viernes, 16 de agosto de 2019

Viaje al fin de la noche o la absoluta verdad del mundo


Editorial Edhasa
Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline. 576 páginas
Traducción de Carlos Manzano 


ensiones

Miguel de Unamuno parodiaba en Cómo se hace una novela el hecho de que muchos escritores se ceñían a un programa, o módulo, para escribir una novela, como si éstas fueran susceptibles a una receta para escribirlas. Lo cierto es que todo el tiempo se están escribiendo, filmando o pintando obras, las cuales siguen patrones o recetas predeterminadas, para quedar "redonditas" y "sin fisuras". Raúl Ruiz afirmaba en su Poética del cine, que el núcleo de una obra condensada en la premisa de la tesis del conflicto central, generaba películas clónicas que ahogaban el impulso imaginativo, lo que generaba a la larga que todas las películas se terminaran pareciendo, borrando cualquier marca de autor.  

En efecto, hay escrituras que sólo pueden existir gracias a las pautas que entrega el manual o el taller literario: son útiles dispensarios para quien desee explorar alguna forma de narrar que posea una tradición, asegurando coercitividad, claridad y expresionalidad. Historias que se pueden desmontar en piezas, como relojes, y que bien pulidas, pueden llegar muy lejos... al menos comercialmente hablando.  

Pero el lector exigente no se deja embaucar. ¿No estamos saturados de narradores que se adscriben a una corriente y que por lo tanto no crean literaturas ni obras de arte, sino chatarra hecha con despojos de fórmulas probadas?  Ciertamente, cuando nos topamos con un libro bien escrito, deberíamos decir “está muy bien fabricado”, o “el autor se esforzó en  la creación de su belleza”, pero cuando abrimos las páginas de un libro que no se ciñe a más caminos que la intuición y al placer de la pura invención, decimos otra cosa. En realidad no podemos decir ninguna frase que no suene a lugar común, por lo que estamos obligados a crearnos un propio lente para rozar la superficie del objeto admirado. Viaje al final de la noche de Louis-Ferdinand Céline busca ilustrar lo que apunté al comienzo: hay escrituras que son aprendidas y pulidas, y hay otras que brotan, nacen por una necesidad personal, señalando su propia coherencia interna.

La calle-La traducción-El legado

Bukowski ha sido elogiado por descorsetar la literatura y llevarla a cualquier parte. Ciertamente, el viejo borracho es descendiente directo de la antigua picaresca, y mucho más atrás del mordaz Apuleyo (con su desenfrenada Asno de oro), repitiendo lo viejo como si fuera nuevo, y así, sus libros transitan en los baños, en los prostíbulos, en la misma calle, sin olvidar que ya tiene un pariente muy cercano, el genial  John Fante, quien ilustró con cinismo y humor la vida de las clases obreras norteamericanas, en especial el mundo de las familias ítalo-americanas. Si el papá de Bukowski fue Fante, sin duda que el padre de ambos, o el abuelo, o el tío aventajado de aquel mítico par, fue el crepuscular y filonazi Louis-Ferdinand Céline, de profesión médico, y con pasado militar en la Primera Guerra Mundial, experiencias que quedaron retratadas en sus libros.  

Se ha exclamado que la grandeza de Céline estriba en sacar adelante una obra en el cual se funde el lenguaje vernáculo con palabras callejeras, creando una literatura grotesca con pasajes poéticos y reflexiones descarnadas sobre la condición humana. Y en efecto, es así. De hecho, en sus libros abundan interjecciones y argots propios de la milicia que no tienen equivalentes preclaros en nuestra lengua, palabras obscenas para referirse al culo, a las putas, a las enfermedades, al pene o a la mierda. De ahí que se diga que leer a Céline en su idioma original sea además de una experiencia, un real desafío. El traductor colombiano Montoya Campusano, afirma que para leer en francés a Céline es necesario conocer el idioma muy a fondo, de lo contrario no se entenderá ni la mitad de lo leído. Y como ocurre con otros grandes, como Proust o Huysmans, las dificultades en la traducción ya se inician desde el mismo título del libro. Para Montoya es más válido Viaje al fondo de la noche, que Viaje al fin de la noche, porque, entre otras razones, viajar hasta el final de la noche implica llegar hasta la amanecida, pero la obra de Céline explora la sordidez de la noche, no busca escapar de ella, porque no hay salida.

¿Sería mezquino suponer que existan escritores que puedan ser traducidos a cualquier idioma, y que otros se resisten a punta de pistoletazos? Sí y no. Quizá no estribe tanto en el contenido de una obra, o en un argot o en un lenguaje propio que le imprima un autor, sino que todo descanse en su estructura. Por eso es válido decir que un poema vertido de un idioma a otro, irremediablemente destruye el ritmo y la prosodia del original. O para ser más justos, el  traductor debe imponerle su propia mesura, reconstruirlo sin traicionar el espíritu original del poema, porque el poema desborda el contenido y el ojo lector, ya que también implica el oído y la noción espacial del poema dispuesto. Todo esto puede redundar en que la influencia de Cervantes sea mayor que la de Quevedo fuera del ámbito del español: los tesoros y los hallazgos que surgen de la pluma del madrileño se aprecian mejor en nuestra lengua, que vertidos al alemán o al inglés. Pero fuera de estas consideraciones, hablemos de lo que nos interesa, y entremos al libro que nos reúne.

El comienzo del viaje

Céline en su época militar
La novela parte con la guerra. Y como la narrativa de la guerra, los recuerdos son confusos, neblinosos, los pasos van y se esconden en la sombra, o sale a la luz una brinza de sangre o el grito de un moribundo mutilado. La voz narrativa será articulada por Ferdinand Bardamu, trasunto del mismo Céline, quien no teniendo nada mejor que hacer, se enrola en el ejército francés y parte a las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Era el rito de iniciación típico de un joven de aquellos años, era la manera de hacerse hombre, y para una época violenta como aquella, los jóvenes en vez de irse a un balneario y tostarse al sol y luego meterse alcohol, drogas o sexo desenfrenado, iban a la guerra, felices, extasiados, hasta que quedaban atrapados bajo el gas sarín, destruidos en mil pedazos por un bombardeo o acribillados por fuego amigo o enemigo, cuando no se moría de forma lenta y despiadada producto de infecciones causadas por traumatismos. Una de las escenas más violentas ocurren al comienzo, cuando el joven combatiente se encuentra con una familia con su casa destruida, y descubre cómo los soldados alemanes se ensañan con todo lo que se atraviesan, incluyendo niños. En un arrebato, Ferdinand recordando sus años de combate, le dicen a una de sus novias, Lola, que el valor de la guerra no estriba en nada, y anima a los desertores y a los cobardes que arrancaron de ella.

