Emecé Editores
Adolfo Bioy Casares: Dormir al sol
1era Edición 1973.
Cuando Bioy Casares publicó en 1940 La invención de Morel, una novela de
ciencia-ficción, o si se quiere de ficción especulativa, se auguraba la entrada
de alguien superlativo en las letras, alguien que podía ser capaz de poner
patas arribas a la maquinaria literaria, convirtiéndose en un referente no sólo
a nivel latinoamericano, sino que universal. El mismo Borges la calificó en su
mítico prólogo de “perfecta”, y las palabras de su compatriota argentino no
exageraban la maestría que se desplegaban en sus pocas páginas. Pero algo pasó.
No era el primer trabajo de Bioy
Casares. Anteriormente había pergeñado la cifra no menor de seis libros, tanto
de cuentos y de novelas, pero a su propio juicio le parecían tan lamentables,
que él mismo se encargó de refutarlos. Plan
de evasión, su segunda novela según su canon personal, aún contenía la
fuerza de La invención, pero no
alcanzaba el altísimo vuelo desplegada con la primera. Después de eso viene el
declive, como si el narrador argentino hubiese quemado todos sus cartuchos con su debut, perdiendo fuerza imaginativa y creativa, dando paso a una escritura
menos experimental, más folletinesca. En vez de seguir la senda abierta que
había dejado con La Invención, el escritor
prefirió replegarse más en lo popular que en la experimentación, utilizando un
tono paródico y humorístico, optando más por la liviandad que por lo intrincado.
Pero hay bemoles. Que un autor opte por la ligereza
–por mucho que nos pueda gustar más la oscuridad y el barroco- no lo condena al infierno
de los malos escritores; laboriosidad no siempre es sinónimo de talento.
Analizaremos pues, una obra que perteneciendo al declive del autor, o para ser más amistosos, a una fase menos explosiva, Dormir al sol contiene dentro de sí varios hallazgos que pasaremos a examinar.
Narrada como carta, la novela cuenta la historia
de un matrimonio de clase media argentina, compuesto por Diana y Luis
Bordenave, dos personas apacibles, que a toda vista no parecen contener el
germen de una vida maravillosa o extraordinaria. Bordenave, quien se dedica a reparar relojes, escribe con angustia a un amigo los últimos hechos acaecidos a
él y a su esposa, sucesos que se inician con la simpleza y rutinaria vida de pareja,
hasta la irrupción de elementos fantásticos que contaminan el entramado total de
la historia. El procedimiento es clásico y no tiene nada de innovador, pero en
este caso, al estar bien aplicado, transforma rápidamente el libro que pinta
como novelita de costumbres, en algo más cercano a la ciencia-ficción y a lo
onírico.
La irrupción de la aburrida vida
matrimonial se rompe con la llegada de un adiestrador alemán de perros, un
hombretón macizo y rústico, presumiblemente de pasado nazi, quien se empeña en
explicar que sus métodos no son de simple amaestramiento, afirmando que:
“No le devolvemos al amo un simple
animalito amaestrado (…) sino un compañero de alta fidelidad”.
Los perros podrían ser en realidad gente
castigada con la privación de la palabra, se nos dice en una parte de Dormir al sol, creencia que en la época
de los griegos llevó a más de un filósofo a postular que si en vida hacíamos
muy poco uso de la palabra, como castigo reencarnaríamos en animales. No
obstante, en Dormir al sol, se nos
sugiere que los perros no sólo son altamente inteligentes, sino que también
pueden hablar. El narrador y protagonista Luis Bordenave, cuenta angustiado en
la carta que redacta, que su mujer Diana comienza a ser objeto de la mirada
atónita del resto, debido a sus trasnochadas y sus paseos sin rumbo: se entrevera
la sombra de la locura, y en un momento se nos aclara que estuvo en un pasado
internada en una casa de reposo. La incertidumbre del marido se confirma cuando
descubre que ella ha sido efectivamente recluida en un sanatorio mental, con el
pomposo nombre de Instituto Frenopático, a cargo del doctor Reger Samaniego, un
auténtico Caligari mefistofélico, un ser misterioso y folletinesco capaz de
hacer lo que fuera con tal de comprobar sus teorías.
En la espera del regreso de su mujer,
Bordenave se encuentra en casa con una mujer muy similar a su esposa, similitud
que se explica rápidamente por el parentesco directo que tiene con la aludida:
se trata de su cuñada Adriana María (los conocedores de la vida del autor
reconocerán en seguida que las mujeres aludidas son el trasunto de las hermanas
Ocampo), quien en vez de mostrarse solidaria por la suerte de su hermana, se
muestra rápidamente criticona e incluso seductora. Una auténtica arpía.
Bioy no se complica con pasajes
enrevesados ni utiliza un lenguaje críptico o barroco: al revés, se decanta por
pasajes sencillos, repite el habla cotidiana argentina, sus personajes son
modestos y nada estrafalarios, pero eso sí, con toda la sencillez de los
materiales y sus recursos, estamos ante un nivel más alto que el desplegado por
un autor del montón; Bioy no deja nada al azar. De forma amena, nos entrega
frases ingeniosas sobre diversos temas, como el amor, el olvido, el odio y la
locura. No es casualidad que la mujer del protagonista se llame Diana, pudiendo aludir al mito griego de la diosa, que al ser vista desnuda por el cazador
Acteón, éste en castigo es transformado en siervo y devorado cruelmente por sus
propios perros. O Luis Bordenave, descomponiendo su apellido en borde y nave, estar
al borde de una nave, ¿pero de cuál nave? De la nave de los locos, sin duda.
Los detalles de las pinceladas de Bioy
son las de un gran maestro, pese a que como postulamos al comienzo, perdió potencia a lo largo de los años, pero siempre, aún en sus obras más menores,
mantiene un nivel de calidad por sobre la media -a excepción de su novela tardía
De un mundo a otro, que parece redactada
por un amateur en ciernes-, habilidad que se aprecia en esos mínimos detalles,
como por ejemplo en una escena de Dormir
al sol, se nos muestra el cuarto del adiestrador de perros con una acuarela colgada en la pared, la cual
tiene escrito el nombre de Tirpitz, nombre que efectivamente hace un enlace con
un antiguo almirante alemán y con un hecho bélico de la
II Guerra Mundial.
La magia de Bioy no radica
en restregarnos datos desconocidos y enciclopédicos haciendo gala de una intelectualidad
abrumadora, al contrario, se encarga modestamente de lo que debe hacer cualquier
contador de relatos: narrarnos una historia llena de sorpresas, con pistas
ocultas para quien pueda o quiera verlas, con un final tan atronador e inesperado,
que el recorrido por las cuitas de un matrimonio común anclado en un barrio
común, no sólo se justifican, sino que abren las puertas a la deliciosa
creencia que detrás de los gastados muros de un barrio cualquiera, como el mío o el de usted lector, puede
esconderse la trama más extraordinaria, sórdida y rimbombante que jamás
hubiéramos imaginado. Y esa percepción de la magia en lo cotidiano prefigura gran parte de la obra de César
Aira.
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