
Ya desde la Ilíada, ese mítico friso donde se despliega el choque heroico entre aqueos y troyanos, la figura femenina cobra un rol preponderante, pues fue el secuestro de Helena el disparador del conflicto; y fue una diosa —y no un dios— la que cantó la cólera de Aquiles, así como fueron musas las que inspiraron a los poetas.
En la misma pléyade de seres míticos, así donde hubo un Zeus conspirando en favor de los hombres, no menor es el peso narrativo de una Atenea o una Hera. En el teatro griego tenemos otro tanto, con las Yocastas, Electras o Medeas, que pueblan el imaginario trágico literario, y si nos movemos un poco más acá (o mejor dicho, al más allá), fue en los relatos cosmogónicos y religiosos donde la mujer abandonó sus simples ropajes mortales y cobró dimensión de diosa, de mensajera, o de creadora, en las más distintas y distantes culturas.
Martín de Riquer, en su Vidas y amores de los trovadores y sus damas, compendia biográficamente los momentos estelares de los cantores medievales y la relación que tuvieron con sus musas. Casados, la mayoría, no hacían de sus esposas los motivos de sus líricas, como fue el caso de Elias de Barjols, protegido por el conde Alfonso de Provenza quien le dio tierras y una mujer, pero su amor auténtico fue la esposa de ese conde, la señora Garsenda, y a ella le consagró el canto. Incluso hubo clérigos, como el castellano Gui D'Ussel, que no vaciló en elevar sus canciones amorosas a sus amigas, de quienes, en efecto se enamoró de más de una, porque era condición del trovador estar enamorado, y si no, debía fingirlo.
Con Dante, heredero de la tradición trovadoresca y propulsor del dolce stil novo (el dulce estilo nuevo), la mujer se transforma en una totalidad, en una suma gentil de bondades. Sobre Beatriz, Beatrice, la beata, nos dice:
«Amor me guiaba a hablar con sus palabras; / tan dulce era su voz que el canto / parece desdeñar la belleza de su rostro.» (Canto XXX, Purgatorio)
Guía en el infierno, madre absoluta, amante esplendorosa, reflejo de la belleza del buen Dios en el mundo, nos recuerda lo tardío que es el realismo como enfoque en la literatura, pues es recién con el Siglo de oro español, donde las mujeres se transfiguran en una amplia gama de colores, que para bien o para mal, se retratan en toda su desnudez: ya no son todas hermosas y cantarinas; hay feas, cojas, brujas y malolientes. Quevedo, que se burló de todos (y de todas), compara en sus Sueños a las mujeres con el dinero, pues andan de mano en mano, son enemigas de que las guarden y van detrás de los que no lo merecen. En El mundo por de dentro, no se queda chico y dispara:
«Si las besas, te embarras los labios; si las abrazas, aprietas tablillas y abollas cartones; si las acuestas contigo, la mitad dejas debajo de la cama en los chapines; si las pretendes, te cansas; si las alcanzas, te embarazas; si las sustentas, te empobreces; si la dejas, te persigue; si las quieres, te deja.»
Por supuesto que en el Siglo de oro español no son todos pullas. Las ponemos con el afán de contrastar con el estilo clásico medieval, mucho más benévolo con ellas; no obstante, no podemos olvidarnos de Cervantes y sus mujeres, más que objeto de suspiros y galanteos, destacan por su determinación y su manera de moverse por el mundo, como Dorotea, quien se disfraza de princesa para pedir ayuda, o Marcela, la que rechazando las convenciones de su tiempo opta por no casarse (¿no suena actual?) y se va a vivir como pastora, en soledad.
Nabokov decía en su Curso de literatura rusa, que es el arte de la microscopía, aplicado al lente literario, el que puede explicar muy bien su evolución. Ahí donde las mujeres fueron seres tutelares, divinos, para ser objeto de cantos y amores (y de burlas), el lente literario horada en la superficialidad hasta llegar a la interioridad de ellas. ¿Psicologismo? Sí, aunque este concepto aplicado a la literatura ha tomado muchas veces ribetes negativos, por su connotación extraliteraria, la verdad es que narrar un mundo interno —con sus cuitas y desvelos y ensoñaciones— no tiene por qué ser de suyo inadmisible. De hecho, en el siglo XIX existen grandes cumbres de mujeres siendo narradas por hombres, y el caso más paradigmático es Madame Bovary, novela que originó el concepto de «bovarismo», que es la insatisfacción permanente que experimenta una fémina—un estado general de abatimiento—, por la distancia entre la realidad y las aspiraciones materiales y espirituales, una suerte de quijotismo amoroso, porque el plano ideal de las relaciones amorosas los encontraba Bovary en los libros, y no en la realidad. Celebrada por la crítica, catalogada de publicación inmoral, la muy liberal Francia citó a tribunales al bueno de Gustave por considerar que atentaba contra la libertad, al narrar con pelos y señas, y con la interioridad psíquica que ello conllevaba, la vida de una adúltera y sus consecuencias: es casi sintomático que la irrupción del realismo afectara a la realidad del mismo autor, quien, para defenderse de las acusaciones, habría enarbolado su atribuida frase: Je suis Madame Bovary.
Ahora, si se trata de llevar hasta el paroxismo la idea de narrar la interioridad de la mujer, tenemos a La regenta, de Leopoldo Alas Clarín, que escribió una suerte de Madame Bovary, pero con esteroides. A lo largo de mil páginas, despliega su pluma con maestría absoluta, modelo y espejo dónde debe mirarse un autor que aspire a la totalidad, narra la historia de Ana Ozores, casada con un exregente (de ahí su nombre, La Regenta), quien sostiene una relación compleja con el clérigo Fermín de Pas, subiendo mucho más la vara propuesta por Flaubert, pues acá el amorío es detallado con dimes y diretes, y la interioridad de su personaje femenino, Ana Ozores, se contrasta con la descripción completa de la ciudad ficticia de Vetusta (en la que se esconde la real Oviedo): la apuesta es elevada, porque donde Flaubert se contentó con trazar la vida íntima de una mujer, Alas Clarín nos pinta un mundo completo, con sus dinastías, filosofías, intrigas y una multitud de personajes secundarios ¡vaya qué secundarios! Como el galán donjuanesco de Álvaro Mesía que elabora estrategias de seducción para con la regenta, cuál de todas más ridículas, o Paula Raíces, la maquiavélica madre del canónigo quien es capaz de lo que sea con tal de preservar su vid en la Santa Iglesia, o el ridículo Trifón Cármenes (su nombre lo prefigura), un poeta patético (de esos que abundan) que vive pendiente de la publicación de los periódicos, pues siempre le rechazan sus versos y anhela que algún día lo tomen en cuenta.
Podríamos seguir enumerando ejemplos, pero nos detenemos acá, pues nuestra intención es vertebrar una breve relación literaria de hombres que escribieron sobre mujeres (nos queda afuera el género testimonial y las biografías), recalcando que si bien las obras maestras son limitadas, las posibilidades, para nosotros, pobres hombres, de referirnos a ellas, siempre nos conducirán a castillos empantanados y encantados con espejos reflectantes, y esperamos que la más auténtica manera de asediarlas y referirlas no sea como en aquel relato de Mauricio Wácquez en Excesos, donde el narrador se trasviste frente a un espejo para recuperar, aunque sea de manera artificiosa y por una sola vez, a su desaparecida Irene.