imitar a la naturaleza: era lógico, si pensábamos que la escritura, antes de la literatura, era un modo de transmitir conocimiento, pero la percepción de la realidad en el siglo XIX era muy distinta a la de nuestro siglo, tan dispar y distante como el pensamiento del hombre de la Edad Media con el de la Antigüedad. Hay nodos, hay información, hay un cerebro y un montón de algoritmos que procesan datos, sí, siempre los hubo, pero la irrupción del Internet y de otras formas del arte —formas bastardas para los que las desdeñan— como el cómic, el manga, el animé, la pornografía o la confesión escrita u oral de un asesino serial, desestabilizaron todo lo que veníamos entendiendo por realidad, y ello redundó en que se esté escribiendo una literatura ya no interesada en reflejar la realidad, sino que en reflejar el reflejo que tenemos de esa realidad.

Martín Kohan, en uno de sus atentos y excelentes ensayos, supone una tesis muy útil que nos puede ayudar a entender cómo se arman los textos. Existen textos construidos deliberadamente, sabiendo previamente que tendrán una lectura; es la escritura que se mira a sí misma, que se pule y se nutre en función de saber que la están mirando, una escritura exhibicionista, impúdica, y ello abarca desde los estados del Facebook, los blogs, la redacción de un artículo judicial, hasta la última novela que cayó en nuestras manos. Existe en estos textos una intención deliberada por demostrar que se tiene una episteme, un conocimiento previo de lo que se está redactando. Al otro lado de la vereda están los textos espontáneos, íntimos, escritos sin esperar que sean leídos por nadie en particular, textos redactados sobre la marcha, improvisados o dictados desde el más acá o el más allá, como los diarios de vida, las confesiones, las notas suicidas (que por lo general van redactadas al juez o sólo a la familia), la escritura automática, las psicografías, los criptogramas o los apuntes.  Mircea Cartarescu, autor rumano sorprendente no sólo por su literatura sino que por sus ideas, dice al respecto en su novela Solenoide:

“El mundo  se ha llenado de millones de novelas que escamotean el único sentido que ha tenido la literatura: el de comprenderte a ti mismo hasta el final. (…) Los únicos textos que deberían leerse son los no-artísticos, los no-literarios, los ásperos e imposibles de entender, esos que fueron escritos por unos autores locos pero que brotaron de su demencia, de su tristeza y de su desesperación.”

Aquella cita encaja como anillo al dedo con la propuesta de trae Rojas Pachas. Su novela Rancor, que podríamos llamar también como anti-novela o novela en miniatura, o incluso como novela puzle, se abre con un archivo judicial sobre el asesinato de un hombre a su mujer, y todo lo que queda en escena, además del cadáver, es un notebook con dos documentos; el primero es un archivo titulado Y si no hay infierno ¿Dónde está la carne? Y otro archivo, un manuscrito incompleto y lleno de incoherencias, titulado Rancor. Las siguientes páginas podrían ser muchas cosas, he ahí la ambigüedad y la plasticidad que plantea el libro.  Se abandona la narración directa para dar paso a la caída en cascadas de información sobre personas o personajes virtuales, vinculadas en foros o redes sociales o páginas que bien podrían ser retazos de la deep web, aquella porción de la Internet donde se esconden movimientos ilícitos y aberraciones casi inenarrables. No sabemos hacia dónde nos llevará Rancor, y aquella es su principal virtud. En un momento la narración quedará interrumpida para dar paso a tres historietas, que con toda su violencia gráfica y sin sentido, pareciera que están ahí para interrogarnos directamente: ¿por qué todo ese caos y esa sangre y esas crucifixiones? ¿Para qué esos descensos al infierno? Esas historietas, que parecen bosquejos, ideas sueltas, sólo nos prepararán para una nueva escalada en la perversión de la maldad que plantea Rancor. Como en las piezas de un intrincado rompecabezas, no veremos la imagen final hasta completar el trazado que invisiblemente sugiere cada parte.

ilustración realizada por esquizofrénico
En la segunda mitad de libro comienza la apertura de temáticas, tan difíciles de encarar y tratar con profundidad, como lo son la pornografía analizada desde un punto de vista estético y moral, y la existencia de los asesinos seriales. Sobre esto último, las referencias se van cruzando en breves relatos que nos hablan del asesino de Green River, quien mató de forma brutal a más de setenta mujeres según su propia confesión, o la historia Jeffrey Dahmer, caníbal y necrófilo que asesinó a diecisiete  personas, y que con los restos de sus víctimas realizaba rituales difíciles tan sólo de imaginar. Pero la historia de Rancor no transcurre sólo en el ciberespacio o en los Estados Unidos, ocurre también en la mente quebradiza de Ronald Humel, hombre que mantuvo a más de cuarenta perros albergados en su destartalada casa, todos hacinados y enfermos y rabiosos; también la acción ocurre en las calles de Arica con una historia de amor y odio. Si la maldad nace con la supresión hipócrita del gozo, como nos dice Leopoldo María Panero, Rojas Pachas responde con el título de una de las últimas entradas de Rancor: “el orden constituye la supremacía del vicio”.

Ricardo Piglia, siempre preocupado de la forma del relato, nos decía que una manera de poder contar una novela que no fuera a la vieja usanza, es decir con el formato decimonónico de obra cerrada y armoniosa, era barajar múltiples historias en construcción, que hiladas, conformaban un todo. Pero no se trata de agarrar un puñado de relatos y coserlos a la fuerza como un Frankestein defectuoso. En Rancor, las costuras que podrían quedar a la vista, se van borrando a medida que avanzamos en la historia, hasta llegar al último relato, o entrada o epílogo, en la que las partes sueltas, como las de un cuerpo desmembrado, finalmente se unifican. Las historias son como monedas de cambio, las escuchamos en los bares, en las noticas, en las confidencias con el amigo, o las leemos en foros tipo 4 Chan o portalnet. No obstante, el mérito de una obra es encauzar este tráfico enloquecido de historias que se multiplican para fabricar un universo propio, un universo que tenga consistencia, y que como decía Philip K. Dick, no se desmorone con sólo sacar una frase o cambiar una coma. Rancor es la constatación de que la literatura seguirá fluyendo, siempre misteriosa y campante, por los farragosos ríos que nos plantea la realidad.

lunes, 30 de julio de 2018

Quiero la cabeza de sir Arthur Conan Doyle (antología del nuevo policial chileno)

Algunos autores de la antología. De izquierda a derecha: JL Flores, Pablo Rumel,
Beda Estrada, Juan Calamares e Ignacio Fritz
Pocos meses después de conocernos personalmente con Ignacio Fritz, y compartir nuestras lecturas, era irremediable que no saliera a la palestra el nombre de Roberto Bolaño. Quizás a muchos lectores mayores de cuarenta años no les parezca tan importante su gravitación en las letras, y está bien que no les pueda gustar, tampoco somos apóstoles de Bolaño, pero para nosotros, que dábamos nuestros primeros pasos, que teníamos veinte y pocos años, su irrupción significó una ampliación y revisión del campo literario. Bolaño diseccionó el boom latinoamericano, nos habló del espíritu de la ciencia-ficción, y también escribió novelas teñidas de sangre y violencia, novelas que no eran policiales al uso, pero que la figura del investigador —de sus “detectives salvajes“— cobró dimensiones colosales, en particular con su voluminosa y vigorosa 2666 y La parte de los crímenes.  