“Ya ves que murieron para nada, Lola! ¡Absolutamente para nada, aquellos cretinos! ¡Te lo aseguro! ¡Está demostrado! Lo único que cuenta es la vida. Te apuesto lo que quieras a que dentro de diez mil años esta guerra, por importante que nos parezca ahora, estará por completo olvidada…”

Lo único que cuenta es la vida, nos dice, pero Ferdinand tiene la idea fija de que el mundo nos abandona mucho antes de que nos vayamos para siempre.

África-Estados Unidos-Vuelta a Francia

La siguiente parada es África, lugar al cual se dirige para trabajar en una colonia francesa. Su estancia es narrada como una constante actividad febril y plagada de mosquitos y enfermedades. Ya desde el transatlántico que toma para embarcarse hasta las tierras africanas, describe con saña a los tripulantes de la narración, repleta de viejos a los que considera comatosos, asquerosos y al borde de la muerte (tramo que tiene episodios alucinantes y muy risibles como cuando intentan lincharlo), hasta su llegada a las colonias, exploración que tiene ese mismo aire inhóspito y de exotismo soterrado y sofocante que aparece en Corazón en tinieblas de Conrad. 

De Estados Unidos tampoco se lleva sus mejores impresiones. Le parece un país acelerado, lleno de muchachas hermosas y bien arregladas, para las cuales si no vistes bien y no representan un estatus, eres sinónimo de nada. El personaje va de bote en bote, tratando de concretar el american dream, pero sólo encuentra el vacío, la hostilidad e incluso la indiferencia de la ya mencionada Lola, a quien extorsiona para sacarle algún dinero con el cual sobrevivir. La experiencia capitalista en las tierras del tío Sam es marcada y parece señalar la experiencia que tendrá todo inmigrante sin contactos ni formación profesional: rechazo y miseria. Su paso por una fábrica donde los trabajadores son adiestrados por perros capataces para ser una pieza más del engranaje, es la gota que rebasa el vaso, el punto final que lo impulsa a volver definitivamente a sus tierras, desechando para siempre su veta aventurera. 

Vamos en la mitad de la novela y han pasado tantas cosas, que nos asombra que en casi 300 páginas fluya con una gran velocidad su pluma. Ferdinand regresa a Francia para convertirse en médico, y una vez más nos damos cuenta que la vida de alguien sin contactos, por muy doctor que sea, es como abrirse a machetazos por un espejo follaje. Su paso por la facultad es apenas resumida en unas líneas, y se entiende, pues a Céline no le interesa tanto retratar al mundo académico o acomodado como a la pequeña burguesía de la cual proviene. 

Lo que tiene que hacer un médico para conservar su clientela y llegar a fin de mes para  pagar un arriendo los resume con un centenar de malabares. Así como el éxito (y lo que se entiende por la vida de alguien exitoso, con lujos y dinero) atrae más éxito, la derrota atrae más derrota y miseria. Sus observaciones sobre sus enfermos son mordaces; personas sin recursos que no esperan más que la caridad, o que conspiran para internar a la más anciana de la casa y así ahorrarse plata, y cuando no, tratar de pedirle fiado al médico. Hay una mujer que se desangra tras practicarse un aborto, y él, como médico, debe exigir a la familia que la internen inmediatamente, so peligro de que la joven muera; la familia se asusta, se retuerce, y prefieren esconder la ignominia para que el barrio no se entere, aún cuando la vida de la joven peligre. Así piensan las viejas. La pura mezquindad humana. Y los hombres no lo hacen mejor, como cuando relata el reencuentro con un compañero de guerra, el cual es convencido por una familia para que le ponga una dinamita a una anciana y la mate, para así deshacerse de ella. 

Sus impresiones sobre la juventud están impregnadas de una cierta tristeza nihilista, pues ahí donde el joven inexperto se alza para descubrir al mundo, tratando de recibir lo mejor, éste se vuelve contra él y lo muele a golpes, llegando a la conclusión de que la verdad es una agonía interminable, pues…

La verdad de este mundo es la muerte

“Hay que escoger, morir o mentir. Yo nunca me he podido matar”.


Pero no crea el lector solitario que el libro es una agonía interminable de epítetos y pensamientos funestos. Es cierto que casi no hay momentos epifánicos, de felicidad pura, pero esa ausencia se suple con el humor cruel y a destajo que se despliega en sus páginas. La medida de la preocupación por el mundo para Ferdinand no se mide con la vara de la desesperanza o la depresión, sino con el sueño. El que puede llegar hasta su casa y de noche cerrar los ojos para despertar hasta el otro día, va viento en popa, por miles de cruces que cargue al hombro. Porque ahí yace la confianza primigenia en el mundo, la de dormir entre los hombres sin temer la cuchillada o la traición. 

El nomadismo del personaje, que viaja y que habita y que transita en múltiples ciudades, es finalmente explicitado cuando se marcha del pequeño barrio francés, dejando botada a toda su clientela, pues afirma que una vez que la gente te conoce lo suficiente, ya tiene para sí el potencial destructivo para dañarte, recomendando que una vez que ya te conocen, lo mejor que puedes hacer es marcharte, sin mirar atrás.

El periplo final de este médico errante es el manicomio, al cual llega por no tener más opciones de trabajo. Su ojo se posa en el de los locos, de los que afirma que son aguantables si te acostumbras a que te empapelen a groserías, pero también se fija en los que trabajan ahí, personas que han encauzado su alma a un lugar y que han terminado casi mimetizadas en ese ambiente donde el tiempo parece haber muerto, pues ni las brújulas ni los relojes funcionan correctamente.

Sabemos que lo bueno dura poco, y que las cosas buenas no suelen abundar. Viaje al final de la noche de Céline es una parada necesaria, no sólo porque es un fresco que ilustra el pesimismo superlativo que se respiraba en el periodo de Entreguerras, sino porque pone al lector en un primerísimo primer plano los pensamientos, más descarnados y honestos de alguien que ve la vida con el ojo de los cínicos y los pesimistas; tal como es y no como debiera.

Y como una carta, como una despedida, en un momento el narrador mira a la cara del autor, y sin cortapisas, lo mira al rostro, lo conmina, le muestra lo que es o lo que algún día será. Una calle solitaria.

