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viernes, 10 de mayo de 2019

Extra Life: 10 videojuegos que han revolucionado la cultura contemporánea




Editorial Errata Naturae
Extra Life, Varios Autores
1era edición 2012.

Recién estaba dando mis primeros pasos en la vida cuando tomé por primera vez un mando de videojuegos. Se trataba del Pong. Era el año 1986 y tenía tres años. El Pong era un juego arcaico, compuesto por una pequeña consola y un control, el cual se conectaba a la televisión donde se podía vislumbrar (y en mi caso en blanco y negro), dos paletas que se movían evocando un tenis muy rudimentario. Mi padre, que era técnico electricista, trabajaba armándolos, y por eso tampoco fue extraño que me llevara desde muy pequeño a las maquinitas de videjuegos (que en esos años le decían simplemente videos y no arcade), donde tuve mis primeras partidas memorables de Double Dragon, Street Fighter y Arkanoid. Mi relación con los videojuegos a lo largo de los años fue accidentada; en mi frenesí por dominar los avatares del Atari, el Nintendo, el Super Nintendo y el Nintendo 64 descuidé los estudios, algunas amistades, pero nunca dejé de cultivar el afán por conocer e imaginar mundos imaginarios (y posibles).

Saco a colación este breve retazo autobiográfico, porque podría ser la historia de cualquier jugador veterano, la de ese que rescató a la princesa, recorrió los laberintos más intrincados matando nazis, o viajó a planetas donde extraterrestres salvajes construían sus colonias. Ser videojugador durante mucho tiempo fue castigado y mal visto: que era una adicción nociva porque separaba al jugador del mundo real, que podía traer trastornos mentales propios de los ludópatas, que empujaban al ocio y a la irresponsabilidad, que podías convertirte en un sociópata, y mil taras más.

Un libro como EXTRA LIFE: 10 videojuegos que ha revolucionado la cultura contemporánea (EL10 de acá en adelante), marcó un hito en el mundo hispano, acabando con la idea preconcebida de que los videojuegos sólo eran un ocio pasatista, y que desde ya es una actividad que sí se puede tomar más en serio. Por supuesto que existe una larga data de estudios y ensayos en el ámbito anglosajón, y que la apuesta escritural sobre videojuegos tiene su pasado en las viejas revistas, pero EL10 fue un importante paso que trajo consigo que se visibilizaran iniciativas en el mundo académico y editorial, dejando de lado esas guías de Tienes que jugar estos mil juegos antes de morir y las consabidas reseñas para poner al videojuego en la mira del pensamiento y la reflexión.

El homo ludus y el homo poeticus

Una cualidad innata en el ser humano es su impulso por jugar y por crear. Es como si dentro de nosotros estuviese impresa esa capacidad que se observa con claridad en los niños, cuando los vemos ingresar a mundos alternos donde rigen otras leyes. EL10  a través de 10 ensayos examina juegos claves, más dos bonus que analizan el fenómeno desde posiciones globales. Su propósito no es exhaustivo, no está ni Mortal Kombat ni la saga de Street Fighters ni la aparición del primer Sonic, ni el glorioso y épico Chrono Trigger, pero un libro no tiene por qué ser autoconclusivo cuando se trata de abrir un tema que no lleva más de un decenio en exploración. 

Lo novedoso de este compilado es que la información y el contenido se va desgranando por capas, partiendo por una nota periodística sobre una mujer que bate un récord mundial en el Tetris (el videojuego amado por antonomasia para quienes odian los videojuegos), una historia breve de Nintendo que pone en énfasis el largo camino de depredación y fracasos que una empresa debe seguir para lograr posicionarse (y cómo surgió la inesperada imagen de Mario, un fontanero con sobrepeso que no auguraba el boom que vendría después), o las películas que marcaron al creador de la saga Metal Gear, Hideo Kojima, esbozo escrito por él mismo el cual le rinde homenaje a películas de serie B como las que hizo Carpenter o Romero las cuales tenían como elemento clave la evasión y la huida. 

Cuando llegamos al escrito de Lee Sherlock sobre Zelda, ya hemos hecho el recorrido inicial para entrar de lleno en la filosofía del tiempo. La saga de Zelda supuso un quiebre en la concepción lineal de los videojuegos, en especial con los juegos Ocarina of time y Majora's Mask, las cuales abren el abanico de las posibilidades en la que un jugador se puede implicar, en el primero porque se nos pone el desafío de Link, el protagonista del juego, quien debe madurar y ganar experiencia en un futuro para luego derrotar a Ganondorf, el malote principal, y el Majora`s Mask, porque luego de tres días (que equivale casi a una hora de juego real), el mundo se destruye y se vuelve de nuevo al día uno, una y otra vez, hasta que el jugador se ve inmerso en un desafío en el cual debe gestionar al máximo lo que hará en esos tres días para intentar dejar alguna huella tras el colapso, intentando recuperar el tiempo perdido a través de objetos y dinero.

L10 pone de manifiesto la evolución de este entretenimiento: pasando de un rol pasivo en el que nos limitábamos a explorar espacios muy delimitados y lineales, a juegos de mundo abierto como es el GTA (y el ensayo etnográfico que contiene es una crítica brutal al sistema) o los juegos masivos en línea como el World of Wordcraft, con un artículo que abre sobre una protesta que realizaron miles de jugadores por considerar que el desarrollo del software no era equilibrado ¿qué hicieron? Disfrazaron a sus avatares de gnomos y comenzaron a desfilar por las tierras ficticias del juego, entorpeciendo las normas comunitarias y esenciales: jugar, conquistar y destruir. Los jugadores fueron banneados, pero se constató el hecho clave de que la mente del jugador nunca fue pasiva, que no solo somos homo ludens, o ludus, sino que también poeticus, que el jugador busca co-participar creativamente en el desarrollo de los juegos, y aquella fue una lección que los futuros desarrolladores de juegos no podrían dejar de soslayar.

Pero un momento ¿qué es un videojuego?




El teórico de los media y crítico social  McKenzie Wark autor del Manifiesto Hacker, desgrana con  maestría lo que es uno de los puntos más altos del libro, la popular saga de Sims. Correr, saltar, ganar experiencia, matar al jefe, recuperar una llave, viajar en el tiempo o colaborar en línea, son borrados de las fronteras con este producto, el cual su creador no lo consideró como un videojuego, (y con razón) sino como una experiencia de simulación de la vida contemporánea. En parte es cierto, porque Los Sims (los que ya lo jugaron sabrán a qué me refiero), busca emular la vida de alguien X que construye una casa, se compra un sofá nuevo, hace relaciones sociales, vive para trabajar y si hace las cosas de forma equivocada se puede morir por una cocina en llamas o de alguna enfermedad mortal. Estamos ante el despliegue de una inteligencia artificial que busca emular cómo sería una vida perfecta: una vida de amistades, de reconcomiendo social y de mucho dinero. Visto desde ese ángulo, Sims es un juego perverso, porque parece insinuar que el camino hacia la perfección tiene unos cuantos algoritmos que se pueden reducir a un puñado de alegorías, y así como se pueden cuantificar las posibilidades y las elecciones que debemos tomar para hallar la felicidad (en un mundo ficticio) ¿quién no dice que podamos trasladar esas mismas ideas al mundo real? Alegoritmo, es el concepto que acuña el teórico para fusionar el concepto de alegoría y algoritmo, temática que desarrolla en su ensayo hasta hablarnos finalmente de las placas de Intel para poner en entredicho al sistema poscapitalista: el Congo fue escenario de brutales guerras y de una explotación desmedida, todo con tal de conseguir estaño, tántalo y otros minerales necesarios para la creación de los chips que sustentan la creación de celulares, computadores y por supuesto consolas. Milicias y grupos rebeldes del Congo, financiados por la venta de estos minerales, han matado a más de 5 millones de personas desde 1998, estableciendo así una línea divisoria muy tenue entre la creación masiva de máquinas de entrenamiento, la alegoría de felicidad que pretende instaurar Sims, y el horror y la muerte.

Porque los videojuegos pueden ser más que juegos. Pueden ser herramientas de simulación virtual de guerras masivas, o puestas en escenas del mercado financiero con fines predictivos. Millones de jugadores están contribuyendo a su desarrollo, jugando y probando nuevas experiencias ¿pero jugando bajo qué costos y fines futuros?