Bolaño no sólo nos entregó literatura. También nos entregó una moral: nos enseñó que una literatura vigorosa (y esto tuvo que haberlo leído en El Quijote, donde Cervantes mencionaba que el costo de una obra de calidad requería desvelos, fatigas y entuertos) se fortalecía a la intemperie, sin becas, sin academia, casi sin lectores. Recordemos sus palabras cuando compara al escritor no con un detective, sino con un samurái, y en la visión de Bolaño los samuráis no suelen batirse a duelo contra otros samuráis, sino que lo hacen contra un monstruo, generalmente gigantesco, de titanio, de múltiples brazos y cabezas, y este samurái-escritor, que creía en el honor y que tenía sus códigos de lucha, salía a dar la pelea, sabiendo de antemano que perdería. Entonces eso era para él la literatura, se trataba de salir a pelear, aunque el monstruo nos reventara a patadas.

Sergio Alejandro Amira.
Otro autor de la muestra
Eran esas conversaciones que teníamos con Ignacio, en un heladísimo julio de 2017, aunque quizás fue en verano y vestíamos chalas y pantalones cortos, y lo del “heladísimo julio” lo pongo para darle mayor dramatismo. Pero me desvío del tema. Lo que quería contarles era cómo había nacido la idea de hacer una antología policial, y el punto cero fue el nombre de Bolaño. ¿Por qué no inventamos un grupo de escritores desalmados y hacemos la revolución en la literatura chilena? Me propuso Ignacio Fritz, con el fin de tributar a Los detectives salvajes. ¡Estás loco! Le contesté, ya estamos cerca de los cuarenta, y a nuestra edad nos está faltando salvajismo y también tiempo, ya no somos aquellos jóvenes imberbes que fuimos, que veníamos a revolver el gallinero y ponerlo todo patas para arriba. Nos habíamos aburguesado, pero el llamado de la selva seguía persistiendo en algún punto perdido de nuestras psiques.

No obstante la idea quedó flotando. Quizás una de las ambiciones de la literatura sea recrear un tipo de realidad, o al menos el de generar una visión alterna de los hechos cotidianos y estereotipados. Piglia decía que el escritor podía transformarse en un revolucionario si le arrebataba al Estado el “relato”, en el sentido de que el Estado es el órgano que fabrica y produce narrativas que envuelven y amordazan a la realidad.

Le propuse entonces a Ignacio la idea de crear una antología de textos de autores nuevos, y no tan nuevos, algo así como Antología del nuevo cuento chileno, trabajo que pudiese dar cuenta de que existían más escritores que los promovidos y amparados por algunas instituciones privadas o por el mismo Estado, y que la prensa vocifera como si fuesen unos genios. Entonces Ignacio me propuso que el crimen había que perpetrarlo desde el relato policial. Si no podíamos crear un grupo de escritores desalmados que operaran en la realidad, sí podíamos convocarlos en torno a una antología.

Desde un comienzo nos propusimos que esta antología iba a tener dos ejes: el principal, que contuviese relatos de calidad, y el segundo, que sus autores hayan ensayado previamente la escritura de relatos policiales, ya sea como cultores del policial duro y clásico, o bien conociendo los patrones y las reglas del policial, las desdeñaran con textos limítrofes o paródicos, donde la muerte por homicidio o la investigación policial estuvieran presentes.

Con Quiero la cabeza de Sir Arthur Conan Doyle, quisimos entregar un fresco actual con las versiones posibles de un género, ampliamente explotado y trabajado en otras latitudes, pienso en EE.UU, Inglaterra, Japón o Suecia, pero que en Chile a lo largo de los años apenas ha reunido a un decena de escritores, que contra viento y marea han conseguido publicar sus obras y crear un público cautivo. Es importante aclarar que nuestra antología no busca abarcar la totalidad de los autores policiales chilenos, que tienen méritos de sobra para figurar en cualquier muestra, sino la de mostrar el trabajo de escritores que se están abriendo camino; salvo tres o cuatro excepciones que ya tienen proyección internacional, el resto aún lustramos nuestras placas y revólveres.

Alfredo Lewin y Marcelo González en la presentación.
Trabajamos con nuevos y antiguos materiales para construir nuestras narrativas. Edgar Allan Poe es un referente inevitable. Con dos cuentos seminales, de los cuales deriva gran parte de la narrativa policíaca, me refiero a Los crímenes de la rue Morgue y La carta robada, quedó la pista dispuesta para que otros autores ejecutaran sus crímenes. Ya entrado el siglo XX, la segunda deriva fue inaugurada por Dashiell Hammet, quien nos muestra el caos y la locura que giraba en torno a los cuarteles policiales, y sobre todo el quijotismo lacónico de los irreflexivos y muchas veces arrojados detectives privados, como lo encarna su personaje Sam Spade, y que luego perfeccionaría Raymond Chandler con su serie basada en Philip Marlowe.

Desde sus comienzos, la puesta en escena del policial tenía como figura central al detective, quien de manera intelectual, como en un juego de ajedrez, resolvía los delitos valiéndose de la lógica y la deducción. Fueron emblemáticos los casos del cuarto cerrado, donde era imposible entrar o salir de la escena del crimen, o el asesinato en público, el cual convertía a todos los testigos en sospechosos. La ficción policial se llenó de hombres delicados y elegantes, otros más rústicos y primitivos, pero siempre con sus ojos puestos más allá de las apariencias. Aún los leemos con admiración, porque se valían sólo de la razón, el órgano más acucioso para resolver paradojas y sinsentidos. Eran hombres limpios, que no necesitaban irse a los combos, ni pagar testigos falsos ni recurrir a ninguna artimaña para esclarecer sus casos. Todo estaba en la cabeza, y cualquier situación se podía resumir a un buen puñado de variables, dirimiéndose como en una buena ecuación.