Las cosas que más te interesan, un buen día decides comentarlas cada vez menos, y con esfuerzo, cuando no queda más remedio. Estás pero muy harto de oírte hablar siempre… Abrevias…Renuncias…llevas más de treinta años hablando….Ya no te molesta no tener razón. Te abandona hasta el deseo de conservar siquiera el huequecito que te habías reservado entre los placeres…Sientes hastío….(…)Ya no tienes fuerzas para cambiar de repertorio. Farfullas. Buscas aún trucos y excusas para quedarte ahí, con los amiguetes, pero la muerte está ahí también, hedionda, a tu lado, todo el tiempo ahora y menos misteriosa que una partida de brisca. Sólo conservas, preciosas, las pequeñas penas, la de no haber encontrado tiempo para ir a Bois-Colombes a ver, mientras aún vivía, a tu anciano tío, cuya cancioncilla se extinguió para siempre una noche de febrero. Eso es todo lo que has conservado de la vida. Esa pequeña pena tan atroz, el resto lo has vomitado más o menos a lo largo del camino, con muchos esfuerzos y pena. Ya no eres sino un viejo reverbero de recuerdos en la esquina de una calle por la que yo no pasa casi nadie.


viernes, 2 de agosto de 2019

Moby Dick: apuntes zoológicos y literarios


*Publicado originalmente en La Gata de Colette, edición junio de 2019


1. Pocas veces la literatura ha logrado legar a la humanidad una joya que resista el paso del tiempo y que por cada decenio o siglo transcurrido acreciente el fervor y el mito. Cuesta imaginar qué sería de la literatura estadounidense sin Moby Dick, de Herman Melville (1819-1891), pero más difícil es pensar qué sería de nosotros, los lectores, si no existiera ese enorme libro en el que las historias se entrecruzan y se hilan, y por cuyos bordes surgen cardúmenes de peces y las proezas y las miserias del mar, todo acompasado por la búsqueda incesante realizada por el barco Pequod (nombre que deriva de una tribu americana conocida como pequot, que en su propia lengua quiere decir destructores), ballenero comandado por el capitán Ahab, tras la infatigable y mítica Moby Dick.

2. Moby Dick es un cetáceo perteneciente a la familia de los cachalotes, siendo la más grande de las ballenas dentadas, solo superada en tamaño por la ballena azul, la cual pertenece a otra familia pues tiene barbas en lugar de dientes. Sin ser la bestia más grande del reino animal, sus dimensiones son ciclópeas: puede llegar hasta los treinta metros de longitud, que a ojo de pájaro equivaldría a un edificio de casi ocho pisos. Su peso se acerca a las cincuenta toneladas.

3. Ismael, una suerte de buscavidas y tripulante del Pequod, es quien narra esta colosal historia. En el capítulo 41 se nos entrega una relación detallada de las características físicas de Moby Dick. Comienza por la forma de su cabeza y su peculiar color blanco como nieve, y su giba alta y piramidal, y sigue por los rasgos principales que la hacen reconocible en todos los mares del mundo. Sus medidas exactas no las sabemos, pero la novela insiste en que puede tratarse del cachalote más enorme que haya existido nunca.

4. El cachalote, si bien es descrito como un gigante temible de los mares, se nos dice en la novela que lo más aterrador no es su envergadura, sino su inteligencia y su arrojo, como una especie de Ulises que, escapando de Polifemo, se vuelve y desafía a su agresor. Así, cuentan las anécdotas (que se multiplican sin cesar) que a Moby Dick se la ha visto escapar ágilmente de sus captores para, de forma imprevista, volver y arrojarse en contra de ellos. En uno de esos encuentros, el taciturno capitán Ahab halla la ruina, de ahí su odio inveterado contra el cetáceo, pues al internar arponearla sin éxito, la ballena le mutila la pierna, naciendo en ese instante su implacable sed de venganza. Para Ahab, el cachalote pasa a ser parte de sus obsesiones, el mapa mental que dominará su mente y espíritu.

Herman Melville
5. No cuesta imaginar la herida que sufrió Ahab si pensamos que cada diente de la mandíbula inferior del cachalote tiene un largo de veinte centímetros, algo así como una hilera de puñales o cuchillos de carniceros afiladísimos y prestos para cortar. La hilera de dientes está solo en la mandíbula inferior, pues en la superior no se desarrolla. Su dieta se centra en calamares gigantes y medianos, pero también en peces de menor tamaño, así como en anguilas y pulpos. Las cicatrices que se observan en su cabeza suelen ser producto —cuando no de ataques humanos— de sus encuentros con los calamares. No obstante, el animal es de naturaleza pacífica, y los ataques contra seres humanos se reportaron principalmente entre los cazadores que lo hostilizaban, siendo una medida desesperada de defensa.

6. Escribir sobre la guerra no implica que se la glorifique, así como tampoco lo hace escribir sobre crímenes o violencia. Melville toma como punto de partida su experiencia como marinero y retrata la vida en los mares, convirtiendo a su obra en una gran metáfora universal en la que los hombres luchan contra lo que apenas conocen. Nos dice Ismael, el narrador, que si el mundo fuera una llanura sin fin, entonces el viaje significaría una promesa:

Pero de qué sirve perseguir esos lejanos misterios que soñamos, o ir detrás de un fantasma demoniaco que tarde o temprano nada frente a todos los corazones humanos… Esta cacería en torno al globo nos pierde en estériles laberintos o nos hunde a mitad de camino.

7. De ahí que la famosa frase de Blaise Pascal (1623-1662) cobre especial relevancia: «La mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse en casa», porque salir del hogar, aventurarse, no siempre implica encontrar el tesoro o una riqueza ilimitada, sino que puede significar la locura, la ruina, la muerte.

8. El viaje que nos relata Melville es caleidoscópico y laberíntico. La novela se estructura de forma progresiva y lineal en el comienzo, relatándose los pesares y sinsabores de Ismael hasta su reclutamiento en el Pequod, que lo llevará hasta el confín del mundo. Pero esa forma solo es inicial, semejante a los clásicos folletines del siglo XIX: lo que viene después es el desborde, las historias que salen de bocas de otros marineros, el examen enciclopédico al equipamiento para cazar ballenas o a las singularidades del mundo submarino con sus jerarquías y pugnas internas. Las historias se descomponen, saltan de un tramo a otro, van y vuelven, como la vida misma. Esa traición a la fórmula novelística clásica es la que convierte a Moby Dick en un libro único, que fue rechazado en su época, pero que abrió un mar literario del que sería a su vez faro y desembocadura de todos los ríos literarios que vendrían después.

