Editorial Errata Naturae
Extra Life, Varios Autores
1era edición 2012.
Recién estaba dando mis primeros
pasos en la vida cuando tomé por primera vez un mando de videojuegos. Se
trataba del Pong. Era el año 1986 y tenía tres años. El Pong era un juego
arcaico, compuesto por una pequeña consola y un control, el cual se conectaba a
la televisión donde se podía vislumbrar (y en mi caso en blanco y negro), dos
paletas que se movían evocando un tenis muy rudimentario. Mi padre, que era
técnico electricista, trabajaba armándolos, y por eso tampoco fue extraño que me llevara desde muy pequeño a las maquinitas de videjuegos (que en esos años le decían
simplemente videos y no arcade), donde tuve mis primeras partidas memorables de
Double Dragon, Street Fighter y Arkanoid. Mi relación con los videojuegos a lo
largo de los años fue accidentada; en mi frenesí por dominar los avatares del Atari, el Nintendo, el Super Nintendo y el Nintendo 64 descuidé los estudios,
algunas amistades, pero nunca dejé de cultivar el afán por conocer e imaginar mundos imaginarios (y posibles).
Saco a colación este breve retazo
autobiográfico, porque podría ser la historia de cualquier jugador veterano, la
de ese que rescató a la princesa, recorrió los laberintos más intrincados matando
nazis, o viajó a planetas donde extraterrestres salvajes construían sus
colonias. Ser videojugador durante mucho tiempo fue castigado y mal visto: que
era una adicción nociva porque separaba al jugador del mundo real, que podía
traer trastornos mentales propios de los ludópatas, que empujaban al ocio y a
la irresponsabilidad, que podías convertirte en un sociópata, y mil taras más.
Un libro como EXTRA LIFE: 10 videojuegos que ha revolucionado la cultura
contemporánea (EL10 de acá en adelante), marcó un hito en el mundo hispano,
acabando con la idea preconcebida de que los videojuegos sólo eran un ocio pasatista, y que desde ya es una
actividad que sí se puede tomar más en serio. Por supuesto que existe una larga
data de estudios y ensayos en el ámbito anglosajón, y que la apuesta escritural
sobre videojuegos tiene su pasado en las viejas revistas, pero EL10 fue un
importante paso que trajo consigo que se visibilizaran iniciativas en el mundo
académico y editorial, dejando de lado esas guías de Tienes que jugar estos mil
juegos antes de morir y las consabidas reseñas para poner al videojuego en la
mira del pensamiento y la reflexión.
El homo ludus y el homo poeticus
Una cualidad innata en el ser
humano es su impulso por jugar y por crear. Es como si dentro de nosotros
estuviese impresa esa capacidad que se observa con claridad en los niños,
cuando los vemos ingresar a mundos alternos donde rigen otras leyes. EL10 a través de 10 ensayos examina juegos claves, más
dos bonus que analizan el fenómeno desde posiciones globales. Su propósito no es exhaustivo, no está ni Mortal
Kombat ni la saga de Street Fighters ni la aparición del primer Sonic, ni el glorioso y épico Chrono Trigger, pero un
libro no tiene por qué ser autoconclusivo cuando se trata de abrir un tema que no
lleva más de un decenio en exploración.
Lo novedoso de este compilado es que
la información y el contenido se va desgranando por capas, partiendo por una
nota periodística sobre una mujer que bate un récord mundial en el Tetris (el
videojuego amado por antonomasia para quienes odian los videojuegos), una historia
breve de Nintendo que pone en énfasis el largo camino de depredación y fracasos que una empresa debe seguir para lograr posicionarse (y cómo surgió la inesperada imagen
de Mario, un fontanero con sobrepeso que no auguraba el boom que vendría
después), o las películas que marcaron al creador de la saga Metal Gear, Hideo
Kojima, esbozo escrito por él mismo el cual le rinde homenaje a películas de
serie B como las que hizo Carpenter o Romero las cuales tenían como elemento
clave la evasión y la huida.
Cuando llegamos al escrito de Lee Sherlock sobre
Zelda, ya hemos hecho el recorrido inicial para entrar de lleno en la filosofía
del tiempo. La saga de Zelda supuso un quiebre en la concepción lineal de los
videojuegos, en especial con los juegos Ocarina of time y Majora's Mask, las
cuales abren el abanico de las posibilidades en la que un jugador se puede
implicar, en el primero porque se nos pone el desafío de Link, el protagonista del juego, quien debe madurar y ganar experiencia en un futuro para
luego derrotar a Ganondorf, el malote principal, y el Majora`s Mask, porque
luego de tres días (que equivale casi a una hora de juego real), el mundo se
destruye y se vuelve de nuevo al día uno, una y otra vez, hasta que el jugador
se ve inmerso en un desafío en el cual debe gestionar al máximo lo que hará en
esos tres días para intentar dejar alguna huella tras el colapso, intentando
recuperar el tiempo perdido a través de objetos y dinero.