Un escenario cultural en vías de expansión

Desconocemos a ciencia cierta qué se hará con toda la información que se está recabando en estos momentos en las millones de consolas y celulares en funcionamiento. El videojuego, que alguna vez se erigió como un mero pasatiempo, ya es una industria consolidada que ha desplazado al cine y a la televisión respecto a ventas: estamos ante una nueva corriente que no hace más que alzarse, diversificarse y estratificarse. La complejidad no ha hecho nada más que comenzar. El GTA, antes citado, nos pone en la piel de un delincuente barriobajero, negro o extranjero, que se mueve por los suburbios de San Andreas replicando la misma lógica del imperialismo, es decir ganar espacios y liquidar a los rivales o someterlos. GTA, polémico por el uso desmedido de la violencia, la cosificación de las relaciones en las que las putas y los cafiches campean, es mucho más problemático si se analiza desde un punto de vista etnográfico. “Me encantó robar ese coche. Una antropóloga en el mundo de GTA”, de Kiri Miller, no hace más que explorar y explotar con perspectiva crítica una experiencia individual que deviene colectivamente en foros y hazañas que los mismos videojugadores comentan, aumentando los horizontes míticos de un mundo que sólo en apariencia es cerrado, pues fuera del juego siguen ocurriendo interacciones, como si se tratara de una matrix que nos permitiera entrar y salir a voluntad.

Las perspectivas parecen inagotables. Se puede abordar a un videojuego desde la ética, desde la filosofía, desde la misma narratología (el ensayo sobre el Half-Life 2 recuerda al lector in fabula de Humberto Eco). Consecuencias catastróficas o positivas como aportes a la medicina o a la educación pueden ser ambas caras de una misma moneda. 

La nostalgia me vence. Vuelvo a mis años en que parecía que la única evasión posible eran las consolas, en que rescatar a la princesa, resolver el último enigma o descubrir la táctica secreta para destruir al más malote de todos, eran la recompensa no del día, ni de la semana, qué diablos, era sentirse como un pequeño Dios, un héroe digital que por medio del ensayo y del error nos entregaba el videojuego, experimentado esa epifanía y esa gloria que era concluir un largo recorrido, una experiencia al borde de lo religioso y de lo maravilloso, que no, que nunca terminó con las pantallitas del final donde ponían:


Que el sueño recién estaba comenzando. 

viernes, 22 de febrero de 2019

El científico y el santo


God Blessed the Seventh Day and Sanctified It. William Blake


Editorial José de Oñaleta
El científico y el Santo, de Avinash Chandra
1era. Ed. en español. 2016. 777 páginas.


Es común escuchar a muchos científicos hablar en términos despectivos de la religión —cuando no de forma hiriente o agresiva— para desmontar algunas ideas superadas por la evidencia, como las que presuponen que la religión promueve, como lo es la creación del mundo en siete días, la datación errónea de los años de la Tierra, o la  existencia de un espíritu o un alma. No siempre fue así. Grandes referentes de la ciencia como Kepler, Galileo o Newton, paralelamente a su carrera científica se acercaron al misticismo, a la alquimia o a la astrología, cultivando estos conocimientos que siglos más tardes serían anatemizados desde la misma ciencia. Probablemente, como nunca antes en la historia, estamos experimentado una concepción del mundo totalmente materialista y mecanicista, donde sólo los fenómenos observables y cuantificables tienen validez, un momento en que las iglesias del mundo se tambalean por diversos casos de corrupción y de degeneración en su mismo seno, y paradojalmente, son las creencias New Age y progresistas las que están llenando estos vacíos para reemplazar al pensamiento religioso con un conjunto heteróclito de conocimientos dispersos, sin unidad y sacados de contexto,  como lo son  el yoga empresarial, la alimentación sana o la adivinación por medio del Tarot, experimentándose estas prácticas por medio de gurúes autoproclamados,  o a través de libros de autoayuda disfrazados de conocimientos profundos y complejos

¿La ciencia tiene límites?

Avinash Chandra realiza un trabajo titánico en El científico y el santo, al examinar el estado actual de la ciencia y de la espiritualidad, no presentando ambas dimensiones como contradictorias y excluyentes, sino que explicando por un lado las principales bases de la ciencia moderna y sus paradojas, y por otro, repasando las principales particularidades de las corrientes religiosas más extendidas por el orbe, como lo son el cristianismo, el islamismo, el judaísmo, el budismo y el hinduismo (con sus diferentes escuelas), para intentar comprender cómo, en qué momento, el avance científico asedió dominios que antes no le pertenecían, pasando de ser una herramienta para mejorar nuestras condiciones materiales, hasta posicionarse de forma dogmática como la única visión del mundo válida, intentando explicar el origen de la vida o del universo, o peor aún, esgrimiéndose la idea de que la ciencia es la única fuente posible de conocimiento, omitiendo otras formas intuitivas y asentadas en la sabiduría, como las artes, la filosofía o el misticismo.

La ciencia es la nueva religión, sus teorías los nuevos dogmas, sus representantes la nueva clase sacerdotal

Los principales paradigmas que son analizados  y desmenuzados en el libro son la concepción mecanicista del universo, la teoría de la evolución de las especies con el darwinismo a la cabeza, pasando por el freudismo, el neo-darwinismo y la consiguiente tecnificación del conocimiento lógico. El nexo común de estos saberes es la interpretación de la realidad, la cual siempre parte de “abajo hacia arriba”, de la molécula, del sexo o las condiciones materiales para explicar el conjunto o el todo. Para los evolucionistas la vida se originó a través de organismos pluricelulares que a partir de mutaciones generaron seres más complejos hasta dar con el animal vertebrado y luego el hombre. Para el freudismo todas las patologías radican en problemáticas sexuales no resueltas. Extrapolado al marxismo (otra tesis materialista), el devenir de la historia y todos los problemas económicos y sociales tendría su origen y resolución únicamente en la administración y producción del capital.

Todo misticismo y pensamiento religioso opera a la inversa: postula que venimos “de arriba hacia abajo”. En vez de presuponer que somos originados por una partícula  o que nuestra sexualidad nos determina como seres humanos, más bien seríamos la creación o la manifestación de algo sagrado, ahí donde se une el misterio y lo incognoscible. La concepción materialista y mecanicista de universo (como un gran reloj compuesto de partes interconectadas) se empeña en afirmar en que sólo la ciencia puede explicar nuestro origen en una línea evolutiva que va de lo salvaje o lo rudimentario, hasta lo sofisticado e intrincado, ideas que para los antiguos sonarían apócrifas, pues para ellos descendíamos de los héroes y de los Dioses, no de un mono o una molécula. De las concepciones mecanicistas, expone el libro,  se desprende un importante corolario:
Si el materialismo fuera correcto, a lo sumo podrían producirse seres mecánicos. Pero, ¿cómo surgiría la mente y los pensamientos abstractos? ¿Cómo surgiría la consciencia, que permite la creación del conocedor? Y, paradójicamente, ¿por qué existiría la muerte? ¿Por qué estarían el envejecimiento y la muerte programados en todos los seres vivos?
La neurociencia avanza por el mismo camino que ha señalado el materialismo científico, presuponiendo que la mente es una especie de computador con complejos algoritmos que aún no se han descifrado, pues sus redes neuronales están en proceso de estudio. Las investigaciones en torno al genoma también han sido pretenciosamente deterministas, al querer afirmar que en su contenido podría revelarse todo el devenir de un organismo. Ni la una ni la otra consideran a la consciencia como un fenómeno total, sino sólo de forma parcial y a posteriori, algo que surgió exclusivamente en los seres humanos por un intrincado proceso de mutaciones y adaptaciones, que de la noche a la mañana trajo consigo el fenómeno de la consciencia.

