martes, 6 de mayo de 2025

Hombres que escriben sobre mujeres


Ya desde la Ilíada, ese mítico friso donde se despliega el choque heroico entre aqueos y troyanos, la figura femenina cobra un rol preponderante, pues fue el secuestro de Helena el disparador del conflicto; y fue una diosa —y no un dios— la que cantó la cólera de Aquiles, así como fueron musas las que inspiraron a los poetas. 


En la misma pléyade de seres míticos, así donde hubo un Zeus conspirando en favor de los hombres, no menor es el peso narrativo de una Atenea o una Hera. En el teatro griego tenemos otro tanto, con las Yocastas, Electras o Medeas, que pueblan el imaginario trágico literario, y si nos movemos un poco más acá (o mejor dicho, al más allá), fue en los relatos cosmogónicos y religiosos donde la mujer abandonó sus simples ropajes mortales y cobró dimensión de diosa, de mensajera, o de creadora, en las más distintas y distantes culturas. 


Martín de Riquer, en su Vidas y amores de los trovadores y sus damas, compendia biográficamente los momentos estelares de los cantores medievales y la relación que tuvieron con sus musas. Casados, la mayoría, no hacían de sus esposas los motivos de sus líricas, como fue el caso de Elias de Barjols, protegido por el conde Alfonso de Provenza quien le dio tierras y una mujer, pero su amor auténtico fue la esposa de ese conde, la señora Garsenda, y a ella le consagró el canto. Incluso hubo clérigos, como el castellano Gui D'Ussel, que no vaciló en elevar sus canciones amorosas a sus amigas, de quienes, en efecto se enamoró de más de una, porque era condición del trovador estar enamorado, y si no, debía fingirlo.


Con Dante, heredero de la tradición trovadoresca y propulsor del dolce stil novo (el dulce estilo nuevo), la mujer se transforma en una totalidad, en una suma gentil de bondades. Sobre Beatriz, Beatrice, la beata, nos dice: 


«Amor me guiaba a hablar con sus palabras; / tan dulce era su voz que el canto / parece desdeñar la belleza de su rostro.» (Canto XXX, Purgatorio)


Guía en el infierno, madre absoluta, amante esplendorosa, reflejo de la belleza del buen Dios en el mundo, nos recuerda lo tardío que es el realismo como enfoque en la literatura, pues es recién con el Siglo de oro español, donde las mujeres se transfiguran en una amplia gama de colores, que para bien o para mal, se retratan en toda su desnudez: ya no son todas hermosas y cantarinas; hay feas, cojas, brujas y malolientes. Quevedo, que se burló de todos (y de todas), compara en sus Sueños a las mujeres con el dinero, pues andan de mano en mano, son enemigas de que las guarden y van detrás de los que no lo merecen. En El mundo por de dentro, no se queda chico y dispara:


«Si las besas, te embarras los labios; si las abrazas, aprietas tablillas y abollas cartones; si las acuestas contigo, la mitad dejas debajo de la cama en los chapines; si las pretendes, te cansas; si las alcanzas, te embarazas; si las sustentas, te empobreces; si la dejas, te persigue; si las quieres, te deja.»


Por supuesto que en el Siglo de oro español no son todos pullas. Las ponemos con el afán de contrastar con el estilo clásico medieval, mucho más benévolo con ellas; no obstante, no podemos olvidarnos de Cervantes y sus mujeres, más que objeto de suspiros y galanteos, destacan por su determinación y su manera de moverse por el mundo, como Dorotea, quien se disfraza de princesa para pedir ayuda, o Marcela, la que rechazando las convenciones de su tiempo opta por no casarse (¿no suena actual?) y se va a vivir como pastora, en soledad.


Nabokov decía en su Curso de literatura rusa, que es el arte de la microscopía, aplicado al lente literario, el que puede explicar muy bien su evolución. Ahí donde las mujeres fueron seres tutelares, divinos, para ser objeto de cantos y amores (y de burlas), el lente literario horada en la superficialidad hasta llegar a la interioridad de ellas. ¿Psicologismo? Sí, aunque este concepto aplicado a la literatura ha tomado muchas veces ribetes negativos, por su connotación extraliteraria, la verdad es que narrar un mundo interno —con sus cuitas y desvelos y ensoñaciones— no tiene por qué ser de suyo inadmisible. De hecho, en el siglo XIX existen grandes cumbres de mujeres siendo narradas por hombres, y el caso más paradigmático es Madame Bovary, novela que originó el concepto de «bovarismo», que es la insatisfacción permanente que experimenta una fémina—un estado general de abatimiento—, por la distancia entre la realidad y las aspiraciones materiales y espirituales, una suerte de quijotismo amoroso, porque el plano ideal de las relaciones amorosas los encontraba Bovary en los libros, y no en la realidad. Celebrada por la crítica, catalogada de publicación inmoral, la muy liberal Francia citó a tribunales al bueno de Gustave por considerar que atentaba contra la libertad, al narrar con pelos y señas, y con la interioridad psíquica que ello conllevaba, la vida de una adúltera y sus consecuencias: es casi sintomático que la irrupción del realismo afectara a la realidad del mismo autor, quien, para defenderse de las acusaciones, habría enarbolado su atribuida frase: Je suis Madame Bovary.


