viernes, 19 de enero de 2018

Pierre Bayard o el arte de la no lectura

Editorial Anagrama.
Cómo hablar de los libros que no se han leído: Pierre Bayard (Ensayo)
1era Ed. en español 2008. 200 páginas.
Traducción: Albert Galvany Larrouquere

Lo positivo de enfermarse, sobre todo de enfermedades graves, es que todo el vacío del tiempo cae a cascadas sobre la inmovilidad del enfermo, y esa inmovilidad es fundamental para la lectura. En realidad no me refiero a cualquier enfermo, tampoco a cualquier enfermedad, en realidad lo que quería hacer notar es que existen libros, grandes, voluminosos, como En busca del tiempo perdido, de Proust, o Umbral de Juan Emar, que parecen concebidos más para gente con piernas fracturadas, caderas rotas, tísicos, y toda una larga lista de patologías que inmovilizan y nos anclan a una cama, que para el ciudadano común de a pie, ese que lee poco, o lee mal, y no porque no le guste leer...¡cómo no le va a gustar leer si leer es tan entretenido! No lo hace, simplemente, porque no tiene tiempo para leer. Pero tiene tiempo para mirar horas interminables las redes sociales a través de su móvil, o para darse maratones interminables de Netflix, por mucho que el cristiano en cuestión trabaje o tenga mil responsabilidades por delante.

La verdad es que los únicos que sufren ansiedad por no leer, por no tener un tiempo más amplio para hacerlo, somos los que leemos, los que estamos constantemente haciendo listas escritas o imaginarias de libros por leer o releer, los que estamos (o no estamos) hasta el cuello con responsabilidades, buscando robarle horas a la rutina, ya sea en el trabajo, o arriba del transporte público o entre sueño y sueño, para poder dejarse arrastrar por el vicio impune. 


Ante la ansiedad de no lecturas, es que Pierre Bayard expone una singular tesis. En Cómo hablar de los libros que no se han leído, Bayard afirma que en nuestra memoria, en nuestra biblioteca individual, existen un montón de baches, de lagunas mentales causadas por la desmemoria y/o la imposibilidad física, monetaria o azarosa para conseguir libros fundamentales para nuestro espíritu, tan culto, cautivo y cautivante de lecturas. Bayard toma esta premisa, pero da un paso más. Afirma que en un contexto académico, tales lagunas son imperdonables. La no lectura de Hamlet para un profesor de literatura inglesa, es igual de devastadora que la no lectura del Quijote, si se trata de un profesor de literatura hispánica. Hay libros canónicos, una lista mínima necesaria que debe conocer un académico. 

Pero para el resto de los mortales ¿a qué se refiere Bayard con la no lectura? El asunto parte con la proposición lógica de que somos incapaces de retener la totalidad de un libro: la memoria actúa como una especie de fotocopia errónea, llena de jeroglíficos que luego son reinterpretados por nuestro consciente. Pierre Bayard traslada un concepto del psicoanálisis a este ámbito: los “recuerdos pantalla”. Esto tiene que ver con ciertos recuerdos de nuestra infancia, que al ser tan dolorosos, nuestro inconsciente, incapaz de tolerar tales imágenes, suplanta con otro recuerdo al trauma, haciendo más tolerable nuestro porvenir. En el caso de la lectura, al no poder recordar cada fragmento del libro, creamos un “libro-pantalla”, una superposición general y bastante antojadiza del verdadero libro.

Sin embargo, el concepto de no lectura no se limita a los libros olvidados, también existen las categorías de “libros hojeados” y “libros desconocidos”. Son tantos los libros que los cánones culturales (piénsese en el monstruoso Harold Bloom) empujan a leer, y es tan escaso el tiempo, que muchas veces debemos aplicar lecturas antojadizas, rápidas, para hacernos una idea general de un libro. También existen comentaristas que nos hablan sobre libros que jamás hemos escuchado hablar, ilustrándonos a veces en dos líneas, o con el mero título del libro en cuestión, de qué podría tratarse tal obra. La no lectura empuja entonces al lector a situarnos de manera imaginativa al interior de las páginas del libro hipotético, a recrearlo por medio de un par de líneas, o inclusive por la portada o arte del libro.