Algo semejante ocurre con la teoría de la evolución de las especies, y es que finalmente se rechazan las tesis creacionistas, porque la creación implicaría un plan divino, y un plan divino implicaría el diseño inteligente de un ser superior; más cómodo para los evolucionistas es suponer que la vida surgió de una combinatoria azarosa, que mixturada con condiciones de adaptaciones medioambientales y la lucha del más fuerte, fueron los verdaderos agentes que trajeron consigo la aparición de la vida y la diversidad de las especies. No es azaroso —para aplicar la misma concepción darwinista— que esta tesis (esta bien llamada ideología darwinista, puesto que implica una filosofía y una forma de entender que excede a lo meramente biológico) haya surgido en una época de efervescencia de la revolución industrial, en la que el tiempo mítico ha sido completamente abolido para ser reemplazado por un tiempo lineal, en la que todo debe encausarse hacia una finalidad, hacia un utilitarismo evidente y provechoso para la sociedad y sus partes. Los antiguos no estaban encerrados en una concepción del tiempo lineal; existía una era pérdida en las negruras del abismo donde se desataban las cuitas y las vivencias de los dioses y los héroes en un tiempo mítico, otro tiempo presente en el que un hombre nacía y moría en este mundo, y otro, acaso el más real, donde la circularidad o el espiral se imponían sobre otras formas, un tiempo donde nunca hay un comienzo o un fin, sino que todo el universo reposa en una eternidad que nace, florece y se marchita, en infinitos ciclos que se repiten sin cesar.

La física cuántica: el convidado de piedra

El Científico y el santo no es un libro que se empeñe en negar los postulados de la ciencia, o peor aún, que niegue la utilidad que ha servido para el hombre. Eso sí, se encarga de subrayar con abundantes pruebas las contradicciones que han surgido en el darwinismo, de cómo pasó a tener pretensiones totalitarias para explicar el fenómeno de la diversidad, hasta quedar asentado en base a supuestos, con escasas evidencias (el eslabón perdido, la escasez de fósiles), y su transformación en un neodarwinismo agresivo que sólo se justifica en base a la fe que las comunidades científicas han depositado en él, pues aún ni siquiera se han  presentado pruebas contundentes para determinar el paso intermedio entre el homo sapiens y los homínidos.

La física cuántica juega en otras esferas. Con un explosivo desarrollo entre los años 20 y 30, sus avances se han visto mermados, principalmente porque el paradigma de la física clásica/ newtoniana funciona a la perfección en un mundo que podría prescindir de los descubrimientos de la física cuántica para seguir progresando. Los descubrimientos emanados de la investigación del mundo subatómico son difíciles de explicar, pues contravienen toda lógica: estados que se superponen, protones que se deslocalizan y se reagrupan una y otra vez, y todo basado en experimentos que siempre llevan a suponer que es el observador quien determinan los resultados del fenómeno (esto lo denominó Heisenberg como “el principio de la indeterminación”), siendo en síntesis fenómenos sólo observables en el mundo microscópico de las partículas, sin ninguna validez para el mundo de los objetos visibles del mundo cotidiano.
Considero la consciencia como fundamental, considero que la materia deriva de la consciencia. Todo lo que hablamos, todo lo que consideramos existente presupone consciencia
La cita es de Max Planck, uno de los padres de la física cuántica. Su línea de pensamiento es avalada por otros físicos cuánticos, como Eugene Wigner, Arthur Eddington o Bernard d`Espagnat, quienes ponen a la consciencia por delante, postulándola como una realidad absoluta, y a la existencia de todo lo demás, como una realidad relativa.  Ellos son la avanzada de un mundo científico que persigue una noción menos abstracta y más real de la unidad, pero que inevitablemente se ha visto relegada principalmente al poco financiamiento de su área sobre otras más provechosas para un mundo consumista y materialista (informática, robótica, medicina), sumado a ello, a que ha sido cuestionada desde la misma ciencia por suponer que se basa en muchas hipótesis vagas que sus ecuaciones de forma antojadiza pretenden demostrar, sin asideros reales.

La santidad y la religión

Detalle de la portada del libro
La concepción del santo no es idéntica en oriente o en occidente, no obstante existen equivalencias, y el libro, considerando la gran cantidad de tradiciones y de historia, establece lineamientos generales, muchos que van más allá de alguien rodeado de un aura, o que realice milagros. En rigor, las habilidades paranormales (siddhis para la tradición védica) como la bilocación, levitación, adivinación o sanación, no son ni siquiera un requisito para la santidad, sino algo más cercano y mundanal como lo es la entrega de paz y sabiduría para quienes entren en contacto con el santo. El libro no sólo recoge los testimonios y las explicaciones de quiénes han vivido o presenciado la santidad, sino que también describe los diversos estados mentales y espirituales, así como físicos, que experimenta el santo, el cual es esencialmente el ideal de perfección al interior de cualquier tradición religiosa. Los santos si bien no se pueden agrupar de forma homogénea —pues abarcan todas las posibilidades: hombres o mujeres infelices o dichosas, con buena posición social o viviendo en la miseria—, sí existe una unidad que los identifica, y esa unidad descansa en que siguiendo distintos caminos, todos parecen apuntar hacia un único punto, que es la consagración y compenetración total con la Unidad, el Cosmos, Dios, o el equivalente según el credo.

El santo, nos ejemplifica el libro, no es necesariamente alguien que necesite vestir harapos o que viva ayunando en solitario al interior de una cueva. Puede parecer un demente o alguien que dé espanto, sin duda, pero también puede ser un hombre de casa, con mujer e hijos, alguien que lleva una vida completamente normal en el exterior, pero que por dentro se ha iniciado un proceso divino. No obstante, la santidad no es algo que pueda darse de forma súbita, pues existe un trabajo previo, un recorrido que suele asentarse en las religiones. El científico y el santo cuestiona  a quienes busquen experiencias espirituales tipo New Age sin asentarse en lo religioso, pues estas vías no son más que remedos tomados de por acá o por allá, construyendo una espiritualidad difusa y acomodaticia que se amolda a nuestra sociedad de consumo, ávida ya no sólo de posesiones materiales, sino que también de experiencias, mejor aún si son místicas.
Sin buscar experiencias, deberíamos concentrarnos en el crecimiento espiritual, el cual sólo se obtiene con un trabajo constante y paciente. Espiritualidad real es aquella que transforma a la persona, no la que le otorga breves experiencias por sublimes que sean.
Si bien Avinash Chandra es hindú y está formado en esa cultura, su visión sobre la espiritualidad no sólo se afirma en autores que para nosotros suelen ser totalmente desconocidos, como Anandamayi Ma, Saradananda, o Swami Ramdas, sino que también se apoya en René Guénon, Mircea Eliade, William James o Aldous Huxley, por sólo mencionar a los más actuales, pues por los mares de este libro se acumulan una gran cantidad de ríos y afluentes, siendo constantes las citas de Plotino, Nicolás de Cusa, Meister Eckhart, o los principales adalides del mundo árabe, como Al-Jami, Rumi o Ibn Arabí.

La religión también es desmenuzada en esta obra, y no está exenta de contradicciones, partiendo por la base de que existen tantas, y casi todas se erigen como la verdadera por sobre el resto, lo que puede parecer confuso para el creyente, o no creyente, determinar qué fe es cierta y cuál no. El libro propone que todas las religiones son finalmente planetas orbitando alrededor del sol, es decir, todas son distintas y poseen diversos ritos y filosofías, pero el sol, que vendría a simbolizar a Dios, son el centro y fin de todas ellas. 