9. No es menor que el origen de la novela se emparienta con Chile: Melville quedó impactado con la historia real de la ballena Mocha Dick, la cual sobrevivió a más de cien ataques de arponeros, siendo el clímax de estos acontecimientos la embestida de la criatura contra la embarcación Essex en 1820, lo que provocó el naufragio de los cazadores, quienes llegaron hasta las costas de Valparaíso —más muertos que vivos— para relatar lo ocurrido. El explorador Jeremiah N. Reynolds (1799-1858) les dio forma a estas vivencias y las publicó (1839) en el relato que se tituló Mocha Dick o la ballena blanca del Pacífico: una hoja de un periódico manuscrito

10. La caza de ballenas en la actualidad es ilegal. Desde la Edad Media existen registros de esta tradición, época en que los vascos les daban persecución arpón en mano, hecho que se mantuvo así hasta el siglo XIX, cuando irrumpieron los estadounidenses, los holandeses y los británicos. El gran golpe contra la conservación de la especie vino con la creación de los arpones explosivos, lo que diezmó brutalmente la población de los cetáceos. Hoy, los cachalotes forman parte del apéndice I de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres, clasificándose como vulnerables; por lo tanto, están protegidos prácticamente en todo el mundo y la caza comercial ha cesado, aunque aún existen presiones contra Noruega y Japón, quienes podrían estar sobrepasando las cuotas mínimas establecidas.

viernes, 17 de mayo de 2019

Un tango satánico húngaro

Huérfanos, de Nikolay Kasatkin

Editorial Acantilado
Tango Satánico, de László Krasznahorkai
1era edición en húngaro, 1985 1era edición al español, 2017. 304 páginas.
Traducción de Adan Kovacsics

Existen dos tipos de escritores. La frase es manida, a veces pueden ser tres o cuatro tipos, o innumerables, como el catálogo de poetas que hace Bolaño en Los Detectives Salvajes. Lo cierto es que no existe un escritor igual a otro; la larga profusión de autores y corrientes lo demuestra, lista ante la cual sentimos perplejidad en cuanto a lectores, puesto que el número de libros se acrecienta a diario y nuestra vida se acorta. Fuera de jerarquías, las tipologías que más interesan son esas posibles de rastrear, como la que hace Ricardo Piglia , arguyendo que hay escritores a) que entienden a las mujeres y b) escritores que no entienden a las mujeres. Nietzsche decía algo similar: “la vida es como una mujer, y los filósofos no tienen idea de mujeres”. Para el escritor argentino, los escritores que entienden a las mujeres escriben libros armoniosos, en las que cada parte encaja con otra, y la narrativa fluye prístina. Los que no entienden a las mujeres tienden a volcarse hacia una escritura hermética, enrevesada y caótica.
“Flaubert y James entienden a las mujeres y escriben libros de ordenada elegancia; Joyce y Lowry no las comprenden y escriben libros caóticos”.
En este siglo XX se puede rastrear una línea de escritores caóticos que va desde James Joyce, pasando por Faulkner, Juan Carlos Onetti, hasta llegar a László Krasznahorkai (que desciende muy de cerca del último Kafka y de Thomas Bernhard), todos se emparientan por intentar narrar al margen de las convenciones con una escritura punzante y rítmica, tomando como escenarios los sectores rurales, la ciudad en ruinas o laberíntica, y la vida salvaje. Sus personajes son seres contrahechos, abundando los cojos, los tísicos, los tuertos o los retrasados mentales. Las mujeres que aparecen en esta línea caótica suelen ser feas o putas o descerebradas (o las tres cosas a la vez), y el alcoholismo o el excesivo consumo de tabaco son marca de la casa. Los personajes inteligentes por lo general son seres inútiles, divagadores o snobs que se han extraviado en sus pensamientos, no pudiendo asirse a la realidad como la sociedad espera que actúe alguien con inteligencia: de forma provechosa.

Mofa y desencanto contra el orden burgués

Tango Satánico del escritor húngaro László Krasznahorkai cumple con todo lo antes mencionado. Lo primero que se puede captar de su escritura es su forma abigarrada, prescindiendo de signos ortográficos convencionales como el guion (—), o el punto aparte: toda su escritura cae como una avalancha pesada que va arrastrando los sedimentos de cosas que se suceden, una tras otra, lo cual confiere un desafío lograr desentrañar lo que está ocurriendo, porque las voces se amontonan o los diálogos se entrecruzan, no logrando acertar quién está diciendo qué cosa. Su escritura está en las antípodas de la amenidad, y esa tara hace relucir su literatura por sobre la obra de sus contemporáneos. Su escritura es una escritura esteparia, para lectores solitarios.

Lásló Krasznahorkai
No obstante, la argamasa con la cual se edifica este castillo que se derrumba que es el signo de su prosa, está finamente hilada, pudiéndose reconstruir los movimientos de cabeza o los zapateos o los tics que van presentando los personajes o la descripción misma del ambiente, salpicada de observaciones del tipo: “espacio delimitado por las hebras del tabaco en la mesa”, “convencida de haber encontrado el término exacto que con su densidad intensificaría el efecto fascinante que el hecho en sí necesariamente surtiría”, “Se quedó mirando lelo y vacuo esa naturaleza implacable, mirando sin entender el mundo que se tambaleaba a su alrededor”, ejemplos que demuestran cómo se va minando progresivamente lo poco que se logra entender en la novela, como si efectivamente estuviésemos en una playa intentando descifrar el castillo que construye un niño: para cuando ya tenemos descifrado una parte, éste lo destruye y lo vuelve a construir.