Ahora, si se trata de llevar hasta el paroxismo la idea de narrar la interioridad de la mujer, tenemos a La regenta, de Leopoldo Alas Clarín, que escribió una suerte de Madame Bovary, pero con esteroides. A lo largo de mil páginas, despliega su pluma con maestría absoluta, modelo y espejo dónde debe mirarse un autor que aspire a la totalidad, narra la historia de Ana Ozores, casada con un exregente (de ahí su nombre, La Regenta), quien sostiene una relación compleja con el clérigo Fermín de Pas, subiendo mucho más la vara propuesta por Flaubert, pues acá el amorío es detallado con dimes y diretes, y la interioridad de su personaje femenino, Ana Ozores, se contrasta con la descripción completa de la ciudad ficticia de Vetusta (en la que se esconde la real Oviedo): la apuesta es elevada, porque donde Flaubert se contentó con trazar la vida íntima de una mujer, Alas Clarín nos pinta un mundo completo, con sus dinastías, filosofías, intrigas y una multitud de personajes secundarios ¡vaya qué secundarios! Como el galán donjuanesco de Álvaro Mesía que elabora estrategias de seducción para con la regenta, cuál de todas más ridículas, o Paula Raíces, la maquiavélica madre del canónigo quien es capaz de lo que sea con tal de preservar su vid en la Santa Iglesia, o el ridículo Trifón Cármenes (su nombre lo prefigura), un poeta patético (de esos que abundan) que vive pendiente de la publicación de los periódicos, pues siempre le rechazan sus versos y anhela que algún día lo tomen en cuenta.


Podríamos seguir enumerando ejemplos, pero nos detenemos acá, pues nuestra intención es vertebrar una breve relación literaria de hombres que escribieron sobre mujeres (nos queda afuera el género testimonial y las biografías), recalcando que si bien las obras maestras son limitadas, las posibilidades, para nosotros, pobres hombres, de referirnos a ellas, siempre nos conducirán a castillos empantanados y encantados con espejos reflectantes, y esperamos que la más auténtica manera de asediarlas y referirlas no sea como en aquel relato de Mauricio Wácquez en Excesos, donde el narrador se trasviste frente a un espejo para recuperar, aunque sea de manera artificiosa y por una sola vez, a su desaparecida Irene.

martes, 29 de abril de 2025

Hombres que escriben sobre hombres


25 de noviembre de 1970. Kimitake Hiraoka, mejor conocido como Yukio Mishima, asalta el cuartel de las Fuerzas de Autodefensa de Japón junto a cuatro miembros de la Sociedad del Escudo; maniatan firmemente al general y, en un acto desesperado, Mishima sube a la azotea del edificio y arenga (o intenta hacerlo) a los militares presentes con un solo objetivo: dar un golpe de Estado para salvaguardar el legado y la tradición de la nación.


Ríos de tinta se han escrito sobre aquel episodio. Desde una perspectiva psicoanalítica, como lo despliega de manera dicotómica y antropológica el psiquiatra español Juan Antonio Vállejo-Nájera (Mishima, o el placer de morir) con amplios tintes de cultura japonesa y sadomasoquismo, hasta una visión filosófica, como la que expone Marguerite Yourcenar en su Mishima o la visión del vacío


Surge la pregunta: ¿qué mueve a un hombre escribir sobre otro hombre? Al parecer se trata del poder. Y lo que conlleva el poder: fama, riqueza, prestigio. Sin embargo, el poder de los grandes emperadores o monarcas no es igual al poder que despliega un escritor, un poder metafórico, que es la máscara del poder político, el que es más directo, porque provoca partos y muertes. 