Cristo y Buda

El mito es otro asunto pertinente, pues todas las religiones se asientan en él, no entendido como una versión apócrifa o falsa de algo real, sino como algo verdadero que ocurrió en un tiempo imposible de verificar. Y si la fuente de la religión es el mito, el nutriente del mito es el símbolo (y por consiguiente la palabra), expresado en fábulas, las que sirven para ilustrar a quienes oyen o leen estas historias como formas de instruir en los dones que las religiones promueven, y que son verticales aunque en diversos grados: conocimiento, amor, bondad y compasión. El libro no le hace el quite a la cuestión de la religión devenida en organización; bien sabemos la enorme diferencia que existió entre los primeros cristianos que vivieron en las catacumbas, con la institucionalización de las muchas iglesias existentes que trajo consigo el cristianismo. Así como la ciencia o la política pueden ayudar al bienestar y a la organización, también pueden crear armas nocivas o regímenes totalitarios. Lo mismo ocurre con la religión, que puede devenir en perversa, trayendo consigo la persecución, la muerte y la barbarie. Avinash Chandra entiende (y lo transmite con mucha sabiduría) el gran muro que separa oriente de occidente en temas espirituales, pues en la India las religiones siempre han coexistido de forma armónica y pacífica, sin promover guerras o asesinatos, muy diferente a occidente, que para sus ojos, representa un espíritu marcado por la guerra, lo cual ha redundado en la aparición de movimientos  de odio y asesinato, como los abusos sexuales en la iglesia o las guerras santas, y más hacia medio oriente con los nacionalismos islámicos y terroristas, siendo el fundamentalismo nada más que una interpretación antojadiza de cada tradición, un recurso para movilizar tropas o promover versiones atractivas para jóvenes que necesitan creer desesperadamente en algo. También analiza sus aspectos exotéricos y esotéricos, entendiendo esto último como una vía que necesita una iniciación, caminos que aparecen en todas las religiones, incluso en el cristianismo. Las reflexiones respecto a una religión creada para contener moralmente, asentada en el rito y en la congregación, son muy valiosas, pues finalmente muestran que los caminos espirituales se van adaptando según las vivencias y el desarrollo intelectual de cada creyente.  

Diosa Kali. Las divinidades orientales no excluyen de sus representaciones al mal
El científico y el santo es un libro impresionante, no sólo por la abundante bibliografía que trae consigo de textos sagrados y profanos, místicos y científicos, sino porque también aborda temáticas actuales con maestría, como el impulso científico o la caída de la fe, y otros temas presentes desde los inicios de la humanidad, como el origen de la existencia, la aparición del mal, la muerte, o la creencias en fuerzas sobrenaturales. El estilo de Chandra es llano y directo, incluso para tratar temas enrevesados de la fe y de la ciencia, y la exposición de los diversos temas investigados aparecen tamizados con abundantes referencias y citas, dando la impresión de que Chandra ha ido seleccionado las mejores entradas de una biblioteca universal que muy pocos pueden tener a mano; ideas y anotaciones que han sido hiladas con un pulso fino pero firme a la vez, convirtiéndose esta obra en un ensayo-catálogo de temáticas universales, que permiten tanto al estudioso, como al divulgador o al lector común, interiorizarse en conocimientos contingentes y ancestrales.

viernes, 31 de agosto de 2018

Mario Bellatin: escritor de la mutilación y de la ruina



La escritura de Mario Bellatin fue una disrupción clave en algún momento del panorama latinoamericano: frente a la novelas enciclopédicas  y totales,  frente a escrituras que buscaban retratar el sino, las costumbres y el futuro de comunidades, en pleno auge de apuestas metaliterarias que ponían al centro al escritor y sus exégesis, Bellatin optó por el fragmento, retrató el abismo, y su universo de referencias fueron su propia biblioteca mutilada e imaginaria. Como una serpiente que se come la cola a sí misma, su poética parecía surgir de la nada: como si antes o después de la escritura Bellatin sólo existiera un gran vacío.

Pero no nos engañemos.

Mario Bellatin, como los antiguos chamanes, como los magos del cinematógrafo, produce imágenes que no parecen tener relación con el exterior, con la realidad real: su discurso se va hilvanando hacia adentro, siendo capaz de producir su propia magia. Así como los malos libros y las malas películas (aunque deberíamos decir “pobres”) se parecen y se reproducen gracias a la similitud que poseen entre sí, el cine y la literatura con marca de autor exigen una preparación previa de parte de su receptor, un camino recorrido para lograr compenetrarse con las imágenes e ideas que se plantean. Son obras distintas, principalmente porque buscan alejarse de las apuestas probadas, y ello las enmarcaría en la vanguardia. En este sentido, el arte vanguardista es terrorista, porque atenta contra cualquier plan de “cultura popular”. No hay que olvidar que el concepto de vanguardia es recogido de la guerra, donde la vanguardia es la línea de ataque que está cerca de las líneas enemigas, es la avanzada que deja atrás la comodidad y el refugio. Pero aquella es una mirada válida desde la autoridad, desde la serialización industrial, pues fuera de este campo, un arte vanguardista —el arte contemporáneo casi en su totalidad— siempre corre el peligro de volverse exiguo, irrisorio, abiertamente incomprensible, e incluso saturarse y contaminarse con la ideología, como ocurrió con el futurismo o el surrealismo, quedando anulados, apenas una pantomima, una interrogante que no se mira ni a sí misma ni a quienes la observan. Bajo estas premisas, podemos aseverar que la obra de Bellatin es una obra vanguardista.

A veces los libros de Bellatin parecen un capricho.

¿Lo son? Cuando están escritos (llenados) con textos muy breves, o acompañados de ilustraciones, un lector tradicional se podría sentir estafado. ¿Qué es un lector tradicional? Es alguien que busca en los libros una experiencia probada, que la historia le entregue una emoción, que se identifique con un personaje, una trama o líneas de tramas entendibles. En síntesis, busca una arquitectura, un lugar del cual conoce de antemano, pero que espera que éste le depare sorpresas, todo dentro de las mismas reglas que puede entregar y operar un edificio que se levanta y se sustenta en un género o una tradición. En Bellatin no hay nada de eso. La gran arquitectura, la construcción novelística decimonónica, queda hecho pedazos, dando paso a la ruina. 

Pero los libros de Bellatin no son un capricho, están construidos y armados con una mirada escrutadora: no es un experimento dadaísta que busque encajar demencialmente una frase con otra; al contrario, se nota que detrás de cada pieza, suelta y destruida, ha sido ensamblada con una intención. Y los procedimientos que utiliza Bellatin exceden lo meramente literario.

Hay que leer a Bellatín a través del cine, pero no a través de cualquier cine

La mirada cinematográfica es un componente central en la producción artística de Bellatin. Él mismo ha declarado que su interés por el cine no se refuerza por intentar desarrollar una literatura audiovisual (algo que estuvo muy en boga en los 90), sino por utilizar el método del montaje como herramienta compositiva. Y el cine que se respira dentro de la obra de Bellatin no es por cierto el cine industrial y serializado. Es un cine artesanal, de producción manual, y no se entienda que la producción hecha a mano es pobre o parca en recursos. No nos olvidemos que alguna vez existió una fuerte tensión entre la manufactura, versus lo serializado, valorándose con más tesón una cartera o un zapato confeccionados a manos, que hechos por la industria china, por ejemplificar. Aquella comparación del mundo industrial nos puede servir para ilustrar mejor cuál es la diferencia entre un cine seriado y un cine artesanal.

Uno de sus libros —de los muchos que ha publicado—que lleva al extremo el corte, el fragmento, la disolución de la historia, la mutilación, el sadismo y la ruina, es sin duda Retrato de Mussolini con Familia. La historia se cuenta en un puñado de páginas, y luego es recontada (y reconectada) a través de las sugestivas y hermosas ilustraciones de la artista húngara Zsu Szkurka. La economía narrativa es llevada al límite: hay páginas que, como en un haikú, apenas están compuestas por un puñado de líneas.

“Nunca nos va a perdonar”, le / dijo mirándolo a los ojos /mientras se encontraban de /pie al lado de la cuna.

O incluso por una sola:

“Una imagen espectacular.”


Retrato de Mussolini con Familia, es un momento, una escena fragmentada en muchas partes, que nos describen una escena homosexual entre un moribundo y un sacerdote católico. Es una temática que se va tamizando y repitiendo con variaciones en sus otros libros, y a pesar de que puestos unos al lado de otros parecen conformar una sola unidad, es posible entrever algunas series. Esta la serie tradicional, con sus novelas Salón de belleza, Damas Chinas, Poeta Ciego, Flores, Lecciones para una liebre muerta, o Shiki Nagaoka: una nariz de ficción, apareciendo con fuerza la idea de la manipulación del tiempo, la deformidad o la enfermedad como ethos de los personajes, historias que se van imbricando para componer un corpus de obras que se pueden leer (falsamente) como novelas tradicionales: hay un argumento que podemos articular, se trabajan los detalles circunstanciales, existen elementos reconocibles, como la inclusión de Bruce Lee, Mishima o Akutawaga, los cuales confeccionan un mundo de orientalismos falsos, porque las realidades que abarca Bellatin siempre tienden al encierro y la asfixia: son réplicas en miniatura de otras realidades, pero que terminan de algún modo torciéndose y anulándose. El sufismo, el zen, el minimalismo y el misticismo que se muestran en sus textos son ahistóricos, en el sentido de que no son digresiones o esquemas que busquen situar un conocimiento o una creencia para intentar explicar su desarrollo cultural y espiritual. En las obras de Bellatin no veremos a rabíes, monjes o sacerdotes en actitud teológica, simplemente operan sobre la materia, revelándose epifanías que se relacionan de cerca con los momentos finales en la vida de un personaje.