¿Hay una historia? La hay.  Y se puede reconstruir. Una cooperativa agrícola denominada “la explotación” ha sucumbido a su suerte. Se trata de un poblado abandonado con seres igualmente abandonados, principalmente viejos, sin fuerzas, que se la pasan todo el día sentados en  la cama mirando las ventanas, y cuando no, metidos en un bar de mala muerte intentando conversar de algo cuerdo, con escaso éxito. El paisaje es protagónico, pues así como el barro, las telarañas, los caminos rotos, los barrotes oxidados o las puertas desvencijadas aparecen en toda la novela, esa misma ruindad invade a los habitantes del lugar, tan cubiertos de polvo y musgo como las paredes y las calles donde el narrador hace discurrir los hechos. La novela, que se estructura en capítulos ascendentes, (del I al VI, y luego descendente, del VI al I) establece una especie de juego perverso en el cual la esperanza se ha empantanado con la falta de miras, las ideologías no cumplen ninguna función social, y el orden imperante se cae a pedazos, deviniendo los personajes en marionetas trágicas que forzosamente quieren y pueden representar su destino. El narrador nos dice:  
“Saben que no queda ya nada en que confiar, nada en que depositar las esperanzas (…) lo cual los angustia cada día más, les oprime la garganta cada día más, hasta que ya apenas puedan respirar”.
La novela, a través de la acumulación descriptiva de polvo, barro y telas de araña, pareciera sugerirnos que ahí donde el hombre ha perdido la esperanza, cualquier movimiento o seña es interpretada como fuente de salvación. Sus personajes parecen estar ahogándose, y ya cualquier objeto que le lancen sería recibido como una bendición, aún les lanzaran un cocodrilo o un fierro caliente. Contrario a lo que se podría suponer,  la narrativa de Tango Satánico no descansa ni en alegorías ni en símbolos; de Kafka parece heredar su visión y regocijo ante lo contrahecho o sinsentido, de Joyce su endiablado ritmo en que las cosas suceden a tiempo frenético o se estancan, pero su prosa se carga hacia otros tópicos, hacia lo destruido de sus personajes al borde de lo carnavalesco, hacia la inestabilidad del pensamiento, hacia lo vacuo de la acción. 

Como toda caja de Pandora, el libro encierra en sí lo paradojal de la esperanza: ésta surge cuando se ha perdido el norte y el rumbo, por eso el consabido “lo último que se pierde la esperanza”, debería ir a la inversa: “lo primero que deberíamos perder es la esperanza”, pues la desolación y la incertidumbre convierten lo que sea en esperanzadora: cualquier cosa que fuese mejor al infierno en que vivimos es considerada celestial, nos encara el libro.

La escritura tiene una avance lento; cada capítulo es un solo largo párrafo, costando entender lo que ocurre; es como si avanzar por ella se tornase de pronto pantanoso, cuesta arriba, y ya abotagados por el martilleo incesante de hechos encadenados, tenemos la tentación de arrojar la novela contra un muro. Craso error. Hay que avanzar hasta el final. La experiencia de lectura es como meterse a una montaña llena de zarzamoras y caminos falsos y tramposos, pero una vez que llegamos hasta la cima y vemos hacia abajo, respiramos calmados y decimos, “por fin, esto era lo que me quería mostrar el autor”. Pero lo que nos quería mostrar el autor no es una imagen en la que cada pieza encaje con otra de forma armoniosa. No.

Es la imagen del caos.

Fotograma de Tango Satánico, película de la novela dirigida por Béla Tarr

Cualquier fuego es mejor que el infierno

El orden estático y monótono de la novela se rompe con la llegada de Irimías y Petrina, dos inútiles y charlatanes buscavidas sin mayor propósito que sobrevivir y seguir avanzando: ocupan el lugar de la esperanza que tanto anhelan los personajes rotos de la novela pero  — y eso lo sabremos avanzando en sus páginas— el lugar marcado es una trampa. Cada capítulo narra la interacción entre los distintos habitantes de “La explotación”, principalmente agricultores desempleados, o el director de una escuela, o el dueño de una fonda, o la mujer que se quiere acostar con el otro, mientras el cornudo prepara una venganza. Pasar por sus páginas es aterrizar a las intrigas que ya están accionadas en un pueblo chico (de infierno grande), intrigas que apenas alcanzamos a vislumbrar, como si el narrador de pronto fuera esa tía histérica que intenta explicarnos las rencillas de gentes y antepasados que no conocemos o apenas hemos oído, o como si todo no fuera más que la digresión de un borracho en una cantina, tratando de hacernos entender por qué quiere matar a tal inquilino o por qué aún no se suicida. Entendemos poco, y con eso nos basta para saber que algo atroz se teje.
“Todo funciona de manera vacua e irracional, por la fuerza de una interdependencia y de una oscilación salvaje y atemporal, y sólo nuestra imaginación, y no nuestros sentidos condenados eternamente al fracaso, nos incita a creer en todo momento que podemos liberarnos de las zanjas de la miseria.”
Hay capítulos que sobresalen como una clase magistral de intentar narrar lo inenarrable: Saber algo, son las visiones perturbadoras de un médico que como una suerte de Funes el memorosio boregeano, intenta darle un sentido y un orden al mundo. Esto se descose, es el relato de una niña que es engañada por su hermano, ya que éste la asegura que si planta dinero crecerá un árbol con billetes, terminando la historia en fatal tragedia. La labor de las arañas II, las tetas del diablo, tango satánico, ponen de relieve esa búsqueda desesperada por intentar alcanzar la luz, búsqueda más vacua e irónica si se trata de lograrlo por medio de la bebida o el sexo. O Irimías pronuncia un discurso, elevando la estulticia al nivel de sabiduría pura, pues como se ha dicho, cualquier cosa que sea diferente o venga de afuera es valorada como oro por las almas rotas que deambulan en el libro.

El libro es magistral no sólo por lo enrevesado y por lo bien escrito que está, sino porque al revés de otros escritores tipo Houellebecq que levantan una historia para desarrollar una tesis (y tratar de convencernos de algo), Tango Satánico se detiene a señalar y a proponer, y ese señalamiento y esa propuesta se entronca con los tiempos de crisis, ya sea mundial, de una nación, de un pueblo o de un individuo, en la que con mucha burla sugiere lo poco que somos, lo desesperados que podemos estar, lo errático que podríamos ser, si en lugar de ser valientes y coger a la vida por el cogote, nos contentamos con las migajas que recibimos. Y cuando estamos desesperados, hasta la migaja más roñosa y miserable se convierte en oro.
Y ustedes, amigos míos, deambulan en medio de esta destrucción, lejos de todo cuanto es la Vida... sus proyectos fracasan uno tras otro, sus sueños se desintegran como burbujas, confían ustedes en un milagro que nunca se producirá, esperan que un salvador los lleve de aquí...

viernes, 10 de mayo de 2019

Extra Life: 10 videojuegos que han revolucionado la cultura contemporánea




Editorial Errata Naturae
Extra Life, Varios Autores
1era edición 2012.