Bayard, por cierto, no escribe un burdo manual para hablar en público de libros que no se han leído, sino que al contrario, toma como hecho fundamental que en todo ámbito de la vida humana reina una gran hipocresía –más aún y patente en el mundo académico- por lo que la no lectura no debe ser un escollo a la hora de hablar sobre aquellos libros no leídos, sino que nos insta a utilizar esta desventaja como un resorte imaginativo, que nos empuje a analizar detalles, arcos temáticos o personajes inexistentes, que sólo son capaces de existir gracias a la actividad creativa de los interlocutores.

Cada capítulo del libro contiene un ejemplo literario, que es examinado como si se tratara de hechos reales. Así, tenemos el secreto de la abadía y el libro maldito, en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, las delirantes aventuras de un escritor de best-sellers que es confundido con otro más selecto, en El tercer hombre, de Graham Greene, o el caso de un sectario grupo de críticos y editores que publican y critican sin la necesidad de leerse los libros, como se ilustra en Las ilusiones perdidas, de Balzac.

Este libro es una exquisitez, tanto por su humor ácido y refinado, propio de un Oscar Wilde disparando a quemarropa (el cual también es mencionado en la obra) como por su sentido lúdico de la literatura. Una vez terminada la lectura de la obra, de seguro que quedará discurseando en nuestras cabezas eso que siempre supimos referente a la conversación en torno a los libros, pero que nunca tuvimos la posibilidad de leerlo en un trabajo dedicado íntegramente al tema.

viernes, 12 de enero de 2018

Diez Notas a partir de Tardanza del fuego de Sergio Ojeda


Editorial Mago
Sergio Ojeda: Tardanza del fuego (Poesía)
1era Edición 2007. 58 páginas.

Sergio Ojeda es un poeta chileno que al margen de las modas y de la figuración pública, ha ido elaborando su obra poética desde el silencio, con versos contenidos que recuerden en gran medida a la poesía objetivista norteamericana, y en menor medida a la filosofía del lenguaje expresada por Wittgenstein

Veamos pues, en 10 partes, lo que nos suscita este libro:

1. Tres son las partes que componen el poemario: Los ghettos en la palabra, Las estaciones y Tardanza del fuego.

2. Versos cortos, precisos, de una prosodia y un ritmo calmo semejante al sonido de las mareas, recorren las venas del texto. Los poemas tienen una arquitectura delicada, en el sentido de que no es una poesía farragosa o volcánica, sino que muchas veces colindante al haikú, a la expresión mínima; se trata de  poemas que no pretenden ser estocadas ni armas de doble filo, sino más bien espadas de dos puntas, katanas, si queremos seguir con la comparación japonesa, que sin empuñadura, igual hieren, dejando como único rastro las marcas indelebles de la sangre:

Las fieras lamen sus huellas/ desarman sus envoltorios/ destrozan centímetro a centímetro/ el cuerpo del enemigo/ acumulan odio en las venas/ transformándose en borradores de sí mismas.

3. Los ghettos en la palabra: nueve piezas componen esta seria. ¿Por qué ghettos en la palabra? Problemente alude a las zonas mudas donde el lenguaje no puede penetrar, o mejor dicho: lo hace, pero siempre dejando un efecto residual, un montón de cenizas barridas por el polvo, imágenes que el poeta intenta restituir para referirse al amor, al quebranto, al odio, al mismo lenguaje, poesía consciente de sus alcances y limitaciones, poesía consciente de sí misma:

Esos viejos y necesarios/ lugares comunes/ repletos de miel./ Quizás/ un camino a esas conversaciones/ a las que no dimos importancia.

4. Los ghettos de la palabra y los moldes vacíos que deja la experiencia. Poética del contorno, pero también del extrañamiento, del movimiento en que una pieza encaja –o intenta encajar- con su molde, pero que sin el artificio barato, sin la metáfora probada o el efecto de magia ramplón, logra su cometido, dejando al descubierto sus fisuras, sus debilidades.

5. Las estaciones. Propuestas de lectura: a) como un solo poema, de golpe; b) como fragmentos que enhebran el mismo cuerpo del poema. Propuestas de lugares de lectura: a) sentado en un vagón del metro; b) caminando en un parque abierto, pisando las hojas secas; c) en un restorán viejo, bebiendo vino, al lado de un muro donde la pintura se descascara.