Bajo esta lógica, la escritura de Bellatin entra en guerra directa contra la novela tradicional, aquella que busca contarlo todo, al grado superlativo de ingresar a la psique de sus personajes. Sus personajes, muy al contrario del realismo, se mueven como sombras chinas, en la ambigüedad, pareciendo ser las ruinas de una construcción mayor: son psiques fragmentadas, desplazadas, apenas gestos que están ahí para escenificar el abismo. La trama de sus libros también se resienten, parecen ser páginas depuradas al grado de hacerlas ver incompletas, apenas conectadas entre sí, mínimas, borrando la anécdota y los detalles circunstanciales que imbricarían el desarrollo de cualquier novela al uso.

Sin embargo, los momentos finales de sus libros toman diversas máscaras: los hermanos divergentes de Bola Negra, en el que uno quiere convertirse en un enorme luchador de sumo y el otro busca extinguirse por medio de la anorexia hasta desaparecer, o la figura del Amante otoñal en Flores, hombre que visita geriátricos porque en realidad esconde una gerontofilia. 

Extremos, extremidades

La mano ausente de Bellatin opera como santo y seña a lo largo de su escritura, en la cual asistiremos a imágenes que van alimentando el centro secreto de su obra: un cerdo amarrado el cual es cercenado y comido lentamente en El gran vidrio, la peluquería devenida en moridero en Salón de belleza, la cabeza parlante que nos cuenta su historia en Biografía ilustrada de Mishima. En Bellatin siempre existe un correlato con la muerte: media vita in morte sumus, la muerte yace en el corazón de nuestra vida -y de sus novelas- y como tal, los ungüentos que la enmascaran, la salud misma, la medicina, el gesto del buen vecino, son solos maquillajes que tapan al verdadero esqueleto.


viernes, 22 de junio de 2018

El parroquiano del mundo: una visita al Walden de Thoreau


Ed. Cátedra.
Walden: una vida en los bosques. Henry David Thoreau
1era ed. 1854.  Esta edición: 2016.
Traducción: Javier Alcoriza y Antonio Lastra

¿En qué momento un ser humano, de cualquier época, tribu o nación, determinó que para encontrar su propia voz y ver la autenticidad de la vida, con sus hechos desnudos y sin mediaciones, necesitaba aislarse del resto? La idea nunca fue nueva. En los casos de la fe, los ejemplos se cuentan a raudales: la soledad de Zoroastro, el peregrinaje de Siddharta, los cuarenta días y cuarenta noches de Jesús en el desierto, el pastoreo solitario en las montañas de Mahoma, sólo por nombrar a los grandes profetas, sin mencionar a sus consiguientes imitadores, en diversos grados de soledad, como los estilititas, monjes que pasaron años o incluso hasta la muerte viviendo sobre columnas sin poner un pie en el suelo, o la fervorosa meditación de anacoretas y monjes errantes que buscaron la divinidad o la iluminación en páramos desolados, yendo tras la verdad en lugares poco aptos para la vida.


El caso de Henry David Thoreau es diferente, y ya por su sola singularidad y anomalía, vale la pena analizar su experimento sin precedentes, el cual culminó con su libro Walden: una vida en los bosques. Estamos a mediados del siglo XIX, en pleno proceso capitalista de expansión industrial, con nuevas líneas férreas que se van emplazando en los EE.UU, con el auge del servicio postal y el desarrollo de la telegrafía, con nuevos empleos surgidos por la creciente subdivisión y especialización en el trabajo, y un hombre, en medio de esa vorágine creciente, un hombre serio, descrito como severo, muy poco dado a las bromas, decide dar un paso al costado y sumergirse en los bosques, para construir su propia cabaña y vivir dos años ahí, para ver qué pasaba. 

UN SISTEMA SIN SISTEMA

Thoreau encarnó una visión filosófica y literaria de la soledad; si antes el problema radicaba en que la soledad era un medio para trascender hacia la divinidad (a través del ayuno, la meditación o tormentos, por separado o todo junto), el escritor estadounidense aterriza los conceptos y a través de un pragmatismo teñido de naturalismo, experimenta y escribe sobre la soledad desde la soledad. La soledad pues, no es un problema o un mal, sino que es vista como un don:
"Considero saludable estar solo la mayor parte del tiempo. Estar acompañado, incluso por los mejores, pronto resulta fatigoso y disipador."
Pero la soledad para Thoreau no se mide por las millas de espacio que separan un hombre de otro, sino por la manera de estar en el mundo. La necesaria soledad del hombre que cumple jornada en trabajos agrícolas, o la del estudiante que se pasea en las bibliotecas, son las fundamentales para llevar a cabo cualquier tarea digna de provecho. Pero aún así, en los momentos de esparcimiento y distracción, Thoreau aboga por reducir los contactos entre los hombres, tan pueriles y normados, que difícilmente puede extraerse una experiencia verdadera estando en compañía. Esta idea es una piedra fundamental en la poética de Thoreau, que nos interpela directamente: ¿cómo vivir una experiencia real en un mundo que ha comenzado a dilapidarse por acción de la técnica? La respuesta no parece encontrarse a través de la sombra de los setos, ni contemplando el lago, ni siquiera oyendo el rumor de la locomotora, y menos sintiendo el crujir de las mofetas y las ardillas pisoteando las hojas otoñales. Hay en Thoreau una melancolía por una vida útil, pero libre de cargas innecesarias, vidas como las que llevaron los antiguos sabios, a quienes cita constantemente, en especial a los chinos, hindúes, griegos y romanos, pero hay algo más en su pensamiento: el principal alegato de Thoreau es una prédica respecto al tiempo, y si el tiempo se sustenta y se ancla en la materia —pues la corroe y la desfigura a su antojo— existe un sistema al cual el hombre no puede sustraerse, debe encararlo tarde o temprano, y no es otro que:

LA ECONOMÍA

El trabajo, como principal método de subsistencia, y la posesión de bienes, como los dos ejes cardenales que estructuran a un hombre, una familia o una comunidad, son examinados con lupa y puestos en entredicho en Walden. ¿Qué tenía en la cabeza Thoreau cuando decidió irse a vivir apartado de la civilización en los bosques, construyendo él mismo su propia cabaña? Quizá buscaba mejorar su escritura, puesto que era necesario liberarse de muchos yugos para lograr la concentración necesaria y así observar el ambiente y describirlo de forma certera; esa fue su principal herencia para los naturalistas que vinieron después, no sólo literarios, sino también científicos y sus diversas ramas. Pero su escritura implicaba un cuándo y un dónde, y esa ubicación temporal y espacial probablemente naciera por el afán de Thoreau de imitar a los antiguos, a los buenos antiguos, quienes vivieron bajo una suma de principios autoimpuestos, lo que les permitió llevar una vida holgada y centrada, escasa en bienes materiales, pero rica en hechos y en espíritu.   