Recién estaba dando mis primeros pasos en la vida cuando tomé por primera vez un mando de videojuegos. Se trataba del Pong. Era el año 1986 y tenía tres años. El Pong era un juego arcaico, compuesto por una pequeña consola y un control, el cual se conectaba a la televisión donde se podía vislumbrar (y en mi caso en blanco y negro), dos paletas que se movían evocando un tenis muy rudimentario. Mi padre, que era técnico electricista, trabajaba armándolos, y por eso tampoco fue extraño que me llevara desde muy pequeño a las maquinitas de videjuegos (que en esos años le decían simplemente videos y no arcade), donde tuve mis primeras partidas memorables de Double Dragon, Street Fighter y Arkanoid. Mi relación con los videojuegos a lo largo de los años fue accidentada; en mi frenesí por dominar los avatares del Atari, el Nintendo, el Super Nintendo y el Nintendo 64 descuidé los estudios, algunas amistades, pero nunca dejé de cultivar el afán por conocer e imaginar mundos imaginarios (y posibles).

Saco a colación este breve retazo autobiográfico, porque podría ser la historia de cualquier jugador veterano, la de ese que rescató a la princesa, recorrió los laberintos más intrincados matando nazis, o viajó a planetas donde extraterrestres salvajes construían sus colonias. Ser videojugador durante mucho tiempo fue castigado y mal visto: que era una adicción nociva porque separaba al jugador del mundo real, que podía traer trastornos mentales propios de los ludópatas, que empujaban al ocio y a la irresponsabilidad, que podías convertirte en un sociópata, y mil taras más.

Un libro como EXTRA LIFE: 10 videojuegos que ha revolucionado la cultura contemporánea (EL10 de acá en adelante), marcó un hito en el mundo hispano, acabando con la idea preconcebida de que los videojuegos sólo eran un ocio pasatista, y que desde ya es una actividad que sí se puede tomar más en serio. Por supuesto que existe una larga data de estudios y ensayos en el ámbito anglosajón, y que la apuesta escritural sobre videojuegos tiene su pasado en las viejas revistas, pero EL10 fue un importante paso que trajo consigo que se visibilizaran iniciativas en el mundo académico y editorial, dejando de lado esas guías de Tienes que jugar estos mil juegos antes de morir y las consabidas reseñas para poner al videojuego en la mira del pensamiento y la reflexión.

El homo ludus y el homo poeticus

Una cualidad innata en el ser humano es su impulso por jugar y por crear. Es como si dentro de nosotros estuviese impresa esa capacidad que se observa con claridad en los niños, cuando los vemos ingresar a mundos alternos donde rigen otras leyes. EL10  a través de 10 ensayos examina juegos claves, más dos bonus que analizan el fenómeno desde posiciones globales. Su propósito no es exhaustivo, no está ni Mortal Kombat ni la saga de Street Fighters ni la aparición del primer Sonic, ni el glorioso y épico Chrono Trigger, pero un libro no tiene por qué ser autoconclusivo cuando se trata de abrir un tema que no lleva más de un decenio en exploración. 

Lo novedoso de este compilado es que la información y el contenido se va desgranando por capas, partiendo por una nota periodística sobre una mujer que bate un récord mundial en el Tetris (el videojuego amado por antonomasia para quienes odian los videojuegos), una historia breve de Nintendo que pone en énfasis el largo camino de depredación y fracasos que una empresa debe seguir para lograr posicionarse (y cómo surgió la inesperada imagen de Mario, un fontanero con sobrepeso que no auguraba el boom que vendría después), o las películas que marcaron al creador de la saga Metal Gear, Hideo Kojima, esbozo escrito por él mismo el cual le rinde homenaje a películas de serie B como las que hizo Carpenter o Romero las cuales tenían como elemento clave la evasión y la huida. 

Cuando llegamos al escrito de Lee Sherlock sobre Zelda, ya hemos hecho el recorrido inicial para entrar de lleno en la filosofía del tiempo. La saga de Zelda supuso un quiebre en la concepción lineal de los videojuegos, en especial con los juegos Ocarina of time y Majora's Mask, las cuales abren el abanico de las posibilidades en la que un jugador se puede implicar, en el primero porque se nos pone el desafío de Link, el protagonista del juego, quien debe madurar y ganar experiencia en un futuro para luego derrotar a Ganondorf, el malote principal, y el Majora`s Mask, porque luego de tres días (que equivale casi a una hora de juego real), el mundo se destruye y se vuelve de nuevo al día uno, una y otra vez, hasta que el jugador se ve inmerso en un desafío en el cual debe gestionar al máximo lo que hará en esos tres días para intentar dejar alguna huella tras el colapso, intentando recuperar el tiempo perdido a través de objetos y dinero.

L10 pone de manifiesto la evolución de este entretenimiento: pasando de un rol pasivo en el que nos limitábamos a explorar espacios muy delimitados y lineales, a juegos de mundo abierto como es el GTA (y el ensayo etnográfico que contiene es una crítica brutal al sistema) o los juegos masivos en línea como el World of Wordcraft, con un artículo que abre sobre una protesta que realizaron miles de jugadores por considerar que el desarrollo del software no era equilibrado ¿qué hicieron? Disfrazaron a sus avatares de gnomos y comenzaron a desfilar por las tierras ficticias del juego, entorpeciendo las normas comunitarias y esenciales: jugar, conquistar y destruir. Los jugadores fueron banneados, pero se constató el hecho clave de que la mente del jugador nunca fue pasiva, que no solo somos homo ludens, o ludus, sino que también poeticus, que el jugador busca co-participar creativamente en el desarrollo de los juegos, y aquella fue una lección que los futuros desarrolladores de juegos no podrían dejar de soslayar.

Pero un momento ¿qué es un videojuego?