6. Se aprecia un gesto lárico del poeta, especialmente en Las estaciones:

La vida –ahora-/es un árbol sin raíces/ un mapa sin puntos cardinales/ Y –desde el borde- tú/ pretendes/ fotografiar el paraíso.

Poesía tributaria de Teillier, pero que no se petrifica en sepia: agrupa elementos de la (pos)modernidad y pasan a componer el telar de Ojeda: fotografías, un walkman, el rock, el metro, las fotocopias. Porque en sus poemas abundan las imágenes, que no se saturan caóticamente ni se desplazan ni luchan entre sí: se tiene la maestría para hacer que cada una resalte en el propio carril de su existencia.

7. Se presiente en la parte de Las estaciones un spleen baudeleriano, pero imágenes, objetos y otras presencias (ir)reales intentan poblar esa soledad. ¿Nos encontramos ante una sucesión inútil de estaciones del año? ¿Un recorrido en un tren sin rieles (o mejor, rieles sin un tren que los atraviese) en las paradas obligatorias de la vida, del azar, del destino?

8. Aferrados/ a una agenda inconclusa/ como si huyéramos del laberinto./ Nuestros lugares en el vacío/ pertenecen al paisaje.

9. Tardanza del fuego, cierre y final: El fuego, que puede ser la imagen del sexo (la carne abrasada), las formas cambiantes de Proteo (mar y fuego), la explosión de un mundo en llamas, el infierno, la furia, un cadáver consumiéndose lentamente en la hoguera, todas las anteriores, o ninguna. El poema señala y sugiere, no hace pedagogía, no busca instaurar una moral, sólo se limita a mostrar el sendero.

10. El acto de encender una fogata: asar la carne, quemar leña para calentar los cuerpos, fuente de luz y de calor, señuelo para despistar al enemigo. Pero también la fogata como una fuente de relatos, literatura oral en ebullición, poesía que escapa a los moldes de la mera figuración en verso y que se abre en los terrenos de la prosa:

Y si fuera cierto/ que somos leños/ ardiendo al atardecer/ Y que en esa agonía/ la ficción/ es una muralla/ al fondo del patio.

martes, 9 de enero de 2018

Apuntes a un año de la muerte de Piglia


No sé si exista una edad apropiada o exacta para descubrir a un autor. He leído juicios lapidarios en torno al tema, del tipo: "si ya no leíste a X a tal edad, te lo perdiste". ¿Acaso los autores están tipificados para ser mejor entendidos a una edad específica? A los quince leí Herman Hesse y a Julio Cortázar, autores que me parecían supremos maestros, pero que con la distancia y la acumulación de lecturas me han hecho dudar de su potencialidad, relegándolos a una imaginaria lista de autores de segunda fila o tercera fila, autores que están ahí para hacer correr las distancias de fondo a las generaciones más jóvenes, pero que pese a sus hallazgos y profundidades, con el tiempo es inevitable que se nos oxiden. 

No es el caso de Jorge Luis Borges, a quién también leí en esa época y lo sigo leyendo, y lo seguiré haciendo hasta que se me fosilice el cerebro.  Borges, al revés de los otros citados, no se quedan en simples hallazgos o profundidades, es un autor que tiene la rara virtud de ir creciendo con el tiempo, de complejizar más su literatura. La temprana lectura de Borges generó en mí una especie de muro o cortina de acero en relación a la literatura argentina, una suerte de cima a la cual era imposible seguir escalando y subiendo, pues más arriba no podía haber nada más que piedra y nubes ¿Podía existir alguien o algo más grande que Borges? 

Cuando cumplí veinte, escuché a Nicanor Parra que existía un súper Borges. Por supuesto que se refería a Piglia y que a toda vista, ese juicio era  una exageración. Piglia no apareció para rivalizar con Borges y superarlo, hizo algo mejor: lo integró, creando un nuevo eslabón en la cadena (Nabokov, que en su rol de crítico, o mejor dicho de comentador de literatura, hacía la comparación del oficio literario con los científicos, en el sentido de que el detalle literario con el transcurrir de los años se va puliendo. Así, no podemos imaginar a Homero o a Shakespeare narrando el nacimiento de un bebé, con toda su tensión y su miseria,  hasta que aparece Tólstoi con su Ana Karenina. Él, sin ser más que los anteriores, le da una nueva dimensión a las letras). 