¿Murieron más personas por sus ideales o por su pluma que por sus acciones? La frase, si se examina a fondo, es ridícula. Bien lo supieron los romanos. Plutarco y Suetonio, entre los iniciadores del género específico de las biografías, escribieron sobre hombres poderosos que poco y nada tenían que hacer con la pluma, o lo hicieron en función de sus intereses, como Julio César. ¿A quién se le habría ocurrido en aquella época escribir sobre un jardinero o un vagabundo? A Platón se le ocurrió, con Sócrates, aunque no fue una biografía, y Sócrates tampoco era un vagabundo, pero lo parecía. Sócrates el loco, Sócrates descalzo y mal vestido. Sócrates ditirámbico, condenado a beber la cicuta por corromper a las juventudes. Su poder no era simbólico, su poder era filosófico. Ejercía un poder real, aunque fuera desde su trinchera. Así lo consignó Platón en sus Diálogos socráticos, una forma de preservar su conocimiento. Un homenaje.


Hay biografías legendarias, como la Vida de Samuel Johnson de Boswell. O tremebundas, con hechos fantásticos, como la Vida de Alejandro Magno por Pseudo Calístenes, que incluye milagros, maravillas y hasta una lucha del legendario Alejandro contra un dragón. 

Un hombre llega a escribir sobre otro hombre, principalmente por admiración. Pero entre la admiración y la envidia hay un solo paso. El alma de Napoleón, de Leon Bloy, es una biografía rabiosa, en la que exalta a Napoleón como un semidiós y a veces lo deja caer como un vil estropajo. Bloy no se anda con chicas: es capaz de comparar el casamiento de Napoleón con la de un putero bíblico. Admira en él su frialdad, su eficacia, su grandeza (y bajeza) en el actuar, y lo extrapola a la sociedad de su tiempo, a su época, al mundo. Un mundo de almas napoleónicas paseándose con altivez por la vida. 


Existen biografías que son un conjunto de biografías y se llaman hagiografías: relatan la vida de los santos, vidas plagadas de plegarias y de martirios. La leyenda dorada, de Jacobo de Vorágine, es un libro proverbial y modélico, con una lista de santos, y de santas, cómo no, que como buen martirologio, aprietan el corazón de quienes leen estas vidas. Existen biografías que son procesos, juicios a biógrafos pasados, como por ejemplo El Hitler de la historia: juicio a los biógrafos de Hitler, de John Lukacs. Sí, apellido Lukacs, judío. Un judío que enjuicia a los que escribieron sobre el Führer: no se comía guaguas y no hizo pactos con el diablo para tener poderes psicotrónicos. El historiador mesura, mira en perspectiva, no sataniza ni diviniza. Le otorga al hombre el lugar que ocupó en la historia, sin histeria ni mentiras. No es una historia secreta. De la legión de los biógrafos, los historiadores suelen ser los más imparciales, comedidos, con escaso vuelo poético, pero mucho más certeros. Saben que un personaje de poder no nace como un accidente, sino como el efecto de un síntoma, o como el síntoma de una causa. 


Volvamos a ese nefasto 25 de noviembre de 1970. Entre el barullo y el escándalo, hay alguien que mira con reprobación los desesperados actos de Mishima. Se trata de Shintaro Ishihara. Escritor y amigo íntimo de Mishima. Antes, mucho antes de la intentona de golpe de Estado que terminará con un brutal sepukku, Shintaro recibe la bendición del héroe nipón, un galardón que cualquier novato colgaría con orgullo en su solapa: el reconocimiento de un escritor consagrado, candidato incluso al Nobel, ¿quién no lo querría? De la experiencia traumática por el suicidio ritual de Mishima, y de una amistad de largos años, es que Shintaro Ishihara escribe el elocuente El eclipse de Yukio Mishima. 

Shintaro es japonés y nacionalista, una suerte de liberal de derechas, pero no comparte la visión de su amigo respecto al emperador y a la tradición. Va un paso más allá: no es que no comparta estas ideas, es que no las comprende, menos que alguien llegue a inmolarse por ellas. Al revés de los extranjeros, que suelen romantizar e idealizar a las culturas ajenas que observan, para Shintaro los actos de Mishima reflejaban un narcisismo demoledor que no junta ni pega con su sacrificio ritual, no engrandecen ni explican su obra literaria, ni tampoco lo dignifican como persona. Shintaro es crudo. Piensa que lo que hizo Mishima esa tarde, fue un fraude, un acto fallido, una estupidez. 


La historia es conocida. Mishima preparó el ritual del seppuku durante al menos cinco años. Ejercitó su cuerpo a través del culturismo y se entrenó en distintas artes marciales. Incluso protagonizó un cortometraje basado en un cuento suyo, Patriotismo, donde se escenificaba con lujo de detalles el suicidio de los antiguos samuráis. Para Shintaro, que no diviniza a su amigo, no hay filosofías del vacío, ni complejos sadomasoquistas, ni retornos heroicos a la tradición. Shintaro es realista, y en contraposición a los idealistas, ve las cosas como son. Podríamos decir que ahí donde Mishima es un trágico don Quijote que muere en pos de sus ideales, Shintaro es su Sancho Panza, que observa las cosas sin los lentes deformantes del idealismo. Y sufre por su amigo.