Thoreau afirma que muchos viajeros se sorprenden al ver las ruinas de Egipto, Roma o Grecia, y no se extraña que les surja la interrogante: "¿quiénes habrán construido tan vastos imperios y monumentos?" Thoreau, con un sentido del humor casi siempre involuntario, afirma que él hubiese preguntado lo contrario: "¿quiénes no construyeron esos monumentos?" Esta ironía revela su tesis central económica, la cual desdeña la superabundancia y la espectacularidad  de las riquezas, a tal modo de afirmar que:
“La mayoría de los lujos, y muchas de las llamadas comodidades de la vida, no sólo no son indispensables, sino que resultan verdaderos obstáculos para la elevación de la humanidad”
¿En qué se basa para afirma esto? La respuesta radica en la observación:

“Cuando el granjero tiene su casa, puede que no sea más rico ni pobre por ello y que sea la casa lo que lo tenga a él”.
Identifica, de forma audaz y adelantada a su tiempo (en una época, debemos recordar, donde aún no existía el lujo desbordante gracias al superávit del capitalismo furioso y mutante), que uno no posee posesiones, sino que es al revés, son las posesiones las que nos poseen, que ser heredero de un pedazo de tierra o de una casa puede conllevar muchas más obligaciones, gastos y sacrificios, que una vida holgada en una cabaña unipersonal y estrecha, pero con todo el vasto horizonte y el espacio como escenario natural. A Thoreau no le impresionan las vulgares demostraciones colosales de poderío y riqueza, le interesa la naturaleza y sus escenarios, y también le impresiona la vida de los antiguos indios que eran capaces de montar y desmontar sus propias rucas, llevando sus casas en sus propias espaldas, sin la atadura de tener que ejercer control sobre una zona de tierra: un nomadismo en estado puro. Dice con su ingenio característico: 
“Mientras que la civilización ha ido mejorando nuestras casas, no ha mejorado de igual modo los hombres que han de habitarlas. Ha creado palacios, pero no era tan fácil crear nobles y reyes”.
Thoreau, el hombre grave y adusto que se burla de la gravedad y la adustez de los mortales. Ahí sus impresiones sobre el vestir y la moda: ¿tanto importa ir vestido con una ropa de punta si quién las viste vale menos que sus ropajes? Pero también cuestiona a los pobres, los sujetos de caridad que visten harapos para demostrar lástima y cumplir con su cometido de conseguir limosna. Para Thoreau, nadie puede ser tan miserable y pobre que no pueda valerse por su propio esfuerzo, aún con el trabajo más sencillo y humilde, y que sea capaz de comprar un vestido mínimamente presentable. Pero la gente le presta demasiada atención a lo accesorio, y la ropa, como símbolo de lo accesorio, es algo que está ahí para entorpecer la vista hacia otras realidades. Thoreau enfatiza que las personas serían capaces de ir por los campos y tomar por un ser humano a un espantapájaros, sólo porque viste ropa de hombre, saludándolo de manera afectuosa. Concluye que la moda, aquella pasajera que se impone por razones de mercado y de disponibilidad de materiales, le tiene sin cuidado. Si va a un sastre y le pido una chaqueta determinada, y éste se niega por pasada de moda, Thoreau le increpa y le dice que se ponga de inmediato a confeccionarla, pues se pondrá de moda en ese mismo momento. Esa es su economía individual, otro tanto le dedica a la comida, a la vivienda y a los bienes. El ojo de Thoreau es soberbio: sobre las minucias es capaz de levantar un tratado completo, dejándose muy pocas cosas afuera.

EL ENTORNO, LA LECTURA, LOS ANIMALES

Thoreau no necesita imponer sus ideas a la fuerza; no habla desde el púlpito, ni tampoco se solaza en su experiencia. Sobre los predicadores, opina con desdén que son hombres que han monopolizado a Dios como si fuera parte de su patrimonio, analogía certera, porque eso es lo que hace un predicador en primera y segunda instancia, negociar, sacar réditos económicos del bolsillo de los desesperados. Respecto a la experiencia, afirma que a sus treinta años nunca ha recibido un consejo valioso ni serio de sus mayores, porque no da la vida como algo sentado (¿alguien debería?), y porque la experiencia tiene el cariz de que se sustenta en el fracaso.

Pocos libros concentran en tan pocas páginas descripciones memorables; la mayor parte del tiempo leeremos pasajes que están atravesados de pensamientos, pensamientos fuertes y decidores con una fuerte deriva filosófica, siempre en un plano concreto, con ideas que sin duda fueron precursoras del pragmatismo y del objetivismo estadounidense. No obstante, de forma paralela, hay un Thoreau místico que comienza a desligarse de las percepciones cotidianas, como si estuviera ebrio, borracho por la naturaleza, fundiéndose en ella en una suerte de estado psicótico en el que los árboles cobran vida, las huellas de los roedores dejan marcas que se perciben tras días, el sonido de la noche se funde con el silbato de la locotomotora y el pisar de los caminantes emergen como sombras. Un punto aparte merece su descripción de la laguna Walden, a la que le dedica un capítulo completo para hablar de ella, pero también de otras lagunas, dejando de manifiesto su estética provocativa, un verdadero monumento a la lengua:
“Un lago es el rasgo más hermoso y expresivo del paisaje. Es el ojo de la tierra; al mirar a su interior, el observador mide la profundidad de su propia naturaleza. Los árboles acuáticos de la orilla son las finas pestañas que lo bordean y las colinas boscosas y los acantilados que lo rodean sus salientes cejas.”
Su vertiente naturalista le obliga a preguntarse por el origen de las cosas, y la toponimia es también parte de su mirada que busca abarcar todo un espacio: el nombre del lago Walden es rastreado entre el folclor y los libros, y en su origen parece remontarse a la de una antigua mujer india que vivió en esa zona, o quizás a la contracción del vocablo walled-in, que quiere decir empedrado, lo que podría ser por la forma de lago.  Pero donde no perdona, por considerarlo una práctica de mal gusto, es la de nombrar una zona geográfica con el nombre propio de una persona, como es el caso del lago Flint. ¿Por qué se enfurece tanto? Porque, según su opinión, es una arbitrariedad obscena utilizar el nombre de algún granjero o campesino cualquiera, analfabeto probablemente, que por el sólo hecho de tener tierras y dinero —una cuota nada simbólica de poder— se le otorgue el derecho de utilizar su nombre o apellido para nombrar una porción de tierra, una nadería si consideramos que la posesión transitoria de un terreno no tiene parangón al lado de los diez mil años de civilización, los doscientos mil años de humanidad y la eternidad del universo.

Uno de los apartados más breves, pero más intensos de todo Walden, se intitula leer, y ahí se sintetiza en pocas páginas cuánto de provechoso existiría en la lectura, y qué reglas o normas deberíamos considerar a la hora de enterrar nuestras narices sobre una superficie de letras.
"Creo que después de aprender las primeras letras deberíamos leer lo mejor de la literatura, y no repetir siempre a,b, abs y demás monosílabos de las clases de cuarto y quinto, sentados en los primeros bancos toda la vida."
Para Thoreau la dificultad siempre es una virtud; de lo fácil no se desprende nada, porque sólo hay obtención y contento, y eso redunda en más repetición, más de lo mismo. Lo difícil incluye disciplina y erudición, y para conquistar esas cimas se precisa de voluntad y tiempo, y aquello se puede aplicar a todas las áreas de la vida. Por eso caracteriza la lectura de libros difíciles como un reto, pero también introduce la idea de que un tiempo de lectura debe ser casi equivalente al tiempo en que un autor tardó en escribir un libro, desgranando codo a codo el mismo esfuerzo que costó escribirlo, como si las páginas tuvieran que ser desenrolladas antes de ser interpretadas. Pero, ¿cómo discriminar un libro bueno de los malos? ¿Qué hace que un libro como Walden perdure tras ciento cincuenta años? Un buen libro tendría al menos lo siguiente:
“No defienden una causa propia y, mientras ilustren y mantengan al lector, su sentido común no los rechazará.  Sus autores son una aristocracia natural e irresistible en toda sociedad y ejercen mayor influencia sobre la humanidad que reyes y emperadores.”
Probablemente esta frase no tenga mucho sentido hoy, en una época en que se lee poco y nada, en que los reyes y emperadores han sido devorados por la farándula, y en que las listas de ventas de libros se engrosan con libros sobre las causas propias y ajenas, del tipo de derechos humanos (explotando la miseria) o de género y minorías, y toda las variantes y subvariantes de la escuela del resentimiento. No obstante, pese a las listas de ventas y a todo lo pasajero, el estatuto de libro clásico no ha sido pervertido ni por las modas ni por los mercados ni por la ideología de moda; siguen gozando de buena salud, y aunque mayormente reposan en nuestras bibliotecas, acumulando el polvo para que nuestras manos se impregnen por el olor y la tierra de las centurias que nos separan de su creador; no van a caducar por mucho que nos demoremos, pues no son libros urgentes, estos que son descritos y alabados por cierta prensa cultural como necesarios, no, los clásicos no fueron escritos de forma urgente y frenética para una era determinada, y quizá sólo por eso tengan mucho más que decirnos, más que cualquier porquería actual que se apila en los saldos y en las novedades:
“¿Qué son los clásicos sino el registro de los más nobles pensamientos del hombre? Son los únicos oráculos que no han decaído y brindan tales respuestas a la investigación más moderna como nunca dieron Delfos y Dodoma.”
Cada sección de Walden nos lleva a un  recoveco de lugares impensados; así como nos habla de la lectura, la soledad, las visitas inesperadas, el ruido de las locomotoras, también describe la fauna del lugar con una precisión milimétrica, y en esto no hay exageración, como cuando nos habla de los peces y los tipos que existen en la laguna, la forma en que deben ser atrapados, o cuando nos narra (y este es uno de los momentos más hilarantes de todo el libro),  una cruenta batalla entre hormigas negras y rojas, en la que una valiente hormiga que arremete contra todo, es comparada con el soberbio Aquiles.