Esta visión romántica del policial fue cambiando a través del tiempo; acá es donde emergen Hammet y Chandler, a quienes se les suele citar casi como si fueran un dúo dinámico, tipo Batman y Robin, aunque en realidad podríamos decir que el primero fue el que abrió la puerta para ventilar el olor del cadáver, y el segundo fue el que abrió las ventanas para que terminase de expirar el hedor. La figura del detective intelectual fue reemplazada por la de un detective dubitativo, cansado y cínico, la escena se amplió en forma de denuncia, y se pasaron a retratar  elementos como la corrupción, el narcotráfico o la violencia sexual, ámbitos en los cuales la figura detectivesca coqueteaba con los códigos del hampa.

Resumiendo; del cuarto cerrado, donde se conjugaban elementos delictivos casi como en un insectario o en un laboratorio, el policial avanzó hacia el laberinto, donde el caos, la burocracia, y el hampa impidió que un detective limpio, a la antigua, pudiera sobrevivir en ese ambiente. El detective tuvo que contaminarse, adoptar las malas prácticas.

Pero el policial es un género mutante. No se agota en unos pocos esquemas, es tan variado y extraño como la misma realidad.  Está la novela de espionaje y contra-espionaje, que tuvo su auge y caída durante la Guerra Fría, o la popular whodunit (contracción de Who has done it?), en las que la trama se centra en develar quién cometió el asesinato, todo centrándose en una especie de literatura-juego, en la que el autor entrega datos y pistas falsas, proponiéndole al lector un puzle que debe resolver antes de que se acabe el libro. Hay obras que están interesadas en los aspectos judiciales, trasladándose la acción de las calles a la burocracia de los tribunales de justicia. En Latinoamérica, ya podemos hablar sin problemas de un policial de denuncia social, libros principalmente dedicados a revelar los mecanismos de represión de las dictaduras de turno, o de retratar el mundo del narcotráfico, con la denominada narcoliteratura.

Como decía en un comienzo, el cuerpo del género policial es enorme, corren muchos ríos de tinta y sangre sobre su cadáver, detrás de sus engranajes podemos encontrar delincuentes de diversa monta y catadura, detectives delicados, elegantes, y otros no tan delicados y elegantes. Y no debemos pensar o suponer que la literatura policiaca, por ser una literatura de género, es una recreación menor de la Literatura con mayúsculas. Muchos, durante bastante tiempo, la vieron como una cosa pasatista, una literatura hecha para las clases proletarias —y en efecto lo fue en un momento gracias a las publicaciones pulps —, historias donde se explotaba el morbo, mostraban sexo descarnado y asesinatos escabrosos. Pero no nos engañemos: el policial tiene puestos los pantalones largos hace rato. El género se masificó gracias al trabajo del escocés Arthur Conan Doyle, o a la perspicaz labor de Agatha Christie. También fue vindicada por Borges y Bioy Casares con numerosas antologías y relatos.  Pero esos son los nombres de antaño. ¿Qué hay de nuevo viejos? Quizás no tanto, un puñado de crímenes del pasado, del presente y del futuro, alucinaciones de psicópatas al acecho, detectives petrificados por cortinas de humo, muchas víctimas al acecho y por supuesto, la antología que presentamos ante ustedes. Muchas gracias.

Portada de la antología

viernes, 18 de mayo de 2018

Digresiones de “gente en pelota”: Hay un mundo en otra parte, de Gonzalo Maier












Editorial Random House
Hay un mundo en otra parte. Gonzalo Maier.
Ed. 2018. 112 Págs.

Por Ignacio Fritz


Penguin Random House Grupo Editorial (PRHGE) lo hizo de nuevo. Reconozco que no descubro conectores lógicos que indiquen un patrón cuando publican libros —en este caso “librito”— como el del treintañero Gonzalo Maier (Talcahuano, 1981). Seguramente los editores de Hay un mundo en otra parte (Literatura Random House, 2018) debieron haber encontrado un mérito elogioso en este volumen de cuentos —o varios, quién sabe; todo ello, quizá, ligado al tráfago de algún cafetín en el Tavelli del Drugstore de Providencia— para haber publicado este compendio por la puerta ancha, con una singular tirada de mil quinientos ejemplares. Pero la verdad de las cosas, no he visto nada notable aquí, salvo que pegué más de algún bostezo cuando iba en las primeras diez páginas, y en algún momento quise abandonar el texto entre los “insufribles” que nunca he podido terminar, aunque siempre me los trago por más que desee abortar la lectura de cualquier cachivache literario, a pesar de lo malo y letárgico que sea. Los lectores monógamos pecamos de aguantarla hasta el final y también nos “empelotan” las vicisitudes del mundillo editorial criollo, de las megaeditoriales con sedes en todo el globo.


En la época de la Nueva narrativa chilena de los años noventa se publicaban libros que marcaron un referente, tanto de crítica como de público, y que también innovaban en lo estético, aunque no le hubiesen gustado a Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 28 de abril de 1953-Barcelona, 15 de julio de 2003) en su oportunidad: autores como Jaime Collyer (Santiago, 1955) y Gonzalo Contreras (Santiago, 1958) construían narraciones en las que se notaba oficio y, en consecuencia, tuvieron el apoyo de críticos como José Miguel Ibáñez Langlois (Santiago, 1936), y el hecho de estar varias semanas en la lista de best-sellers (treinta y seis semanas con La ciudad anterior, de Contreras) lo confirmó. En general, puedes publicar porquerías hasta cinco veces, parafraseando al argentino Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 15 de septiembre de 1914-Ib., 8 de marzo de 1999) —en realidad él fue un perfeccionista: no encuentro nada malo en sus cinco primeros libros—, pero últimamente se publican libros prescindibles —a diario— en la narrativa chilena actual, de la que Gonzalo Maier forma parte inherente. Una literatura que Juan Manuel Vial, el pontificador literario de La Tercera, trata de rescatar y adular tímidamente, pero para mí Hay un mundo en otra parte está repleto de frases vacías, de una imprecación pueril, boba, manceba; simple estrategia amparada por la sarta de editores que hay en el mundillo (sobre todo si Vial ha criticado cizañeramente, negativamente, novelas de peso como Las islas que van quedando de Mauricio Electorat [Santiago, 1960]). Efectivamente, si a Maier se le considera “una voz excéntrica” en la narrativa latinoamericana actual, no sé qué queda para el resto. Curiosamente, en su cuento “Intestino grueso”, Rubem Fonseca postuló que no existe la narrativa latinoamericana.    