«Si hay algo en esta vida que no valen un céntimo, son los ideales», cita en un momento. El tono de El eclipse de Yukio Mishima es parco. A momentos, pareciera que Shintaro es un enemigo disfrazado de amigo, porque sus opiniones respecto a Mishima son demoledoras: además de su narcisismo, cuestiona sus performances en diversos estilos marciales. Para él, eran prácticamente una mentira: un gesto vacío de alguien que movía la espada o la katana sin la habilidad de un maestro, pero posando como maestro. Shintaro sabía de lo que hablaba. Él practicaba de manera amateur fútbol, y su juicio es que el deporte, a diferencia del culturismo y las artes marciales, sí requieren de superación y trabajo en equipo, pues su espíritu es más competitivo, siendo el cuerpo funcional a estas metas; no así el culturismo, que tiene como fin el mismo cuerpo, belleza que está puesta ahí para ser admirada por otros, un puro acto de autismo y autocontemplación. 


Otro tanto nos habla de las incursiones del escritor nipón en el cine y en la actuación. Para Shintaro, no eran más que intentos desbocados de egocentrismo con escaso talento. Para su amigo, Mishima no era un renacentista; escribía bien, terriblemente bien, y ese escribir bien y el reconocimiento y adulación temprana por parte de un público, fueron los que detonaron la afloración de ese lado oculto de Mishima, quien pasó de ser un flaquito tímido, oculto entre libros y gatos, a un fornido samurái que llegó a liderar una organización paramilitar. Pero ¿cuál era real? ¿Clark Kent o Superman?

No obstante, ni la escritura de Mishima se salva. Shintaro reconoce que en el núcleo de su obra existe una inherente mascarada, en el sentido de que sus textos carecen de vida auténtica, y para ello menciona su ensayo El sol y el acero, libro al que condena por utilizar un lenguaje engolado carente de profundidad, lleno de nebulosas y sin ideas claras; la condena también se extiende a El color prohibido, en la que el tratamiento de la homosexualidad no sería más que otra mascarada del autor para concertar el apoyo de la crítica.


El eclipse de Yukio Mishima, además de una biografía de los últimos años del escritor, es un tratado sobre la intimidad y los efectos del deporte en el cuerpo. Es, cómo no, un ajuste de cuentas que no pudo hacer en vida su autor para con su amigo. Es una confesión de una máscara respecto a la corrupción de un ángel, a quien le llegó la fama muy pronto y no supo cómo lidiar con ella. Es también una lección para el tratamiento de la amistad entre escritores, que seguramente en estas latitudes nos costaría entender, porque allá se ejerce la sinceridad de manera franca y abierta, rozando la brutalidad y el desparpajo. 


Casi al cierre del libro, Shintaro evoca un sueño que tuvo con Mishima, y ya a esas alturas no sabemos si se lo inventó para apaciguar los anónimos, o si realmente lo vivenció en el plano onírico. Poco importa: la sombra de Mishima se ha vuelto frágil y escurridiza, y sobre su tumba el enigma persiste. Una vez cerramos las páginas del libro es cuando la esfinge abre sus ojos. Y nos mira.

martes, 22 de abril de 2025

Escritor: si quieres ser famoso, dedícate a cantar*

Publicado el 2 de marzo de 2023|006 (Revista Nº 6), Autor: Pablo Rumel Espinoza, Más literatura

                                                                          *António Lobo Antunes


¿La soberbia o la humildad? Sin reducir a falso dilema, tarde o temprano, quien escribe y ve rendir sus frutos, llámense publicación en una multinacional, galardón literario, entrevista en un medio prestigioso, contratación de un agente, traducciones a otras lenguas, se ve preso de la (im)postura que casi siempre le resulta fatal: o es soberbio o es humilde.


Y ahí está el quid del asunto. Es fácil detectar a un fanfarrón que quiere pasar por humilde: en lo íntimo no considerará a nadie, salvo a él mismo como el Elegido Único por el Azar o el Destino, agasajará con cumplidos a los que correspondan —siempre con mucha estrategia—, no insultará ni menospreciará la obra de alguien que está más arriba y que pueda abrirle las puertas, golpeará como a un mono porfiado al más débil, evitará entrar en controversias que no le reporten ningún beneficio; en suma, asumirá la mascarada de lo políticamente correcto, porque sabe que la tiranía del pensamiento único podrá aplastarlo ante el menor movimiento, así es que nada de ir en contra del feminismo o de los valores democráticos, no vaya a ser que le abran un expediente y le arruinen la carrera del escritor.