El teórico de los media y crítico social  McKenzie Wark autor del Manifiesto Hacker, desgrana con  maestría lo que es uno de los puntos más altos del libro, la popular saga de Sims. Correr, saltar, ganar experiencia, matar al jefe, recuperar una llave, viajar en el tiempo o colaborar en línea, son borrados de las fronteras con este producto, el cual su creador no lo consideró como un videojuego, (y con razón) sino como una experiencia de simulación de la vida contemporánea. En parte es cierto, porque Los Sims (los que ya lo jugaron sabrán a qué me refiero), busca emular la vida de alguien X que construye una casa, se compra un sofá nuevo, hace relaciones sociales, vive para trabajar y si hace las cosas de forma equivocada se puede morir por una cocina en llamas o de alguna enfermedad mortal. Estamos ante el despliegue de una inteligencia artificial que busca emular cómo sería una vida perfecta: una vida de amistades, de reconcomiendo social y de mucho dinero. Visto desde ese ángulo, Sims es un juego perverso, porque parece insinuar que el camino hacia la perfección tiene unos cuantos algoritmos que se pueden reducir a un puñado de alegorías, y así como se pueden cuantificar las posibilidades y las elecciones que debemos tomar para hallar la felicidad (en un mundo ficticio) ¿quién no dice que podamos trasladar esas mismas ideas al mundo real? Alegoritmo, es el concepto que acuña el teórico para fusionar el concepto de alegoría y algoritmo, temática que desarrolla en su ensayo hasta hablarnos finalmente de las placas de Intel para poner en entredicho al sistema poscapitalista: el Congo fue escenario de brutales guerras y de una explotación desmedida, todo con tal de conseguir estaño, tántalo y otros minerales necesarios para la creación de los chips que sustentan la creación de celulares, computadores y por supuesto consolas. Milicias y grupos rebeldes del Congo, financiados por la venta de estos minerales, han matado a más de 5 millones de personas desde 1998, estableciendo así una línea divisoria muy tenue entre la creación masiva de máquinas de entrenamiento, la alegoría de felicidad que pretende instaurar Sims, y el horror y la muerte.

Porque los videojuegos pueden ser más que juegos. Pueden ser herramientas de simulación virtual de guerras masivas, o puestas en escenas del mercado financiero con fines predictivos. Millones de jugadores están contribuyendo a su desarrollo, jugando y probando nuevas experiencias ¿pero jugando bajo qué costos y fines futuros?

Un escenario cultural en vías de expansión

Desconocemos a ciencia cierta qué se hará con toda la información que se está recabando en estos momentos en las millones de consolas y celulares en funcionamiento. El videojuego, que alguna vez se erigió como un mero pasatiempo, ya es una industria consolidada que ha desplazado al cine y a la televisión respecto a ventas: estamos ante una nueva corriente que no hace más que alzarse, diversificarse y estratificarse. La complejidad no ha hecho nada más que comenzar. El GTA, antes citado, nos pone en la piel de un delincuente barriobajero, negro o extranjero, que se mueve por los suburbios de San Andreas replicando la misma lógica del imperialismo, es decir ganar espacios y liquidar a los rivales o someterlos. GTA, polémico por el uso desmedido de la violencia, la cosificación de las relaciones en las que las putas y los cafiches campean, es mucho más problemático si se analiza desde un punto de vista etnográfico. “Me encantó robar ese coche. Una antropóloga en el mundo de GTA”, de Kiri Miller, no hace más que explorar y explotar con perspectiva crítica una experiencia individual que deviene colectivamente en foros y hazañas que los mismos videojugadores comentan, aumentando los horizontes míticos de un mundo que sólo en apariencia es cerrado, pues fuera del juego siguen ocurriendo interacciones, como si se tratara de una matrix que nos permitiera entrar y salir a voluntad.

Las perspectivas parecen inagotables. Se puede abordar a un videojuego desde la ética, desde la filosofía, desde la misma narratología (el ensayo sobre el Half-Life 2 recuerda al lector in fabula de Humberto Eco). Consecuencias catastróficas o positivas como aportes a la medicina o a la educación pueden ser ambas caras de una misma moneda. 

La nostalgia me vence. Vuelvo a mis años en que parecía que la única evasión posible eran las consolas, en que rescatar a la princesa, resolver el último enigma o descubrir la táctica secreta para destruir al más malote de todos, eran la recompensa no del día, ni de la semana, qué diablos, era sentirse como un pequeño Dios, un héroe digital que por medio del ensayo y del error nos entregaba el videojuego, experimentado esa epifanía y esa gloria que era concluir un largo recorrido, una experiencia al borde de lo religioso y de lo maravilloso, que no, que nunca terminó con las pantallitas del final donde ponían:


Que el sueño recién estaba comenzando. 

viernes, 12 de abril de 2019

Raymond Chandler: a quemarropa contra la lógica capitalista

Fotograma de Fantomas (1913)
Editorial Debolsillo
El largo adiós, de Raymond Chandler
1era edición en inglés, 1953, Esta edición, 2015. 448 págs. 


Raymond Chandler tenía 51 años cuando inventó a Philip Marlowe con su primera novela El sueño eterno. Como Cervantes, como Saramago, Chandler es un escritor tardío; sus primeros relatos aparecieron en la revista pulp Black Mask con 45 años cumplidos durante la década de los años 30, en plena depresión económica. Es cierto que antes, en sus años mozos, hizo sus intentos con poemas y ensayos que no tuvieron mayor repercusión, poniendo su capacidad creativa en el congelador por mucho tiempo. No obstante, Chandler fue un escritor tardío en un género que en ese entonces era nuevo. El policial había echado raíces con sus defensores y cultores enfocados en el drama de misterio, crímenes de guante blanco, pruebas de ingenio y deducción, en la línea que iba desde Poe hasta Agatha Christie y que en el momento en que Chandler salta a la escena (del crimen) el género no contaba ni siquiera con un siglo. 

Chandler, sin tapujos, afirmaba que la gran ventaja que tenían los escritores policiales (Detective Story as an Art Form), era que no se contaba con obras maestras que cristalizarán un género: en sus años ni siquiera Sherlock Holmes era considerado un clásico, por ende, se trataba de un lugar donde era posible inventarlo todo. Hoy, con la perspectiva del tiempo, ya podemos hablar del género que cuenta con obras clásicas, y El largo adiós, es una de ellas. Pero ¿cómo fue incursionar en un género que recién nacía?

Continuadores de la tragedia griega

En un cuento magistral de Rubem Fonseca, Novela negra, se nos cuenta la historia de un exitoso escritor de novelas policiales que viaja hasta Europa a un congreso sobre escritores del género, donde se exponen las diferentes tesis y corrientes desarrolladas en el policial. Winner (así se llama el escritor), sorprende a la audiencia proponiendo un enigma: él ha cometido un delito e insta a los concurrentes a descubrirlo. El cuento, que pone en abismo la tormentosa relación del escritor con su agente literaria y amante, propone la idea de que en el fondo, lo que hacen los escritores policiales, no es más que revivir la tragedia griega. “Somos continuadores de la tragedia griega”, dispara Winner, y ese es el núcleo principal por el cual discurren todos los caminos del policial: sin muerto no hay tragedia, y sin enigma no hay Esfinge a la cual derrotar.