UNA PUERTA DE SALIDA, UNA PUERTA DE ENTRADA

El terrible Thoreau, el juez, como fue apodado por sus compañeros de estudios, murió a los cuarenta y cuatro años: sin duda fue visto por sus contemporáneos como un excéntrico, y quizás más de las veces, más como un loco que como un raro. Su desobediencia civil se tiñó de leyenda cuando se negó a pagar unos impuestos, argumentando que no iba a pagar a un Estado que financiaba la guerra contra México y que tuviese como sostén económico a la esclavitud negra: aquellas prácticas le parecían abominables y actuó en consecuencia. Pasó una noche en la cárcel, y luego de la furia y el arrebato, argumentó de forma muy sapiencial, que si alguien consideraba a una sociedad enferma y demente, no debía perder el juicio y actuar como un loco, al revés, había que lograr desesperar a la sociedad y que ella actuase como loca. 

Cuesta imaginar a alguien que estudió en Harvard (en sus inicios, cuando aún no era una institución de prestigio internacional), optara por llevar una vida austera, que no se dejara seducir por los lujos, en una época en que el lujo era estrictamente secundario, pues se estaba formando una nación, era la niñez de una nación, de hombres que iban y probaban fortuna, y muchas veces fallaban, y muy jóvenes, intentando plantar su semilla.

Henry David Thoreau, como Kant (como tantos otros), no fue un gran viajero, pero tuvo consigo el espíritu del pragmatismo: en vez de abatirse por la soledad, la incomprensión o la enfermedad (sufrió de tuberculosis), tomó sus ahorros, se consiguió un  hacha y se construyó una cabaña con sus propias manos. Luego escribió su experiencia. Otros habrían ideado fórmulas intrincadas y violentas para asediar la realidad. Thoreau, como cualquier pensador, sí le interesaban las ideas y la metafísica, pero con asideros, con posibilidades reales de vivirlas, al alero de una experiencia, de una vida que no fuera dada.

Henry James, cosmopolita, de afinada pluma, dijo sobre él —respecto a su escaso tránsito espacial— que no había sido un provinciano, peor, ¡había sido un parroquiano!  Pero vaya qué parroquiano. Walden sintetiza el pensamiento de un hombre que empuja a despejar las variables de la vida, a buscar una forma personal, nunca un método, para que podamos tener la libertad para dedicarnos a lo que más amemos, entregando pistas para que podamos sacudir de nuestras vidas los pesados fardos del trabajo, a vivir una vida con lo necesario para no tener que atarnos a compromisos ridículos que nos siguen restando y restando, y al afán de tener que tener más y mejor, sin ningún motivo más que la obtención. Harold Bloom dice que Thoreau podría haberse convertido en el gran ingeniero de Estados Unidos, pero finalmente ese puesto lo alcanzó Henry Ford, y la imagen de una cabaña frente a un lago fue reemplazada por una industria y por automóviles, nada más profético de una nación que pudo haber sido una Suiza aumentada, pero que terminó altamente industrializada y extraviada en la pólvora y el acero.

Pero la cabaña y el lago persisten, aguantan en alguna parte, se esconden de nosotros, sin duda, pero fulguran como una imagen posible:
“No permitas que ganarte la vida sea tu oficio, sino un esparcimiento. Disfruta de la tierra, pero no la poseas. Por falta de iniciativa y fe los hombres están donde están, comprando y vendiendo y gastando sus vidas como siervos”.
Y no hay peor servidumbre que la del amo que la ejerce contra sí mismo, convirtiéndose en su propio esclavo.

viernes, 1 de junio de 2018

El Gran Dios Salvaje de Al Álvarez


Editorial Hueders
El Dios Salvaje, ensayo sobre el suicidio. Al Álvarez
1ed. 1971. Esta edición: 2015. 339 páginas.
Traducción: Marcelo Cohen

Sabes que va a terminar mal, que va a acabar mal, pero continúas leyendo. Lees la historia personal de Al Álvarez en el prólogo de su libro El Dios Salvaje, y en esa historia te cuenta su relación personal con una poeta, con una mujer con mucho talento, una mujer que fue genio, que pudo haberse dedicado a lo que quisiera en su vida, pero que por una cuestión de afinidades y elecciones (las benditas elecciones) ha centrado su vida en pergeñar versos. Ha resuelto ser poeta. Ella es su amiga, se ha divorciado hace poco (su esposo también es poeta, casi tan bueno como ella), tiene dos hijos pequeños, y de una gran casona americana tipo gótico carpintero, se ha mudado a un departamento más modesto. Cada tanto, un joven Al Álvarez, un entusiasta escritor y crítico, lee su poesía, y a veces no sólo la lee, sino que se junta con la poeta y le escucha brotar de sus mismos labios aquellos versos, y cuando los poemas son muy buenos, deslumbrantes, además de aplaudirlos, los publica. En los últimos meses la poesía de ella se ha intensificado: es como si la autora hubiese atravesado varios abismos, contemplándolos de forma directa, y como recomendaba Pavese, los ha observado, detenido, estudiado, y finalmente ha decidido bajar a esos abismos, para ver qué ocurre ahí.  La navidad se acerca, y como hemos dicho, sabemos que la historia (la historia personal de ella) va a terminar mal. Apunta Álvarez:

“Para los desdichados, la navidad siempre es un mal trance: la terrible alegría falsa que ataca por todos lados, con su alharaca de buena voluntad, paz y diversión familiar, vuelven la soledad y la depresión especialmente difíciles de aguantar.”

Los amigos beben vino, y como siempre, ella termina sus poemas con los ojos mirando el horizonte, esperando algunas palabras de Álvarez, pero ¿qué puede decirle a una genia que está en el esplendor, en su cenit creativo? Nada más que vaguedades, superficialidades, algún acento o ritmo forzado (pero lo dice sólo por decir algo, para llenar los vacíos), quizá la medida excesiva de algún verso, o el retruécano forzado en alguna metáfora, el oxímoron demasiado oscuro, o el símbolo demasiado explícito. 



Lo que sabemos desde un principio, al leer ese prólogo, es que la susodicha es nada más y nada menos que Sylvia Plath. Sabemos que la historia va a terminar con sus ojos cerrados y con su cabeza metida en un horno, y que pese a toda la desesperación de su amigo, que trata de comprender qué pasó por la mente de su amiga, no puede dilucidar, o si lo hace, si lo puede dilucidar, es con una imagen vaga, con la imagen de un salvaje Dios que ordena, y que ante ese Dios irremisible sólo hay que acatar y agachar la cabeza. 

¿O no es tan así?