Piglia fue un escritor fundamental, en el estricto rigor de la palabra. Leer a Piglia no sólo modifica y enriquece la visión de la tradición argentina o estadounidense, también es una transformación en la percepción de la experiencia y de la vida. Piglia fue uno de esos raros escritores que mezcló la alta erudición de forma amena (Formas Breves) con la calle y el policial barriobajero (Plata Quemada), creando entremedio todo un conjunto de notas en el diapasón de la literatura. 

Piglia, que no era ciego, se pone a usar el lente borgeano,  pero le aplica la microscopía: allá donde Borges era capaz de encerrar siglos de literatura en pocas líneas con su Kafka y sus precursores, Piglia fijaba su atención en el detalle, poniendo su énfasis en Arlt y en Gombrowicz, para hablarnos de la delación o del crimen. Y también de la plata. Piglia fue quien me abrió los ojos, en aquellos años en que terminaba de estudiar periodismo y no sabía qué hacer con mi vida, y yo tenía veinte y pocos, pero a pesar de tener muchas cosas, no tenía un mundo, iba desnudo por la vida,  leí un párrafo que me marcó: "un escritor necesita plata para poder financiar sus ratos libres". Listo. Con eso no sólo me entregó un consejo, sino que una ética y una moral. Entonces me puse a trabajar, incansablemente. Ello comprueba que la literatura es más que fuegos de artificio con moralejas manifiestas o solapadas: es una herramienta que al albur del fuego nos entrega más que el resplandor de la llama. Nos replica la vida en miniatura, la concentra en pocas páginas. Y esa es otra forma de presenciar el despliegue de la sabiduría. 

viernes, 5 de enero de 2018

El corazón equino de Squella



Editorial Lolita
Hermano, no tardes en salir: Agustín Squella (Novela)
1era Edición 2016. 84 páginas.

El milagro estético no debería ocurrir solamente cuando un texto logra horadar nuestros intestinos y cerebros, sino también cuando (sin importar si es ficción o periodismo) una determinada creación consigue dislocar la materia que trata, trasladando la pura anécdota de una historia a otras profundidades que se entremezclan con la superficie de lo narrado. Un buen libro sobre hípica debería estar pensado para un tipo de lector aficionado al mundo de la hípica; afortunadamente no es el caso de Hermano, no tardes en salir, porque si bien es una novela que habla de la hípica, no se trata de una novela o crónica periodística sobre la hípica, se trata más bien de un caballo literario disfrazado de crónica periodística, y el resultado es fascinante porque reúne dentro de sí lo mejor de ambos mundos.

Muy pocos narradores logran el milagro de hablar de una cosa, que puede ser pueril y hasta descartable, para ocultarnos otra, más importante, que amenaza con atacarnos en la fibra íntima; no hablo de la manida teoría del iceberg, hablo de que la torre literaria posee tantas habitaciones y pisos como sótanos y pasadizos secretos; con tantos candados y cerraduras, como trampas falsas inimaginables. Hermano, no tardes en salir es de esas pocas obras breves que tras una aparente fachada de sencillez, esconden una fina orfebrería interna en su construcción, en las maravillas que podemos encontrar.

¿Qué es entonces Hermano, no tardes en salir? es mucho más que una nouvelle sobre  la hípica en Viña del Mar durante los 70;  hay artículos de costumbre, retratos, diálogos anecdóticos, e inclusive un breve tratado sobre el suicidio y sus motivaciones, todo en menos de 90 páginas.

El libro tiene como centro las historias de un jinete y de un apostador de caballos, que sin tener más en común que su pasión por la competencia, se transforman en el reverso y anverso de una misma moneda: ambos personajes transitan por los mismos escenarios, y aunque nunca llegan a conocerse, un ethos, una disposición para enfrentarse a la existencia, los hermana. Y por ser dos personas diferentes, el fluir de la vida los arroja por caminos muy disímiles.