Miramos con más simpatía al escritor desfachatado quien, soberbiamente, no le interesa dejar títere con cabeza ni quedar bien con nadie, respondiendo las preguntas más insólitas con frases que en otro lugar del mundo podrían costarle la cabeza o, por lo bajo, una buena temporada en la cárcel. Pero no nos engañemos: aquella postura solo la toleramos en alguien que ha sido campeón del mundo, o que estando muy cerca, ya ha sonado varias veces como candidato al Nobel y no hay premio de medio pelo que no le hayan entregado. Así, vemos a este asesino quien, sin despeinarse, acribilla desde su pedestal de manera inmisericorde, y nosotros nos quedamos alelados ante tal despliegue de insolencia. Pero ver a alguien que recién se está abriendo al mundo, y toma una actitud así, provoca el efecto contrario; es como asistir a la ridícula rabieta de un caniche de treinta centímetros ladrando y enseñando los dientes. Más que temor, despierta la risa. O en el peor de los casos, ternura.


Pero ya sabemos cómo terminan los engreídos, como bien se ilustra en el Amadís de Gaula con Dardán El Soberbio: ahogados en su propia cizaña. Y cómo no recordar uno de los pocos discursos que brindó Faulkner, cuando dijo que un joven en su país podía conseguir el éxito con demasiado poco esfuerzo, pero que la falta de experiencia y de humildad le dificultaban gestionar este éxito, redundando en que ese joven exitoso terminaba naufragando en sus propias aguas de la victoria.

Y es que es así: la distancia que separa a un fracasado de un exitoso no son sus premios ni sus reconocimientos, sino la humildad y la entereza con la cual tiene cada uno —el fracasado y el exitoso— para gestionar su éxito o su fracaso, por lo cual no es raro encontrarnos por la vida lleno de exitosos fracasados, y fracasados que han sabido gestionar sus derrotas, convirtiéndolos en unos exitosos. Y probablemente la fuerza motriz que permite al fracasado sobreponerse y no hundirse para siempre en el fango de la derrota, sea la humildad.


Pero no crea el desatinado lector que vindicar a la humildad quiere decir que estemos propugnando un estilo de vida rayano con la indigencia pues ,como bien distingue el monje Benito Jerónimo Feijoo, donde hay una Fortuna Soberana, que se ejemplifica en el que lo tiene de todo a raudales y le sobra, también hay una Alta y Humilde Fortuna, para quien los manjares no le sobran, pero tiene para sí todo lo necesario para desarrollarse, y lo que se necesita para crear una obra que resuene, además de un cuarto propio y una inteligencia despierta, es la paciencia, y ya sabemos que el soberbio quiere todas las cosas ahora y para sí, en cambio el humilde sabe esperar, sin la necesidad de tener que convertirse en una víctima de la espera ni en el centro perpetuo del universo.


Una nota adicional: ¿qué puede hacer la escritora argentina más top del momento o el escritor más inteligente y guapo del mundo como influencer frente al cantante de trap más humilde de la historia? Nada. Es cosa de mirar las redes sociales. Donde los campeones de la escritura no suelen superar a lo sumo los 3.000 likes entre todos juntos, cualquier mocoso en ropas menores con un micrófono supera ampliamente los 100.000. Así es que, querido escritor, si estás leyendo esto y quieres ser famoso y ganar plata, ya sabes por dónde empezar.


viernes, 3 de enero de 2025

El demonio meridiano, Varios autores: La España fantástica y terrorífica del Antiguo Régimen

 


El demonio meridiano, de Miraguano Ediciones, redescubre con lujo de detalles una tradición oculta en la vieja literatura escrita en español, en la que abundan historias truculentas con torturas infames, ritos demoníacos, profanaciones de cadáveres, sueños que se confunden con la vigilia, pero también historias con aparecidos, asistentes a sus propios funerales, viajes a tierras imposibles, monjas enloquecidas o caballeros batallando contra criaturas fantásticas.

Es indesmentible que en el centro del canon anglosajón yace Shakespeare, así como en el mundo hispano tenemos a Cervantes; ambos autores, que al igual que dos árboles centenarios, han arrojado luces y sombras sobre dos tradiciones, que vistas en retrospectiva, nos ayudan a entender por qué desde un lado se desarrolló con más potencia una literatura fantástica, y por el otro, campeó con mayor holgura una literatura de corte realista. Si en el inglés la fantasmagoría y la pesadilla inundan a la realidad, en el español lo que prima es la realidad, en constante fricción con el mundo de la imaginación.