Aunque se trata de un libro de “tiro corto”, de escasas ciento diez páginas, con cuentos que giran en torno a una manera hedonista, simplote también, de “mirarse el ombligo” en cada párrafo —una y otra vez—, en los que no se halla punto atractivo que llame la atención, y que de alguna manera el narrador, constantemente diga y rediga hasta la saciedad que debe tratar de escribir “veinte líneas” como meta o lugar común, a cómo dé lugar, no logro descifrar el mérito narrativo aquí, salvo encontrar cierta similitud con los primeros libros de Ray Loriga (Madrid, 1967), tales como Lo peor de todo y Héroes. Aquí lo cotidiano es la fuente de inspiración; asunto que puede ser arma de doble filo, por somnífero, “latero”: las técnicas narrativas de autores avezados faltan en cada uno de estos ocho cuentos que exhiben una rancia manera de instalar el enfoque o punto de vista de su autor, predecible, monótono y fútil.  
Porque en los libros de Loriga había una prosa parca atiborrada de españolismos, ligada a lo que es el fanatismo del rock, y su obra estaba dirigida a la gente joven de la “movida” madrileña de los años noventa; de ahí que Loriga funcionara e incluso fuera reclutado en 1996 para la antología de Alberto Fuguet (Santiago, 1964) y Sergio Gómez (Temuco, 1962), McOndo. También fue encasillado como un escritor de culto, cosa que Maier no es, que yo sepa, a no ser que caiga un meteorito —como el que extinguió a los dinosaurios— justo en calle Merced 280, donde quedan las oficinas de PRHGE. Hay un mundo en otra parte debe estar dirigido a los dinosaurios de LUN, supongo, donde Maier colabora asiduamente. O a su familia. Pero nunca sabremos qué hilos fueron los que incidieron para que Hay un mundo en otra parte fuese publicado por una editorial “oficial”. 


Pasado insepulto

Supe de Gonzalo Maier hace dieciocho años. Leí su primera nouvelle, El destello (LOM, 2000), deseoso de saber cómo había logrado publicar en el sello LOM —ahora quisiera descifrar, en otro nivel, cómo consiguió publicar el Penguin Random House—, y reconozco que me interesó la historia del personaje central de ese libro, un Diablo o El Diablo, pero no me agradaron ciertos errores de novato —según mi opinión—, opcionales (tal vez) como decirle “cigarro” a un “cigarrillo”, o la utilización azarosa de los puntos suspensivos, no para generar suspenso, como se suele hacer, sino a pito de nada. También estudié Leyendo a Vila-Matas: este último librito —también de no más de cien páginas, editado por LOM en 2011— ha sido uno de mis favoritos de Maier, en la medida en que Vila-Matas es un autor de renombre que está desligado de los falsos oropeles de la literatura, pero que también incurre en lo típico cuando se trata de escritores consagrados de más de cincuenta años (aceptar halagos). La prosa de Maier intenta ser exacta, “al callo”, porque seguramente tiene la idea errónea, puesta de moda por César Aira (Coronel Pringles, 1949), de que los relatos deben ser escritos estéticamente sin mayor empleo de adjetivos o rimbombancias léxicas, con cierta parodia y autorreferencia irónica que, obviamente, al igual que Loriga, solo le resulta a Aira.

Aquí las narraciones o crónicas de minucias cotidianas alejadas de efectismos —tan en boga en el cine hollywoodense— pueden ser el catalizador de que, como casi hago yo, el lector de Hay un mundo en otra parte termine dejándolo en su mesa de luz, rezagado. Se rescata, eso sí, que muestre la idiosincrasia —o “ideosingracia” como planteó el poeta Diego Maquieira (Santiago, 1951)— de una generación igual o anterior a los millennials, con mención somera de narradores “interesantes”, entre comillas, o “cultos”. Curiosamente, los autores mencionados por Maier no son previamente identificados. No se dice quiénes son: se los nombra pero nada más (salvo en un caso, si mal no recuerdo: César Aira. Dice “el escritor argentino”, no sé para qué si todos sabemos quién es si ya está postulando al Nobel de Literatura). Personajes como Roser Bru o Wittgenstein y varios más, no se dice quiénes son. Incluso el parafraseo de ciertas ideas de autores me parece innecesario porque no va más allá, no dice algo que ya no se sepa, y claramente ostenta el reflejo acomodaticio y fláccido de la generación millennials, tan puntudos, que todo lo necesitan probado, masticado, deglutido: una narrativa para la mamita y el papito que tienen casa en Ñuñoa. (La mayoría de estos cuentos ocurren en el ceniciento, ambivalente sector ñuñoíno, hábitat de gran parte de los narradores chilenos).  

A pesar de algunos gratos títulos (Dos o tres apuntes sobre el maoísmo, Ah, la Ilustración y Ah, la Perestroika, por ejemplo), el libro se tranca en los buenos rótulos pero no profundiza en lo titulado (el nombre de una narración hará que se ahonde en el tema, pero ¿qué dice Maier sobre la Ilustración o la Perestroika que no lo sepa un alumno de octavo básico?). Aquí puedo encontrar el conector con los otros textos publicados por PRHGE, en los que se beneficia una literatura publicada para una audiencia light, salvo por uno que otro caso cuyos nombres me reservaré.

A través de las redes sociales, un amigo librero asoció a Gonzalo Maier con los libros que estaba publicando Cristián Geisse y Matías Correa, instalándolo como una “prosa exquisita”, “elegante”, “sutil”. ¿Puede ser una prosa exquisita cuando te refieres a la “gente desnuda” como “gente en pelota”, o el “cigarro” por el “cigarrillo”, como dijimos con antelación? Y suma y sigue. Los cotidiano aburre por sí solo; aquí la historia no es la columna vertebral, con mensajes archimanidos, y aquí no se reivindica el “mundo interior” como un magma que solo le puede interesar a los amigos y a la familia de Gonzalo Maier. 

Máxime, no se trata de escribir con sinceridad, ni dispersa ni volátilmente. La narración debe enganchar al lector, no aburrirlo con historias personales de esas que un psicoanalista estaría deseoso de escuchar previo pago de la consulta. ¿Hay reflexión en los cuentos de Hay un mundo en otra parte? Efectivamente, sí. Pero no al modo de la “vieja escuela”, con autores reconocidos que metían en el colador “algo” que iba “más allá” del escudriño del ombligo, de la referencia trillada y del delgado barniz cultural; por cierto, en la “vieja escuela” se tiene consistencia, espesor, innovación, denuncia: Jaime Collyer es un caso. En la “vieja escuela” se mete el dedo en la llaga; “si no duele, no vale” como decía Alberto Fuguet. 