La historia, como las grandes narraciones, está hilvanada como de a oídas, basándose en testimonios y conversaciones de la época, un ejercicio memorístico que pone adelante la figura del jinete conocido como el Pluto, y un insigne apostador de caballos, El Nancho, que no es otro que el hermano mayor del autor y narrador de la obra.  Las anécdotas van y vienen; se nos habla del ambiente que corría por esos años en el Sporting, de las jaranas y fiestas que se intercalaban entre apuesta y apuesta, de la preocupación política y social en el que discurría el oscuro Chile de aquellos años, e incluso se nos habla de un clandestino centro de hípica, pero en miniatura, con caballos pequeñitos que compiten entre sí, y que se ensambla dentro de la novela con mucha gracia, dotándole más encanto y versatilidad a esta pequeña obra maestra.

¿Qué diferencia entonces a Hermano, no tardes en salir de cualquier otra obra de divulgación, de ficción o periodística? Es el tono, sí, el cómo se estructura, y el cómo nos dejamos arrastrar hacia el aparente eje del libro, para descubrir que dentro palpita con intensidad y humanidad, algo más profundo, algo que sobrepasa los límites de la hípica y se nos clava como una certera flecha; en las primeras páginas se nos dice que Nancho, el apostador, se suicida a los 34 años, y luego nos olvidamos de ello y seguimos la urdimbre, para llegar al último tramo de libro, y caer en la cuenta que la novela no trata precisamente sobre el mundo de los caballos y sus hipódromos, sino que trata de la familia, de la soledad, del suicidio.

Cuando en la hípica un caballo no sale inmediatamente al disparo para correr la carrera, se dice que éste ha quedado encajonado, contratiempo vital que puede determinar el curso de la carrera. Aquella misma metáfora se utiliza en el libro para  referirnos a las personas que por algún motivo o destiempo, no salen a correr sus vidas, quedan detenidas, algo las demora. 

Hermano, no tardes en salir es una experiencia breve, pero intensa y sublime. Intensa, porque relata el ir y venir de dos hombres de forma dinámica, con bromas, diálogos que se entrecruzan, relatados como un vivaz anecdotario, y sublime, porque el narrador en las últimas páginas retransfigura el sentido de lo narrado y sin previo aviso nos sumerge en los abismos de la derrota, volviéndose una narración consciente de su propia fragilidad, de lo que expone:

“Estamos solos, todos, pero no somos forzosamente solitarios. El solitario se aísla en cierto modo de los demás, ahogándose en sí mismo (…). Estar solo es una condición, ser solitario no es una elección, aunque también es posible volverse solitario por abandono”.


Y no hay nada más triste en este mundo que ser abandonados, que sentir en carne propia la orfandad, quedando encajonados, detenidos sobre el flujo vital de la realidad.

viernes, 29 de diciembre de 2017

La crueldad circundante de Carlos Droguett

Editorial Zig-Zag
Patas de Perro: Carlos Droguett (Novela)
1era Edición 1965. 313 páginas.

No cuesta entender que Carlos Droguett sea un autor que no encaje fácilmente en el endeble canon de la literatura chilena. Más valorado en España (cuenta con múltiples reediciones de su obra), y celebrado por Piglia (quien dijera que releía constantemente Eloy), una novela tan atípica, y a su vez tan chilena como Patas de perro, difícilmente pudo haber calado en el imaginario un libro que exuda tanta rabia, sarcasmo y un profundo derrotismo asfixiante, que a más de cincuenta años de su publicación (su primera edición data de 1965), no ha perdido ni un ápice de su grandiosidad, ni de su intimismo tan patente cuando se trata de relatar la crueldad circundante.

El argumento se puede resumir en pocas líneas: un profesor fracasado se hace cargo de Bobi, un niño mitad humano y mitad perro, quien maltratado por su padre alcohólico y negado por su madre, intenta encajar en una sociedad que lo anula. Como suele ocurrir en las grandes obras, la trama poco y nada tiene que decir frente al cómo se nos cuenta una historia: es la voz del narrador, el hombre que acoge a este niño, quien a través de un monólogo interior fracturado, casi sin espacio para los puntos apartes, con una puntuación encadenada por frases largas y extractos de diálogos entrecruzados, nos narra el calvario que debe vivir con Bobi. La prosa de Droguett es como una máquina acorazada que se va desgranando en recuerdos, jugando magistralmente con los tiempos narrativos; crea la ilusión de que estamos ante una entidad real que no está inventando lo que ahí se cuenta, sino que aquella voz de verdad vivió cada pormenor, pensamiento o detalle señalado. Se trata de una obra que más que una historia, nos entrega la voz de un ser humano de carne y hueso, que desgarrado, atrapado en un mundo incierto, nos relata su letanía.