L10 pone de manifiesto la
evolución de este entretenimiento: pasando de un rol pasivo en el que nos
limitábamos a explorar espacios muy delimitados y lineales, a juegos de mundo
abierto como es el GTA (y el ensayo etnográfico que contiene es una crítica
brutal al sistema) o los juegos masivos en línea como el World of Wordcraft,
con un artículo que abre sobre una protesta que realizaron miles de jugadores
por considerar que el desarrollo del software no era equilibrado ¿qué hicieron? Disfrazaron a sus avatares de gnomos y comenzaron a desfilar por las tierras ficticias del juego, entorpeciendo las normas comunitarias y esenciales: jugar, conquistar
y destruir. Los jugadores fueron banneados, pero se constató el hecho clave de
que la mente del jugador nunca fue pasiva, que no solo somos homo ludens, o ludus,
sino que también poeticus, que el jugador busca co-participar creativamente en
el desarrollo de los juegos, y aquella fue una lección que los futuros
desarrolladores de juegos no podrían dejar de soslayar.
Pero un momento ¿qué es un videojuego?
El teórico de los media y crítico
social McKenzie Wark autor del Manifiesto Hacker, desgrana con maestría lo que es
uno de los puntos más altos del libro, la popular saga de Sims. Correr, saltar,
ganar experiencia, matar al jefe, recuperar una llave, viajar en el tiempo o
colaborar en línea, son borrados de las fronteras con este producto, el cual su
creador no lo consideró como un videojuego, (y con razón) sino como una experiencia de
simulación de la vida contemporánea. En parte es cierto, porque Los Sims (los
que ya lo jugaron sabrán a qué me refiero), busca emular la vida de alguien X que
construye una casa, se compra un sofá nuevo, hace relaciones sociales, vive
para trabajar y si hace las cosas de forma equivocada se puede morir por una
cocina en llamas o de alguna enfermedad mortal. Estamos ante el despliegue de
una inteligencia artificial que busca emular cómo sería una vida perfecta: una
vida de amistades, de reconcomiendo social y de mucho dinero. Visto desde ese
ángulo, Sims es un juego perverso, porque parece insinuar que el camino hacia
la perfección tiene unos cuantos algoritmos que se pueden reducir a un puñado
de alegorías, y así como se pueden cuantificar las posibilidades y las
elecciones que debemos tomar para hallar la felicidad (en un mundo ficticio) ¿quién no dice que podamos trasladar esas mismas ideas al mundo real? Alegoritmo, es el concepto que acuña el teórico para
fusionar el concepto de alegoría y algoritmo, temática que desarrolla en su
ensayo hasta hablarnos finalmente de las placas de Intel para poner en entredicho al
sistema poscapitalista: el Congo fue escenario de brutales guerras y de una
explotación desmedida, todo con tal de conseguir estaño, tántalo y otros
minerales necesarios para la creación de los chips que sustentan la creación de
celulares, computadores y por supuesto consolas. Milicias y grupos rebeldes del
Congo, financiados por la venta de estos minerales, han matado a más de 5 millones
de personas desde 1998, estableciendo así una línea divisoria muy tenue entre
la creación masiva de máquinas de entrenamiento, la alegoría de felicidad que pretende
instaurar Sims, y el horror y la muerte.
Porque los videojuegos pueden ser
más que juegos. Pueden ser herramientas de simulación virtual de guerras
masivas, o puestas en escenas del mercado financiero con fines predictivos.
Millones de jugadores están contribuyendo a su desarrollo, jugando y probando nuevas experiencias ¿pero
jugando bajo qué costos y fines futuros?
Un escenario cultural en vías de expansión
Desconocemos a ciencia cierta qué
se hará con toda la información que se está recabando en estos momentos en las
millones de consolas y celulares en funcionamiento. El videojuego, que alguna
vez se erigió como un mero pasatiempo, ya es una industria consolidada que ha
desplazado al cine y a la televisión respecto a ventas: estamos ante una nueva
corriente que no hace más que alzarse, diversificarse y estratificarse. La
complejidad no ha hecho nada más que comenzar. El GTA, antes citado, nos pone
en la piel de un delincuente barriobajero, negro o extranjero, que se mueve por
los suburbios de San Andreas replicando la misma lógica del imperialismo, es
decir ganar espacios y liquidar a los rivales o someterlos. GTA, polémico por
el uso desmedido de la violencia, la cosificación de las relaciones en las que
las putas y los cafiches campean, es mucho más problemático si se analiza desde
un punto de vista etnográfico. “Me encantó robar ese coche. Una antropóloga en
el mundo de GTA”, de Kiri Miller, no hace más que explorar y explotar con perspectiva
crítica una experiencia individual que deviene colectivamente en foros y
hazañas que los mismos videojugadores comentan, aumentando los horizontes
míticos de un mundo que sólo en apariencia es cerrado, pues fuera del juego
siguen ocurriendo interacciones, como si se tratara de una matrix que nos
permitiera entrar y salir a voluntad.
Las perspectivas parecen inagotables.
Se puede abordar a un videojuego desde la ética, desde la filosofía, desde la
misma narratología (el ensayo sobre el Half-Life 2 recuerda al lector in fabula
de Humberto Eco). Consecuencias catastróficas o positivas como aportes a la
medicina o a la educación pueden ser ambas caras de una misma moneda.
La nostalgia me vence. Vuelvo a
mis años en que parecía que la única evasión posible eran las consolas, en que
rescatar a la princesa, resolver el último enigma o descubrir la táctica
secreta para destruir al más malote de todos, eran la recompensa no del día, ni
de la semana, qué diablos, era sentirse como un pequeño Dios, un héroe digital
que por medio del ensayo y del error nos entregaba el videojuego, experimentado esa epifanía y esa gloria
que era concluir un largo recorrido, una experiencia al borde de lo religioso y de lo maravilloso, que no, que nunca terminó con las pantallitas del
final donde ponían:
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