Raymond Chandler
Chandler es diferente. Desdeñando al crimen como puzle, utiliza a su detective privado Marlowe como una especie de doctor de la sociedad, doctor que busca poner el dedo en la herida pero que tampoco se empeña por buscar un remedio a la enfermedad. Sabe que los crímenes continuarán sucediéndose, una y otra vez, en diversos estratos y con diversos elementos. En sus primeros relatos ya aparece la figura de los matones de poca monta, las mujerzuelas, los policías y los detectives privados que mal viven con tal de cumplir misiones y encargos. El estilo de Chandler es prístino y a veces abigarrado. Siempre violento: su santo y seña se resume en que “más vale una buena descripción y la ambientación de una escena, que la prefiguración de una trama sofisticada”.

Ya en los lejanos años 40 Chandler reconoce los trucos del oficio, trucos puestos ahí para dotar de mayor verosimilitud al relato policial. Primer corolario: se ha saturado hasta la caricatura la atmósfera realista. El cadáver imprevisto, la mujer en apuros, la escena en la que “tras un callejón aparece un hombre apuntando con su revólver”, se han vuelto inverosímiles, porque operan como guiones efectistas que sólo apuntan a que el lector siga avanzando veloz por la página. ¿Qué hay de realista en que tras cada esquina salte un gorila con una porra? ¿O que la policía siempre esté detrás de los pasos del delincuente de turno? La novedad se agota. Hay que innovar.

El largo adiós: poder y miseria

Chandler entiende muy bien que las posibilidades del policial se cierran. Pero entiende que el relato largo, novelesco, puede sacar a relucir otras temáticas que un relato breve apenas esboza. A Chandler le importa dejar al descubierto lo inoperativo y brutal que son los sistemas policíacos y legales, más que los crímenes en sí. Ausculta la sociedad que le tocó vivir:

“¿Qué mierda de sistema legal es este que permite que un hombre sea encerrado en un bloque de delitos graves porque no respondió una pregunta de un policía?”


Sabe que sus lectores ya han hecho el periplo, sabe que es necesario dar un golpe más fuerte para infundirles miedo. Marlowe, en El largo adiós investiga el asesinato de un millonario desesperado, Terry Lennox, que en realidad no es un millonario pero sí está desesperado. El hombre, una especie de Toy Boy, o juguete sexual de una mujer muy adinerada, es acusado de haberla asesinado. El pobre insiste que es inocente. Marlowe, con sus particulares códigos le cree a pie juntillas. Sabe que un hombre borracho tiene sus límites, sabe que un hombre borracho está más cerca de la verdad que de la mentira.  Marlowe, como buen borracho, cree en los borrachos. Pero Marlowe no es un mercenario, torciendo la moral de los detectives privados que sólo reciben encargos por la plata. Así, no busca sacarle dinero a su cliente, busca protegerlo, pero los lazos de protección son endebles. Sabe que tras la muerte de una mujer con plata otros mecanismos judiciales se prenden, otros mecanismos ilegales que él sospecha se activan, y en este caso se cumplen con creces: su cliente arranca a México y se suicida. Deja una nota escrita, informa la policía a la prensa, como prueba suficiente de que Lennox es el real culpable del crimen de su esposa. El caso se cierra.

 “Me siento algo enfermo y bastante asustado. En los libros encuentras situaciones semejantes, pero nunca lees la verdad.”

El caso no se cierra para Marlowe: sospecha que detrás hay una trama de millonarios aburridos, de gente peligrosa que busca cuidar reputaciones y liquidar lazos que ya no son provechosos, y que en el caótico tablero de ajedrez donde se desplazan las jugadas, la mafia y los políticos corruptos son sólo una figura más, fuerzas que se pueden usar a favor si se tiene dinero. Chandler pone la vara más alta que nunca; sus personajes lucen más cínicos y despiadados, como el millonario Harlan Potter, padre de la mujer a la cual se le achaca la mano asesina de Lennox, el cual parece estar mucho más interesado en sus negocios que en esclarecer el crimen de su propia hija. Su visión sobre el poder y los mass media son escalofriantes. Sabe que es un ciudadano común y silvestre, pero poderoso. ¿Por qué tanta mezquindad? ¿Por qué tanta ambición? El dinero, una vez más, es la contraseña del libro.

La escritura como sinonimia de éxito

Otro caso, que se va enhebrando con la muerte de Lennox, es la desaparición del exitoso escritor de best-seller Roger Wade, hombre que tiene una mansión, vende libro a raudales, tiene a una bella mujer, pero que es infeliz, un fracasado adicto al alcohol, un loser en el término total de la palabra. Chandler administra con mucho cinismo y sabiduría su particular visión de la sociedad americana capitalista: la figura del empresario, del innovador, del american dream, no son más que cortinajes que ocultan la naturaleza endeble del ser humano. Ahí donde alguien logra posicionarse y escalar, no es por su talento, es por sus relaciones sociales y su cuna. El éxito es un fracaso, porque sólo alguien demasiado inocente o que viva demasiado dopado puede esgrimir el delirio de que el dinero y el reconocimiento son el culmen de la realización personal. Wade está destrozado; no sabe cómo terminar sus libros, pero entiende que sus libros son una mierda pasatista, y nadie le venderá la pomada. Sabe que pudiendo tratar otros temas personales está amarrado de pies y manos, pues debe cumplir con el patrón oro, y el patrón oro en la literatura norteamericana de millones de ejemplares vendidos es renuente a temas espantosos o complicados que afecten la credibilidad de las instituciones. Ni hablar de estilo. Asumir una voz ajena es no tener estilo, pues para tener estilo se debe ser totalmente independiente, no cumplir con ningún credo, ni político ni social; es oír la voz interna, y desde ahí adentro ir sacudiendo las ruinas que la entorpecen y la dificultan. 

Evidentemente Chandler sí adoptó fórmulas, claro está, Hammet es su Padre  y le ayudó a correr en los primeros cien metros de la maratón, pero él como Hijo, sabe que la literatura, como dijera Nabokov, es contribuir con un nuevo lente para enfocar y mostrar lo que antes no se había visto con nitidez.

“Mis padres están muertos, no tengo hermanos ni hermanas, y cuando me liquiden en un callejón oscuro (…) nadie va a tener la sensación de que su vida se ha quedado sin sentido”.



Y salir de ese callejón oscuro, herido pero vivo, es otra forma de contar la historia personal de un escritor que entregó nuevos binoculares para continuar con la tragedia griega. Es el largo adiós, que aún sabe saludarnos desde su lejanía, para contarnos algunas cuantas verdades. Incómodas, la mayoría.
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