La parte perruna de Bobi, su lado monstruoso o bestial, tiene fuertes ecos en otras historias del estilo Frankestein, como El hombre elefante de Lynch, Quemar un pueblo de Patricio Jara, o ese portento de la animación japonesa como Midori: la niña de las camelias; como en esas historias, acá se constata que la monstruosidad no es la que emerge del monstruo, sino la que viene de los ojos de los espectadores, de la propia sociedad, que en vez de acoger e integrar la diferencia, aterrada, actúa de forma hostil y violenta, reflejando sus temores con ira y desdén. 

Bobi, que tiene 13 años, se nos muestra asistiendo a la educación pública, aquella prisión que se desarrolló en la revolución industrial, y que día a día sigue mutilando espiritualmente a millones de niños en el mundo. Acá no hay diferencias con la realidad: Bobi es cercenado moralmente y humillado por sus propios profesores, quienes lo tratan sin ninguna conmiseración, peor que a un guacho.

Sobre su nacimiento, el narrador pone en la propia voz de Bobi, casi al comienzo, su breve y cruenta historia: 

“Cuando nací y empecé a caminar, mi padre se deshizo de los dos perros, uno, el Rial, amaneció envenenado, hinchado y como amoratado o verdoso […] Al Guaina lo mató a patadas”. 

En otras ocasiones el niño es sorprendido por el narrador fumando, y lejos de ser reprendido en plan de moralina, éste lo entiende perfectamente, y recuerda claramente la época en que también fumaba mucho.

Leer Patas de perro no es sólo adentrarse en la psique de un hombre que tiene serios problemas para adaptarse a su entorno, sumado a la sórdida realidad de Bobi, el niño perro: también recuerda la narrativa del desarraigo y de la marginalidad de González Vera, o el mundo del hampa de Méndez Carrasco y Gómez Morel. No obstante, Droguett es más expresivo y desenfadado en cuanto a recursos narrativos respecto a los anteriormente citados. Muchos de sus párrafos nos recuerdan los kilométricos poemas de Pablo de Rokha; precisamente el valor de Patas de perro no reside en ser una literatura de denuncia social, que sí hay denuncia pero va más allá: su grandeza, su poder reside en la gran factura de su estilo, alambicado, reiterativo y furioso a partes iguales, oscilando entre el miasma de la enumeración caótica y el gran ojo observador en los detalles. La voz del narrador tiende a refractarse: a veces describe en primera persona lo que ve y lo que siente como un testigo de los hechos, a veces se cuela en la cabeza de otros personajes; la mayor parte del tiempo protagoniza y rememora la miseria. 

Donde un novelista del montón pondría simplemente que un personaje se despertó, se levantó y se puso la ropa, Droguett escribe: 

"Dormí como un narcotizado, como un poseído, cuando desperté tenia la cabeza pesada y me sentía vacío, vacío de ideas, de palabras, de ruidos, no atiné a salir de la pieza, de las ropas revueltas de la cama sino hasta muy tarde, cuando me sentí ahogado, pues la puerta estaba cerrada, la ventana estaba cerrada y el pasadizo sumido todavía en las tinieblas, esas tinieblas hostiles, furiosas y solas de un día que va a ser de mucho calor". 

En otro momento, Bobi cuenta que en su colegio el profesor de turno dice a los alumnos en el aula, en clara alusión a él, que los hijos de padres borrachos solían nacer monstruosos o deformes, y que muchas veces éstos eran abandonados. El narrador reflexiona: 

“No me atrevía a mirarlo (a Bobi), estaba avergonzado por mí, por la ciudad, por el gremio de profesores, por Chile, esta línea de luz que es Chile y que permite silenciosamente que estos hechos se produzcan bajo su límpido cielo de primavera”. 

El final no es menor atronador que toda la prosa enfebrecida que atraviesa el libro; al cerrar el libro quedaremos con una sensación de salir de un mal sueño, sensación que se incrementa cuando volvemos al inicio y leemos una vez más sus primeras páginas, dando la impresión de que el final contiene al comienzo y el comienzo al final, como una pesadilla cíclica, como si tuviésemos que atravesar una y otra vez la rueda kármica, un eco que quedará resonando largo tiempo en nuestras cabezas.
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