ANATOMÍA DEL SUICIDIO

Todos los años proliferan cientos de manuales y ponencias de psiquiatría para tratar de entender el acto. Más allá de calificarlo como un problema de salud mental, impresiona que la terminología de suicidio, pese a que proviene del latín, sólo apareció recién en el siglo XVII y en español en el XVIII. Pero que sea un término relativamente nuevo, no escapa a que fuera objeto de debate y discusión desde los primeros tiempos. En los albores de la civilización occidental, el acto, llamado indistintamente como autoeliminación, autoaniquilación, fin de sí mismo, y semejantes, entrañaba una cierta cuestión de honor o de atrevimiento. Antes del advenimiento del cristianismo, en el mundo grecorromano, era casi un acto de voluntad o de libre decisión. Pero curiosamente, la llegada del cristianismo (hablamos de los primeros tiempos, del cristianismo primitivo), no fue un aliciente para desalentar el suicidio, al revés, fue en cierta forma sublimado. ¿Cómo pudo ocurrir aquello? El Dios Salvaje nos narra el fanatismo de los seguidores de la cruz, quienes para trascender buscaban desosegadamente el martirio. Si el martirio, bajo una lógica implacable, era una forma de expiar los pecados y de pasar rápidamente a una vida perfecta en el paraíso, llevado al exceso provocó que cientos de fieles se arrojaran a los circos romanos para morir despedazados bajo las bestias, o incluso algunos insultaban a tribunos o generales, todo con tal de poder morir rápidamente bajo el martirio. Aquello llegó al punto de que existiera un movimiento llamado el Donatismo, grupo de fervorosos cristianos que buscaban la muerte, a tal punto de ser apartados y rechazados por la misma Iglesia, debido a los extremos de sus posiciones.

El Dios Salvaje se encarga de historiarnos, desde múltiples perspectivas, cuáles  han sido los enfoques que se la ha ido dando a esta práctica, pasando por la Edad Media y la culpa cristiana, el Renacimiento y su aceptación, la Modernidad y el bostezo, hasta el eclecticismo de nuestros días. Podemos constatar que no hay una universalidad atemporal de quienes padecen por la propia mano; así como existen épocas en que la desazón y la melancolía son consideradas como dones (romanticismo), hay otras épocas en que el suicidio es equiparado a la locura, llegando al punto de que se erigieran leyes para castigar al suicida y a su familia, confiscándole sus bienes y todo su legado para la corona de turno. 

El punto legal, es pues, otra abertura que desmenuza con mucha habilidad Álvarez. Cuesta creer que hubo épocas en que el cadáver del suicida fuera humillado en plazas públicas y castigado después de muerto, o que para alguien que lo intentase y fallase, fuese multado y condenado con penas de cárcel. Parece ser, con la mano de Durkheim (con su célebre estudio El Suicidio) que el fenómeno pasa de ser individual a social: es en la esfera social, precisamente, donde habría que entenderlo, analizando al sujeto como un todo integrado en un tejido de contactos y redes, y no como un ente mutilado y escindido de un organismo mayor. 
Otra contribución que Durkheim realiza para entender el suicidio, es que este deja de ser solamente como un acto de desesperación, haciendo una tipología comprendida por el suicidio altruista, egoísta, anómico y fatalista. Álvarez, explorando las principales ideas culturales e históricas, busca desmitificar en este segundo apartado del  libro todas las ideas preconcebidas y muchas veces erradas que podríamos tener, como por ejemplo, que sea algo hecho mayoritariamente por jóvenes, o que sólo se trataría de personas ahogadas por deudas o mal de amores. Lo que hace Álvarez no es tratar de desentrañar las causas finales que pueden gatillar una persona a matarse (¿cómo poder dictar una ley universal para un acto tan terminal y muchas veces íntimo y privado?), pero sí se acerca y bordea las posibles causas que pueden conllevar a que una persona decida terminar con su vida:

“La lógica del suicidio es diferente. Es como la irrebatible lógica de la pesadilla (…) En cuanto alguien decide matarse, entra en un mundo hermético, impermeable pero totalmente convincente donde todos los detalles encajan y cualquier incidente refuerza la decisión. Una discusión con un extraño en un bar, una carta esperada que no llega (…) todo se carga de significación especial; todo contribuye.”

EL MUNDO CERRADO DEL SUICIDIO

Ál Álvarez cree que su amiga Sylvia Plath pudo haberse arrepentido a última hora. Ello lo prueba de que escribiera una carta, ya casi desvanecida con su cabeza metida en el horno, que garrapateada decía: si me encuentran, llamen al doctor. Esto le hace postular que es posible que existan al menos dos suicidas en grandes términos; los que irremediablemente lo cometerán, ya sea por juntar el valor necesario o por la convicción misma de llevar a cabo el hecho, y otros que sólo buscan llegar a los límites, probarse a ver si son capaces de bajar a los abismos, y de ahí volver para contarlo. En el fondo se trata de personas que están pidiendo ayuda a gritos, que han pasado por malas rachas, pero que tras ella, hay algo (fe, creencia, optimismo, o cualquier sublimación), que no las aleja definitivamente de este mundo. Que las tiene, como podríamos decir de forma lisa y llana, con un pie en la tumba y otro en la tierra.

En un ensayo de tal magnitud, es imposible sustraerse a otra figura capital del pensamiento humano: Sigmund Freud,  quien examinó con otro prisma el fenómeno, y que como creador del psicoanálisis, sabía que era un abismo que no podía soslayar, pues muchos de sus pacientes terminaban, o bien llevando una vida integrada y más o menos armoniosa, o sucumbiendo a la locura y el suicidio. Apunta Álvarez:

“Freud consideraba al suicidio como una gran pasión, como el nacimiento del amor: en las dos situaciones opuestas de estar inmensamente enamorado y de querer suicidarse, el ego se encuentra abrumado por el objeto; pero en cada caso de un modo bien distinto. Como en el amor, lo que es presa del monstruo da enorme importancia a cosas que desde afuera parecen triviales, aburridas o graciosas; los más sensatos argumentos en contra le parecen sencillamente absurdos.”

No obstante, Álvarez se lamenta que Freud no haya querido socavar más en la temática, arriesgando la hipótesis de que revelar mucha información sobre sus sesiones de psicoanálisis, sobre todo las fallidas que terminaron de forma trágica, habría terminado autosaboteando el perenne cuestionado método terapéutico. Pero la idea de que el suicidio es una emoción tan impactante y desbordante para el sujeto, que es capaz de atravesarlo y modificarlo, no hace más que contribuir al relato y dotarle más espesor al fenómeno.

Sumado a ello, no podemos olvidar que Álvarez es poeta y crítico, y es por eso que también le dedica un espacio importante a su libro para examinar vidas de otros escritores suicidas, como el caso de Pavese o Hemingway, o de apologetas como Donne o Cowper, que defendiendo el suicidio, o más bien, justificándolo, no alcanzaron a morir por mano propia. No obstante, el enfoque literario no versa sobre personajes trágicos que escogieron la autoinmolación para escapar de la vida, como Ofelia o Werther, y ese es el punto más alto y original que sostiene toda su tesis: lo que postula El Dios Salvaje es examinar el ámbito creativo de un artista, y cómo esa creación impactó a la sociedad en un momento determinado. 

Pero su examen va más allá de la recepción y de los procesos creativos, a Álvarez le interesa mucho saber, o más bien desentrañar y desmentir, esa idea de que a través del arte podemos sanarnos. En efecto, existe una suerte de práctica artística terapéutica como pintar mandalas, escribir algunos versos, dibujar marinas o tomas fotografías, todo con el afán de "autoconocimiento" o "exploración de tus capacidades". Pero alguien que se tome en serio el arte no lo hará por mero ludismo, pasatismo o como fuente de ingresos: lo hará porque busca horadar, escarbar, examinar y finalmente entender qué es todo esto, qué significa estar en esto que postulamos como “vida”, y cuáles son las implicancias finales de ser una especie arrinconada y temerosa, que está consciente de su mortalidad, que sabe que detrás de un rostro, esquina o callejón se puede ocultar la guadaña definitiva. O que esa misma guadaña se puede encontrar entre sus mismas manos.

Y lo peligroso para el artista es encontrarse, entremedio de las ruinas que él mismo ha cavado y auscultado, de sopetón el material en su fuente original, con el cual está creando. Así como hay materiales inocuos y predecibles , hay otros, como la niñez, los fantasmas, los miedos o las familias, que por dentro podrían contener kilos y kilos amongelatina. Y un tratamiento descuidado o demasiado severo, sí, puede terminar como todos ya pensamos...




Con una gran explosión.
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