O estoy desfasado con mi pensamiento polifásico, o algo no me cuadra aquí, sobre todo si el autor vivió varios años en Holanda y Bélgica, e hizo un máster en Estudios Iberoamericanos. ¿La mediocridad es el target de la literatura chilena de hoy? Vale decir ¿hay que escribir para preservar el statu quo trillado con autoficciones y narrativa del “facilismo”, con el consabido “realismo chato” que denunciaba Juan Emar (Santiago de Chile, 13 de noviembre de 1893-Santiago, 8 de abril de 1964)? Tampoco uno encuentra sugerencias que indiquen que hay “algo más” en este libro. A un staff de narradores instalados y publicados quién sabe por qué (o que han entrado a los poderes fácticos de las megaeditoriales), Gonzalo Maier se adhiere a la narrativa de corto aliento, lánguida, sosa, junto a Constanza Gutiérrez (Castro, 1990) y Diego Zúñiga (Iquique, 1987). Literatura trivial y cortoplacista que no escatima en aburrir al lector. Muy malo, porque aquí no estamos “en pelota”; sino, más bien, “empelota” tanta insustancialidad en los productos culturales publicados en la actualidad por las megaeditoriales como PRHGE, que dan carte blanche a narradores carentes de ambiciosa pretensión. 

viernes, 23 de marzo de 2018

En Los detectives salvajes ya estaba 2666

Editorial Anagrama
Los Detectives Salvajes: Roberto Bolaño
1era. Edición 1998. 624 páginas.

1.

La novela, divida en tres partes, se ordena en torno a la búsqueda de la poeta mexicana vanguardista Cesárea Tinajero. La primera y la última parte corresponden a un diario de vida escrito por el joven poeta García Madero, un diario discontinuado, que se abre y que se cierra como la orquestación de una sinfonía enferma, escrito con la inocencia de un muchacho que hace una doble y triple apuesta suicida por la poesía. Con un romanticismo conmovedor deja todo, roba libros, abandona la casa paternal (de los tíos en este caso), abandona la carrera universitaria, a la novia. Todo por la literatura. Un trasunto del mismo Bolaño, que a la vez puede ser la bandera destrozada de la generación de los setenta, y que a su vez nos remite a la figura de Rimbaud en fuga perpetua hacia la nada, ardiendo en cada paso hacia su exilio íntimo del que nunca volvería, quemándose las manos y los pies por cada poema exhalado y vomitado.

Aparecen en la novela las figuras de Arturo Belano y Ulises Lima, los poetas de una anquilosada y desesperada vanguardia llamada realismo-visceral, donde también milita entusiastamente García Madero. Protagonistas a los cuales nunca se les concede el derecho a la palabra, personajes que son reconstruidos polifónicamente en un vertiginoso y tembloroso túnel de testigos (¿pero de qué crimen?) interrogados seguramente por un narrador impávido que registra maniáticamente cada pista, cada detalle. Da la sensación, al leer la segunda parte de la novela, que ese narrador invisible, informante a estas alturas, nos está entregando en resmas desordenadas los testimonios de un hipotético crimen. Bolaño nos fuerza a transformarnos en detectives. Es el pacto, la conversión del lector como detective, el cual debe ir recomponiendo el puzzle de un crimen, y en el caso de esta novela, de un crimen que palpita en cada página, pero que no se deja ver, que no se muestra, que se oculta y finalmente nos confunde. Pareciera que los verdaderos detectives salvajes somos los lectores de la obra, y por extensión, Belano y Lima son los sabuesos que leen (investigan) a Cesárea Tinajero, el centro invisible de la novela. Los Detectives… es una novela que se deja leer como una lectura que prosigue a otra lectura. Ventanas de marcos negros que van a dar a otras ventanas casi idénticas, ligeramente modificadas. Pero al final del recodo, de la perspectiva que implica esa búsqueda titánica ¿qué hay detrás de esas ventanas?

2.

Tanto Los Detectives Salvajes, como 2666, condensan y aglutinan en forma de temas y personajes toda la poética de Bolaño. Si en 2666 la búsqueda se convierte en un espiral, en la serpiente que se come la cola a sí misma, en Los detectives se da por inaugurado el juego de fijaciones y obsesiones que persiguieron en vida a Bolaño. Vemos la imagen del poeta desarraigado, sin norte, en una no-búsqueda que lo implica todo. Es el poeta Vallejo que aparece en Monsieur Pain, el cual muere de una enfermedad absurda en París, una ciudad que le es extraña pero que prefigura en un poema. Está la siniestra figura del poeta Carlos Wieder de Estrella Distante, el reverso negativo y maligno de Césarea Tinajero; ambos son el centro de la novela, pero aparecen casi como una sombra, para luego borrarse como fantasmas. La desaparición del centro. Arturo Belano sin dejar rastros en África, visto por última vez en alguna calle de Liberia, y el mismo García Madero que desaparece en la segunda parte de la novela, pues nadie parece haberlo visto nunca, ni recordar casi nada de él. La figura del escritor Archimboldi, en 2666 ilustra el ejemplo de un conjetural hombre que centra, ordena y hace encajar cada parte de la novela. Pero de pronto todo comienza a torcerse cuando las historias se disparan y se multiplican. El famoso agujero del cual tanto se ha hablado y teorizado. En Los Detectives… todas las historias, y ninguna a la vez, remiten al centro aparente que es Cesárea Tinajero (igual que Archimboldi), pues siempre un extraño elemento ronda en cada recodo de la novela, algo que falta, una pista o una huella que indica una presencia determinada, pero que a la postre se desvanece, no dentro de un laberinto, sino por intermedio de un disparador caótico de tramas, una presencia mutilada en trocitos, y luego desordenada por la prosa vertiginosa y sincopada de Bolaño. Es como si el libro quisiera mostrarnos otros crímenes, otros escarnios, para tapar, para intentar desviar la atención del crimen principal: la desaparición de la poetisa de vanguardia que alguna vez pudo cambiarlo todo para siempre.
3.


En Amuleto, vemos a Arturo Belano y San Epifanio en México, caminando hacia la colonia Guerrero para encontrarse con el rey de los putos. El pasaje dice:

“Y los seguí: los vi caminar a paso ligero por Bucareli hasta Reforma y luego los vi cruzar Reforma sin esperar la luz verde, (...) y luego empezamos a caminar por la avenida Guerrero, ellos un poco más despacio que antes, yo un poco más deprisa que antes, la Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo”.