Pero el principal motivo de por qué se desarrolló con más potencia la literatura fantástica y de terror en el mundo anglosajón sobre el mundo hispano (y con el mundo hispano incluimos la herencia en América), es porque Inglaterra —hija predilecta de la reforma protestante y de la Ilustración—, desarrolló con fuerza el Romanticismo, movimiento que traería consigo el redescubrimiento de lo antiguo, actitud que no se explica sin la influencia de la Ilustración (que en España fue menor y tardía), con su racionalismo científico y positivista que buscaba comprenderlo todo, y que a modo de rechazo, los románticos volvieron a refugiarse en lo desconocido para combatir esa luz como si fuera una lepra: Ilustración y Romanticismo son, pues, dos caras de la misma moneda.

El Romanticismo postuló que era imperioso indagar en la oscuridad y en el pasado, fortaleciéndose mitos olvidados de la antigüedad y revitalizándose figuras folclóricas medievales que sirvieron como sedimento para la creación de nuevos horrores: ahí tenemos al Drácula, de Bram Stoker (1847-1912), que tomó la figura del vampiro necrófilo saqueador de tumbas para convertirlo en una suerte de noble, de figura explotadora que podría equipararse a la del capitalista que vampiriza a sus trabajadores, o el Frankenstein de Mary Shelley (1797-1851), como un ataque nada velado a la prepotencia de algunos científicos que soñaban con recrear la vida humana sin ninguna clase de miramientos, aun fuera pervirtiendo a la Naturaleza.

Y la literatura española, ¿qué?

Que el mundo hispano no tenga obras maestras reconocidas de la literatura de terror y fantástica, no quiere decir que en un futuro próximo o ahora mismo no pueda producirlas, y tampoco quiere decir que como sedimento de una tradición literaria, no existan obras en el plano fantástico dignas de interés: no en vano la imagen de la lanza quijotesca contra los molinos representa, además del impulso del paladín para batirse contra gigantes, el hecho de que Alonso Quijano fuera un lector de “libros de entretenimiento” en el que pululaban no sólo caballeros furiosos y damas en apuros, sino también enanos, gigantes incestuosos, aparecidos, monstruos alados y antediluvianos, y poderosos hechiceros que animaban figuras mecánicas a distancia para el deleite, para el combate o para resguardar sitios prohibidos.

El demonio meridiano: de regreso al arcón hispano de lo fantástico

Con el fin de demostrar que en España sí hubo una pujante literatura fantástica y de terror, El demonio meridiano (Miraguano Ediciones, 2015) –El demonio, de acá en adelante- presenta cincuenta y siete textos extraídos de diversas fuentes escritos por treinta y siete autores, que además de tomar la pluma, ejercieron los más diversos oficios: canónigos, frailes, soldados, viajeros y abogados. La obra posee una considerable cantidad de material gráfico distribuido a lo largo de sus casi 500 páginas en formato mayor, que van desde grabados, ilustraciones de portadas, detalles de manuscritos, retratos de algunos autores, imágenes de cubiertas y fotografías, lo que realza más aún su valor como pieza de colección.

El estudio que antecede a los textos reunidos merece aparte un comentario aparte. El trabajo que realiza Gerardo González de Vega (1952) es encomiable, pues sin el ánimo del erudito filólogo, ni la ramplonería de quien antóloga por capricho, entrega una cuidadosa selección tanto para el lector común, el cual podrá deleitarse con fragmentos de obras casi desaparecidas de las bibliotecas actuales, como para el estudioso, que encontrará un completo estudio de casi 150 páginas, en el que se contextualiza a la literatura fantástica, hablándonos de sus orígenes, los espacios fantásticos, los soportes escriturales, los primeros géneros y todo el imaginario fantástico que salpicó a la realidad, abarcando desde los fines de la Edad Media hasta la invasión napoleónica.

En esta genealogía de obras que luchan por salir de su letargo —cual cadáveres llamados de nuevo a la vida— encontraremos a clásicos del Siglo de Oro español como Cervantes, Quevedo y Lope de Vega, pero también a autores de obras caballerescas como Beatriz Bernal, Martorell o Garci Rodríguez de Montalvo, e incluso a pensadores como el padre Feijóo, la deslumbrante María de Zayas y Sotomayor, y los infaltables anónimos, que por temor o desconocimiento de origen, pasaron a engrosar el nombre de pluma más famoso del mundo.