Ignacio Echeverría escribe al final de 2666 una nota, donde señala la cita anterior de Amuleto, y menciona la triple conexión de esta novela con Los detectives y 2666.

Amuleto, fue escrita en 1999, y Los detectives salvajes un año antes. Sin embargo a Ignacio se le escapó una cita, que al leerla nos damos cuenta la voluntad programática que existía en la mente del narrador chileno. Casi al final de Los detectives, dice lo siguiente:

“Y entonces la maestra vio o le pareció que veía un plano de la fábrica de conservas (...) sus ojos recorrieron el plano de la fábrica de conservas, que había dejado Cesárea, en unas zonas con gran cuidado en el detalle y en otras de forma borrosa o vaga, con anotaciones en los márgenes aunque la letra en ocasiones era ilegible y en otra estaba escrita con mayúsculas e incluso entre signos de exclamación, como si Cesárea con su mapa hecho a mano estuviera reconociéndose en su propio trabajo o estuviera reconociendo facetas que hasta entonces ignoraba. Y entonces la maestra tuvo que sentarse, aunque no quería hacerlo, en el borde de la cama y tuvo que cerrar los ojos y escuchar las palabras de Cesárea. E incluso, aunque cada vez se sentía peor, tuvo la entereza de preguntarle porqué razón había dibujado el plano de la fábrica. Y Césarea dijo algo sobre los tiempos que se avecinaban, aunque la maestra suponía que si Cesárea se había entretenido en la confección de aquel plano sin sentido no era por otra razón que por la soledad en la que vivía. Pero Cesárea habló de los tiempos que iban a venir y la maestra, por cambiar de tema, le preguntó qué tiempos eran aquéllos y cuándo. Y Cesárea apuntó una fecha: allá por el año 2600. Dos mil seiscientos y pico.”

Ya estaban ahí las mujeres, las fábricas de conservas y la fecha terrible de la aniquilación.

viernes, 9 de marzo de 2018

Los mundos paralelos de Ignacio Fritz

Editorial Forja
La indiferencia de Dios: Ignacio Fritz.
1era edición 2016. 256 páginas.

Hay escritores que crean mundos y personajes y se ufanan y se vanaglorian de ello; hay otros que los copian o los versionan o los homenajean; hay un tercer grupo de escritores que no los crean ni los copian, sino que los descubren: estuvieron siempre ahí, tras la nebulosa y la ceguera, pero llegaron a ellos porque "algo" les hizo torcer sus cabezas y les mostró la clave para verlos. La idea puede ser romántica, pero las palabras de Borges respecto a la tradición la amplifica: 

"Lo bueno ya no le pertenece a nadie, ni al otro, sino que es parte del lenguaje y de la tradición”

Como oposición a esa idea del escritor como pequeño dios o demiurgo, la obra de Fritz   parece narrada por mecanismos chamánicos, deviniendo el escritor en médium: transcribe  lo que ahí dentro de su cabeza las voces le dictan, y lo que esas voces le dictan es una historia deforme, destruida.

El marco de La indiferencia de Dios no puede ser más inverosímil: ocurre en un Chile metamorfoseado del futuro, año 2070 para ser más exactos, un futuro de un mundo paralelo, con un Chile B, o Z y con otra historia, donde por ejemplo la capital no es Santiago sino una ciudad próxima a Puerto Montt llamada “La Imperial”, ciudad que sí existió pero que fue destruida en 1723 y vuelta a refundar como Carahue, y de la cual quedó como el vestigio toponímico de “La Nueva Imperial”, actualmente en la Araucanía.  El peso como moneda no existe y la que circula se llama “valdiviano”. Otras extrañezas de este Chile: en Carabineros abrieron el departamento del OS-13 para investigar eventos paranormales; lucir marca de ropa original es casi una imposibilidad debido a lo costosa que es, proliferando marcas piratas o clónicas, y sumado esto, aparece una empresa llamada Nixon, la que acapara de forma monopólica al comercio, siendo normal encontrarse con lentes Raybans Nixon, televisores Sony Nixon, o chicles Bazooca Nixon, dejando expuesto que detrás de toda la maquinaria social y económica existe una mega transnacional que es manejada por un esquivo empresario, escritor y gurú, de nombre Walt Oberton, el cual pasa sus días en la inventada nación de Estolia, donde a momentos escuchamos como a retazos en la misma novela, de que su población ha enloquecido al grado de comenzar a canibalizarse entre sí. 

Ignacio Fritz escribe: 

“Un mundo paralelo es un mundo donde lo imposible es posible. Donde los años no pasan. No hay futurismo; no hay cambio; todo es como en el pasado.”

El pulso de la escritura fritzeana está siempre en High Definition, como gran parte de la prosa norteamericana actual, escritura cocaínomana que se solaza en remarcar detalles y destruir cualquier atisbo de minimalismo: acá no hay nebulosas que prefiguran o sugieren una historia, ni tampoco espacios mentales cerrados y claustrofóbicos. Se trata de líneas totalmente abiertas, duras, dislocadas por un paisaje extraño que parece la alucinación de un psicópata, o la pesadilla dirigida por fuerzas invisibles en una mala noche de verano. A  Fritz no le interesa mostrarnos la punta del iceberg y dejar el resto como materia seminal de interpretaciones y elucubraciones. Al contrario, como sus parientes literarios norteamericanos más avezados, pienso en David Foster Wallace o Thomas Pynchon, la estrategia narrativa se centra en contarnos con gran detalle las muecas, tic y gestos de los personajes, sus manías, sus formas de hablar; la propia filosofía del vacío y del hastío que transmiten los diálogos, siempre crueles y punzantes.

El estilo de Fritz no se puede resumir en unas pocas líneas, pero se fragua a partir de referencias reales y apócrifas,  en el cual los nombres de los personajes y de los lugares van configurando el caos y el orden de este libro: están las calles Clive Barker, Richard Matheson, Patricia Highsmith o Kurt Vonnegut, como claras marcas textuales de escritores inscritos en la ciencia-ficción, el relato policial, el terror y la distopía.

La indiferencia de Dios es difícil de encasillar: se trata de una novela mutante que se va transformando en cada capítulo y en cada escena relatada, transitando desde el absurdo y el surrealismo, pasando por la novela negra y de espionaje, la ciencia-ficción más desopilante y terminando en un terror que va emergiendo lentamente con la figura de un empresario todo poderoso, el cual podría ser el mismísimo Dios, o su avatar negativo y nefasto.