Cuentos caballerescos y fantasmales

En el primer tramo, que consiste en diez piezas, nos encontramos con títulos (que engloban muy bien su contenido) tales como «El dragón doncella», «La prueba del cuerno», «La venganza de la sierpe» o «El caballero del sepulcro negro», historias que relatan con lujo de detalles la oposición excelsa entre el bien y el mal, concepción sin lugar a dudas de raigambre cristiana, donde el demonio y sus huestes se enfrentan contra los representantes de la luz, y en la que el andante caballero, a imitación de Cristo, debe liberar o destruir algún mal que aqueja a alguna viuda, a un huérfano, a un pueblo o a un reino entero. El relato mejor ejecutado, por sus resonancias bíblicas preñadas de moralidad, es «Una bestia fiera llamada Endriago», extraído de Amadís de Gaula (1508), obra maestra de la literatura caballeresca. Se nos cuenta el nacimiento de un monstruo surgido del incesto entre un gigante con su hija, y que físicamente, además de poseer gran estatura, y forma entre dragón y serpiente al poseer escamas y largas garras y alas, expele desde dentro de sí un fuego del infierno que explicita sin lugar a dudas su origen luciferino. Amadís, el caballero valeroso, le hace frente en un singular combate, que como era común en estas historias, se nos relata con pelos y señales: se describirán con mucho detalle las magulladuras, hematomas, fracturas, contusiones, y mutilaciones que sufren los combatientes.

Pero no todo en El demonio es combates ni caballeros, hay un porcentaje bien alto de historias que hacen referencia al mundo fantasmagórico de los espíritus y de los aparecidos. Visiones o fantasmas que vio el hidalgo Costilla de Antonio de Torquemada (1507-1569), patentiza que la existencia de seres de ultratumba, en aquellos años de la vieja España, no era creído a pie juntillas: ante las apariciones sin sentido en la bruma de un jinete misterioso, el narrador intenta explicar que fantasma deriva de la palabra “fantasía”, y que la explicación de aquellos fenómenos podrían remitirse por algún humor melancólico, un eufemismo para llamar a la locura. «El oficio de un difunto», del mismo autor, es una auténtica obra maestra, en la que se nos relata el amorío de una monja con un noble—y nótese que fue escrito en pleno apogeo de la Santa Inquisición– quien acostumbrado a verse con ella en el mismo monasterio a altas horas de la noche, en uno de sus tantos escarceos, en vez de encontrar a su solícita amante, en su lugar se topa con un grupo de frailes con las candelas encendidas y en actitud piadosa, afirmando que están velando a un difunto: es el mismo noble, quien como atrapado en una pesadilla, asiste a su propio entierro.

Narraciones políticamente incorrectas

Otra variante que encontramos en El demonio es la de encerrar en estereotipos a pueblos o naciones enteras, que sin embargo se comprenden en su contexto histórico, debido a las guerras y conflictos territoriales. Es el caso de «El corazón de la puerca», de Sebastián de Horozco (1510-1581), donde nos encontramos ante una historia abiertamente antisemita, en la que un grupo de judíos busca vengarse contra cristianos por medio de una estratagema diabólica: deben sacrificar a un recién nacido arrancándole al corazón, para luego quemarlo y con las cenizas esparcirlo en las aguas, que al ser bebidas liquidarán al cristiano en el acto. Para cometer tal ardid, ofrecen altas sumas de dinero a una mujer embarazada, sin medir consecuencias con tal de vengarse. En «Conquistas monstruosas», de Fray Pedro Simón (1574-1628), se nos cuenta el descubrimiento de conquistadores en la ciudad del Cuzco (o de la Plata, el narrador no está seguro), en la que los habitantes de tierras ignotas son descritos como poco humanos al ser enanos, casi pigmeos, aparición que será antesala de un ser monstruoso que devora lo que encuentra al interior de los bosques, lo que evidencia que el trato de los conquistadores con los aborígenes de América no fue uniforme: hubo cooperación, pero también conflicto, según la zona y los intereses contrapuestos que chocaron.

Dentro del mismo arco, hay una corriente de escritos conocidos como mirabilia, narraciones que buscaban recrear la imaginación en tierras lejanas, exóticas por lo general, que servían para describir sociedades imaginarias, monstruos y hechos inexplicables: la distancia geográfica permitía a los creadores estas licencias, y ocurría que muchas veces los lectores creían las cosas que leían. Así, tenemos un cuento que guarda mucha concomitancia con los descubrimientos de Magallanes, «Viaje a la isla inaccesible», de Vicente Espinel (1550-1624), una historia singular repleta de ecos mitológicos e históricos, en las que unos navegantes descubren casi por azar una extraña tierra dominada por gigantes, un posible trasunto homérico a los cíclopes de La Odisea, pero también al de los patagones de tierras australes.

Asesinos macabros, asesinatos truculentos

El terror materialista, con gente torturada y muertes crueles, con asesinos despiadados y arrepentidos, es un condimento que no podía faltar en este festín macabro, siendo uno de los puntos más altos de la antología, en primer lugar porque técnicamente rompen la oralidad clásica del “me contaron que”, y tienen una unidad mayor que los relatos caballerescos, que si bien son auto-conclusivos y episódicos, fueron concebidos para integrar corpus mayores, como ocurre con los libros de aventuras.

«La peregrina historia de Ludovico», del doctor Juan Pérez de Montalbán (1602-1638), es un ejemplo modélico de relato moralista: un hombre ocioso, adicto al juego y a la buena vida, en su decadencia arrastra a gente inocente, en este caso a una monja prima suya, a quien enamora tras galanteos y requiebros, escapando con ella del monasterio para luego obligarla a la prostitución con tal de conseguir algún dinero. La abyección de Ludovico no tiene límites: de jugador, vicioso y vividor de mujeres, pasa a asesino a sueldo, pero un hecho crucial (¿una alucinación? ¿un fantasma? ¿intervención divina?), en último minuto le ayudan a desandar su camino para ir en busca de la expiación, lo que trasmite muy bien la concepción católica del perdón y el arrepentimiento, aunque se haya tenido una vida obscena y descarriada.

«La cruel aragonesa», de Alonso Castillo Solórzano (1584-1648), es un ejemplo de novela amorosa breve, pero teñida de locura vesánica y venganza inhumana, encarnadas en la figura de una de sus protagonistas, doña Clara, quien valiéndose de truculencias y chismes, destruye amoríos, empuja a hombres a batirse a duelos, y en su interminable lista de tropelías, llega a cometer actos sacrílegos y necrófilos al profanar una tumba. Cualquier otra versión de femme fatale se queda corta con esta mujer malvada.

«La inocencia castigada», de María de Zayas Sotomayor (1590-1647) narrada con pulcritud y gran técnica, es un imposible cruce entre las novelas rosas de Corín Tellado (1927-2009) y las narraciones tenebrosas de Edgar Allan Poe (1809-1849). Escrita y descrita con una gran tensión, hace gala de elementos espiritistas y de brujería, que ya lo habría querido tener dos siglos más tarde un E.T.A. Hoffmann (1776-1822) o un Maupassant (1850-1893), escritores que sin duda debieron haber estudiado su obra, pues la escritora se adelanta a su tiempo a la hora de describir la Maldad Humana, en mayúsculas, y los efectos traumáticos que ésta deja en personas que no pueden defenderse por cuenta propia.

Un balance, una conclusión

Fuera de las figuras prominentes del Siglo de Oro, muchos de estos autores le sonarán a chino al lector contemporáneo, pero El demonio, a sabiendas de estas lagunas, incluye una pequeña biografía de cada autor; algunas son tan buenas y curiosas que parecen sacadas de Vidas imaginarias de Marcel Schwob (1867-1905), o de la Historia Universal de la infamia de Borges (1899-1986).

A Borges, precisamente, no podemos dejar de mencionarlo, pues editó junto a Bioy Casares y Ocampo la conocida Antología del cuento fantástico (1940), guardando una estrecha relación con El demonio, al poseer ambas obras elementos exóticos que recuerda a la fábula oriental de Las mil y una noches, o a las historias orales chinas, lo que demuestra lo interconectado que estaba el mundo de aquel entonces en cuanto a influencias.

A modo de continuidad en el terreno estrictamente hispano, podemos recomendar dos antologías más, que pueden servir como un buen compendio de letras hispanas fantásticas para nuestras bibliotecas. La primera es el El cuento fantástico hispanoamericano en el siglo XIX, con notas y selección del poeta chileno Óscar Hahn (1938): el segundo es La realidad oculta: cuentos fantásticos españoles del siglo XX (Menos cuarto, 2008), de los españoles David Roas (1965) y Ana Casas, lo que en resumidas cuentas da una perspectiva (o mejor dicho, retrospectiva) mucho más amplia de lo que se ha escrito en nuestra lengua, permitiendo acceder a muchos autores que siguen sepultados en el polvo, muchos, injustamente olvidados.

El castellano antiguo, que puede ser un impedimento para un lector no avezado en las obras de factura medieval y renacentista, no representa un escollo en El demonio, pues además de estar actualizado (aunque conservando cierta ampulosidad característica de la vieja retórica), cada relato incluye notas al pie explicativas que ayudan al lector a situarse con más facilidad en el texto.

Como colofón, reproducimos el epígrafe con el cual abre esta obra, que desde ya, tiene credenciales de sobra para ser una piedra fundamental para el lector de literatura fantástica:

No temerás a terror nocturno

ni a saeta que vuela de día,

a la peste que deambula entre tinieblas

ni el asalto del demonio meridiano.

Salmos 91, 5-6
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