En pocas líneas, ¿de qué va entonces el libro? En las primeras páginas se nos explica sobre un policía que viene del pasado escapando de la muerte, para ello viaja en el tiempo hasta el año 2070. Se le asigna un caso que encierra más de un enigma: un hombre muere en un atentado explosivo perpetrado dentro de un auto. Las pesquisas de este despistado policía son infructuosas, por lo cual decide contactar a la abogada y detective privada Delfina Edith, quien junto a su fiel ayudante, comenzarán a indagar quién o quiénes son los culpables de la muerte de este hombre.

Los motivos, personajes y escenarios son constantes en la obra de Fritz: aparecen personajes de sus otras novelas y libros de cuentos, como Nieve en las venas o Eskizoides; se entronca con la voz del narrador y adolescente herido de Tribu, su novela realista en plan auto-ficción, y va cubriendo un arco que pasa de cerca por Hotel, La Hermandad Haloween, y su más reciente libro de cuentos El festín de los engendros

La indiferencia pertenece a esa constelación formada por obras raras y perturbadoras, desmarcadas de la moda tanto en su concepción como en sus pretensiones. Obras que no suelen ser atendidas por los lectores o ciertos sectores de la crítica, ya sean porque son consideradas difíciles o crípticas, o más bien poco empáticas con el lector; mientras tantos se esfuerzan por fabricar textos "amables" y "entendibles", otros van avanzando a golpetazos contra fantasmas y terrores personales. Y esas obras son las que suelen naufragar y perderse en el torbellino de la infancia: no obstante, con el paso de los años, con la adultez y la vejez que marcan sus trayectorias, suelen volver a emerger fortalecidas: al fin y al cabo, la indiferencia de los lectores es menos nefasta que la indiferencia de cualquier dios, llámese éxito, fama o dinero.

viernes, 5 de enero de 2018

El corazón equino de Squella



Editorial Lolita
Hermano, no tardes en salir: Agustín Squella (Novela)
1era Edición 2016. 84 páginas.

El milagro estético no debería ocurrir solamente cuando un texto logra horadar nuestros intestinos y cerebros, sino también cuando (sin importar si es ficción o periodismo) una determinada creación consigue dislocar la materia que trata, trasladando la pura anécdota de una historia a otras profundidades que se entremezclan con la superficie de lo narrado. Un buen libro sobre hípica debería estar pensado para un tipo de lector aficionado al mundo de la hípica; afortunadamente no es el caso de Hermano, no tardes en salir, porque si bien es una novela que habla de la hípica, no se trata de una novela o crónica periodística sobre la hípica, se trata más bien de un caballo literario disfrazado de crónica periodística, y el resultado es fascinante porque reúne dentro de sí lo mejor de ambos mundos.

Muy pocos narradores logran el milagro de hablar de una cosa, que puede ser pueril y hasta descartable, para ocultarnos otra, más importante, que amenaza con atacarnos en la fibra íntima; no hablo de la manida teoría del iceberg, hablo de que la torre literaria posee tantas habitaciones y pisos como sótanos y pasadizos secretos; con tantos candados y cerraduras, como trampas falsas inimaginables. Hermano, no tardes en salir es de esas pocas obras breves que tras una aparente fachada de sencillez, esconden una fina orfebrería interna en su construcción, en las maravillas que podemos encontrar.

¿Qué es entonces Hermano, no tardes en salir? es mucho más que una nouvelle sobre  la hípica en Viña del Mar durante los 70;  hay artículos de costumbre, retratos, diálogos anecdóticos, e inclusive un breve tratado sobre el suicidio y sus motivaciones, todo en menos de 90 páginas.

El libro tiene como centro las historias de un jinete y de un apostador de caballos, que sin tener más en común que su pasión por la competencia, se transforman en el reverso y anverso de una misma moneda: ambos personajes transitan por los mismos escenarios, y aunque nunca llegan a conocerse, un ethos, una disposición para enfrentarse a la existencia, los hermana. Y por ser dos personas diferentes, el fluir de la vida los arroja por caminos muy disímiles.

La historia, como las grandes narraciones, está hilvanada como de a oídas, basándose en testimonios y conversaciones de la época, un ejercicio memorístico que pone adelante la figura del jinete conocido como el Pluto, y un insigne apostador de caballos, El Nancho, que no es otro que el hermano mayor del autor y narrador de la obra.  Las anécdotas van y vienen; se nos habla del ambiente que corría por esos años en el Sporting, de las jaranas y fiestas que se intercalaban entre apuesta y apuesta, de la preocupación política y social en el que discurría el oscuro Chile de aquellos años, e incluso se nos habla de un clandestino centro de hípica, pero en miniatura, con caballos pequeñitos que compiten entre sí, y que se ensambla dentro de la novela con mucha gracia, dotándole más encanto y versatilidad a esta pequeña obra maestra.

¿Qué diferencia entonces a Hermano, no tardes en salir de cualquier otra obra de divulgación, de ficción o periodística? Es el tono, sí, el cómo se estructura, y el cómo nos dejamos arrastrar hacia el aparente eje del libro, para descubrir que dentro palpita con intensidad y humanidad, algo más profundo, algo que sobrepasa los límites de la hípica y se nos clava como una certera flecha; en las primeras páginas se nos dice que Nancho, el apostador, se suicida a los 34 años, y luego nos olvidamos de ello y seguimos la urdimbre, para llegar al último tramo de libro, y caer en la cuenta que la novela no trata precisamente sobre el mundo de los caballos y sus hipódromos, sino que trata de la familia, de la soledad, del suicidio.

Cuando en la hípica un caballo no sale inmediatamente al disparo para correr la carrera, se dice que éste ha quedado encajonado, contratiempo vital que puede determinar el curso de la carrera. Aquella misma metáfora se utiliza en el libro para  referirnos a las personas que por algún motivo o destiempo, no salen a correr sus vidas, quedan detenidas, algo las demora. 

Hermano, no tardes en salir es una experiencia breve, pero intensa y sublime. Intensa, porque relata el ir y venir de dos hombres de forma dinámica, con bromas, diálogos que se entrecruzan, relatados como un vivaz anecdotario, y sublime, porque el narrador en las últimas páginas retransfigura el sentido de lo narrado y sin previo aviso nos sumerge en los abismos de la derrota, volviéndose una narración consciente de su propia fragilidad, de lo que expone:

“Estamos solos, todos, pero no somos forzosamente solitarios. El solitario se aísla en cierto modo de los demás, ahogándose en sí mismo (…). Estar solo es una condición, ser solitario no es una elección, aunque también es posible volverse solitario por abandono”.


Y no hay nada más triste en este mundo que ser abandonados, que sentir en carne propia la orfandad, quedando encajonados, detenidos sobre el flujo vital de la realidad.

viernes, 29 de diciembre de 2017

La crueldad circundante de Carlos Droguett

Editorial Zig-Zag
Patas de Perro: Carlos Droguett (Novela)
1era Edición 1965. 313 páginas.

No cuesta entender que Carlos Droguett sea un autor que no encaje fácilmente en el endeble canon de la literatura chilena. Más valorado en España (cuenta con múltiples reediciones de su obra), y celebrado por Piglia (quien dijera que releía constantemente Eloy), una novela tan atípica, y a su vez tan chilena como Patas de perro, difícilmente pudo haber calado en el imaginario un libro que exuda tanta rabia, sarcasmo y un profundo derrotismo asfixiante, que a más de cincuenta años de su publicación (su primera edición data de 1965), no ha perdido ni un ápice de su grandiosidad, ni de su intimismo tan patente cuando se trata de relatar la crueldad circundante.

El argumento se puede resumir en pocas líneas: un profesor fracasado se hace cargo de Bobi, un niño mitad humano y mitad perro, quien maltratado por su padre alcohólico y negado por su madre, intenta encajar en una sociedad que lo anula. Como suele ocurrir en las grandes obras, la trama poco y nada tiene que decir frente al cómo se nos cuenta una historia: es la voz del narrador, el hombre que acoge a este niño, quien a través de un monólogo interior fracturado, casi sin espacio para los puntos apartes, con una puntuación encadenada por frases largas y extractos de diálogos entrecruzados, nos narra el calvario que debe vivir con Bobi. La prosa de Droguett es como una máquina acorazada que se va desgranando en recuerdos, jugando magistralmente con los tiempos narrativos; crea la ilusión de que estamos ante una entidad real que no está inventando lo que ahí se cuenta, sino que aquella voz de verdad vivió cada pormenor, pensamiento o detalle señalado. Se trata de una obra que más que una historia, nos entrega la voz de un ser humano de carne y hueso, que desgarrado, atrapado en un mundo incierto, nos relata su letanía.

La parte perruna de Bobi, su lado monstruoso o bestial, tiene fuertes ecos en otras historias del estilo Frankestein, como El hombre elefante de Lynch, Quemar un pueblo de Patricio Jara, o ese portento de la animación japonesa como Midori: la niña de las camelias; como en esas historias, acá se constata que la monstruosidad no es la que emerge del monstruo, sino la que viene de los ojos de los espectadores, de la propia sociedad, que en vez de acoger e integrar la diferencia, aterrada, actúa de forma hostil y violenta, reflejando sus temores con ira y desdén. 

Bobi, que tiene 13 años, se nos muestra asistiendo a la educación pública, aquella prisión que se desarrolló en la revolución industrial, y que día a día sigue mutilando espiritualmente a millones de niños en el mundo. Acá no hay diferencias con la realidad: Bobi es cercenado moralmente y humillado por sus propios profesores, quienes lo tratan sin ninguna conmiseración, peor que a un guacho.

Sobre su nacimiento, el narrador pone en la propia voz de Bobi, casi al comienzo, su breve y cruenta historia: 

“Cuando nací y empecé a caminar, mi padre se deshizo de los dos perros, uno, el Rial, amaneció envenenado, hinchado y como amoratado o verdoso […] Al Guaina lo mató a patadas”. 

En otras ocasiones el niño es sorprendido por el narrador fumando, y lejos de ser reprendido en plan de moralina, éste lo entiende perfectamente, y recuerda claramente la época en que también fumaba mucho.

Leer Patas de perro no es sólo adentrarse en la psique de un hombre que tiene serios problemas para adaptarse a su entorno, sumado a la sórdida realidad de Bobi, el niño perro: también recuerda la narrativa del desarraigo y de la marginalidad de González Vera, o el mundo del hampa de Méndez Carrasco y Gómez Morel. No obstante, Droguett es más expresivo y desenfadado en cuanto a recursos narrativos respecto a los anteriormente citados. Muchos de sus párrafos nos recuerdan los kilométricos poemas de Pablo de Rokha; precisamente el valor de Patas de perro no reside en ser una literatura de denuncia social, que sí hay denuncia pero va más allá: su grandeza, su poder reside en la gran factura de su estilo, alambicado, reiterativo y furioso a partes iguales, oscilando entre el miasma de la enumeración caótica y el gran ojo observador en los detalles. La voz del narrador tiende a refractarse: a veces describe en primera persona lo que ve y lo que siente como un testigo de los hechos, a veces se cuela en la cabeza de otros personajes; la mayor parte del tiempo protagoniza y rememora la miseria. 

Donde un novelista del montón pondría simplemente que un personaje se despertó, se levantó y se puso la ropa, Droguett escribe: 

"Dormí como un narcotizado, como un poseído, cuando desperté tenia la cabeza pesada y me sentía vacío, vacío de ideas, de palabras, de ruidos, no atiné a salir de la pieza, de las ropas revueltas de la cama sino hasta muy tarde, cuando me sentí ahogado, pues la puerta estaba cerrada, la ventana estaba cerrada y el pasadizo sumido todavía en las tinieblas, esas tinieblas hostiles, furiosas y solas de un día que va a ser de mucho calor". 

En otro momento, Bobi cuenta que en su colegio el profesor de turno dice a los alumnos en el aula, en clara alusión a él, que los hijos de padres borrachos solían nacer monstruosos o deformes, y que muchas veces éstos eran abandonados. El narrador reflexiona: 

“No me atrevía a mirarlo (a Bobi), estaba avergonzado por mí, por la ciudad, por el gremio de profesores, por Chile, esta línea de luz que es Chile y que permite silenciosamente que estos hechos se produzcan bajo su límpido cielo de primavera”. 

El final no es menor atronador que toda la prosa enfebrecida que atraviesa el libro; al cerrar el libro quedaremos con una sensación de salir de un mal sueño, sensación que se incrementa cuando volvemos al inicio y leemos una vez más sus primeras páginas, dando la impresión de que el final contiene al comienzo y el comienzo al final, como una pesadilla cíclica, como si tuviésemos que atravesar una y otra vez la rueda kármica, un eco que quedará resonando largo tiempo en nuestras cabezas.
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